Una cruz en el desierto

"?Que nombre dio el doctor a esto que a mi me ocurre… sindrome burnout?"



Un joven pastor, profundamente abatido, piensa en abandonar el ministerio; un anciano de ochenta y tres anos sirvio a Dios toda su vida; los dos estan entrelazados durante sucesivos lunes que marcaran la vida del joven para siempre. Una cruz en el desierto surge de una experiencia real del autor: "Este libro nacio a lo largo de un proceso. En ocasiones logre empapar la pluma en el corazon de Dios, pero en otras, la tinta fue sangre que broto de mis heridas". Te hara reir y tal vez llorar, pero avivara antorchas extinguidas e inflamara aquellas que nunca se encendieron. El desenlace sorprendente que no dejara indiferente a nadie.

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Una cruz en el desierto

"?Que nombre dio el doctor a esto que a mi me ocurre… sindrome burnout?"



Un joven pastor, profundamente abatido, piensa en abandonar el ministerio; un anciano de ochenta y tres anos sirvio a Dios toda su vida; los dos estan entrelazados durante sucesivos lunes que marcaran la vida del joven para siempre. Una cruz en el desierto surge de una experiencia real del autor: "Este libro nacio a lo largo de un proceso. En ocasiones logre empapar la pluma en el corazon de Dios, pero en otras, la tinta fue sangre que broto de mis heridas". Te hara reir y tal vez llorar, pero avivara antorchas extinguidas e inflamara aquellas que nunca se encendieron. El desenlace sorprendente que no dejara indiferente a nadie.

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Una cruz en el desierto

Una cruz en el desierto

by José Luis Navajo
Una cruz en el desierto

Una cruz en el desierto

by José Luis Navajo

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Overview

"?Que nombre dio el doctor a esto que a mi me ocurre… sindrome burnout?"



Un joven pastor, profundamente abatido, piensa en abandonar el ministerio; un anciano de ochenta y tres anos sirvio a Dios toda su vida; los dos estan entrelazados durante sucesivos lunes que marcaran la vida del joven para siempre. Una cruz en el desierto surge de una experiencia real del autor: "Este libro nacio a lo largo de un proceso. En ocasiones logre empapar la pluma en el corazon de Dios, pero en otras, la tinta fue sangre que broto de mis heridas". Te hara reir y tal vez llorar, pero avivara antorchas extinguidas e inflamara aquellas que nunca se encendieron. El desenlace sorprendente que no dejara indiferente a nadie.


Product Details

ISBN-13: 9781602556461
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 02/28/2011
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 256
File size: 907 KB
Language: Spanish

About the Author

José Luis Navajo, tras muchos años de pastorado, en la actualidad es conferencista en ámbitos internacionales y ejerce como profesor en el Seminario Bíblico de Fe. Es comentarista en diversos programas radiofónicos y es columnista en publicaciones digitales. Su otra gran vocación es la literatura, con más de veinte libros publicados. Lleva más de treinta años casado con su esposa, Gene, con quien tiene dos hijas: Querit y Miriam. Vive en España.

Read an Excerpt

Una Cruz en el desierto

Cada lunes con mi viejo pastor


By José Luis Navajo

Grupo Nelson

Copyright © 2011 José Luis Navajo
All rights reserved.
ISBN: 978-1-60255-646-1



CHAPTER 1

—¿Por qué no hablas con el viejo pastor? —me sugirió mi esposa una noche, después de que respondiera a su misma pregunta con la evasiva de siempre.

—¿Con el viejo pastor?

—Sí.

Me sonrió con su gesto dulce que es bálsamo para mis heridas: —¿Por qué no hablas con él?

Nunca el apelativo viejo fue aplicado a nuestro pastor con desprecio, sino con cariño sincero y verdadera admiración. Jamás vimos en su vejez el desgaste de lo añoso sino el incalculable valor de la experiencia.

Tenía, a la sazón, ochenta y tres años —cincuenta y cinco de los cuales había dedicado a pastorear la misma iglesia—, y cada día transcurrido había depositado en él un auténtico pozo de sabiduría.

Su vida ratificaba la reflexión de Ingmar Bergman, cuando dijo: Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.

Hacía unos cuantos meses que se había jubilado.

Junto a Raquel, su esposa, decidieron —huyendo del bullicio—, dedicar el tramo final de su camino a la oración y al recogimiento.

Le hemos servido en la primera línea de fuego, y ahora queremos apartarnos con Él—dijo, el día de su despedida—. Durante cincuenta y cinco años les hemos hablado a los hombres acerca de Dios. Lo que anhelamos ahora es hablarle a Dios acerca de los hombres.

¿Por qué no le llamas? —me repitió María sacándome de mi ensoñación.

No respondí y ella se conformó. Sabe bien que mi silencio es una promesa de que maduraré la sugerencia. Y así lo hice: Llevé a la cama su consejo y di mil vueltas con él, hasta quedarme dormido.

Casi nunca sueño, pero esa noche, soñé: Me veía en medio de un desierto, bajo un calor abrasador. La piel me ardía y los rayos de sol eran como cuchillos que rasgaban mi enrojecida carne. Mis labios estaban resecos y agrietados. Extenuado, caía a tierra.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano lograba incorporarme y avanzar unos centímetros para caer de nuevo. Finalmente, las piernas se negaron a responder y me abandoné sobre la arena, convencido de que iba a morir.

Justo cuando un mortífero sopor comenzaba a envolverme, una sombra refrescante me cubrió. La temperatura descendió varios grados e incluso mis cabellos se movieron agitados por una brisa tan extraña como renovadora. Me sentí resucitar. Fue como el abrazo suave de una sábana de seda después de un duro día de trabajo. ¿De dónde provenía esa sombra? Alcé mis ojos y tuve que frotármelos para convencerme de que lo que veía no era un espejismo: Una inmensa cruz se había alzado en el corazón de aquella tierra ardiente, interponiéndose entre el sol y mi cuerpo caído.

Su sombra se proyectaba directamente sobre mí. Un magnetismo irresistible me atrajo hacia ella y pronto pude ver una figura humana que me sonreía desde el pie de la cruz. ¡Era alguien que, arrodillado, me señalaba a mí con una mano, mientras que con la otra apuntaba hacia la inmensa cruz que se alzaba en el corazón del desierto! Hincando mis dedos en la tierra, logré arrastrarme, aproximándome un poco más.

Solo fue un poco, pero suficiente para distinguir que la persona que me llamaba... ¡Era mi viejo pastor! Renovado por el frescor que emanaba de la sombra de la cruz sentí algo muy próximo a la paz. De repente, en la masa de oscuridad casi pura que era mi interior, irrumpió su voz. Habló: "En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza". Una voz suave pero poderosa; mágica pero investida de autoridad. Distinta.

Busco todos los adjetivos elogiosos pero no puedo definir la sensación que me produjo aquel sueño.

Con el eco de esa voz y la camisa del pijama pegada a mi cuerpo, desperté sobresaltado.

No me cupo ninguna duda: aquel sueño confirmaba que el consejo de María era sabio y oportuno.

Por eso estaba ahora allí, parado frente a la puerta azul de aquella sencilla casa encalada de blanco.

El silencio era la música predominante de ese paraje increíblemente fértil pero estremecedoramente despoblado.

No se veía ninguna otra casa alrededor.

Aquella construcción estaba levantada en el centro de la nada. Cimentada en el desamparo más absoluto pero protegida por la quietud más perfecta. El suelo de piedra, junto a las paredes, estaba cubierto de pétalos de flores, rojos, blancos y rosados, que se desprendían del poyo circular cargado de macetas y de dos balconcillos.

En unos macetones, a ambos lados de la puerta, había unas rosas enhiestas ante las que me incliné para olerías. Eran de un blanco inmaculado y sobre sus pétalos conservaban algunas gotas de agua que se asemejaban a diminutos cristales.

Retrocedí unos pasos para volver a admirar la estructura, sencilla pero imponente, de aquella casa, y entonces reparé en el detalle: La chimenea, que se levantaba varios metros, arrojaba una sombra que junto a la que proyectaba el perfil del tejado formaban la imagen misma de una cruz.

Mantuve mis ojos fijos en la escena por más de un minuto: Era una cruz perfecta, a la que el sol, ya declinando, confería una enorme longitud.

Una cruz idéntica a la de mi sueño...

Una cruz en el desierto...

Poco imaginaba que mi vida estaba a punto de cambiar, porque a partir de ese momento comenzó uno de los periodos más vertiginosos y extraordinarios que hasta hoy he vivido.

Meses en los que no entendí bien qué ocurría y que solo ahora puedo relatar con otra convicción, porque el tiempo y lo acontecido me han hecho comprender que en cada desierto hay una cruz restauradora, solo es cuestión de buscarla y guarecernos a su sombra.

A veces ni fuerzas tenemos para buscarla... pero ella nos encuentra, y comprobamos que allí el paraje más ardiente se transforma en un fértil vergel.

Esta página se deja intencionalmente en blanco


PRIMER LUNES

"Solo Dios es, solo Dios puede, solo Dios satoe... Solo Dios es elveldadelo sabio".


Temeroso, dando lentamente un paso tras otro, llegué ante la puerta de la casa. Y lo que vi me dejó estupefacto.

Junto al dintel derecho, colgada en la fachada, había una piedra rojiza con forma de pergamino en la que estaban grabadas las palabras del profeta: En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza (Isaías 30.15).

Las mismas palabras que me hicieron despertar del sueño las tenía ahora ante mis ojos.

Casi no podía creerlo.

Inspirando profundamente el aire reposado y cargado de aromas, me dije: "Ya veo que mi viejo pastor y su esposa han cumplido su deseo". "Encontraron un lugar donde descansar y confiar".

Supe, sin ninguna duda, que habían convertido esa quietud en altar y ese silencio sagrado en adoración.

Al llegar hasta su casa para visitarle aquel primero de junio, mi intención era tomar un café juntos y hacerle saber cómo me sentía.

Fue justo antes de llamar cuando caí en la cuenta de que era lunes, como aquel de principios de mayo que supuso el día de mi rendición.

¡Qué poco imaginaba que también ese lunes soleado, día primero de junio, comenzaría mi restauración!

Un paso más y franquearía aquel umbral, comenzando un cambio radical en mi vida. Quedaría inaugurada una era decisiva de mi existencia.

El sol derramaba sus afiladas saetas desde un cielo inquebrantablemente azul y el calor se desplomaba sobre cada lado de la casa. Ni una hoja se movía cuando, lentamente, agarré el llamador de bronce que quemaba y lo descargué dos veces sobre la puerta.

Tras un leve sonido de pasos fue la bondadosa Raquel, su inseparable y fiel compañera, quien me abrió. Sorprendida al verme, pronunció mi nombre, me hizo notar su alegría, me saludó con un beso en cada mejilla franqueándome la entrada con una sonrisa iluminadora al tiempo que agregaba un cálido:

—¡¡Bienvenido!!

Ya mi viejo pastor se acercaba por el pasillo.

—¡Hola! —gritó, levantando los brazos y extendiéndolos hacia mí—. ¡Qué gozo me da verte en mi casa!

En medio del sofocante calor una brisa de afecto me envolvió. No había fingimiento ni afectación en su alegría. Su abrazo amigable supuso la más sincera bienvenida.

Ya me sentía mejor.

La cálida recepción por parte de aquellos dos ángeles surtió un efecto terapéutico instantáneo.

Sentía que aunque la visita no hubiere pasado de allí, habría vuelto a casa confortado.

Mirándoles, me afirmé en la idea de que son las arrugas del espíritu las que nos hacen viejos, no las de la cara. Y en ellos percibí dos almas desbordando juventud y una vitalidad auténtica.

¿Qué tendrán, me pregunté, que su sola presencia infunde ánimo?L La casa por dentro era tan sencilla como lo sugería el exterior.

Nada más entrar accedimos a un breve distribuidor en el que se abrían cuatro puertas.

La de la derecha conducía a una pequeña cocina donde había lo esencial, incluida la salida a un porche amueblado con una mesa y cuatro sillas.

Les imaginé allí, tomando juntos el primer café de la mañana y recreándose en la inmensa naturaleza que se abría ante ellos.

Sobre el fregadero destacaba un ventanal protegido por un visillo, pero que no impedía ver la encina centenaria que extendía sus ramas sobre la casa como queriendo guarecerla del sol justiciero de este verano anticipado.

La puerta situada justo enfrente de la cocina conducía a un salón no muy grande pero extraordinariamente acogedor. Dos mecedoras estaban orientadas hacia una chimenea renegrida, señal de muchos inviernos proporcionando calor e intimidad.

Entre las dos mecedoras había una mesa baja sobre la que reposaba la Biblia de tapas muy gastadas en las que podía leerse "letra gigante". Fue la que usó en el último tiempo, cuando sus ojos perdieron agudeza, aunque jamás se apagó en ellos el brillo de la determinación.

Entonces reparé en el detalle: Una gran cruz estaba impresa sobre la portada de la Biblia; de allí mis ojos saltaron a los leños apagados que reposaban sobre el hogar. Formaban también una cruz. Luego observé que la estantería de pared, repleta de fotos y recuerdos, estaba diseñada precisamente con esa forma. Lo mismo ocurría en las cristaleras del gran ventanal, donde unos perfiles blancos entre las dos láminas de vidrio formaban una cruz.

Mi viejo pastor se dio cuenta.

—¿Ya lo captaste? —me preguntó con una sonrisa.

—¿A qué se refiere?

—La cruz. ¿Ya la viste?

—Está en todos lados.

—Tú lo has dicho.

Ahora su sonrisa desprendía más luz que el purísimo atardecer de aquel día despejado.

—Mi vida surgió a la sombra de la cruz... siempre he vivido amparado en ella, y quiero que la cruz sea la escala que me alce a su presencia cuando llegue mi tiempo.

—¿Qué encuentra en ella? —me atreví a preguntarle.

Solo meditó unos segundos antes de responder.

—A Él —apuntando con su dedo índice hacia arriba—. En la cruz le encuentro a Él... a nadie más... a nadie menos... ¿qué más se puede pedir?

Me fijé en una escalera que, desde un rincón del salón conducía a la planta alta donde estarían, seguramente, los dormitorios.

La tercera puerta que había en el distribuidor correspondía a un pequeño aseo inmaculadamente limpio, como el resto de la casa.

Quedaba una última puerta hacia la que señaló mi viejo pastor.

—Entremos aquí —me dijo, yendo delante.

Su esposa, Raquel, dirigiéndose a la cocina, nos prometió: —Enseguida os llevaré un café.

Aquella habitación era su despacho.

Dos cosas atrajeron de inmediato mi atención: La inmensa estantería que de suelo a techo cubría una pared y en la que se apretaban cientos de libros, y la amplia vidriera que había a la derecha de la mesa de estudio. Aquel ventanal proporcionaba una vista extasiante. El campo se abría hasta donde alcanzaba la mirada y ahora, en la primavera madura, la hierba era una jugosa alfombra que cubría el suelo de un verde brillante, casi fosforescente.

Mirando el estante abarrotado de libros recordé el consejo que mi viejo pastor me diera un día: Debes leer mucho, sobre todo la Biblia, pero busca también empaparte de la sabiduría de otros. Un buen libro te hará crecer. Son como minas, me había dicho, acariciando el volumen que tenía entre sus manos. Minas repletas de riquezas. Cada capítulo es una galería que cobija tesoros, esperando que alguien los descubra.

Paseé mi vista por los lomos, intentando descifrar los títulos.

—Mil setecientos doce —me dijo.

—¿Perdón?

—Mil setecientos doce libros, ordenados alfabéticamente y anotados en listas con estilográfica.

Sonrió.

—Ya sabes que siempre he sido un lector compulsivo.

—Y una persona extremadamente ordenada —reconocí—. Por cierto, muchos fuimos contagiados con su pasión por la lectura.

Se sentó en el sillón orejero que estaba orientado hacia el amplio ventanal. Supuse que esa debía ser su ubicación favorita. A su lado había una mesa baja y sobre ella una lámpara de pantalla.

Por un momento pensé en los idílicos momentos que mi viejo pastor pasaría sentado en ese sillón, contemplando durante el día el paisaje verde, abierto... y adorando en la tenue luz de la lámpara durante la noche.

—Gracias por concederme unos minutos de su tiempo —le dije con cierta timidez, tomando asiento frente a él.

—¿Me das las gracias? —me sonrió con los ojos más que con la boca—. Soy yo el que te está agradecido. Desde que estoy retirado me sobra tiempo y no son muchas las ocasiones de disfrutar de visitas. Ya ves, justo ahora que tengo tanto para contar apenas hay quien quiera escucharlo. A Raquel la tengo aburrida de oír una y otra vez mis historias. ¡La pobre es una santa!

Rió con ganas al decirlo.

Y fue ella quien llegó transportando una bandeja e inundando la habitación del delicioso aroma del café acompañado con un pastel recién horneado.

Mi viejo pastor la miró con una sonrisa en la que vi más agradecimiento del que las palabras son capaces de componer y ella le lanzó un guiño que se me antojó casi de adolescente.

Quedé extasiado ante aquella tierna escena de amor en el atardecer de dos vidas.

Asumí entonces que vivir amparado en la sombra de la cruz preserva, no solo la vida personal, sino también el matrimonio.


El alba se aproxima

—Así que usted conoce historias...—le dije cuando su esposa hubo salido.

—Muchas —aseguró— y creo que muy buenas. ¿Querrías escucharlas?

—Sería un placer.

Lo dije con sinceridad. Mi viejo pastor me inspiraba un respeto profundo y solo con estar a su lado me sentía crecer. ¿Cuánto más escuchándole?

Por un momento pensé en contarle el sueño que tuve y que me condujo hasta ese encuentro, pero deseché la idea pues no quería condicionar el curso de nuestra conversación.

—¿Sabes? —me dijo—. Esta mañana recordaba el momento cuando recibí el llamamiento para servir a Dios.

Se llevó la taza de café a los labios, pero la detuvo a escasos centímetros, rematando la frase: —Todavía me emociono al recordarlo.

—¿Qué edad tenía? —le pregunté.

—No estoy seguro.

Tomó un sorbo de la humeante bebida, dejó la taza sobre el pequeño plato y se rascó ligeramente la cabeza, como queriendo despertar a la memoria.

—Puede que quince... No estoy seguro. Lo que sí recuerdo a la perfección es el vigoroso mensaje que mi pastor predicó aquel día.

—¿Le gustó?

—Mucho; pero fue otra cosa lo que hizo que mi corazón latiera acelerado.

—¡Oh! ¿Y qué fue esa otra cosa?

—El claro sentimiento de que algún día yo también expondría ese poderoso mensaje.

Sus ojos se enfocaron en la ventana, como leyendo en la extensa campiña la siguiente parte de su relato.

—El final de aquella reunión marcó el principio de mi nueva vida. Permanecí sentado, con mi cabeza apoyada en el respaldo del asiento de enfrente, orando y llorando presa de la emoción. Luego noté una mano posándose sobre mi hombro: Era la de mi pastor.

—Lo has sentido, ¿verdad?—me preguntó con calidez en un tono igualmente afirmativo—. Has sentido su llamado, ¿no es cierto?

—Asentí con un movimiento de cabeza, sin saber qué más decir, aunque hubiera querido explicarle que tal llamado me parecía una locura. Que Dios me eligiera se me antojaba un error o una broma de mal gusto. ¿Yo, que era incapaz de hablar ante tres personas, elegido para dirigirme a una multitud?

Esbozó un intento de sonrisa y concluyó: —Error o broma de mal gusto, no me cabía otra opción.

De nuevo tomó la taza pero la mantuvo en el aire. Clavó sus ojos en los míos mientras continuaba su relato: —Mi pastor puso su mano bajo mi barbilla, haciéndome alzar la mirada para hablarme directamente a los ojos: Si Él te llama dile que sí. Lo dijo casi con un susurro Yél mismo susurraba ahora, al recordarlo.

—Pero yo nunca seré capaz de servirle —me quejé.

—Dios no llama a los capacitados, sino que capacita a los llamados. ¿Ves eso? —me dijo, señalando a la cruz que presidía aquel altar—. Es todo lo que necesitas. La vida no comienza a los veinte años, ni tampoco a los cuarenta. La vida comienza en el Calvario. Y allí comienza también el servicio fructífero. Deja que la cruz esté tan presente en ti, que llegue a ser tu camino y tu reposo. Fue una afirmación sanadora que me acompañaría toda la vida.

Apuró el café y devolvió la taza a su lugar.

Y se reclinó en el sillón.


Solo Dios es, solo Dios Sabe, solo DIOS puede...

—Cuando el otro día hablamos por teléfono no me diste muchos detalles sobre las razones de tu visita, pero algo me dice que enfrentas los incómodos sentimientos que a mí me han acompañado toda la vida.

—¿Acaso usted...?

No me dejó terminar la pregunta.

—Hijo.

Me encantó que se refiriera a mí con ese íntimo título.

—Desde que soy capaz de recordar siempre me acompañó la pregunta: ¿Estaré ayudando a alguien? ¿Estaré respondiendo con dignidad a tan altísimo llamado?


(Continues...)

Excerpted from Una Cruz en el desierto by José Luis Navajo. Copyright © 2011 José Luis Navajo. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
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Table of Contents

Contents

Agradecimientos, 9,
Antes de empezar ..., 11,
Media noche, 19,
Una cruz en el desierto, 25,
Primer lunes, 31,
Segundo lunes, 47,
Tercer lunes, 57,
Cuarto lunes, 77,
Quinto lunes, 99,
Sexto lunes, 117,
Séptimo lunes, 129,
Octavo lunes, 141,
Noveno lunes, 151,
Décimo lunes, 157,
Undécimo lunes, 167,
Duodécimo lunes, 175,
Una cita inesperada, 185,
Último lunes, 205,
Epílogo, 231,
Para concluir ..., 239,
Notas, 243,
Acerca del autor, 245,

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