Sangre y arena

Sangre y arena

by Vicente Blasco Ibáñez
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by Vicente Blasco Ibáñez

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Overview

Sangre y arena (1908) es una novela de Vicente Blasco Ibáñez que se adentra en algunos de los elementos costumbristas más característicos de la idiosincrasia andaluza (y, por extensión, también española), como lo son sin duda las figuras del torero y del bandolero, dispuestas sobre un fondo de supersticiones y religión popular.

Product Details

ISBN-13: 9781480012554
Publisher: CreateSpace Publishing
Publication date: 09/30/2012
Pages: 272
Product dimensions: 5.98(w) x 9.02(h) x 0.61(d)
Language: Spanish

About the Author

Vicente Blasco Ibáñez (1867 - 1928) fue un escritor, periodista y político español. Un autor muy prolífico vinculado en muchos aspectos al naturalismo francés. Su vigorosa imaginación y poder descriptivo hicieron de Vicente Blasco Ibáñez el último gran autor del realismo decimonónico. Su obra ha tenido una gran proyección internacional, y toca géneros que van desde la novela social hasta la de aventuras, pasando por las de exaltación histórica y los libros de viajes.

Read an Excerpt

Sangre y Arena


By Vicente Blasco Ibáñez

Red Ediciones

Copyright © 2016 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-450-3


CHAPTER 1

Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Un pedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo: la botella permaneció intacta ante él. Había que conservarse sereno. Bebió dos tazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con ojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor.

Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza de Toros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle de Alcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, y mozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras le adoraban como una gloria del establecimiento. Allí también había permanecido muchos días — envuelto en trapos, en un ambiente denso cargado de olor de yodoformo y humo de cigarros — a consecuencia de dos cogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sus supersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba que este hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él. Percances del oficio; rasgones en el traje o en la carne; pero nada de caer para siempre, como habían caído otros camaradas, cuyo recuerdo turbaba sus mejores horas.

Gustaba en los días de corrida, después del temprano almuerzo, de quedarse en el comedor contemplando el movimiento de viajeros: gentes extranjeras o de lejanas provincias, rostros indiferentes que pasaban junto a él sin mirarle y luego volvíanse curiosos al saber por los criados que aquel buen mozo de cara afeitada y ojos negros, vestido como un señorito, era Juan Gallardo, al que todos llamaban familiarmente el Gallardo, famoso matador de toros. En este ambiente de curiosidad distraía la penosa espera hasta la hora de ir a la plaza. ¡Qué tiempo tan largo! Estas horas de incertidumbre, en las que vagos temores parecían emerger del fondo de su ánimo, haciéndole dudar de sí mismo, eran las más amargas de la profesión. No quería salir a la calle, pensando en las fatigas de la corrida y en la precisión de mantenerse descansado y ágil; no podía entretenerse en la mesa, por la necesidad de comer pronto y poco para llegar a la plaza sin las pesadeces de la digestión.

Permanecía en la cabecera de la mesa con la cara entre las manos y una nube de perfumado humo ante los ojos, girando éstos de vez en cuando con cierta fatuidad para mirar a algunas señoras que contemplaban con interés al famoso torero.

Su orgullo de ídolo de las muchedumbres creía adivinar elogios y halagos en estas miradas. Le encontraban guapo y elegante. Y olvidando sus preocupaciones, con el instinto de todo hombre acostumbrado a adoptar una postura soberbia ante el público, erguíase, sacudía con las uñas la ceniza del cigarro caída sobre sus mangas y arreglábase la sortija que llenaba toda la falange de uno de sus dedos, con un brillante enorme envuelto en nimbo de colores, cual si ardiesen con mágica combustión sus claras entrañas de gota de agua.

Sus ojos paseábanse satisfechos sobre su persona, admirando el terno de corte elegante, la gorra con la que andaba por el hotel caída en una silla cercana, la fina cadena de oro que cortaba la parte alta del chaleco de bolsillo a bolsillo, la perla de la corbata, que parecía iluminar con lechosa luz el tono moreno de su rostro, y los zapatos de piel de Rusia dejando al descubierto, entre su garganta y la boca del recogido pantalón, unos calcetines de seda calada y bordada como las medias de una cocota.

Un ambiente de perfumes ingleses suaves y vagorosos, esparcidos con profusión, emanaba de sus ropas y de las ondulaciones de su cabello negro y brillante, que Gallardo se atusaba sobre las sienes, adoptando una postura triunfadora ante la femenil curiosidad. Para torero no estaba mal. Sentíase satisfecho de su persona. ¡Otro más distinguido y con mayor «ángel» para las mujeres! ...

Pero de pronto reaparecían sus preocupaciones, apagábase el brillo de sus ojos, y volvía a sumir la barba en las manos, chupando tenazmente el cigarro, con la mirada perdida en la nube de tabaco. Pensaba codiciosamente en la hora del anochecer, deseando que viniese cuanto antes; en la vuelta de la plaza, sudoroso y fatigado, pero con la alegría del peligro vencido, los apetitos despiertos, una ansia loca de placer y la certeza de varios días de seguridad y descanso. Si Dios le protegía cual otras veces, iba a comer con el apetito de sus tiempos de hambre, se emborracharía un poco, iría en busca de cierta muchacha que cantaba en un music-hall, y a la que había visto en otro viaje, sin poder frecuentar su amistad. Con esta vida de continuo movimiento de un lado a otro de la Península, no quedaba tiempo para nada.

Fueron entrando en el comedor amigos entusiastas que antes de ir a almorzar a sus casas deseaban ver al diestro. Eran viejos aficionados, ansiosos de figurar en una bandería y tener un ídolo, que habían hecho del joven Gallardo «su matador» y le daban sabios consejos, recordando a cada paso su antigua adoración por Lagartijo o por Frascuelo. Hablaban de tú al espada con protectora familiaridad, y éste les respondía anteponiendo el don a sus nombres, con la tradicional separación de clases que existe aún entre el torero, surgido del subsuelo social, y sus admiradores. El entusiasmo de aquellas gentes iba unido a remotas memorias, para hacer sentir al joven diestro la superioridad de los años y de la experiencia. Hablaban de la «Plaza vieja» de Madrid, donde solo se conocieron toros y toreros de «verdad»; y aproximándose a los tiempos presentes, temblaban de emoción recordando al «negro». Este «negro» era Frascuelo.

— ¡Si hubieses visto aquéllo! ... Pero entonces tú y los de tu época estabais mamando o no habíais nacido.

Otros entusiastas iban entrando en el comedor, con mísero pelaje y cara famélica: revisteros oscuros en periódicos que solo conocían los lidiadores a quienes se dirigían sus elogios y censuras; gentes de problemática profesión, que aparecían apenas circulaba la noticia de la llegada de Gallardo, asediándolo con elogios y peticiones de billetes. El común entusiasmo confundíales con los otros señores, grandes comerciantes o funcionarios públicos, que discutían con ellos acaloradamente las cosas del toreo, sin sentirse intimidados por su aspecto de pedigüeños.

Todos, al ver al espada, le abrazaban o le estrechaban la mano, con acompañamiento de preguntas y exclamaciones.

— Juanillo ... ¿cómo sigue Carmen?

— Güena, grasias.

— ¿Y la mamita? ¿La señora Angustias?

— Tan famosa, grasias. Está en La Rinconá.

— ¿Y tu hermana y los sobrinillos?

— Sin noveá, grasias.

— ¿Y el mamarracho de tu cuñado?

— Güeno también. Tan hablador como siempre.

— ¿Y de familia nueva? ¿No hay esperanza?

— Na ... Ni esto.

Hacía crujir una uña entre sus dientes con enérgica expresión negativa, y luego iba devolviendo sus preguntas al recién llegado, cuya vida ignoraba más allá de sus aficiones al toreo.

— ¿Y la familia de usté, güena también? ... Vaya, me alegro. Siéntese y tome argo.

Luego preguntaba por el aspecto de los toros que iban a lidiarse dentro de unas horas, pues todos estos amigos venían de la plaza de presenciar el apartado y enchiqueramiento de las bestias; y con una curiosidad profesional pedía noticias del Café Inglés, donde se reunían muchos aficionados.

Era la primera corrida de la temporada de primavera, y los entusiastas de Gallardo mostraban grandes esperanzas, haciendo memoria de las reseñas que habían leído en los periódicos narrando sus triunfos recientes en otras plazas de España. Era el torero que tenía más contratas. Desde la corrida de Pascua de Resurrección en Sevilla — la primera importante del año taurino — que andaba Gallardo de plaza en plaza matando toros. Después, al llegar agosto y septiembre, tendría que pasar las noches en el tren y las tardes en los redondeles, sin tiempo para descansar. Su apoderado de Sevilla andaba loco, asediado por cartas y telegramas, no sabiendo cómo armonizar tanta petición de contratas con las exigencias del tiempo.

La tarde anterior había toreado en Ciudad Real, y vestido aún con el traje de luces metiose en el tren, para llegar por la mañana a Madrid. Una noche casi en claro, durmiendo a ratos, encogido en el pedazo de asiento que le dejaron los pasajeros apretándose para dar algún descanso a aquel hombre que al día siguiente iba a exponer su vida.

Los entusiastas admiraban su resistencia física y el coraje temerario con que se lanzaba sobre los toros en el momento de matar.

— Vamos a ver qué haces esta tarde — decían con su fervor de creyentes —. La afición espera mucho de ti. Vas a quitar muchos moños ... A ver si estás tan bueno como en Sevilla.

Fueron despidiéndose los admiradores, para almorzar en sus casas y llegar temprano a la corrida. Gallardo, viéndose solo, se dispuso a subir a su cuarto, a impulsos de la movilidad nerviosa que le dominaba. Un hombre llevando dos niños de la mano transpuso la mampara de cristales del comedor, sin prestar atención a las preguntas de los criados. Sonreía seráficamente al ver al torero, y avanzaba tirando de los pequeños, fijos los ojos en él, sin percatarse de dónde ponía los pies. Gallardo le reconoció.

— ¿Cómo está usté, compare?

Y a continuación todas las preguntas de costumbre para enterarse de si la familia estaba buena. Luego, el hombre se volvió a sus hijos, diciéndoles con gravedad:

— Ahí le tenéis. ¿No estáis preguntando siempre por él? ... Lo mismo que en los retratos.

Y los dos pequeños contemplaron religiosamente al héroe tantas veces visto en las estampas que adornaban las habitaciones de su pobre casa: ser sobrenatural, cuyas hazañas y riquezas fueron su primera admiración al darse cuenta de las cosas de la vida.

— Juanillo, bésale la mano al padrino.

El más pequeño de los niños chocó contra la diestra del torero un hocico rojo, recién frotado por la madre con motivo de la visita. Gallardo le acarició la cabeza con distracción. Uno de los muchos ahijados que tenía en España. Los entusiastas le obligaban a ser padrino de pila de sus hijos, creyendo asegurar de este modo su porvenir. Exhibirse de bautizo en bautizo era una de las consecuencias de su gloria. Este ahijado le traía el recuerdo de su mala época, cuando empezaba la carrera, guardando al padre cierta gratitud por la fe que había puesto en él cuando todos le discutían.

— ¿Y los negocios, compare? — preguntó Gallardo —. ¿Marchan mejor?

El aficionado torció el gesto. Iba viviendo gracias a sus corretajes en el mercado de la plaza de la Cebada: viviendo nada más. Gallardo miró compasivamente su triste pelaje de pobre endomingado.

— Usté querrá ver la corría, ¿eh, compare? ... Suba a mi cuarto y que le dé Garabato una entrada ... ¡Adiós, güen mozo! ... Pa que os compréis una cosilla.

Y al mismo tiempo que el ahijado le besaba de nuevo la diestra, el matador entregó con la otra mano a los dos muchachos un par de duros. El padre tiró de la prole con excusas de agradecimiento, no acertando a expresar en sus confusas razones si el entusiasmo era por el regalo a los niños o por el billete para la corrida que iba a entregarle el criado del diestro.

Gallardo dejó transcurrir algún tiempo, para no encontrarse en su cuarto con el entusiasta y sus hijos. Luego miró el reloj. ¡La una! ¡Cuánto tiempo faltaba para la corrida! ...

Al salir del comedor y dirigirse a la escalera, una mujer envuelta en un mantón viejo salió de la portería del hotel, cerrándole el paso con resuelta familiaridad, sin hacer caso de las protestas de los dependientes.

— ¡Juaniyo! ... ¡Juan! ¿No me conoses? ... Soy la Caracola, la señá Dolores, la mare del probesito Lechuguero.

Gallardo sonrió a la vieja, negruzca, pequeña y arrugada, con unos ojos intensos de brasa, ojos de bruja, habladora y vehemente. Al mismo tiempo, adivinando la finalidad de toda su palabrería, se llevó una mano al chaleco.

— ¡Miserias, hijo! ¡Probezas y agonías! ... Denque supe que toreabas hoy, me dije: «Vamos a ver a Juaniyo, que no habrá olvidao a la mare de su probesito compañero ...». Pero ¡qué guapo estás, gitano! Así se van las mujeres toítas detrás de ti, condenao ... Yo, muy mal, hijo. Ni camisa yevo. Entoavía no ha entrao hoy por mi boca mas que un poco de Cazaya. Me tienen por lástima en casa de la Pepona, que es de allá ... de la tierra. Una casa muy decente: de a cinco duros. Ven por allí, que te apresian de veras. Peino a las chicas y hago recaos a los señores ... ¡Ay, si viviera mi probe hijo! ¿Te acuerdas de Pepiyo? ... ¿Te acuerdas de la tarde en que murió? ...

— Gallardo, luego de poner un duro en su seca mano, pugnaba por huir de esta charla, que comenzaba a temblar con estremecimientos de llanto. ¡Maldita bruja! ¡Venir a recordarle en día de corrida al pobre Lechuguero, camarada de los primeros años, al que había visto morir casi instantáneamente de una cornada en el corazón en la plaza de Lebrija, cuando los dos toreaban como novilleros! ¡Vieja de peor sombra! ... La empujó, y ella, pasando del enternecimiento a la alegría con una inconsciencia de pájaro, prorrumpió en requiebros entusiastas a los mozos valientes, a los buenos toreros que se llevan el dinero de los públicos y el corazón de las hembras.

— ¡La reina de las Españas te mereces, hermoso! ... Ya pué tener los ojiyos bien abiertos la señá Carmen. El mejor día te roba una gachí y no te degüerve ... ¿No me darías un billete pa esta tarde, Juaniyo? ¡Con las ganas que tengo de verte matá, resalao! ...

Los gritos de la vieja y sus entusiastas arrumacos, haciendo reír a los empleados del hotel, rompieron la severa consigna que retenía en la puerta de la calle a un grupo de curiosos y pedigüeños, atraídos por la presencia del torero. Atropellando mansamente a los criados, se coló en el vestíbulo una irrupción de mendigos, de vagos y de vendedores de periódicos.

Los pilluelos, con los paquetes de impresos bajo un brazo, se quitaban la gorra, saludando con entusiástica familiaridad.

— ¡El Gallardo! ¡Olé el Gallardo! ... ¡Vivan los hombres!

Los más audaces le cogían una mano, se la estrechaban fuertemente y la agitaban en todas direcciones, deseosos de prolongar lo más posible este contacto con el grande hombre nacional, al que habían visto retratado en los papeles públicos. Luego, para hacer partícipes de esta gloria a los compañeros, les invitaban rudamente.

— ¡Chócale la mano! No se enfada. ¡Si es de lo más simpático! ...

Y les faltaba poco, en su respeto, para arrodillarse ante el matador. Otros curiosos, de barba descuidada, vestidos con ropas viejas que habían sido elegantes en su origen, movían los rotos zapatos en torno del ídolo e inclinaban hacia él sus sombreros grasientos, hablándole en voz baja, llamándole «don Juan», para diferenciarse de la entusiasta e irreverente golfería. Al hablarle de sus miserias solicitaban una limosna, o, más audaces, le pedían, en nombre de su afición, un billete para la corrida, con el propósito de revenderlo inmediatamente.

Gallardo se defendió riendo de esta avalancha que le empujaba y oprimía, sin que bastasen a libertarle los dependientes del hotel, intimidados por el respeto que inspira la popularidad. Rebuscó en todos sus bolsillos hasta dejarlos limpios, distribuyendo a ciegas las piezas de plata entre las manos ávidas y en alto.

— Ya no hay más. ¡Se acabó el carbón! ... ¡Dejadme, guasones!

Fingiéndose enfadado por esta popularidad que le halagaba, abriose paso con un impulso de sus músculos de atleta, y se salvó escalera arriba, saltando los peldaños con agilidad de lidiador, mientras los criados, libres ya de respetos, barrían a empujones el grupo hacia la calle.

Pasó Gallardo ante el cuarto que ocupaba Garabato, y vio a su criado por la puerta entreabierta, entre maletas y cajas, preparando el traje para la corrida.

Al encontrarse solo en su pieza, sintió que se desvanecía instantáneamente la alegre excitación causada por la avalancha de admiradores. Llegaban los malos momentos de los días de corrida; la incertidumbre de las últimas horas antes de marchar a la plaza. ¡Toros de Miura, y el público de Madrid! ... El peligro, que visto de cerca parecía embriagarle, acrecentando su audacia, angustiábale ahora, al quedar solo, como algo sobrenatural, pavoroso por su misma incertidumbre.

Sentíase anonadado, como si de pronto cayesen sobre él las fatigas de la mala noche anterior. Tuvo deseos de tenderse en una de las camas que ocupaban el fondo de la habitación, pero otra vez la inquietud por lo que le aguardaba, incierto y misterioso, desvaneció su somnolencia.

Anduvo inquieto por la habitación y encendió otro habano en los restos del que acababa de consumir.

¿Cómo sería para él la temporada de Madrid que iba a comenzar? ¿Qué dirían sus enemigos? ¿Cómo quedarían los rivales de profesión? ... Llevaba muertos muchos miuras: al fin unos toros como los demás; pero pensaba en los camaradas caídos en el redondel, casi todos víctimas de los animales de esta ganadería. ¡Dichosos miuras! Por algo él y los otros espadas ponían en sus contratas mil pesetas más cuando habían de lidiar este ganado.


(Continues...)

Excerpted from Sangre y Arena by Vicente Blasco Ibáñez. Copyright © 2016 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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