Viajes por Filipinas

Viajes por Filipinas

by Juan Álvarez Guerra
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Overview

Este libro fue escrito en 1871 por encargo del gobernador general de Filipinas, Rafael Izquierdo. La obra recoge relevantes datos de carácter etnográfico, geográfico, histórico y político.

Product Details

ISBN-13: 9788498970937
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia-Viajes , #20
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 132
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

Juan Álvarez Guerra fue un reconocido autor y explorador español del siglo XIX, mejor conocido por su contribución a la comprensión de las Filipinas a través de sus detalladas y perspicaces obras de viaje. Aunque la información sobre sus años tempranos y formación es limitada, su legado reside en su obra escrita y en su profunda conexión con las islas Filipinas.
En 1871, Álvarez Guerra fue encomendado por el gobernador general de Filipinas, Rafael Izquierdo, para realizar un viaje científico por el Pacífico. Esta expedición resultó en la creación de su primer libro de viajes, Un viaje por Oriente. De Manila a Marianas, publicado en Madrid en 1872 y reeditado en 1883 y 1887. Esta obra, como todas las que le siguieron, contiene una abundancia de datos de carácter etnográfico, geográfico, histórico y político, lo que proporciona una visión inestimable de la Filipinas de la época.
Siguió escribiendo sobre Filipinas, con sus siguientes obras Viajes por Oriente. De Manila a Tayabas y Viajes por Filipinas. De Manila a Albay, publicadas en 1878 y 1887 respectivamente. Cada una de estas obras profundizó aún más en la vida y la cultura de las Filipinas, y cada una fue dedicada a figuras políticas importantes de la época.
En 1887, Álvarez Guerra fue designado como comisario real para organizar una exposición sobre Filipinas. Esta exposición contó con una amplia variedad de objetos y especímenes traídos desde Manila, incluyendo 4.000 plantas, dos toros, siete venados, varias serpientes, un carabao y más de cuarenta personas indígenas. También incluyó una instalación especial con los objetos y recuerdos de su colección personal, que fue muy comentada y apreciada por la prensa y los asistentes.
Aunque los detalles de su vida después de esta exposición son menos conocidos, Juan Álvarez Guerra dejó un legado perdurable en su descripción detallada y comprensiva de la vida, la cultura y la geografía de las Filipinas en el siglo XIX. Sus obras siguen siendo un recurso valioso para los historiadores y aquellos interesados en la historia de las Filipinas.

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Viajes por Filipinas


By Juan Álvarez Guerra

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-093-7


CHAPTER 1

CAPÍTULO I. QUIETISMO. «FIEBRES TERMOMÉTRICAS.» «DON FRANCISCO.» UNA CARTA Y UNA VISITA. PROYECTOS DE VIAJE. EL «SORSOGON». FISONOMÍA DEL CAPITÁN. CUBIERTA DEL «SORSOGON». FAENAS DE LEVAR. EN MARCHA. BANDERA DE SALUDO. BAHÍA DE MANILA. NAIG. BATAAN. PRIMER ALMUERZO. LUIS. MONOMANÍA FRANCESA. DOS MESTIZAS Y UN FRAILE. RAZAS. GUSTOS Y AFICIONES. «EL PUERTO Y LA ISLA.» CAVITE Y SAN ROQUE. ENRIQUETA Y MATILDE. COSTAS DE TAYABAS. LA ORACIÓN DE LA TARDE. FRANCÉS Y VICOL. FUEGOS ARTIFICIALES. DISCRETEOS. EL CEMENTERIO PROTESTANTE. PROMESA. SUEÑO. ¡FONDO! TIERRA DE ALBAY


Son las cuatro de la tarde del 3 de octubre de 1879 ... 37° marca el centígrado, y doscientas y pico de muertes acusa la fúnebre estadística de la última semana, siendo originadas en su mayor parte por una fiebre que los médicos llaman no sé cómo, ni me importa, pero que yo le doy el nombre de «fiebres termométricas», pues be observado que en casa donde un doctor «aplica» un termómetro, hay una baja en la vida, un pedazo de mármol menos en los talleres de Rodoreda, y una página más en los registros trienales de «Paco».

El «alquiler» de cualquiera de los cuartos de los tres pisos que tiene la «barriada» de mi respetable «señor don Francisco», exige un pago adelantado de tres años; si al cabo de ese tiempo no se renueva el inquilinato, se hace el desahucio a golpe de piqueta, sin que nadie tenga derecho a quejarse, puesto que el «casero», por «boca» de la «Gaceta», tiene la magnanimidad de conceder un plazo de veinte días.

¿Por qué se llamará «Paco» al campo-santo? Pregunta es esta a la que jamás han podido darme contestación.

Mientras hago estas observaciones, espanto los mosquitos, rompo el varillaje de un paypay y empapo de sudor dos pañuelos.

Ha pasado un cuarto de hora y el calor es insoportable.

Mi «bata», que para ser un completo caballero solo le falta haber nacido en una cuna más alta, me alarga una carta, cuyo contenido me anuncia una espera en la visita de un amigo.

Del recibo de la carta al taconeo de mi amigo medió una hora larga, hora que no puedo datar en mi diario de trabajo, pues la despilfarré con la prodigalidad propia de un millonario, o de un escéptico de veinte años.

Mi amigo, que se anunció con un resoplido digno de mejores pulmones — pues el pobre no los tiene muy sanos — tomó sillón y alientos.

— ¿Has recibido mi carta?

— Sí.

— ¿Presumes a qué vengo?

— No.

— Pues vamos al grano. ¿Quieres acompañarme a un viaje?

— ¿Por mar o por tierra?

— Por mar.

— Pero ¡hombre! tú estás empecatado. Es la época de los baguios. «El Comercio» no duerme por observar las burbujas del Pasig, «La Oceanía» mira de reojo a su vecino de enfrente, y el «Diario» profetiza, por boca de no sé quién, que el tifón está poco menos que soplando en los aldabones de la puerta de Santa Lucía, y piensas en viajitos por mar. Vaya, vaya, tú estas malo y tratas de contagiarme.

— Pero, en fin, ¿me acompañas o no?

— Te lo diré cuando contestes a varias preguntas:

¿Adonde vamos, o mejor dicho,

adonde piensas que vayamos?

— Vamos — dijo mi amigo con todo el entusiasmo de un «touriste» de pura raza — a la cuna del «abacá», a la tierra de los volcanes, a dormir dos noches a la falda del Mayon, a pisar la boca de su cráter, a ser posible; a Albay, en fin.

— ¿Quién manda el vapor? Pues presumo no pensarás en barco de vela.

— El barco se llama «Sorsogon» y lo manda X. Conque ¿te decides o no?

— Te repito que cuando contestes a todas mis preguntas lo haré a la tuya. Deseo saber de dónde es el capitán, su edad, estado, carácter, circunstancias de su mujer, sí es casado, si tiene suegra, hijos, fortuna y ...

— Quién es el sastre que lo viste y qué come, ¿no es verdad? Ni que esto fuera una oficina de policía o una expendeduría de pasaportes. Ya estoy acostumbrado a tus genialidades, y como quiera que conozco perfectamente al capitán, puedo decirte es andaluz, joven, de buen humor, casado, su mujer es guapa y lo hace completamente feliz; tiene un chiquitín muy mono, algunos miles de pesos y no conoció a su suegra.

— ¿Cuándo sale el vapor?

— El sábado cinco a las nueve de la mañana.

— ¡Quico! — grité a mi criado —. Ten todo listo para embarcarnos el sábado de madrugada.

— ¿Luego vienes? ¿Luego no tienes miedo a los baguios?

— ¡Baguios! Baguios montando un buen barco mandado por un capitán inteligente, y por ende andaluz y joven, y rico, y con mujer guapa, y con hijos, y feliz, y sin suegra, no hay temor; yo no tengo nada de eso, su vida responde de la mía, de modo que «él cuidado»; por otra parte, me seduce este viaje, pues estoy aburrido de Manila y deseo conocer los pueblos bicoles. Toca esos cinco, y hasta el sábado a bordo del «Sorsogon».

Mi amigo se marchó, yo me vestí y ...


Han pasado dos días. Son las siete de la mañana y nos encontramos sobre la cubierta del «Sorsogon». Un prolongado silbido pone en movimiento cadenas, cuerdas y motones.

El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de levar un barco. Todo se mueve, todo cruje, todo rechina. El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento a los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan a la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de sí la bullente estela.

El «Sorsogon», que obedece las riendas de su timón con una precisión matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos, con la que ha dado un cariñoso adiós al «Marqués del Duero», una de las más hermosas naves de la Marina española.

De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete a la que flamea en lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero que termina sus días o en la inhospitalaria playa que sepulta sus despojos, o en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo llevan a dormir el sueño eterno a sus misteriosos lechos de coral ...

El «Sorsogon» navega a toda máquina por la extensa bahía.

Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse las costas de Cavite, solo una faja de bruma señala en el horizonte el lugar de partida. Después, solo el anteojo percibe cual blanca gaviota posada sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde, la espuma se funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos de la luz, la bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la retina la última línea de la ciudad murada, se abre un nuevo registro en los misterios de los recuerdos.

A la banda de babor tenemos las costas de Naig; a estribor las agrestes sierras de Bataan, y a proa la isla del Corregidor.

Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados en la campana del castillo de proa.

El almuerzo estaba servido.

La presentación oficial a bordo se hace siempre en la primera comida. Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar su camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la instalación en un nuevo domicilio, por más que esté reducido a un cajón de dos metros en cuadro.

En la primera comida a bordo no se descuida ningún perfil por parte de los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el desaliño; pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco es irreprochable. «Ellas» se rodean de todos los pequeños detalles de la coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje de viaje. Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo a las amigas, y al anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de tela cortadas y cosidas con arreglo al último figurín. El traje de viaje es tan indispensable como el de boda. Decir a una joven o vieja que «encienda» la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su cuerpo con trapos nuevos y de seguro no da «chispas»: anunciarle un viajito, que tenga siquiera un trayecto de una veintena de millas y no le presentéis antes un muestrario, y no hay viaje posible. Para una mujer «en viaje», su verdadero pasaporte es una factura pagada o no pagada de una tienda de modas.

Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista a cuanto se pusiese al alcance de mi vista.

Puesto que entre personas de tono, lo primero es la presentación, voy a ir presentando a mis bellas lectoras, y digo lectoras porque ellas son siempre más curiosas que ellos, los bocetos de mis compañeros a bordo. Seis blancas servilletas oprimidas en otros tantos aros de marfil, se ven sobre la mesa. Tres son las desconocidas o desconocidos que me toca bosquejar, pues en cuanto al capitán y a mi amigo, ya los han visto ustedes, siquiera haya sido a la ligera. En el boceto del capitán poco tengo que añadir. ¿Quién de mis lectoras no conoce a un andaluz joven, buen mozo, bullanguero y galante? De seguro todas. Por lo tanto, al capitán ya lo conocemos. En cuanto a mi amigo, completaremos el cuadro con cuatro brochazos. Se llama Luís, tiene veintiséis años, es rubio, alto, delgado, viste a la francesa, come a la francesa, piensa a la francesa, y no es francés porque su madre tuvo la debilidad de aligerar su carga en cierto lugarejo del prosaico garbanzo y de la judía, que Luís jamás nombra porque cree es poco francés.

Luís se llama literato; pero conoce más a Balzac que a Cervantes, tararea música, pero a buen seguro que no podrá recordar un «aire» de Barbieri más siempre una «cancionette» de Ofembach. La revolución francesa, las jornadas del imperio y las encrucijadas de la «Commune» las recorre sin tropezar; en cambio da sendos traspiés al entrar en el campamento de Santa Fe o al pasear los campos de Almansa y de Bailén. A nuestras góticas catedrales y a nuestros moriscos palacios les encuentra el defecto de que al pié de sus muros se alce la albahaca silvestre y el agreste tomillo, circunstancias poco en consonancia con los monumentos franceses.

Luís, no tocándole la cuerda del «chic», el «esprit» y el «confort», es un perfecto hombre en su juicio; pero en cuanto se traspasa el tabique de los Pirineos, enristra la lanza de Don Quijote y demuestra que en todos los siglos nacen andantes caballeros. Luís tiene todas las condiciones para ser feliz, y sin embargo, no lo es. Continuamente le atormenta la idea de que no le planchan los cuellos a la francesa, y la de que no toquen los barcos de las mensajerías en Manila. La probabilidad de tenerse que ir en un barco español y el ponerse un cuello planchado con «morisqueta» le hacen completamente desgraciado.

En el tiempo que he invertido en dar los anteriores brochazos, han ocupado sus respectivos sitios dos mestizas, una vestida de saya y otra a la europea, y al lado de aquellas un anciano y reverendo padre franciscano.

El almuerzo era servido sobre cubierta, gracias a la amabilidad del capitán. Un doble toldo nos preservaba del Sol, mas no de las brisas marinas que acariciaban los festones de la lona y de la potente luz de los trópicos que descomponía sus rayos en las talladas copas.

Las dos mestizas comían y callaban, el capitán servía, el fraile se reservaba, Luís mascullaba el prosaico español cocido, y un servidor de ustedes espiaba la ocasión para tomar un buen punto de luz que llenase por completo a mis modelos. Sobre la paleta tenía combinadas dos tintas desde que principié a analizar a las dos mestizas que comían frente a mí. Es imposible contemplar en criatura humana unos ojos más negros y aterciopelados, cual los que tenía delante, un pelo más en armonía con los ojos, y unos dientes más en contraposición con el color del pelo. Las dos mestizas indudablemente eran hermanas y no diré gemelas, pues a simple vista se notaba entre ambas una desproporción de edades, que si no llegaba a la suposición de que fuesen madre e hija, en cambio completaba la de que eran hermanas. En sus fisonomías había rasgos salientes y notablemente acentuados, que denunciaban la unión de la raza europea con la raza india. La mestiza que lleva en sus venas una sola gota de sangre china, jamás puede confundirse ni con la cuarterona ni con la mestiza de india y europeo. Es imposible encontrar en las razas humanas una fuerza de atracción como la que se nota en la china y japonesa. Que haya unión de chino y europea o viceversa, y de seguro los hijos son chinos; que la haya de india con chino y la prole es china y siempre china, no dándose ni aun el caso del salto atrás, pues tan chino es el biznieto de chino como el tataranieto, por más que este nazca en Europa y no se conozca en la familia el más leve recuerdo del Celeste Imperio. Los ojos chinos no los corrige ni las conjunciones de sangre, ni el bisturí del operador, ni los cosméticos del tocador. La hija de mestiza europea y de padre europeo, o sea la cuarterona, también se distingue y se define perfectamente, no dando lugar a que se confunda con la mestiza pura de india y europeo. Esta última es morena, sus ojos por lo regular son negros, su nariz algo deprimida, su pelo largo y de gruesa hebra y sus labios ligeramente abultados. El rasgo característico que define a la cuarterona de la mestiza, es que esta última conserva en toda su pureza las tradiciones de su airoso y pintoresco traje. La saya suelta, la diminuta chinela, la bordada piña, el alto «pusod», la aplastada peineta y los pequeños aretes, constituyen su atavió, que jamás deja, a no ser que la Epístola de San Pablo se encargue de modificar trajes y costumbres, cosa que suele acontecer, casándose con europeo. En este caso, una de dos: o el europeo se hace indio o la india se hace europea; y digo india, pues que las costumbres de la mestiza por regla general, son las mismas de su madre. Las impresiones, hábitos y costumbres de la infancia no se borran con facilidad; así que la morisqueta, el lechón, el pequeño «buyito», el «lancape», el petate en el suelo, el cigarrillo a hurtadillas, el pelo suelto y la decidida afición al «poto», a la «bibinca», al «sotanjú», a la «manga verde» y al «gulamán» es muy difícil hacerlas olvidar: en cuanto a que dejen de coser sentadas sobre el petate y a que hablen castellano con sus criadas, eso es imposible. En cambio en la cuarterona es muy común encontrar tipos que no solamente no usan chinelas, sino que aun dentro de casa están oprimidas con el corsé y las botitas; cuarteronas que dicen no hablan tagalo, ni comen lechón ni morisqueta y que tienen cama en alto, suscripción a «La Moda Elegante», batas encañonadas, pendientes largos y escote cuadrado. En reserva les diré a ustedes que con mucho sigilo me dijo en una ocasión una india que servía a una mestiza cuarterona, que o pesar de todo cuando decía su ama, de cuando en cuando mascaba un chiquirritín «buyito» y saboreaba un cigarrillo; pero que siempre lo hacía teniendo cerca el cepillo de los dientes y el agua perfumada. En cuanto al lechón — me dijo la doméstica — que solía comerlo, pero pura y exclusivamente por no «desairar» a alguna amiga.

Con arreglo a los anteriores apuntes, no nos cabe duda que nuestras dos desconocidas son mestizas de pura raza: el traje de la mayor hace suponer que es casada, y casada con europeo.

Durante los primeros platos que se sirvieron no tomaron parte en la conversación.

Miraban y comían con el embarazo propio de quien sabe es observado. Varias veces que la hermana menor alzó los ojos, encontró frente a frente los míos, que procuraban investigar lo que se albergaba tras aquellas negrísimas pupilas. El fondo de todo abismo es negro. Los ojos de la primera mujer que pecó no sé de qué color serían, pero los de la primera que obligó a pecar, de seguro eran negros.


(Continues...)

Excerpted from Viajes por Filipinas by Juan Álvarez Guerra. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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