Una vida demasiado corta: La tragedia del exportero de la selección alemana Robert Enke

Una vida demasiado corta: La tragedia del exportero de la selección alemana Robert Enke

by Ronald Reng
Una vida demasiado corta: La tragedia del exportero de la selección alemana Robert Enke

Una vida demasiado corta: La tragedia del exportero de la selección alemana Robert Enke

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Overview

El 10 de noviembre de 2009, el portero de la selección alemana, Robert Enke, se suicidó arrojándose a las vías del tren. Tenía 32 años. La noticia dio la vuelta al mundo y dejó perplejos a sus colegas y admiradores. ¿Qué pudo motivar que el guardameta que estaba a punto de jugar como titular en el Mundial de Sudáfrica decidiera poner fin a su vida de esta manera? Detrás de la vida idílica, de contratos millonarios con algunos de los equipos más prestigiosos del mundo -incluidos el Benfica de Mourinho o el Barça de Van Gaal-, Robert Enke luchaba contra un poderoso enemigo que lo estaba destruyendo por dentro: la depresión. Ronald Reng, amigo del guardameta, reconstruye minuciosamente la vida del portero, narrando con elegancia y rigor la tragedia de un joven que luchó para poder hacerse un lugar entre la élite del fútbol mundial pero vio cómo sus sueños y los de su familia se vinieron abajo cuando la enfermedad apareció repentinamente en su vida.

Product Details

ISBN-13: 9788494331954
Publisher: Contra
Publication date: 06/01/2014
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 440
File size: 6 MB
Language: Spanish

About the Author

Ronald Reng (Frankfurt, 1970) es periodista deportivo y escritor. Vivió durante diez años en Barcelona, donde trabó amistad con Robert Enke. Escribe habitualmente en periódicos de su país sobre fútbol español y ha sido galardonado ocho veces con el premio al mejor reportaje deportivo del año en Alemania. De sus libros destaca "Der Traumhüter", biografía de Lars Leese, un portero amateur de un equipo de pueblo de la sexta división alemana, que acabó jugando en la Premier League inglesa. "Una vida demasiado corta" es su última obra y ha ganado el William Hill Sports Book Award de 2011, el galardón de literatura deportiva más prestigioso del mundo.

Read an Excerpt

Una Vida Demasiado Corta

La Tragedia Del Exportero De la Selección Alemana Robert Enke


By Ronald Reng, Didac Aparicio, Eduard Sancho, Carmen Villalba

Contra

Copyright © 2010 Piper Verlag GmbH, Múnich
All rights reserved.
ISBN: 978-84-943319-5-4



CHAPTER 1

UN CHICO CON SUERTE


Una tarde de domingo, Robert Enke se dirigió a la Westbahnhof de Jena y se dispuso a esperar. El tren de larga distancia que venía de Nuremberg entró en la estación, los pasajeros se apearon, y Robert escondió su decepción al ver cómo desfilaban por el andén. Siguió esperando. Dos horas más tarde, llegó el tren de la tarde procedente del sur y Robert volvió a ver pasar a los recién llegados, sin inmutarse. En pleno invierno, diciembre de 1995, no era la mejor época del año para pasarse medio domingo esperando en una estación expuesta a las corrientes de aire. Robert decidió ir al cine hasta que llegara el siguiente tren. Por aquel entonces, aún vivía en casa de su madre en la Liselotte-Herrmann-Straße. Había cumplido los dieciocho años cuatro meses antes, una edad que justifica casi cualquier comportamiento terco y en la que uno siempre cree que son los demás los que se comportan de manera extraña.

Todos los domingos, Teresa volvía al instituto de deportes de Jena en el último tren. Teresa iba a casa de sus padres cada fin de semana, en Franconia, incluso en su segundo año en Jena. Caminaba a paso ligero para salir de la gélida estación cuando vio a Robert en el banco. Se sentaban juntos en el colegio. Un año y medio antes, Teresa había llegado al instituto en el 12º curso — una extraña proveniente de Baviera — y para entonces solo quedaban dos asientos libres: uno en la última fila y otro junto a Robert. Se entendían bien, pensaba Teresa, aunque, de estar en su lugar, se hubiera planteado cambiar de peinado. Desde que entrenaba con los profesionales del Carl Zeiss Jena, junto al colegio, Robert llevaba el corte de pelo que estaba de moda entre los jugadores: corto por los lados y largo por arriba, «como un nido de pájaros a modo de sombrero».

— Hola, ¿qué haces aquí? — le preguntó Teresa en el andén. Eran las diez de la noche.

— Estoy esperando a alguien.

— Ah, bueno, pues entonces buenas noches.

Teresa le dedicó una breve sonrisa y volvió a apresurar el paso.

— ¡Eh! — gritó Robert — ¡Es a ti a quien estaba esperando!

Más tarde, mientras tomaban algo en el French Pub, le contaría que la había estado esperando más de cinco horas.

Robert no le había contado a nadie que iba a la estación a esperar a Teresa; sus sentimientos, las decisiones importantes, se las guardaba solo para él. Durante las semanas siguientes, mientras Teresa y él se iban conociendo mejor, Robert no contó nada a sus amigos. Sin embargo, nadie se sorprendió de que también consiguiera conquistar a Teresa.

«Aún hablamos a menudo de ello, de que Robert era un niño muy alegre que siempre conseguía todo lo que se proponía, que tenía muy claro lo que quería, que siempre estaba de buen humor», cuenta Torsten Ziegner, un antiguo amigo de la infancia.

Torsten bebe un poco de agua del vaso que tiene enfrente para que el breve silencio no se haga demasiado evidente. Y por un instante, todos los que están sentados en el comedor de Andy Meyer, otro amigo de la infancia, piensan: qué raro suena hoy pensar en Robert Enke como un chico con suerte.

La luz del día, más intensa al reflejarse en la nieve, se cuela a través de la ventana de la casa unifamiliar donde vive Andy en Jena-Zwätzen, una zona de casas recién construidas a las afueras de la ciudad. Es la una de la tarde y Andy se acaba de levantar. Aún se aprecia un poco de cansancio en sus ojos. Es enfermero y le ha tocado el turno de noche. Torsten lleva unos tejanos anchos, va vestido de manera informal, y su chaqueta de pequeños diamantes y cuello levantado hubiera resultado del agrado de los hermanos Gallagher de Oasis. Torsten, un hombre de complexión delgada y puro nervio, es futbolista profesional y, a sus 32 años, acaba de regresar al FC Carl Zeiss Jena, que milita en la tercera división alemana. Al mirar a Andy y a Torsten, ambos de treintaypocos años de edad, en seguida se percibe la calidez y el humor de la juventud de entonces. «Tardamos muy poco en darnos cuenta de que teníamos los mismos intereses. Mejor dicho, sobre todo compartíamos los mismos desintereses», cuenta Torsten. «Sobre todo — explica Andy —, nos reíamos.»

En aquella época, siempre iban los cuatro juntos: Torsten Ziegner, Andy Meyer, Mario Kanopa — que se había ido a vivir a un pueblo cerca de la frontera con Holanda para ser profesor — y Robert Enke, al que llamaban Enkus y a quien aún hoy siguen llamando así, porque para ellos sigue siendo el mismo de entonces: «Incluso hoy — explica Andy esforzándose por romper el silencio — sigo pensando que, a pesar de todo, Enkus era un chico con suerte».


Robert creció entre cuerdas de tender la ropa. Se reunía con sus amigos por las tardes en el patio interior; en la urbanización en la que vivían jugaban a lo que llamaban «Sobre las cuerdas». Uno de ellos se colocaba en la portería entre dos postes del tendedero, lanzaba la pelota por encima de las cuerdas hacia el otro lado donde, a continuación, el compañero devolvía la pelota hacia la portería.

La ciudad satélite de Lobeda aún sigue siendo lo primero que se ve al llegar a Jena. Antes vivían aquí más de 40.000 personas, más de un tercio de la población de Jena. Ahora solo quedan unas 17.000. En las calles colindantes de los edificios de quince plantas de hormigón armado de las avenidas de la era comunista hay algunos bloques bajos de pisos iguales que los del barrio de Schwanheim en Fráncfort o el de Nordstadt en Dortmund. Mientras los dos Estados alemanes se recordaban constantemente sus diferencias, en estos edificios de los años 80 las vidas de los niños del Este y del Oeste fueron muy parecidas. Las cuerdas de tender la ropa dominaban el mundo desde Jena hasta Fráncfort.

Andy Meyer cuenta que no supieron nada de las preocupaciones de los adultos hasta el colapso de la RDA — de niños, quizá les habían parecido demasiado aburridas y por eso decidieron ignorarlas —, como que el padre de Andy no pudo ser profesor porque no pertenecía al Partido o que en los 60 echaron al padre de Robert, corredor de 400 metros vallas, del centro de alto rendimiento porque recibía postales de un hermano que había huido al Oeste.

Solo interrumpían sus partidos de fútbol en el patio interior por un motivo muy especial: para ir a entrenar. A Andy Meyer, que vivía un par de bloques más allá, pronto le fue a buscar el club más grande de la ciudad, el FC Carl Zeiss. Entonces tenía siete años y con el Carl Zeiss se acostumbró a ganar siempre, aunque Andy recuerda especialmente una derrota: en el irregular campo de Jenzig, a los pies de la montaña Hausberg, en Jena, el FC Carl Zeiss perdió 1-3 contra el SV Jenapharm. Los clubes grandes tienen su manera de no aceptar las derrotas, incluso en las categorías infantiles. Después del partido, Helmut Müller, entrenador del Carl Zeiss, se dirigió a los padres del delantero del Jenapharm que había marcado los tres goles y les dijo que su hijo tenía que fichar por el Carl Zeiss inmediatamente. Ese niño era Robert Enke.

En la vida de todo deportista siempre hay un momento en el que unos dicen: «¡Qué suerte!», y otros: «Es obra del destino». A Muhammad Ali le robaron su bicicleta Schwinn cuando tenía doce años, y el policía que tramitó la denuncia le dijo que dejara de llorar y se hiciera boxeador. Robert Enke estaba destacando como delantero en el equipo alevín del Carl Zeiss cuando el padre del portero, Thomas, se trasladó a Moscú por cuestiones de trabajo. El equipo necesitaba un nuevo guardameta. «El entrenador no lo tenía nada claro — cuenta Andy Meyer —, así que nos hizo probar a todos qué tal lo hacíamos bajo los palos. Todo quedó resuelto rápidamente: nuestro chico con suerte paró dos disparos y se convirtió en el nuevo portero.»

Sin saber cómo, lo hacía todo bien: salía con decisión, paraba el balón con los pulgares extendidos al agarrar el esférico, y sabía cuándo salir a buscar el balón por arriba y cuándo no arriesgarse a hacerlo. Robert descubrió una nueva sensación que le fascinaba. Cuando volaba, cuando sentía el balón apretado entre sus manos, entonces sabía qué era sentirse feliz.

Pero, para ser honestos, «la mayoría del tiempo no hacia casi nada — comenta su padre —. El Carl Zeiss era tan superior al resto de equipos que el portero se aburría. Pero eso a Robert ya le iba bien». Durante unos segundos, en su rostro aparece una sonrisa al compartir este recuerdo. «Así, Robert no tenía que correr tanto.»

Dirk Enke tiene la misma sonrisa que su hijo. Se dibuja en su cara de forma inusualmente lenta, como si quisiera contenerla educadamente. El padre de Robert confiesa que tuvo miedo de que los recuerdos se hicieran demasiado intensos al hablar de la vida de su hijo. Por eso, en su piso en Marktplatz, deja que al principio sean las diapositivas las que hablen. Hace poco — «después de todo aquello» — le regalaron un proyector para que pudiera volver a ver las viejas diapositivas de cuando Robert era pequeño y vivían en la RDA. Los tres niños — Anja, Gunnar y Robert, el rezagado, que llegó al mundo nueve años después que su hermana y siete después que su hermano — de vacaciones con las tiendas de campaña en el Mar Báltico. «En la RDA, solo se conseguía el permiso para ir de acampada después del cuarto hijo — cuenta Dirk, aunque había cosas que no estaban controladas tan estrictamente, ni siquiera en un Estado de vigilancia —. Siempre dijimos que teníamos cuatro hijos y nadie vino nunca a comprobarlo.» Se oye otro clic del proyector y aparece Robert con su tercera abuela. «Mi auténtica abuela», así llamaba Robert a Frau Käthe, una jubilada que vivía al lado y que a menudo se quedaba cuidándolo, y junto a la que Robert le gustaba pasar el rato, incluso siendo adolescente. Cuando era pequeño, Robert solía explicar: «Tengo una abuela gorda, una abuela delgada y una abuela como Dios manda».

Se acaban las diapositivas; en el pasado, también hubo un momento en el que las bellas imágenes de la vida de este chico con suerte se interrumpieron.

Robert tenía once años cuando, un día, al volver del colegio a su casa en la Liselotte-Herrmann-Straße, se encontró a su padre esperando en la puerta con una bolsa en la mano.

— Papá, ¿adónde vas?

Dirk Enke no pudo responder. Se fue hacia el coche sin decir nada, con los ojos llorosos. El niño corrió hacia el interior de la casa con su madre.

— ¿Qué ha pasado?

La madre sollozó:

— Nos hemos peleado. Tu padre se va a instalar en la cabaña de Cospeda durante una temporada.

Había una nueva mujer en la vida de su padre. Durante semanas, Robert le preguntaba a su madre: «Mamá, ¿cómo estás?». Gisela Enke podía ver en la cara de su hijo el miedo que tenía de que su madre le diera una respuesta que le contrariara.

Sus padres se resistían a creer que su matrimonio había llegado a su fin. Continuaban viéndose. «Y no lo hacíamos solo por nuestros hijos — explica su madre —. Dirk y yo llevábamos treinta años juntos, nos habíamos conocido cuando éramos unos niños.» Aquel verano se fueron todos juntos de vacaciones al lago Balaton. Robert iba sentado en el asiento trasero del coche y en voz alta, pero como de pasada, sin dirigirse a nadie en concreto, dijo:

— Bueno, pues si con ello hay reconciliación, vayámonos de vacaciones al lago Balaton.

Más que contento, sonaba esperanzado.


Pero entonces sucedió algo sorprendente que volvió a unir a la familia. «La caída del Muro volvió a unirnos», cuenta Gisela. La embriaguez provocada por las manifestaciones, las huelgas, la excitación por los grandes cambios que se avecinaban, logró reunificar a la familia antes que a los dos países.

Dirk Enke volvió a casa, y para sus bodas de plata fueron de excursión en bicicleta por el Rin, cerca de Coblenza.

Los Enke pertenecían al grupo de aquellos que daban la bienvenida a la reunificación de Alemania sin ningún atisbo de escepticismo. El padre de Robert conoció a una gran parte de su familia que vivía en el lado occidental de la frontera: «Sentí un gran alivio». Los niños que jugaban entre palos de tender la ropa tenían ya doce o trece años cuando cayó el Muro, la última generación que vivió los dos Estados alemanes y la primera en crecer en ambos. Andy Meyer cuenta que aún recuerda cómo Robert y él tenían que desfilar por Löbdergraben con el equipo juvenil del Carl Zeiss en honor de Erich Honecker, presidente de la RDA: «Lo que nos encantaba era que después nos daban cupones para salchichas bockswurst». Asimismo, fueron conscientes de la nueva época casi sin darse cuenta. Se limitaban a seguir jugando, sin reparar demasiado en los cambios. Ni siquiera se tomaron un descanso por la reunificación. «Por aquel entonces, todo aquello no era trascendental para nosotros, los niños — cuenta Andy, y se ríe, algo le viene a la cabeza —. Simplemente seguimos entrenando.»

En Lobeda, el antiguo sueño socialista de lograr una vida mejor dejó al descubierto un nuevo proletariado, y los niños tuvieron que adaptarse a ello. Los turcos de Alemania Occidental pasaban casa por casa vendiendo alfombras, pensando que podrían timar a los ingenuos socialistas del Este, los Ossis, como se les conocía. Los jóvenes de la ciudad satélite se juntaban en bandas y se proclamaban de extrema derecha.

«No dejes entrar a nadie», advirtió Gisela a Robert, que solía quedarse solo en casa después del colegio, porque tanto su padre como su madre trabajaban, ella como profesora de ruso y deportes, y él como psicoterapeuta en el hospital local.

Robert abrió la puerta con mucho cuidado cuando sonó el timbre. El tío abuelo Rudi, catedrático de Latín en la universidad, había venido de visita.

— Buenos días. ¿Están tus padres en casa?

Robert le miró con los ojos entrecerrados.

— No me reconoces, ¿verdad? Soy tu tío abuelo Rudi.

— ¡Eso podría decirlo cualquiera! — gritó Robert, dejando al atónito catedrático plantado en la puerta y cerrándola de un portazo.

En otra ocasión, unos matones de extrema derecha le esperaban en el camino a casa de regreso del colegio. Le agarraron y le empujaron. Antes de golpearle, uno de ellos le reconoció: «Eh, dejadlo, es Robert Enke». Tenía doce años y ya era conocido como portero. Dejaron que se fuera.

Pero el miedo no desapareció. Robert anhelaba algo que le protegiera y le pidió a su madre que le comprara una cazadora bomber. De ese modo, los de extrema derecha le confundirían con uno de los suyos y le dejarían en paz. «Al principio, tenía miedo de que acabara cediendo ante ellos — explica Gisela —, pero luego pensé: 'Bueno, si así ya no tiene miedo, que la lleve'. Llevó la cazadora muy pocas semanas.»

En 1994, cuando la Alemania unida empezaba a afrontar las primeras desilusiones, la reunificación tampoco fue suficiente para mantener unido al matrimonio Enke.

Un domingo, la familia estaba sentada en el comedor, y su padre se armó de valor.

— Tengo que contaros algo.

La madre de Robert ya sabía qué pasaba. La otra mujer en la vida de Dirk jamás había llegado a desaparecer del mapa.

— Gisela y yo nos separamos. Me voy de casa.

Robert se levantó del sofá de un salto y salió corriendo por la puerta.

— ¡Gunnar, corre! ¡Ve a buscarlo! — gritó la madre. El hermano le encontró en la calle; Robert se negaba a hablar.

No quería que nadie notara nada. Robert se había acostumbrado a guardar su tristeza para sí mismo.

Sus tres amigos le siguen viendo como esa luz incombustible. «Enkus derramaba un vaso de agua y todos se mojaban menos él», comenta Andy. Una vez un profesor pilló a Robert copiando en un examen de biología. Le pusieron un cero, pero cuando le dieron las notas, junto a biología aparecía un «Bien». Siempre estaba dispuesto a ayudar, era increíblemente sensato y además un gran portero: esa combinación hacía que el profesor acostumbrara a ser más benévolo con él.

Robert sabía que en el colegio se las podía arreglar sin tener que esforzarse demasiado, así que se conformaba con eso.

A menudo, en el internado, los amigos se reunían en la habitación de Mario Kanopa y Torsten Ziegner. Con catorce años habían llegado del campo al instituto de deportes. En el nombre de sus clubes locales aún se podían percibir las huellas de un mundo rural, muy alejado de Jena: Mario venía del BSG Traktor Frauenprießnitz, y Torsten del BSG Mikroelektronik Neuhaus/Rennweg. Se peleaban a menudo en la pequeña habitación del internado que compartían. Cuando algo le molestaba, Torsten en seguida perdía los estribos. Esta impulsividad sacaba de quicio a Mario. Enkus se llevaba muy bien con los dos; cuando él estaba allí, no había roces.

Las paredes del vestíbulo del instituto de deportes estaban llenas de artículos de periódico que hablaban sobre ellos. En 1993, Robert Enke, Torsten Ziegner y Mario Kanopa viajaron a Duisburgo con la selección del estado de Turingia para el campeonato sub-16 de los estados federados. Entre el público había ojeadores de clubes profesionales. Es en ese torneo anual que se disputa en la Sportschule Wedau donde se examina por primera vez a los jugadores de quince años como potenciales futbolistas profesionales.


(Continues...)

Excerpted from Una Vida Demasiado Corta by Ronald Reng, Didac Aparicio, Eduard Sancho, Carmen Villalba. Copyright © 2010 Piper Verlag GmbH, Múnich. Excerpted by permission of Contra.
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Table of Contents

Contents

Prólogo El decadente poder de la poesía,
UNO Un chico con suerte,
DOS El chasquido,
TRES Las derrotas son su victoria,
CUATRO Miedo,
CINCO La Ciudad de la Luz,
SEIS Suerte,
SIETE Siempre más alto, siempre más lejos,
OCHO Pies,
NUEVE Novelda,
DIEZ Meditando junto a la piscina,
ONCE A cámara lenta,
DOCE Sin luz, ni siquiera en la nevera,
TRECE Una isla de vacaciones,
CATORCE Si está Robert, no hay goles,
QUINCE Lara,
DIECISÉIS Después,
DIECISIETE En tierra de porteros,
DIECIOCHO Leila,
DIECINUEVE El perro negro,
VEINTE La alegría silenciada de los xilófonos,
EPÍLOGO Las vistas del palacio,
NOTAS,

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