Viaje del Cuzco a Belén en el Gran Pará

Viaje del Cuzco a Belén en el Gran Pará

by José Manuel Valdez y Palacios
Viaje del Cuzco a Belén en el Gran Pará

Viaje del Cuzco a Belén en el Gran Pará

by José Manuel Valdez y Palacios

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Valdez y Palacios huyó del Cuzco en 1843 tras unos disturbios. Su casa fue asaltada y saqueada y sus bienes confiscados durante una revuelta, por lo que tuvo que escapar hacia la frontera de Brasil. Atravesó las estribaciones de los Andes orientales y se internó en la jungla amazónica navegando en balsa. El viaje fue una evocación de sus lecturas de Chateaubriand y Rousseau.

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ISBN-13: 9788498970906
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia-Viajes , #401
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 82
File size: 360 KB
Language: Spanish

About the Author

José Manuel Valdez y Palacios (1812-1854) (Cuzco...) Valdez y Palacios huyó del Cuzco en 1843 tras unos disturbios. Su casa fue asaltada y saqueada y sus bienes confiscados durante una revuelta, por lo que tuvo que escapar hacia la frontera de Brasil. Atravesó las estribaciones de los Andes orientales y se internó en la jungla amazónica navegando en balsa. El viaje fue una evocación de sus lecturas de Chateaubriand y Rousseau.

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Viaje del Cuzco a Belén en el Gran Pará


By José Manuel Valdéz y Palacio

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-090-6



CHAPTER 1

CAPÍTULO I. LA CORDILLERA DE LOS ANDES


No sé si haya en el mundo una visión tan grandiosa, tan sublime y tan variada como la que presenta la Cordillera de los Andes. Las montañas que la forman se alzan a una elevación tan grande y están agrupadas unas sobre otras de manera tal que cuando el viajero, cansado después de una larga jornada cree haber llegado a la cumbre del último pico, se halla de repente en las faldas de otro, que aparece como por encanto elevándose con la misma majestad que los anteriores y ocultando sus picachos entre nubes. Las diferentes cadenas y ramificaciones, formadas por estas montañas se extienden en todas direcciones con infinitas formas y aspectos. En lo referente a las cadenas menos elevadas, éstas forman una cordillera apretada, ondeante y flexible, con anillos sombríos que parecen de vez en cuando estar prontos a separarse y que en verdad se separan algunas veces aquí y allá, para dejar pasar un trecho de cielo, hallándose las partes más elevadas rematadas en sus cimas por puntas piramidales y dientes agudos, por roquedales aguzados por las tempestades, que presentan al rayo y a los vientos sus puntas gastadas con un aspecto que tiene algo de decrépito, de ruinoso y de terrible, que entristece el corazón y eleva el alma. Al pisar las cimas deprimidas y planas el viajero siente que la tierra se mueve debajo de sus plantas y esto, que es como un temor prolongado por la montaña, le hace concebir que el globo terrestre está bajo la poderosa influencia de algún planeta mayor que lo mueve. En estas regiones de desolación no se ve ni un rayo de Sol, ni un pedazo de cielo, ni un trecho de paisaje que rodee sus bases. El viajero camina envuelto en sombras, sin divisar más allá de la confusa silueta de su guía (vaqueano) y sin escuchar otra cosa que el susurro de la lluvia que no cesa ni un instante en esas terribles y solitarias regiones. Al intenso frío y al viento sucede muchas veces la nieve que cubre en un instante toda la montaña y borra la ligera senda trazada por los pasos del indio y de la llama, únicos transeúntes por esas alturas, si no es que un ser desgraciado y perseguido por sus semejantes se ve obligado a recorrerlas. Al mismo tiempo, el aire se halla tan enrarecido que en algunos momentos falta la respiración y el hombre queda sin movimiento y como muerto. Es preciso tener un corazón de fuego y un alma de hierro o ser presa de una gran excitación o sobrevenir un gran acontecimiento para pasar las cimas de los Andes.


Partida del Cuzco a la Misión de Cocabambilla

Tales fueron los lugares por los que transité durante siete días consecutivos, después de haber dejado la ciudad del Cuzco huyendo de la más cruel e inexorable persecución. Acosado por todas partes por una soldadesca desenfrenada y ávida de sangre como el cuervo de aquellas soledades, me fue necesario remontarme a aquellas regiones para llegar a la Misión de Cocabambilla sin tocar en los lugares poblados donde podía ser visto.

Al octavo día de mi partida estaba a tres días de jornada de la Misión. Sin embargo, ya nos hallábamos tan rendidos por la fatiga de jornadas anteriores, que parecíamos clavados sobre los caballos, como artefactos de una sola pieza, sin movimiento ni flexibilidad; nos dejamos caer sobre una planicie de tierra rojiza, encubierta por enormes rocas ennegrecidas por los siglos, que parecían los centinelas de la muerte vestidos con sus negros mantos. Extendido en ese lugar, del que nunca soñé que pudiese haber existido en la Naturaleza, me parecía sentir algo de eternidad; oteaba por todas partes, con un mirar vago y de todas partes volvía mis ojos hacia mi hijo que también estaba echado sobre el cieno con la cabeza apoyada en mi pecho. Y aún así, no me hallaba en el punto más elevado a donde el destino había decretado que yo saliese. Al disponernos a continuar nuestra marcha, mi guía me dijo que al terminar la falda donde nos encontrábamos y a una milla y media de distancia, se elevaba todavía el monte Carasuina, cuya vista nos ocultaban los grupos de roquedales que nos cercaban y por cuya falda debíamos pasar para descender a la Misión. Es este el monte más elevado de la cordillera que domina los valles de Santa Ana en el remate del tramo meridional de los Andes que se extiende a lo largo de aquellos valles.

En los casos extremos la resignación es necesaria y en los peligros inminentes parece que se despiertan vivamente en el corazón del hombre el valor y la fortaleza, que en las circunstancias comunes están como adormecidos. Después de escalar casi perpendicularmente todo el día, llegamos sin aliento, a la puesta del Sol, a una caverna para pasar la noche. Tal vez fuimos los primeros huéspedes de esa gruta, desde que fue formada por los torrentes de lava en siglos remotos. Pasamos la noche casi sin dormir por un horroroso frío que un viento semejante a un huracán lo hacía más insoportable, que no cesó un instante hasta el siguiente día en que nos encontramos en tal estado que apenas podíamos dar un paso; tal era el entorpecimiento de nuestros miembros. Pronto vino el Sol a iluminar la majestuosa escena que nos circundaba y que hiriendo con más fuerza los encumbrados picos de las nieves eternas de Mana-cahua, Mana-lahua y Mana-huailla, eran como fanales suspendidos en los cielos que reflejaban su luz sobre todo los puntos de la montaña. Ningún espectáculo en el mundo puede dar idea de la montaña volcánica en la que nos hallábamos. Piénsese en un espacio de diez o doce millas de circunferencia a dos mil pies, aproximadamente, de profundidad, conteniendo en tal superficie más de setenta cráteres cónicos ya apagados. Abrácese con la imaginación el foco interior que parece que aún agita toda esa superficie y que a nuestros ojos parecían otras tantas bocas del infierno de los poetas; sus crestas sulfúricas, sus hendiduras profundas semejantes a otros tantos cráteres, el aspecto ondulante de aquella superficie inconsistente y se tendrá entonces una idea incompleta de aquel cuadro que teníamos delante, cuadro ciertamente tan aflictivo, tan grave, que durará en mi memoria como uno de los fenómenos más sublimes que ha herido mi imaginación durante mi peregrinaje.

Almorzamos un poco de pan y queso duros que nos quedó en las alforjas y comenzamos a hacer un descenso que bien podría decirse que era otra pena. Después de haber subido a la mayor altura a la que haya llegado algún ser humano, exceptuando Plinio, Humboldt y Ulloa, tuvimos que descender a la mayor profundidad que haya tal vez en la tierra. Era un declive casi perpendicular, sembrado todo de piedras y guijarros sueltos, atravesado por torrentes que precipitaban, en todas direcciones, tremando su origen eterno, la nieve y el hielo que cubren las cimas de los Andes. Nos era aquí imposible descender un solo paso a caballo porque en la piedra lisa y en la tierra jabonosa resbalaban los caballos, aun sueltos, y caían algunas veces de frente o se doblaban sobre sus manos, dando un trabajo y una fatiga indescriptibles para poderlos levantar. Caminamos, pues, a pie, llevándolos de la brida, volteando los ojos para atrás y para adelante y saltando de un lado al otro, de un punto a otro por el temor de que los caballos no cayesen sobre nosotros. Algunos trechos estaban inundados de agua y no habiendo más senda sino el mismo lecho de los torrentes, nos era forzoso caminar dentro del lecho, con agua hasta las rodillas. Figúrese el lector a mí y a mi guía cargando alternadamente mi hijo con el brazo derecho y tirando con el izquierdo el caballo por las riendas; figúresenos en este penoso afán con los rostros inundados de sudor, los caballos desgreñados y cubiertos de polvo, con los ponchos llenos de lodo, con los sombreros de copa abollados y las alas caídas como las de un halcón mojado por la lluvia; figúrese vernos en fin temblando de frío, con las polainas que nos llegaban hasta la mitad de la pierna y nuestras espuelas roncadoras que nos obligaban a andar de puntillas dando saltos de derecha a izquierda. Ésta era, sin duda, una escena de la que una alma sensible habría hecho un cuadro sentimental, y que un genio como Cervantes habría presentado una pintura como la de Don Quijote y su escudero.

De esta suerte fuimos descendiendo hasta que al entrar la noche llegamos a un zarzal hermosísimo donde pasamos una noche mejor que la anterior. Ésta era ya otra región; comenzaba aquí la vida, la vegetación para ir aumentando gradualmente hasta llegar a su más poderosa fecundidad.

Al día siguiente nos levantamos con la alborada, por el deseo de ver el paisaje nuevo que se extendía a la vista de esta eminencia y más aún por la ansiedad con que deseábamos llegar en ese mismo día a la Misión que quedaba todavía a nueve leguas de distancia, de malos caminos y en constante descenso. El día había amanecido con extraordinaria belleza: bajo un cielo azulado, límpido y sin nubes se veían los valles profundos de Maranura, Chinche, Santa Ana y Pintobamba, enriquecidos por pastos y mil arbustos floridos en sus altas vegas y de abundantes cosechas y sementeras de cafetales, cañaverales y «cocales» en su lecho, con mil lugares plenos de álamos frondosos, de naranjales, de limoneros y atravesado su centro por el caudaloso Vilcamayo que perezosamente dejaba escapar sus aguas verdosas por un cauce guarnecido de la más frondosa vegetación. ¡Qué transición tan repentina para la vista y el corazón! ¡De un lado, la vida, del otro, la muerte! ¡De una parte el paraíso, de otra el infierno! Al contemplar aquellos prados virginales, aquellos campos de paz y de calma, lloraba interiormente la terrible tragedia que había representado y que tan cruelmente me privaba de haberlos gozado. Mientras más descendía y me aproximaba más a aquellos valles, dejando atrás los áridos y desolados cerros que los protegían, tanto más sentía la felicidad tranquila de la vida del campo, tan distante de las amargas realidades que afligen la mísera humanidad en ese mundo liviano, inconstante y burlesco de la sociedad, en el que caen todos por turno en la misma pena.

Después de una penosa marcha de doce horas, llegamos por fin a las cinco de la tarde a la tan deseada Misión de Cocabambilla. Una prolongada y tortuosa alameda nos condujo a ese sitio encantado. Los dos misioneros Fray Pablo y Fray Ramón estaban sentados en la puerta de su casa, saboreando sus cigarros en medio de un círculo de jóvenes que parecían darles cuenta de sus trabajos. La dulce expresión de serenidad de alma y de alegría de corazón que brillaba en todas las acciones de estos religiosos produjo en mí una vivísima impresión de placer.

Esa expresión de felicidad sosegada e inalterable, solo se halla en los hombres de vida simple y de trabajo y de generosas resoluciones. La escala de la felicidad es una escala descendente; se encuentra mucho más en las situaciones humildes de la vida que en las posiciones elevadas. Dios da a unos en felicidad interior lo que da a otros en brillo, fama y caudal. Mil pruebas tenía de esta verdad. Entremos en un salón, busquemos al hombre cuyo rostro respira la mayor satisfacción y preguntemos su nombre; con certidumbre su nombre es desconocido, pobre y sin importancia en el mundo: ¡en todas partes se revela la Providencia!

Yo no era personalmente conocido por estos religiosos; sin embargo, al declararles mi nombre y la causa de mi aparición en ese lugar, me recibieron como a un antiguo amigo: pusieron a mi disposición un cuarto con cama limpia y aseada, sillas y una mesa. Sirviéronme una cena compuesta de pescado fresco de Vilcamayo, plátanos cocidos y verdura cultivada en su huerta.

Les conté mis desgracias, que ambos escucharon con pena, tratando después de consolarme con aquella unción con que saben hacerlo siempre los buenos religiosos. Pasé una noche deliciosa después de tantas fatigas, sentado, junto con mi guía, en una de las ventanas que dominan el paisaje de la Misión y desde donde se divisa el río, cuya verde superficie alumbraba una luz serena y cuyo murmullo y frescura llegaba hasta nosotros. Tres días ocupé en recorrer los lugares más bellos de este paraíso.

¡Cuán encantadoras me parecieron y cuán suavemente pasaban las horas! Yo habría deseado vivir allí toda mi vida si hubiese podido tener junto a mí todos los objetos caros a mi corazón, y si mi suerte no hubiese estado escrita de antemano.

Al final de los primeros ocho días recibí un expreso con una carta en la que se me daba una relación minuciosa de las extorsiones que el General San Román había hecho en la capital del Cuzco para apresarme después de su famosa traición al General Vivanco. Mi casa y otras varias de familias respetables, con las que tenía amistad y en donde sospechaba que yo podía estar oculto, fueron asaltadas por una soldadesca desenfrenada; fueron puestos centinelas en las salidas de los caminos y en los puentes para impedir el paso de todo individuo, sin ninguna excepción, durante un lapso de ocho días; se expidieron órdenes para todas las capitales de provincia y de los departamentos del Sur para que me apresaran en el caso de que yo pasara por algunos de esos lugares; apresaron también a mi hermano en el cuartel.

Se había ejercido, en fin, tales actos de despotismo y horror, que apenas podían ser creídos por aquellos mismos que los presenciaron.


La benevolencia y la hospitalidad de los misioneros de Cocabambilla

Cuatro días después de saber estas noticias, recibí otro expreso; en él me anunciaban la salida de un pelotón de caballería en persecución mía por los valles de Santa Ana, con orden de penetrar hasta la Misión y, si fuese posible, hasta más adelante. Comuniqué a los misioneros estas noticias, así como mi intención de internarme en el país de los salvajes. Los buenos religiosos, después de haberme manifestado largamente los inconvenientes de una marcha por esos bosques casi impenetrables y de una existencia penosa en regiones donde no se hallaban recursos de vida, trataron de persuadirme que permaneciese en la Misión; asegurándome que allí no podían tomarme preso, aun en el caso de que un batallón entero saliera a mi alcance. «Nadie manda aquí sino nosotros — me decían ellos — el pueblo nos ama y respeta; obedecen lo que le mandamos y darían la vida por servirnos.» Me mostraron lugares donde podía ocultarme con seguridad en el caso de que la noticia se hiciera realidad; ofrecíanme atalayas en el camino para anunciarme la venida de los soldados; me prometieron, en fin, toda clase de garantías con un cariño y una benevolencia que no me habría sido posible resistir sino hubiera sido por el instinto de conservación y por el conocimiento que yo tenía del carácter y las atrocidades de aquella turba de vándalos que, hacía tanto tiempo, diezmaba a los ciudadanos, asolaba la patria y echaba a los pies cuanto había de más sagrado sobre la tierra. Insistí, pues, en mi resolución, con pesar, y dispuse mi partida agradeciendo a los padres sus generosos ofrecimientos.

Los días plácidos que pasé con aquellos hombres piadosos a la sombra de esos álamos encantadores, la amistad cordial con que me trataron, su conversación y simplicidad, ejercieron tal influencia en mi sensibilidad y se grabaron con tal fuerza en mi corazón que daría un mundo por abrazarlos ahora y mostrarles una lágrima de gratitud.

¡Cuán impíos son aquellos que hablan mal de los misioneros! ¿Se olvidan por ventura de los beneficios que han hecho a la Humanidad? La civilización americana, ¿no está llena de recuerdos del celo que desplegaron en la prédica del Evangelio? Su valor, su abnegación, su constancia, dieron a sus trabajos apostólicos un carácter de heroísmo que solo pueden negarles aquellos que los juzgan con prejuicio o que los desconocen por ignorancia. Cuando las señales de la redención se levantaban en medio de los cadalsos y los misterios de fe eran celebrados entre millares de víctimas, unos cuantos, sin más armas que las de la persuasión, recorrieron los parajes más apartados del Globo, para rescatar de la vida salvaje a los más indómitos moradores del desierto. Ningún obstáculo los detenía, ningún peligro los amedrentaba, y su sangre regó más de una vez los campos fecundados con su sudor. La historia no los acusa de ningún crimen y sí recuerda muchas de sus virtudes. No fueron ellos los que asolaron México y el Perú, ni tampoco los que presenciaron el suplicio de Cuatemotzin y Atahualpa. Los Olmedos y los Velardes no fueron misioneros. A los misioneros les es debida la cesación de las crueldades que enlutaron el nuevo mundo, y cierta protección que las leyes coloniales dispensaron para los indígenas y, si sus derechos no quedaron más garantizados, no fue por falta de celo de los catequistas, sino porque era prepotente la acción de los magistrados, cuya jurisdicción hasta llegó el caso de desconocerse para librarse de sus vejámenes. La independencia con que los misioneros se dotaron frente a las autoridades civiles, influyó desfavorablemente en el porvenir de las Misiones que, entregadas a sus doctrinas, tomaron el carácter y los hábitos de las comunidades religiosas.

Esa vida monástica, esas prácticas ascéticas y, sobre todo, la falta de propiedad y la ausencia de contacto con los demás pueblos, enervaron el vigor de los indígenas y los sumieron en una profunda apatía. En este letargo vegetaron largos años mientras continuó la influencia de sus directores y, aun después que fueron expulsados, no pudieron levantarse de su abatimiento. ¡Tan grande es la fuerza de las costumbres en una naturaleza salvaje! Sin embargo, la cooperación de los misioneros fue benéfica y la ineficacia de los medios que se emplearon después para recuperarlos muestra prácticamente el vacío que dejaron en la administración de las colonias. Su poder fue inmenso y se aplicó a organizar, cuanto todo respiraba devastación. Esa virtud pacífica de los propagadores de la fe, facilitó el camino para muchas e importantes novedades. ¡Tal fue, por ejemplo, la de los Antis que habían resistido al ejército de los Incas y al poder de los españoles!


CAPÍTULO II. DESCRIPCIÓN DE LAS QUEBRADAS DE TARAY, CALCA Y URUBAMBA Y DE LOS VALLES DE SANTA ANA, DESDE LA POBLACIÓN DE TARAY HASTA LA MISIÓN DE COCABAMBILLA

Siendo los lugares arriba mencionados parte de nuestro itinerario del Cuzco al Gran Pará y siendo su descripción de algún interés para los que desean conocer las costumbres y la geografía de las regiones interiores del Perú, que hasta ahora no han sido descritas por ningún viajero, juzgamos necesario hacerlo antes de continuar con la relación de nuestra partida de la Misión al país de los salvajes.


(Continues...)

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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
DEDICATORIA DEL AUTOR:, 8,
INTRODUCCIÓN, 9,
CAPÍTULO I. LA CORDILLERA DE LOS ANDES, 13,
CAPÍTULO II. DESCRIPCIÓN DE LAS QUEBRADAS DE TARAY, CALCA Y URUBAMBA Y DE LOS VALLES DE SANTA ANA, DESDE LA POBLACIÓN DE TARAY HASTA LA MISIÓN DE COCABAMBILLA, 21,
CAPÍTULO III. LOS VALLES DE SANTA ANA, 65,
CAPÍTULO IV. DESCRIPCIÓN DE LA MISIÓN DE COCABAMBILLA, 74,
LIBROS A LA CARTA, 81,

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