Tú también puedes ser budista: Descubre las claves del budismo

Tú también puedes ser budista: Descubre las claves del budismo

by Dzongsar Jamyang Khyentse
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eBook

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Overview

In this provocative account, one of the most innovative Tibetan Buddhist monks examines humanity's deepest beliefs and assumptions in exploring the path to true Buddhism. Synthesizing the essence of Buddhism into four basic principles posed as questions, this valuable guide asks Are all things impermanent? Is it understood that all emotions carry pain and suffering and that no emotion is completely pleasurable? Are all phenomena illusory and empty? and Is it accepted that awakening is nothing more than liberation from ignorance? and argues that only true Buddhists answer these questions with an unmistakable “yes.”

En este libro provocador, uno de los lamas budistas tibetanos más innovadores examina las creencias y presunciones más profundas del ser humano, explorando la senda del verdadero budismo. Sintetizando la esencia del budismo en cuatro principios básicos, este guía valioso pregunta ¿Son todas las cosas impermanentes? ¿Se comprende que todas las emociones conllevan dolor y sufrimiento y que ninguna emoción es totalmente placentera? ¿Son todos los fenómenos ilusorios y vacíos? y ¿Se acepta que el despertar no es otra cosa que la liberación de la ignorancia? y hace el argumento que solamente los verdaderos budistas responden a estas preguntas con un inequívoco “sí.”

Product Details

ISBN-13: 9788472459427
Publisher: Editorial Kairos
Publication date: 10/01/2017
Sold by: Barnes & Noble
Format: eBook
Pages: 168
File size: 2 MB
Language: Spanish

About the Author

Dzongsar Jamyang Khyentse is the director of the well-known Dzongsar Monastery and the writer and director of the movies The Cup and Travelers and Magicians.

Read an Excerpt

CHAPTER 1

CREACIÓN E IMPERMANENCIA

El Buda no fue un ser celestial sino un simple ser humano; aunque tampoco fue tan simple, porque era un príncipe. Se llamaba Siddharta Gautama y disfrutaba de una vida privilegiada en un hermoso palacio en Kapilavastu, donde vivía con sus padres, su amada esposa y su hijo, que le adoraban, y rodeado de amigos fieles, frondosos jardines llenos de pavos reales y una hueste de cortesanos. Su padre, Suddhodana, se aseguró de satisfacer todas sus necesidades y deseos porque, cuando Siddharta era un bebé, un astrólogo había vaticinado que el príncipe acabaría convirtiéndose en un ermitaño, pero él estaba empeñado en que le sucediera en el trono. La vida de palacio era suntuosa, segura y tranquila. Siddharta jamás se enfadó con su familia y, exceptuando alguna que otra tensión ocasional con uno de sus primos, mantenía relaciones muy cordiales con todo el mundo.

Cuando Siddharta creció, quiso conocer el mundo. Doblegándose a las súplicas de su hijo, Suddhodana acabó permitiéndole aventurarse más allá de los muros de palacio, pero se encargó de dar instrucciones muy precisas a su cochero Channa, para que sólo viese cosas hermosas y positivas. Siddharta disfrutó mucho de ese primer paseo y de las montañas, los ríos y las riquezas naturales de su tierra. Pero, en el camino de vuelta a casa, toparon con un campesino que, postrado a un lado del camino, gemía a causa del dolor provocado por una terrible enfermedad. Siddharta, que durante toda su vida había estado rodeado de personas sanas, se sintió conmovido por los lamentos y la visión de un cuerpo destruido por la enfermedad. La vulnerabilidad del cuerpo humano le impresionó tanto que regresó a palacio con el corazón encogido.

Al cabo de un tiempo, todo pareció volver a la normalidad, pero el príncipe no tardó en querer dar otro paseo y Shuddhodana se vio nuevamente obligado a aceptar a regañadientes. En esa ocasión, Siddharta vio a una anciana desdentada cojeando e inmediatamente le pidió a Channa que se detuviera.

–¿Por qué camina así? –preguntó entonces a su cochero.

–Porque es una anciana, mi señor –replicó Channa.

–¿Qué es una "anciana"? –preguntó entonces Siddharta.

–Los distintos elementos que componen su cuerpo se han usado tanto que han acabado desgastándose –replicó entonces Channa.

Conmovido por esa nueva visión, Siddharta le pidió que regresaran de inmediato a palacio.

Ya no hubo entonces modo de acallar la curiosidad del príncipe. «¿Qué otras cosas le habrían ocultado?» –se preguntaba–, de modo que no tardó en emprender un tercer paseo. Nuevamente disfrutó de la belleza del paisaje, de las montañas y de los ríos, pero cuando regresaban a casa, tropezaron con un cortejo fúnebre y, como Siddharta jamás había visto tal cosa, Channa se vio obligado a explicarle que el cuerpo inmóvil que desfilaba frente a él estaba muerto.

–¿Y todo el mundo debe morir? –preguntó Siddharta.

–Así es, mi señor. Todos deben morir –contestó Channa.

–¿También morirán mi padre y mi hijo?

–Sí. Todo el mundo. No hay nadie, independientemente de que sea rico o pobre, que pueda escapar de la muerte. Ése es el destino que aguarda a quienes nacen en esta tierra.

Quizás pensemos, al escuchar por primera vez la historia del despertar de su realización, que Siddharta era una persona muy ingenua. Parece extraño que un príncipe, que había sido educado para gobernar un reino, hiciese preguntas tan simples. Pero lo cierto es que los ingenuos somos nosotros. A pesar de que, en la época de la informática, nos hallemos rodeados de todo tipo de imágenes de descomposición y muerte (como decapitaciones, corridas de toros, asesinatos sangrientos, etcétera), todas esas imágenes, lejos de recordarnos nuestro destino, son utilizadas como mera diversión o para obtener algún provecho. La muerte ha acabado convirtiéndose en un producto de consumo y la mayoría de nosotros evitamos contemplarla. Por eso no nos damos cuenta de que nuestro cuerpo y el medio que nos rodea están compuestos de elementos inestables que, a la menor alteración, acaban desmoronándose. Por supuesto que sabemos que un buen día tenemos que morir, pero a menos que nos hayan diagnosticado una enfermedad terminal, creemos estar fuera de peligro. Y en las contadas ocasiones en que pensamos en la muerte, sólo nos preguntamos: «¿Cuánto heredaré?» o «¿Dónde esparcirán mis cenizas?». No está tan claro, pues, quién es realmente el ingenuo.

Después de su tercer viaje, Siddharta se sintió muy abatido ante la imposibilidad de proteger a sus padres, a su querida esposa, Yashodhara, y a su hijo, Rahula, de la inevitabilidad de la muerte. Por más que contara con los medios para salvaguardarles de la pobreza y el hambre, no podía protegerles, no obstante, de la vejez y de la muerte. Tan consumido estaba por esos pensamientos que trató incluso de hablar con su padre de la mortalidad, pero sólo consiguió que el rey se preocupase todavía más al verle tan afectado por algo que, para él, no era más que un simple problema teórico. Entonces empezó también a preguntarse si en lugar de sucederle en el trono, no acabaría cumpliéndose la profecía del adivino y el príncipe elegiría el camino del ascetismo. No era infrecuente que en esa época los hindúes privilegiados y ricos tomasen el camino ascético. Por ello, Suddhodana, recordando la profecía, se aprestó a disuadirle.

Pero el abatimiento y la obsesión que aquejaban a Siddharta no eran fruto de una melancolía pasajera. Con el fin de impedir que el príncipe se sumiera más profundamente en la depresión, Suddhodana dio órdenes precisas para que sus sirvientes le siguiesen a todas partes e impidieran una nueva salida de palacio. Entretanto, y como buen padre preocupado por su hijo, Suddhodana hizo todo lo que estuvo en su mano para ocultar al joven príncipe cualquier exposición adicional a la enfermedad y la muerte.

SONAJEROS Y OTRAS DISTRACCIONES

Todos somos, de una u otra forma, como Suddhodana. Vivimos protegiéndonos a nosotros mismos y a los demás de la verdad y acabamos insensibilizándonos a cualquier manifestación evidente del deterioro. Por ello insistimos en "pensar en positivo" y en "no darle demasiadas vueltas a esas cosas". Festejamos nuestros cumpleaños apagando las velas de un soplido, sin darnos cuenta de que ése también es un recordatorio de que nos queda un año menos de vida. Celebramos la llegada del Año Nuevo lanzando petardos y cava y no advertimos que el año viejo nunca volverá y que el nuevo es incierto y puede ocurrir cualquier cosa.

Y cuando "cualquier cosa" nos resulta desagradable, nos distraemos deliberadamente, como la madre distrae a su hijo con juguetes y sonajeros. Por eso, cuando estamos deprimidos vamos de compras o nos metemos en un cine. Alentamos todo tipo de fantasías y aspiramos a conseguir esto o aquello –una casa en la playa, un trofeo, una jubilación anticipada, un coche hermoso, una buena familia, unos buenos amigos, la fama o entrar en el Libro Guinness de los records–. Luego queremos una pareja con la que hacer un crucero o dedicarnos a la cría de caniches. Las revistas y la televisión nos presentan y refuerzan estos modelos de felicidad y de éxito, inventando nuevas ilusiones en las que quedarnos atrapados. Estas imágenes del éxito son los sonajeros que empleamos los adultos para distraernos. Bien poco de lo que hacemos en el curso de un día –ni nuestros pensamientos ni nuestras acciones– evidencia la menor conciencia de la fragilidad de la vida. Nos pasamos la vida yendo al cine para ver una mala película, volviendo deprisa a casa para ver algún programa de telebasura ... o los anuncios, mientras el tiempo que nos queda de vida se nos escurre entre los dedos.

Bastó con que Siddharta atisbase la vejez y la muerte para despertar en él el anhelo de alcanzar la verdad. Después de su tercer viaje trató varias veces de abandonar el palacio sin conseguirlo. Pero cierta noche, tras los festejos y celebraciones habituales, un misterioso hechizo sumió a todo el mundo, desde el rey Shuddhodana hasta el más bajo de los sirvientes, en un sueño muy profundo que los budistas consideran como un mérito colectivo de todos los seres humanos, porque fue el estímulo que facilitó el surgimiento de un gran ser.

Sin necesidad de guardar las apariencias, los miembros de la corte yacían desmadejados por doquier, con la boca abierta, roncando a pierna suelta y los enjoyados dedos metidos en los platos. Parecían flores marchitas que hubiesen perdido súbitamente toda su belleza. Siddharta no se apresuró, como solía, a ordenar todo aquello y la visión no hizo más que fortalecer su determinación, porque la pérdida de la belleza no era sino una evidencia más de la impermanencia. Entonces fue cuando, tras echar un último vistazo a Yashodhara y a Rahula, abandonó furtivamente el palacio en mitad de la noche.

Todos somos, a nuestro modo, como Siddharta. Quizás no seamos príncipes, ni poseamos pavos reales, pero tenemos profesiones, casas, gatos y muchas responsabilidades. Todos tenemos nuestro propio palacio –por más que se trate de un lujoso ático en París, de un adosado en los suburbios o de un simple cuartucho en los barrios bajos– y nuestros Yashodharas y Rahulas. Y con el paso del tiempo, las cosas no hacen sino complicarse, porque los electrodomésticos se estropean, los vecinos se quejan y el día menos pensado aparecen goteras. Nuestros seres queridos mueren, o tal vez sólo lo parezcan cuando, al despertar, yacen tan inanes como los cortesanos del palacio de Siddharta, con el aliento apestando a tabaco o a la salsa de ajo de la cena de la noche anterior. Pero por más que nos molesten y nos regañen, permanecemos voluntariamente atados sin tratar de escapar y, en el caso de que digamos «¡Se acabó!» y decidamos poner fin a esa relación, no tardamos en iniciar otra nueva. Éste es un ciclo del que nunca nos cansamos porque suponemos que, en algún lugar, está esperándonos la pareja o el Shangri-La perfectos. Cuando nos enfrentamos a los problemas cotidianos, creemos que todo puede arreglarse y que para volver a sentirnos bien, basta con cepillarnos los dientes.

Quizás pensemos también que la vida acabará enseñándonos a alcanzar la madurez perfecta. Esperamos convertirnos en ancianos tan sabios como Yoda sin darnos cuenta, no obstante, de que la madurez no es sino otro aspecto de la decadencia. Nos hallamos inconscientemente atrapados en la expectativa de que llegará un día en que ya no tengamos nada más que arreglar y que entonces podremos finalmente ser "felices para siempre". Creemos a pies juntillas en la noción de "propósito", como si todo lo que hemos vivido hasta ahora no hubiera sido más que un mero ensayo. Por ello no vivimos en el presente y creemos que el futuro siempre será mejor.

Hay mucha gente cuya vida se limita a una interminable rutina de control, reajuste y actualización, como si estuviesen aguardando siempre el momento en que realmente empezarán a vivir de verdad. Son muchas, en este sentido, las personas que si se lo preguntasen, admitirían estar trabajando para retirarse a una cabaña de troncos de Kennebunkport o a un bungaló de Costa Rica; y también hay quienes sueñan con pasar los últimos años de su vida en un entorno idílico, meditando serenamente en una casa de té o contemplando una cascada o un estanque koi.

Asimismo suponemos que, después de muertos, el mundo seguirá su camino. El Sol brillará, los planetas continuarán desplazándose por el firmamento, como suponemos que lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, y nuestros hijos heredarán la Tierra. Pero todo ello no hace sino poner de relieve nuestra ignorancia de los cambios a que se hallan sometidos este mundo y la totalidad de los fenómenos. Los hijos no siempre sobreviven a sus padres y, en caso de que lo hagan, no siempre satisfacen sus expectativas. ¿Quién le asegura que su adorado hijo pequeño no acabará convirtiéndose en un cocainómano que le llene la casa de amantes? Y tampoco sería la primera vez, por otra parte, que las familias más convencionales y las más hippies incuban, respectivamente, hijos homosexuales y neoconservadores. A pesar de todo ello, sin embargo, seguimos aferrados al arquetipo de la familia y soñamos con tener hijos a los que transmitir nuestra sangre, nuestros ojos, nuestros apellidos y nuestras tradiciones.

LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD PUEDE PARECER NEGATIVA

Es importante advertir que el príncipe no abandonó sus responsabilidades domésticas, porque no pretendía irse a vivir a una comunidad agrícola, ni tampoco iba en pos de ningún ideal romántico. Su renuncia, muy al contrario, estuvo motivada por la determinación de un esposo que sacrifica su comodidad en aras de las necesidades de su familia, aun cuando ellos no lo vieran así. Sólo podemos imaginarnos la tristeza y la desilusión que, a la mañana siguiente, embargaron a Shuddhodana. Fue la misma desilusión que experimentan los padres de hoy en día al enterarse de que sus hijos adolescentes se han marchado a Katmandú o a Ibiza en busca de alguna utopía idealista como, en los años sesenta, lo hicieron los llamados hijos de las flores (muchos de los cuales eran hijos de hogares prósperos y acomodados). Pero en lugar de vestirse con pantalones acampanados, de llenarse el cuerpo de tatuajes y piercings y de teñirse el pelo de púrpura, Siddharta se rebeló abandonando los adornos principescos. Fue así como acabó renunciando a todo aquello que le identificaba como un aristócrata educado, se vistió con un pedazo de tela y se convirtió en un mendigo errante.

Acostumbrada a juzgar a las personas por lo que tienen en lugar de por lo que son, nuestra sociedad esperaría que Siddharta permaneciese en palacio, asumiese el nombre de su familia y disfrutase de su regalada vida. No en vano el modelo de éxito de nuestro mundo no es Gandhi, sino Bill Gates. En ciertas sociedades orientales y occidentales, los padres presionan a sus hijos para que saquen buenas notas forzándoles, en ocasiones, más allá de lo debido. Los niños necesitan buenas notas a fin de ser aceptados en las mejores universidades y títulos de la Ivy League [grupo selecto de ocho universidades privadas de Nueva Inglaterra famosas por su prestigio académico y social] y obtener un buen trabajo en un banco. Y todo ello para que la familia pueda perpetuar su dinastía.

Supongamos que su hijo abandona repentinamente su reconocida y lucrativa carrera tras ser consciente de la vejez y la muerte. Ya no parece pasarlo tan bien como antes trabajando catorce horas diarias, adulando a su jefe, luchando con sus competidores, contaminando el medio ambiente, contribuyendo al trabajo de los menores y viviendo angustiado de continuo para disfrutar de unas pocas semanas de vacaciones al año. ¿Qué haría si su hijo le dijera que quiere vender todos sus bienes, donarlos a un orfanato y convertirse en monje? ¿Le daría su bendición e iría corriendo a contarle a sus amigos que su hijo ha recuperado el sentido, o, por el contrario, le acusaría de ser un insensato y le mandaría al psiquiatra?

No fue el rechazo de la vejez y la muerte lo que llevó a Siddharta a dar la espalda a la vida palaciega y adentrarse en lo desconocido. Lo que le llevó a tomar esa decisión tan drástica fue la imposibilidad de entender que ése fuese el destino que aguarda a todos los seres humanos. ¿Qué sentido tienen los pavos reales, las joyas, los doseles, el incienso, la música, la bandeja de oro en que apoyaba sus sandalias, las vasijas importadas y hasta su relación con Yashodhara, Rahula, su familia y su país, si todo lo que nace acaba corrompiéndose y muriendo? ¿Cuál es el propósito de todo ello? ¿De qué sirve derramar tanta sangre y tantas lágrimas por algo que finalmente acaba esfumándose y debe ser abandonado? ¿Cómo poder, en tal caso, seguir disfrutando alegremente de la dicha artificial de la vida de palacio?

¿Dónde podía ir Siddharta? No había lugar alguno, ni dentro ni fuera de palacio, que pudiera protegerle de la muerte; y toda su riqueza real no le servía, en ese sentido, absolutamente para nada. ¿Debía buscar acaso la inmortalidad? Sabemos que ésa es una búsqueda inútil. Nos entretenemos con los mitos fantásticos de los dioses griegos inmortales, con los relatos de la búsqueda del Santo Grial y del elixir de la inmortalidad, con las peripecias de la expedición de conquistadores, dirigida por Ponce de León, en una busca infructuosa de la fuente de la eterna juventud y sofocamos nuestras risas al escuchar la historia del legendario emperador chino Qin Shi Huang, quien envió una delegación de niños y niñas vírgenes a tierras remotas buscando la poción que supuestamente confería la vida eterna. Quizás pensemos que ésa fue la búsqueda que emprendió Siddharta. Es cierto que abandonó el palacio con cierta ingenuidad –porque no podía conseguir que su esposa y su hijo vivieran para siempre–, pero su búsqueda, sin embargo, no fue, en modo alguno, inútil.

LO QUE EL BUDA DESCUBRIÓ

Sin herramienta científica alguna, el príncipe Siddharta se sentó sobre un cojín de paja kusha bajo un ficus religiosa a investigar la naturaleza humana y, después de un periodo largo de contemplación, llegó a la conclusión de que toda forma, incluida nuestra carne, nuestros huesos, nuestras emociones y nuestras percepciones, es un agregado y que lo mismo sucede con todos los fenómenos, compuestos, todos ellos, por distintos elementos. Así es como los clavos y la madera se convierten en una mesa; el agua y las hojas, en té, y el miedo, la devoción y un salvador, en Dios. Pero el producto final compuesto no posee una existencia independiente de las partes que lo componen. Creer, por tanto, que las cosas poseen una existencia independiente es una ilusión. Todo lo compuesto está sujeto a mutación y, al unirse, modifica su carácter y se convierte en un "compuesto".

(Continues…)


Excerpted from "Tú También Puedes Ser Budista"
by .
Copyright © 2007 Dzongsar Jamyang Khyentse.
Excerpted by permission of Editorial Kairós.
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Table of Contents

Introducción,
1. Creación e impermanencia,
2. Emoción y sufrimiento,
3. Todo es vacuidad,
4. El nirvana está más allá de los conceptos,
Conclusión,
Postdata sobre la traducción,
Agradecimientos,

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