Sangre de Emanuel

Sangre de Emanuel

by Ted Dekker
Sangre de Emanuel

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by Ted Dekker

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Overview

Esta es una historia apta para todos; pero no todos son aptos para esta historia.



Un oscuro relato de tiempos pasados; una historia de amor y profunda seduccion; una historia de terrible anoranza y valiente sacrificio. Tanto entonces como ahora, el mal inicia su cortejo bajo un manto de luz, y asi el corazon abraza aquello de lo que deberia huir y olvida que alguna vez tuvo un amor verdadero. Con un beso, el mal devasta cuerpo, alma y mente. Pero aun hay esperanzas, porque el corazon no conoce fronteras. El amor demostrara que es mas fuerte que la lujuria, el sacrificio superara a la seduccion, y correra sangre, porque el corazon siempre se encuentra con violentos adversarios en sus batallas. Si estas desesperado por beber de esta fuente de vida, entra.




Product Details

ISBN-13: 9781602554740
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 05/29/2011
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 400
File size: 614 KB
Language: Spanish

About the Author

About The Author

Ted Dekker, autor de más de veinticinco novelas, es un autor de mayor venta del New York Times. Es reconocido por novelas que combinan historias llenas de adrenalina con increíbles confrontaciones entre el bien y el mal. Vive en Texas con su esposa y sus hijos. Twitter @TedDekker, facebook.com/#!/teddekker.

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Sangre de Emanuel


By TED DEKKER

Thomas Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-474-0


Chapter One

Me llamo Toma Nicolescu y fui un guerrero al servicio de Su Majestad la emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, quien por su propia mano y tierno corazón me envió a cumplir aquella misión a instancias de su consejero de mayor confianza, Grigory Potyomkin, en el año de nuestro Señor de 1772.

Era un año de guerra; en este caso se trataba de la guerra rusoturca, una de tantas con el Imperio Otomano. A la hora de dar muerte al enemigo yo me mostraba más vehemente que la mayoría de los que estaban al humilde servicio de la emperatriz, o al menos eso dijeron. Habiéndome ganado la total confianza de Su Majestad por mi lealtad y habilidad, fui enviado por ella al sureste, atravesando Ucrania hasta llegar al principado de Moldavia, exactamente al norte del Mar Negro y al oeste de Transilvania, a la hacienda de la familia Cantemir, enclavada al pie de los Montes Cárpatos.

A mi entender, existía una deuda con los descendientes de la familia de Dimitrie Cantemir, último príncipe de Moldavia, por su lealtad a Rusia. En realidad, se decía que el camino al corazón de Moldavia pasaba por el escudo de Cantemir, pero esto no era más que política. No era de mi incumbencia.

Aquel día yo tenía que viajar a ese remoto y exuberante valle del oeste de Moldavia y dar protección a esta importante familia que se retiraba a su finca cada verano.

Rusia había ocupado Moldavia. Por aquellos alrededores había enemigos con afilados cuchillos y claras intenciones. La peste negra se había cobrado la vida de muchos en las ciudades, sin piedad. En breve sería elegido un gobernante leal a Catalina la Grande para tomar las riendas de este importante principado. La familia Cantemir tendría un papel crítico en esa decisión, ya que gozaba de gran respeto entre todos los moldavos.

Mi encargo era simple: a esta familia, los Cantemir, no podía ocurrirle ningún mal.

El sol se hundía entre los picos de los Cárpatos, a nuestra izquierda, cuando Alek Cardei, mi compañero de armas, y yo detuvimos nuestras monturas y contemplamos el valle a nuestros pies. El gran castillo blanco se alzaba sobre hierba de color esmeralda, con sus pináculos gemelos, a una hora a caballo bajando por aquel sendero sinuoso. Un alto muro de piedra se alzaba a lo largo de todo el costado sur donde el camino llegaba hasta la propiedad. Extensiones de verde césped y jardines rodeaban la propiedad, abarcando diez veces el tamaño de la casa. La finca había sido habilitada por Dimitrie Cantemir en 1711, cuando fue príncipe de Moldavia durante un breve tiempo antes de retirarse a Turquía.

—Veo los pináculos gemelos, pero no veo faldas —dijo Alek entrecerrando los ojos y mirando hacia el valle. Su mano enguantada reposaba sobre la empuñadura dorada de su espada. Una armadura de cuero igual a la mía envolvía su pecho y sus muslos. Una perilla le cubría la barbilla y se unía a su bigote, pero se había afeitado el resto de la cara un poco antes en el arroyo, adelantándose a su entrada a la ciudad: el héroe que llegaba del extranjero.

Alek, el amante.

Toma, el guerrero.

Miré al anillo de oro que llevaba en mi dedo con la insignia de la emperatriz y me reí para mis adentros. El ingenio y el encanto de Alek resultaban ser siempre buenos amigos durante un largo viaje y él los esgrimía ambos con la misma facilidad y precisión con la que yo movía mi espada.

Hice un gesto con la cabeza a mi rubio amigo cuando volvió sus ojos azules hacia mí.

—Estamos aquí para proteger a las hermanas y su familia, no para casarnos con ellas.

—Así que no puedes negarlo: estás pensando en las hermanas. Ni en la madre ni en el padre, ni en la familia, sino en las hermanas. Esas dos hembras retozonas que son tema de conversación en toda Ucrania —bromeó Alek y volvió la cara hacia el valle con una mueca divertida—. Por fin las perras están en celo.

Por el contrario, aunque Alek no lo sabía, yo había jurado a Su Majestad que no me vería involucrado en nada mientras estuviera aquí en Moldavia. Ella conocía muy bien la reputación de las hermanas y me sugirió que mantuviera la mente clara durante esta larga misión que podía fácilmente proporcionarnos mucho tiempo de ocio.

—Toma, quiero pedirte un favor —dijo ella.

—Por supuesto, Vuestra Majestad.

—Mantente alejado de las hermanas, te lo ruego. Uno de ustedes dos, al menos, debe mantener una mente clara.

—Por supuesto, Vuestra Majestad.

Pero Alek era un tema aparte y no había razón para rechazar su broma. Siempre conseguía animarme.

Si yo fuera mujer me habría enamorado de Alek. Si fuera rey, le habría pagado para que permaneciera en mi corte. Si fuera un enemigo, habría salido corriendo y me habría escondido porque allí donde se encontraba Alek también estaba Toma y tendría la muerte segura a menos de jurar lealtad a la emperatriz.

Pero yo no tenía nada de mujer, nunca aspiré a ser rey y no tenía más enemigo mortal que yo mismo.

Mi vicio era el honor: la caballerosidad cuando procediera, pero en primer lugar lealtad a mi deber. Yo era el amigo de confianza y más cercano de Alek y habría dado mi vida por él sin pensarlo.

Resopló con exasperación.

—He ido contigo al fin del mundo, Toma, y lo volvería a hacer. Pero esta misión nuestra es tarea de tontos. ¿Acaso hemos venido aquí a sentarnos con niños pequeños mientras los ejércitos se alimentan de conquistas?

—Llevas una semana dejándolo bien claro —respondí—. ¿Qué ha ocurrido con tus ansias por las hermanas? Como tú mismo has dicho, se rumorea que son hermosas.

—¡Rumores! Lo único que sabemos es que son gordos y mimados perritos falderos. ¿Qué puede ofrecer este valle que uno no encuentre en las noches de Moscú? Estoy acabado, te lo digo. Preferiría atravesarme con una espada ahora y no tener que sufrir durante un mes en esa mazmorra de ahí abajo.

Yo ya había calado su juego.

—¿Tan rápido pasas de las hermanas retozonas al suicidio? Te estás superando a ti mismo, Alek.

—¡Estoy hablando completamente en serio! —exclamó con el rostro encendido de indignación—. ¿Cuándo me has visto sentado y sin hacer nada durante semanas ocupándome de una simple familia? Te digo que esto va a ser mi muerte.

Seguía manipulándome y yo a él.

—¿De modo que esperas que te permita agotar tu diversión aquí para luego ir galanteando por la campiña en busca de amantes por las demás haciendas? ¿O quizás preferirías deslizarte por la noche y cortar algunas gargantas malvadas para poder sentirte como un hombre?

Se encogió de hombros.

—Con toda sinceridad, lo primero me parece más atractivo —Su mano enguantada señaló hacia el cielo—. Pero sé cuál es mi deber y moriré a tu lado por cumplirlo —Bajó la mano—. Aun así, Dios es testigo de que no toleraré estar todo un mes sin hacer nada mientras que el resto del mundo lucha para conseguir gloria y corre detrás de las faldas.

—No seas necio, hombre. Si el aburrimiento fuera un lobo no te atraparía. Estableceremos un simple protocolo para limitar todos los accesos a la finca, apostaremos a los centinelas y cuidaremos a las mujeres. Entiendo que el padre estará ausente la mayor parte del tiempo. Mientras nuestros deberes no se vean comprometidos, no estorbaré a tu cortejo. Pero como tú bien dices, es posible que no sean más que gordos perritos falderos.

Se oyó una voz detrás de nosotros.

—¿Quién tiene que ver con los Cantemir? ¿Eh?

Giré al oír la suave voz ronca. Vi a un anciano arrugado que agarraba un largo bastón con ambas manos. Sus ojos eran dos ranuras, su rostro estaba arrugado como una ciruela seca y su largo cabello gris y grasiento era tan fino que un buen golpe de viento podría dejarle calvo. No estaba seguro de que pudiera vernos a través de aquellas grietas negras por debajo de su frente.

De la boca de Alek salió un pequeño sonido, pero me dejó hablar a mí. ¿Cómo había llegado aquel anciano hasta nosotros sin hacer ruido alguno? Sus labios se movían sin cesar dejando ver que no tenía dientes. No dijo palabra.

Hice un movimiento con la mano a Alek y acerqué mi pálida montura al rostro del hombre.

—¿Quién lo pregunta?

Un pájaro cruzó el espacio volando desde el oeste; era un cuervo negro. Mientras yo miraba un tanto atónito, se posó en el hombro del anciano con un único batir de alas y se quedó quieto. El hombre no reaccionó, ni siquiera cuando la espesa ala del cuervo azotó su oreja.

—No tengo nombre —dijo el anciano—. Puede considerarme un ángel si quiere.

Alek se rió para sí, pero yo estaba seguro de que era más bien una reacción nerviosa sin el más mínimo atisbo de humor.

—¿Quién pregunta por la propiedad de los Cantemir? —volvió a inquirir.

—Toma Nicolescu, al servicio de Su Majestad la emperatriz de Rusia, Catalina la Grande, que gobierna ahora Moldavia. Y si es usted un ángel, puede desaparecer en el aire de la superstición como suelen hacer los ángeles.

—¿Toma? —graznó el viejo.

—¿Qué tiene usted que ver con esta propiedad?

—¿Eeeh, Toma Nicolescu? ¿Es usted?

Su comportamiento empezaba a molestarme más de lo que yo quería admitir. ¿Se trataba de una persona mayor a la que yo debía honrar o no era más que un lunático vagabundo?

—¡Cuide su lengua, viejo! —dijo Alek bruscamente.

El cuervo inclinó la cabeza y alineó sus ojos pequeños y brillantes para lanzar una dura mirada a Alek. El anciano hizo lo mismo.

—¿Eeeh? ¿Usted también es Toma?

Alek frunció el ceño.

—¡Deje de hacer el bufón y deshágase de ese maldito pájaro!

—¿Qué quiere usted, anciano? —exigí.

Alzó una mano huesuda que apenas tenía carne y señaló al oeste.

—Hay maldad en el viento. Tenga cuidado, Toma. ¡Cuidado con el mal!

—No sea pájaro ...

Con un gesto de la mano detuve a Alek, interesado en aquel excéntrico que estaba delante de nosotros, esa vieja ciruela ciega y su cuervo que todo lo veía.

—¿Qué le hace pensar que haya un mal del que cuidarse? —pregunté.

—¿Eeeh? El cuervo lo ha visto.

—¿El cuervo se lo ha dicho? ¿De verdad? ¿Acaso también habla su cuervo? —preguntó Alek y su voz rezumaba burla en cada palabra.

Los relámpagos apuñalaban el cielo en las llanuras del este. Hasta ese momento no me había dado cuenta de las nubes que estaban en el horizonte. Un trueno rugió sobre nosotros; como un aviso, pensé, aunque no era dado a la superstición. El diablo no era mi amigo y Dios tampoco era mi amigo. Nada de lo que había experimentado durante mis veintiocho años me había llevado a creer en ninguno de los dos.

El viejo brujo con su cuervo me miraba fijamente a través de las rendijas de sus ojos, en silencio. Yo quería saber por qué aquel hombre parecía sentir la amenaza; mi trabajo consistía en saberlo. Así que desmonté, me dirigí hacia él e incliné la cabeza, algo fácil de hacer teniendo en cuenta su edad, ya que siempre había sentido respeto por los mayores.

El pájaro negro estaba a solo un metro de mí, sacudiendo la cabeza para conseguir una vista mejor y evaluándome para decidir si debía sacarme los ojos o no.

Hablé con amabilidad, en voz baja.

—Le ruego que, si le parece sabio, me diga por qué su cuervo querría avisarnos del mal.

Esbozó una sonrisa sin dientes que no dejaba ver más que encías y labios.

—Este es Pedro el Grande. Yo no veo bien, pero según me dicen es un pájaro espléndido. Creo que me quiere.

—Yo diría que se parece al diablo, así que ¿por qué le diría un demonio a un ángel que el mal está cerca?

—Yo no soy el diablo, Toma Nicolescu. Él es mucho más hermoso que yo.

Estaba seguro de oír cómo Alek se reía por lo bajo y estaba a punto de callarle con una mirada.

—¿Y quién es ese diablo tan hermoso?

—Un hombre que tiene la voz como la miel y que vuela en la noche.

El anciano retiró su mano derecha del bastón y la usó a modo de ala.

—Pero fue Dios quien me dijo que dijera a Toma Nicolescu que el diablo está en guerra con él. Dijo que vendría usted al desfiladero de Brasca. He estado esperando durante tres días y pienso que un día más de espera habría acabado con mi vida.

—De modo que el cuervo lo vio y luego Dios se lo dijo a usted, su ángel, para que nos avisara —se burló Alek—. ¿Cómo es posible si ni siquiera nosotros supimos hasta ayer qué camino íbamos a tomar?

—Quizás Dios pueda leer sus mentes.

Nuestras mentes ni siquiera lo sabían.

—Pero Dios sí. Y aquí están ustedes. Y ahora ya he hecho mi parte y puedo vivir un poco más con mi cuervo. Ahora debo irme.

Empezó a darse media vuelta.

—Por favor, amable señor —dije, poniendo mis manos sobre la suya—. Nuestra misión no es más que proteger esta propiedad. ¿Puede decirnos algo más? No veo mucha utilidad en una advertencia del mal transmitida por un cuervo.

La dulce cara del hombre se hundió lentamente y se convirtió en la imagen de la premonición.

—Apenas puedo aconsejarle, ya que usted piensa que el diablo no es más que aire caliente, ¿qué más podría decirle?

Me sorprendió que el anciano supiera aquello de mí, aunque también podía ser un golpe de suerte.

—En cuanto a su amigo obsesionado con el sexo, puede usted decirle que este valle agotará ciertamente sus impulsos salvajes. Sospecho que ambos pasarán un tiempo bastante estimulante. Ahora debo irme. Me queda un largo camino por delante y la noche se aproxima rápidamente.

Dicho esto, se dio media vuelta y se fue arrastrando los pies lentamente. Yo me pregunté cómo esperaba llegar al camino y mucho menos a Crysk, la ciudad más cercana, que se encontraba a unos buenos quince kilómetros.

Chapter Two

Lucine y Natasha estaban en el balcón que daba al patio, a la luz de la luna llena, observando a los invitados que se habían reunido para este Baile Estival de las Delicias, como madre lo había denominado. El nombre tentaba al mismísimo escándalo.

—Ese hombre de ahí, el que lleva un abrigo negro —dijo Natasha señalando un grupo de siete u ocho que estaba junto a la fuente que conducía al seto del jardín.

Ahora Lucine lo veía. Era uno de los aristócratas rusos del castillo Castile. Era un grupo de cinco que habían venido al baile y se mostraban por primera vez desde que el castillo había cambiado de dueño tres meses antes.

—Le veo. ¿Qué pasa con él?

—¿Que qué pasa con él? —gritó Natasha—. Es espléndido.

Quizás. Sí, en cierto modo lo era, pensó Lucine.

—Un monstruo espléndido —dijo.

En los ojos de Natasha hubo un destello de misterio.

—Entonces, dame a mí el monstruo.

Llevaba un vestido rojo de seda sobre una enagua ligera de encaje blanco que susurraba alrededor de sus zapatos y sus puños. Un adorno de satén negro agraciaba la pechera de escote suficientemente bajo como para provocar curiosidad pero sin revelar demasiado. Sus bucles rubios caían en cascadas sobre sus pálidos hombros y brillaban bajo la clara luna.

La gemela de Lucine era una diosa de día y de noche. El tipo de diosa que cualquier monstruo consumiría con gusto.

—Ten cuidado, hermana. No los conocemos.

No había más verano que el de Moldavia, decía madre, y Lucine estaba de acuerdo con ella.

Se contaba que madre había sido una vez la imagen misma de la conducta correcta, bajo la vigilancia de su primer marido, Dimitir Cantemir. La había gobernado con mano de hierro, decía ella, y la hizo llegar a sentir mucho resentimiento por la vida que llevaba. Pero cuando Dimitrie murió de neumonía, estando ella encinta de Lucine y Natasha, se había convertido en una mujer nueva según ella misma decía.

Madre había esperado seis meses y luego aceptó todos los beneficios que el nombre y la riqueza de Cantemir le habían dejado, dio a luz a las gemelas y, tan pronto como su cuerpo se lo permitió, se dispuso a encontrar un hombre que la dejara vivir una vida plena de gozo y no de servidumbre.

Ella y Mikhail Ivanov se conocieron un año después y se casaron en dos meses, pero solo con la condición de que ella pudiera conservar su nombre completo, Kesia Cantemir, y de que pudiera buscar todos los placeres que deseara. Por lo general Mikhail vivía en un mundo diferente y rara vez acompañaba a su esposa y a sus hijastras a Moldavia. Actualmente se encontraba ocupado llevando sus asuntos en Kiev.

(Continues...)



Excerpted from Sangre de Emanuel by TED DEKKER Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Thomas Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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