Rubén Darío

Algunas de las anécdotas que Rubén Darío contó sobre sus aventuras parisinas y romanas (ver la Autobiografía de Rubén Darío) pueden ser vistas ahora bajo otra luz, a través de esta biografía de Rubén Darío escrita por José María Vargas Vila.

Publicada en 1917, apenas un año después de la muerte de Darío, este volumen contiene un intenso relato acerca de la amistad que los unió y observaciones sobre los méritos poéticos de Darío. Sorprende además su estilo que parece imitar la versificación de la poesía y que, sin embargo, no pierde su tensión narrativa.

Vale como anécdota revelar que esta estrecha amistad no empezó de manera afortunada. Ocurrió que, de jóvenes tuvieron un desencuentro, cuando Vargas Vila atacó a Rubén Darío llamándolo Poeta Cortesano, por haber aceptado el nombramiento del presidente de Colombia Rafael Núñez. Tal nombramiento indignó profundamente a Vargas Vila, quien llamó al escritor nicaragüense el tirano poeta.

A partir de entonces, ambos se convirtieron en enemigos acérrimos. Pero, pasado algunos años, la enemistad se dio por cancelada, de manera accidental, cuando corrió la falsa noticia de que Vargas Vila había muerto en un naufragio frente a las costas de Sicilia -otros decían que de Grecia-, y según el periódico La Nación de Buenos Aires, en un probable suicidio del colombiano junto a una misteriosa artista.

El hecho fue que de este falso acontecimiento surgió una nota necrológica de Rubén Darío, aparecida poco después en el mismo diario La Nación, en donde despedía al escritor revolucionario y elogiaba su obra, además de que reclamaba para el escritor colombiano un lugar preciso en el Panteón de los artistas.

A cambio, Vargas Vila -que no había muerto-, decidió generosamente corresponder a los halagos, alabando el genio de Rubén Darío. Así comenzó a formarse una amistad entre ellos que se estrechó cuando se vieron años después en Roma. Esa amistad perduraría hasta el final de sus días.

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Rubén Darío

Algunas de las anécdotas que Rubén Darío contó sobre sus aventuras parisinas y romanas (ver la Autobiografía de Rubén Darío) pueden ser vistas ahora bajo otra luz, a través de esta biografía de Rubén Darío escrita por José María Vargas Vila.

Publicada en 1917, apenas un año después de la muerte de Darío, este volumen contiene un intenso relato acerca de la amistad que los unió y observaciones sobre los méritos poéticos de Darío. Sorprende además su estilo que parece imitar la versificación de la poesía y que, sin embargo, no pierde su tensión narrativa.

Vale como anécdota revelar que esta estrecha amistad no empezó de manera afortunada. Ocurrió que, de jóvenes tuvieron un desencuentro, cuando Vargas Vila atacó a Rubén Darío llamándolo Poeta Cortesano, por haber aceptado el nombramiento del presidente de Colombia Rafael Núñez. Tal nombramiento indignó profundamente a Vargas Vila, quien llamó al escritor nicaragüense el tirano poeta.

A partir de entonces, ambos se convirtieron en enemigos acérrimos. Pero, pasado algunos años, la enemistad se dio por cancelada, de manera accidental, cuando corrió la falsa noticia de que Vargas Vila había muerto en un naufragio frente a las costas de Sicilia -otros decían que de Grecia-, y según el periódico La Nación de Buenos Aires, en un probable suicidio del colombiano junto a una misteriosa artista.

El hecho fue que de este falso acontecimiento surgió una nota necrológica de Rubén Darío, aparecida poco después en el mismo diario La Nación, en donde despedía al escritor revolucionario y elogiaba su obra, además de que reclamaba para el escritor colombiano un lugar preciso en el Panteón de los artistas.

A cambio, Vargas Vila -que no había muerto-, decidió generosamente corresponder a los halagos, alabando el genio de Rubén Darío. Así comenzó a formarse una amistad entre ellos que se estrechó cuando se vieron años después en Roma. Esa amistad perduraría hasta el final de sus días.

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by Josï Marïa Vargas Vila
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Algunas de las anécdotas que Rubén Darío contó sobre sus aventuras parisinas y romanas (ver la Autobiografía de Rubén Darío) pueden ser vistas ahora bajo otra luz, a través de esta biografía de Rubén Darío escrita por José María Vargas Vila.

Publicada en 1917, apenas un año después de la muerte de Darío, este volumen contiene un intenso relato acerca de la amistad que los unió y observaciones sobre los méritos poéticos de Darío. Sorprende además su estilo que parece imitar la versificación de la poesía y que, sin embargo, no pierde su tensión narrativa.

Vale como anécdota revelar que esta estrecha amistad no empezó de manera afortunada. Ocurrió que, de jóvenes tuvieron un desencuentro, cuando Vargas Vila atacó a Rubén Darío llamándolo Poeta Cortesano, por haber aceptado el nombramiento del presidente de Colombia Rafael Núñez. Tal nombramiento indignó profundamente a Vargas Vila, quien llamó al escritor nicaragüense el tirano poeta.

A partir de entonces, ambos se convirtieron en enemigos acérrimos. Pero, pasado algunos años, la enemistad se dio por cancelada, de manera accidental, cuando corrió la falsa noticia de que Vargas Vila había muerto en un naufragio frente a las costas de Sicilia -otros decían que de Grecia-, y según el periódico La Nación de Buenos Aires, en un probable suicidio del colombiano junto a una misteriosa artista.

El hecho fue que de este falso acontecimiento surgió una nota necrológica de Rubén Darío, aparecida poco después en el mismo diario La Nación, en donde despedía al escritor revolucionario y elogiaba su obra, además de que reclamaba para el escritor colombiano un lugar preciso en el Panteón de los artistas.

A cambio, Vargas Vila -que no había muerto-, decidió generosamente corresponder a los halagos, alabando el genio de Rubén Darío. Así comenzó a formarse una amistad entre ellos que se estrechó cuando se vieron años después en Roma. Esa amistad perduraría hasta el final de sus días.


Product Details

ISBN-13: 9788490077924
Publisher: Linkgua Ediciones
Publication date: 01/01/2024
Series: Historia , #414
Pages: 128
Product dimensions: 5.83(w) x 8.27(h) x 0.30(d)
Language: Spanish

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Rubén Darío


By José María Vargas Vila

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9007-960-7


CHAPTER 1

Era en 1894

Fantástico y, luminoso, con el atractivo de una gema cabalística, el nombre de RUBÉN DARÍO, aparecía en América, con el prestigio de sus rimas raras y exquisitas;

un Tirano Poeta, que había fatigado por igual, el Crimen y, el Poder, y, había violado con igual insolencia a las Musas y, las Leyes, había nombrado a Darío, Cónsul de su Dictadura en Buenos Aires;

para expresar su gratitud, el Poeta, de rodillas, deshojó las más bellas flores de sus rosales líricos a los pies del Herodes Taciturno, que entre los arrecifes de la costa, cerca al divino mar azul, deshonraba tanta belleza, con el bochornoso espectáculo de su Despotismo y, de su bigamia;

yo, que desde mis periódicos, en New York, atacaba rudamente al Poeta-Tirano, ataqué con igual vehemencia, al Poeta-Cortesano, y, azoté con mi pluma, las espaldas encorvadas del Apolónida ...

el Poeta, tembló, sin defender su manto de auriga de César, desgarrado por mi ultraje ...

poco después, pasó por New York, para su sede consular;

se ocultaba de mí;

una mañana, me encontré en el Elevado de la sexta Avenida, con aquel encantador y amable espíritu que era Bolet-Peraza, que por aquel entonces se dedicaba, con igual ahínco, a hacer píldoras tocológicas y, reputaciones literarias, para el reclamo de las cuales, tenía un periódico, en el cual fabricó, no pocas reputaciones; algunas de las cuales, han sobrevivido a su inventor, como las píldoras.

— Darío, está aquí — me dijo — en el Hotel América, ¿no va usted a verlo? dije a Bolet, las razones de mi encono;

no las podía comprender aquel amable escéptico, que había sido Ministro de la Dictadura de Andueza, y debía serlo luego de la de Cipriano Castro;

al día siguiente, recibí en mi oficina, una tarjeta de José Martí, que decía:

«Comemos hoy, con nuestro Darío, y, contamos, con nuestro Vargas Vila.»

sentí mucha indignación, ante aquella promiscuidad de conceptos y, me excusé en una esquela displicente que Martí, encontró excesiva, según me lo dijo luego Gonzalo de Quesada, que como Secretario de Martí, fue de los de la comida;

pocos días después, Darío partía;

sin habernos estrechado la mano;

sin haber sido amigos.

CHAPTER 2

Era en 1896

Yo, viajaba por Europa;

y, fui a Grecia;

un percance marítimo, ocurrido en las costas de Sicilia, dio lugar a la noticia de mi muerte;

por primera vez, el macabro canard, atravesó el Océano, y, fue volando del uno al otro extremo del Continente Americano;

se habló de mi suicidio, en unión de una bella artista;

y, se fantaseó de lo lindo, en torno de ese tema;

amigos, y enemigos, hicieron derroche de odio y de bondad;

y, esa vez, como otras luego, me fue dado acariciar los laureles, y, las ortigas, nacidas sobre mi tumba;

entre todos los artículos necrológicos, escritos entonces, dos llamaron mi atención, por lo bellos y, lo sinceros: el de la Señora Cabello de Carbonera, publicado en un diario de Lima, y, el de Rubén Darío, aparecido en La Nación de Buenos Aires;

el Poeta, me rememoraba tristemente diciéndome:

¡Amable enemigo mío! como en la tumba de la «Aphrodita» de Pierre Louys, pondría en la tuya un conmemorativo y sonoro epigrama, en un griego de Nacianzo; y dejaría para ti y para tu bella desconocida, — ¡así tendría a Venus propicia! — ¡rosas, rosas, muchas rosas!

un dolor anacreóntico, volaba sobre esas páginas, tan bellas, como el alma de aquel que supo siempre la palabra reveladora, de las más altas formas de la Belleza, y, la Armonía;

le escribí una carta pública — que según alguien me contó años después — hizo llorar al Poeta;

esa carta, fue el sello de nuestra amistad, que había de ser tan larga como sincera ...

ella unió nuestras almas, y, nuestras manos, en una comunión

espiritual, a través del océano, lleno del perpetuo:

buffi di vento, da rumori arcani.

y, fuimos amigos;

a distancia.

CHAPTER 3

Era en 1900

París estaba en plena Exposición;

yo, vine de Roma, donde residía entonces.

Darío, vino de la Argentina;

me lo hizo saber así, por una esquela;

fui a verlo, en unión de Ramón Palacio Viso, que ya sentía por él, una juvenil y entusiasta admiración;

el Poeta vivía, en la rue du Faubourg Montmartre, en el mismo apartamento con Gómez-Carrillo, a quien yo conocía ya, por habérmelo presentado Miguel Eduardo Pardo, en 1894, en el Quartier Latin.

Darío, apareció ante nosotros, ya fantasmal y enigmático;

era aún joven, bien plantado, la mirada genial, el aire triste;

todas las razas del mundo, parecían haber puesto su sello en aquella faz, que era como una playa que hubiese recibido, el beso de todas las olas del océano;

se diría que tenía el rostro de su Poesía, oriental y occidental, africano y, nipón, con una perpetua visión de playas helenas, en las pupilas soñadoras;

y, apareció como siempre, escoltado del Silencio; era su sombra;

el don de la palabra le había sido concedido con parsimonia, por el Destino;

el de la Elocuencia, le había sido negado;

la belleza de aquel espíritu, era toda interior y profunda, hecha de abismos y de serenidades, pero áfona, rebelde a revelarse, por algo que no fuera, el ritmo musical, y, el golpe de ala sonoro;

la vida toda estaba, en aquellos ojos taciturnos, de internos horizontes desmesurados, donde parecía flamear una cordillera de volcanes, con las llamas atemperadas por el humo de sus propias exhalaciones;

bajo la calma búdica y somnolienta, de aquel que parecía un bonzo de marfil, se veía como en un cráter momentáneamente extinto:

il foco eterno
ch'entro l'affoca ...


y, nos separamos del Poeta, de frontem duriorem, que era ya un hermano de nuestro corazón

...

...

Me hospedaba yo, por aquel entonces, con César Zumeta y Palacio Viso, en casa de una bella y espiritual dama, espejo de todas las elegancias, y, de todas las exquisiteces mentales, la Señora Smith de Hamilton;

esta dama, como todas las mujeres inteligentes y, cultas, de nuestra raza, amaba los versos de Darío, y, deseaba conocer al Poeta;

lo deseaban sus amigas, un grupo de bellezas, espirituales, que musitaban estrofas de la «Sonatina», y, deshojaban como Margarita, la misteriosa flor del porvenir;

se convino en que lo invitaríamos a comer;

y, lo invité.

Darío, vino;

y, ¡cosa rara! vino a la hora fija;

llegó silencioso, sonambúlico, con esa seriedad medrosa, que le venía de su propia timidez;

gran emoción en las Señoras;

imperturbabilidad en el Poeta;

las señoras conversaban;

el Poeta sonreía;

esa sonrisa, era lo único que turbaba su serenidad de Ídolo malgacho;

nada más bello, que la sonrisa de Darío; era una flor de candor, arrancada de los jardines del Ensueño;

la conversación, languidecía cuando el criado anunció:

— La Señora, está servida ...

gran alivio para nosotros;

Zumeta, Palacio, y yo, nos miramos;

estábamos salvados;

habíamos temido el naufragio del Poeta, en ese mar de su Silencio, en torno al cual, las bellas nereidas empezaban a hacerse burladoras;

fuimos al comedor ...

continuó la sesión de silencio, por parte del Poeta; nada lo sacaba de su actitud monosilábica ...

con su volubilidad habitual, las señoras terminaron por prescindir de él, y la conversación se hizo animada al calor de los buenos vinos;

se habló de amor;

se contó una reciente historia muy conmovedora ...

Darío, lloró ...

al ver llorar al Poeta, nuestra bella anfitriona lloró también;

lloró, la dama sentimental;

lloró la niña romántica;

lloró la vieja Señora ...

aquello fue una sesión de llanto a domicilio;

solo Zumeta, Palacio Viso, y, yo, no llorábamos;

hacíamos esfuerzos inauditos para no reír;

la romántica comida tuvo fin;

volvimos al salón;

las señoras, decaídas en su esperanza de oír bellos versos, dichos por los labios del Poeta, renunciaron a forzar la barrera de su silencio, y, se ocuparon de música y, de otras cosas;

y, el Poeta quedó en su aislamiento; él, que amaba tanto las mujeres, sus perfumes sugestivos, las sonrisas de sus labios, y, el contacto de sus manos;

la sociedad, no era su reino;

no había nacido en ella, ni para ella;

no quisimos prolongar su tormento, y, salimos con él, a la calle;

entonces habló y, fue ameno, pero nunca locuaz ...

la boca de ese Poeta, era un panal cuyas abejas no volaban nunca, y,

la propia colmena las tragaba ...

nos separamos en la Place Wagram;

y, se alejó de nosotros; erecto, silencioso, espectral.

CHAPTER 4

Era en 1900

En Roma.

Darío, llegó para las fiestas del Año Santo;

me visitó, en unión de un millonario sudamericano, cuyo nombre no

recuerdo; analfabeto, ostentoso y gárrulo;

yo, era entonces Ministro del Ecuador, en Italia;

invité a Darío, a comer en el Restaurante Colonna;

fue una comida, de intimidad espiritual y, deliciosa;

los yacimientos vírgenes de aquella alma, se mostraron a mis ojos, en el raro esplendor de sus riquezas;

el Poeta de los poetas, mudo ante las multitudes, era en la intimidad, si no rico de expresiones, ni fastuoso de imágenes, sí lleno de un encanto secreto, que le venía de su sinceridad;

dos cosas le sorprendieron en mí: mi ateísmo y mi soledad;

y, hubo algo que lo arrojó de lleno en la estupefacción;

saber que a pesar de mi alto cargo, yo, no usaba uniforme, y había tenido incidentes desagradables, con algunos colegas míos, por este mi raro horror a la librea;

eso, no lo comprendía el Poeta, que amaba ya, los galones, los dorados, los espadines, los tricornios, las cruces, toda la parte ostentosa, vistosa y ornamental, de la vida palatina;

su asombro subió de punto, al saber, que yo no pertenecía a ningún círculo, no era amigo de ningún Príncipe, y habiendo vivido años en Roma, no conocía al Papa;

él, tenía ya su tarjeta, para ir al Vaticano, con la peregrinación argentina;

sentía una gran veneración por esa momia de cera y talco, que era León XIII, al cual atribuía la política seudo-democrática y el liberalismo florentino, del Cardenal Rampolla;

pocos días después, me leyó lo que había escrito sobre el Papa, y, que publicó luego, creo que en su libro Peregrinaciones;

viajaba por cuenta de La Nación de Buenos Aires.

Palacio Viso, lo acompañó en su gira por las grandes basílicas romanas;

en San Pedro, besó con unción el pie asqueroso del Santo, mellado por los labios de millones de peregrinos;

cuando sintió el grito delirante de las muchedumbres idólatras, al paso del Papa, él, también gritó;

«¡viva el Papa Rey!»;

y, con su admirable don de lágrimas, lloró al paso de la comitiva fanática y grandiosa, que llevaba en hombros al Pontífice, haciendo de aquel Ídolo Vetusto, el Símbolo tangible de su estupidez abyecta y, gregaria ...

cuando todos se prosternaron, el Poeta se prosternó, y costó trabajo arrancarlo de sobre las lozas frías, dónde quedó postrado en una especie de hipnosis;

en Santa María la Maggiore, siguió una procesión cirio en mano, y, se licuó en lágrimas, oyendo la plática de un fraile franciscano, venido de Volterra, para predicar en Roma;

en San Giovanni Laterano, el Poeta iba absorto, contemplando los armoniosos ábsides, las volutas atrevidas, las cúpulas oro y azul, cuando sintió sobre su cabeza, algo como el rozamiento de una ala;

asombrado, alzó a mirar, y, vio que se retiraba lentamente aquello que lo había tocado; era la caña del Pescador, que desde las sombras de su confesionario, un Sacerdote, arrojaba al paso de los peregrinos, para llamarlos a la Penitencia.

Darío, quedó alelado, ante el gesto de aquel pescador de almas; la caña volvió a tocarlo;

el Poeta juntó las manos, cayó de rodillas, y como un pájaro fascinado por la serpiente, anduvo así, hasta el confesionario;

entró en la sombra violeta, y la suave cortina lo ocultó;

cuando se alzó de allí, tenía tal aire de contrición, que daba pena mirarlo;

ya fuera de la Basílica, sobre el atrio bañado de Sol, la fascinación religiosa, empezó a evaporarse lentamente;

hacía un calor senegalés, sobre la plaza, hecha un estuario de fuego.

Darío, dijo su eterno voto de Cristo sitibundo:

— Tengo sed ...

su acompañante lo invitó a aplacarla, en la más cercana hostería de la campiña romana;

tomaron el coche;

salieron por Porta San Giovanni, hacia i Santi Spiritti, y se detuvieron en el Pozo de San Patrizzio; allí, el delicioso vino de Frascati, y los de i castelli romani, aplacaron la sed del Poeta, y calmaron lentamente los ardores de su contrición ...

esa noche partió para Nápoles, sonriente y feliz, rota ya entre sus manos la caña del Pescador ... iba tal vez a llenar de nuevo la escarcela vacía de sus pecados, a poner nuevos besos sobre labios escarlatas, cerca al mar azul, coronado de cipreses.


* * *

Cinco días después;

recibí un telegrama de Darío; que decía:

«Llego esta noche, de paso para Florencia, desearía abrazarlo en la estación»;

yo, no hago a nadie el homenaje de ir a recibirlo;

pero, Darío; ... ya empezaba yo a sentir debilidad por aquel Genio inerme, desarmado ante la Vida, y, que pedía a grandes gritos, ser protegido y admirado;

es el Genio de Darío, lo que ha hecho mi admiración por él, pero es la debilidad de Darío, la que ha hecho mi cariño y mi amistad por él;

en Darío, el Poeta impone la admiración; el Hombre, pide la protección;

es un niño perdido en un camino; hallándose con él, es preciso darle la mano y acompañarlo un largo trayecto, protegiéndolo contra su propio miedo;

¿qué importa que al caer de la tarde, haya que dejarlo en el mismo sendero, dormido a la sombra de las vides que lo embriagaron? ... Noe joven, que pide, no a sus hijos, sino a sus hermanos, ser cubierto con un manto, mientras las abejas del Himeto, bajan a beber dísticos armoniosos, en el sumo de la vid, quedado entre sus labios.

...

a las nueve y media de la noche, estuve en la estación;

llegó el tren.

Darío, con su aire de poseído, y una maleta en la mano, apareció en

la puerta del wagon;

miró desconcertado a todos lados;

me alcanzó a ver;

vino hacia mí, cariñoso y agradecido, y me abrazó;

dijo en el acto, sus palabras sacramentales.

— Tengo sed ...

fuimos al buffet de la Estación.

— A las once pasa el otro tren, le dije.

— Tenemos tiempo — me respondió muy tranquilo;

dimos la maleta a un facchino para que la cuidara, con orden de avisarnos a la llegada del tren;

y, nos sentamos a una mesa;

pedimos cerveza ...

hablamos de Nápoles, de Sorrento, de Capri; de ese divino país, y esos divinos paisajes, que parecían venir grabados en las pupilas del Poeta, y surgir u ocultarse, brillar o palidecer, según los grados y el poder de la evocación.

Darío, que tenía el poder de la imagen escrita, no tenía el poder de la imagen hablada; era un imaginativo interior, cuyas emociones mentales, muy profundas, se cristalizaban luminosas en su cerebro, como un inmenso monte de estalactitas, en cuyas galerías subterráneas, la Luna hace derroche de mirajes, bajo las alas del Silencio Omnipresente, que con un dedo sobre los labios, vela a la puerta de aquel Templo del Prodigio, habitado por un dios;

el Poeta, tenía el don y la voluptuosidad de escuchar, como todos los comprensivos;

se notaban las fruiciones deliciosas de su espíritu, al escuchar una bella imagen, un pensamiento audaz, una metáfora atrevida;

amaba con delirio las bellas frases, y, las aplaudía sin reserva:

— ¡Admirable! ¡admirable! era su exclamación favorita ...

el tren para Florencia llegó;

el facchino, vino a avisarnos;

y, Darío dijo:

— Un momento ...

y, continuó en beber y en escuchar;

el tren pitó ...

Darío no se movió ...

— Vamos, dije, poniéndome de pie.

— Un momento — dijo Darío, y continuó sentado ...

Se va el tren, le dije, y guardó silencio;

me senté desalentado;

entonces, Darío dijo:

— Tengo hambre;

rescatamos la maleta y pasamos al comedor.

Darío, pidió de comer;

yo, pedí café ...

Darío, tenía la voluptuosidad de la mesa, como todas las voluptuosidades;

era en eso, un exquisito y, un refinado;

y, aunque esa noche no tuviera nada, sobre que ejercer su buen gusto, comió con apetito;

continuamos en conversar Arte y Literatura;

él, tenía el horror de la política;

dieron las doce ...

el pousse-cafe ...

dieron la una ...

Darío bebía ... envuelto ya en ese silencio que le era habitual en esos casos ...

yo, callaba ...

— Vamos a buscar un Hotel — le dije; asintió;

fuimos a la Via Cavour, muy cerca de la Estación, a donde hay muchos hoteles;

en uno de ellos, pedí una habitación, feliz de dejar al Poeta instalado y, poder partir;

subimos;

ya en la habitación yo quise despedirme ...

— Tengo sed — volvió a decirme ...

y, se dispuso a salir de nuevo;

yo, que no tengo el hábito de trasnochar, empecé a arrepentirme de haber salido a su encuentro;

visto que el camarero, no podía proporcionarnos nada, porque el servicio de los hoteles, termina a las doce, salimos de nuevo a la calle;

tomamos un coche, y di la dirección del Caffe Aragno, el más serio y más chic de Roma, entonces que no se había abierto aún el Faraglia;

llegamos.


(Continues...)

Excerpted from Rubén Darío by José María Vargas Vila. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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