Rinconete Y Cortadillo

Rinconete Y Cortadillo

by Miguel De Cervantes Saavedra
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by Miguel De Cervantes Saavedra

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Overview

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella a caso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años; el uno, ni el otro no pasaban de diez y siete, ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos.

Product Details

ISBN-13: 9781986943529
Publisher: CreateSpace Publishing
Publication date: 03/28/2018
Pages: 28
Product dimensions: 6.00(w) x 9.00(h) x 0.07(d)
Language: Spanish
Age Range: 12 - 17 Years

About the Author

Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616). España. Hijo de Rodrigo Cervantes, cirujano, y Leonor de Cortina. Se sabe muy poco de su infancia y adolescencia. Era el cuarto hijo entre siete. Las primeras noticias que se tienen de Cervantes son de su etapa de estudiante, en Madrid. A los veintidós años se fue a Italia, para acompañar al cardenal Acquaviva. En 1571 participó en la batalla de Lepanto, donde sufrió heridas en el pecho y la mano izquierda. Aunque su brazo quedó inutilizado, combatió después en Corfú, Ambarino y Túnez. En 1584 se casó con Catalina de Palacios, no fue un matrimonio afortunado. Tres años más tarde, en 1587, se trasladó a Sevilla y fue comisario de abastos. En esa ciudad sufrió cárcel varias veces por sus problemas económicos. Hacia 1603 o 1604 se fue a Valladolid y allí también fue a prisión, esta vez acusado de un asesinato. Desde 1606, tras la publicación del Quijote, fue reconocido como un escritor famoso y vivió en Madrid.

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Rinconete y Cortadillo


By Miguel de Cervantes Saavedra

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-96290-71-6



CHAPTER 1

RINCONETE Y CORTADILLO


En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella a caso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años; el uno, ni el otro no pasaban de diecisiete, ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos.

Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda, y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le aparecía un gran bulto que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos, y guardados, unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron, y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del Sol; las uñas caireladas y las manos no muy limpias. El uno tenía una media espada; el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros.

Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y sentándose frontero el uno del otro; el que parecía de más edad dijo al más pequeño:

— ¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?

— Mi tierra, señor caballero — respondió el preguntado —, no la sé, ni para dónde camino tampoco.

— Pues, en verdad — dijo el mayor —, que no parece vuesa merced del cielo; y que éste no es lugar para hacer su asiento en él, que por fuerza se ha de pasar adelante.

— Así es — respondió el mediano —, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho; porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo, y una madrastra que me trata como alnado. El camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.

— ¿Y sabe vuesa merced algún oficio? — preguntó el grande.

Y el menor respondió:

— No sé otro, sino que corro como una liebre y salto como un gamo, y corto de tijera muy delicadamente.

— Todo eso es muy bueno, útil y provechoso — dijo el grande —, porque habrá sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de todos santos, porque para el Jueves santo le corte florones de papel para el monumento.

— No es mi corte desa manera — respondió el menor —, sino que mi padre, por la misericorida del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan bien que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.

— Todo eso, y más, acontece por los buenos — respondió el grande —, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas; pero aún edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.

— Sí, tengo — respondió el pequeño —, pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien apuntado.

A lo cual replicó el grande:

— Pues yo le sé decir, que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y para obligar a vuesa merced que descubra su pecho, y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero, porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte; y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso, por los ilustres pasajeros que por él de continuo pasan. Mi nombre es Pedro del Rincón, mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada, quiero decir, que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio y le aprendí de manera que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo, y con él, en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego, y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí; prendiéronme; tuve poco favor, aunque viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la corte. Tuve paciencia; encogí los hombros; sufrí la tanda y el mosqueo; y salí a cumplir mi destierro, con tanta prisa que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude, y las que me parecieron más necesarias; y entre ellas saqué estos naipes (y a este tiempo descubrió los que se han dicho que en el cuello traía) con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas, que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna; y aunque vuesa merced los ve tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende que no alzara que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre. Porque aunque llegue a un cortijo, hay quien quiere pasar tiempo jugando un rato; y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos. Armemos la red y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir, que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras, que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.

— Sea en buenhora — dijo el otro —, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía que, diciéndola más breve, es ésta. Yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo. Mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera; con mi buen ingenio salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca, ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten, ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos. Y en cuatro meses que estuve en aquella ciudad nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado, ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que por ser humilde no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él y, así, salí de la ciudad con tanta prisa que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras, ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.

— Eso se borre — dijo Rincón — y pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas, ni altiveces; confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.

— Sea así — respondió Diego Cortado (que así dijo el menor que se llamaba) — y pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.

Y levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y a pocas manos alzaba también por el as Cortado como Rincón su maestro.

Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron 12 reales y 22 maravedís, que fue darle doce lanzadas y veintidós mil pesadumbres. Y creyendo el arriero, que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero, mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.

A esta sazón pasaron a caso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del alcalde, que está media legua más adelante; los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si a caso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.

— Allá vamos — dijo Rincón —, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.

Y sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello.

Y cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron, y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.

En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes que lo más del camino los llevaban a las ancas; y aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse. Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración, y por la puerta de la aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija, o maleta, que a las ancas traía un francés de la camarada. Y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se aparecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de Sol y un librillo de memoria, cosas que, cuando las vieron, no les dieron mucho gusto; y pensaron, que pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado de menos, y puesto en recaudo lo que quedaba.

Habíanse despedido antes que el asalto hiciesen, de los que hasta allí los habían sustentado. Y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron 20 reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y suntuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era un tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras cuya vista les hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos, qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia. Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado, y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con 6 reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas, y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.

No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña; en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal el pan. Y él les guió donde lo vendían, y ellos del dinero de la galima del francés lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales.

Avisóles su adalid de los puestos dónde habían de acudir: por las mañanas, a la carnicería y a la plaza de san Salvador; los días de pescado a la pescadería y a la costanilla; todas las tardes al río; los jueves a la feria. Toda esta lección tomaron bien de memoria; y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de san Salvador; y apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que por lo flamante de los costales y espuertas vieron ser nuevos en la plaza. Hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.

— En nombre sea de Dios — dijeron ambos.

— Para bien se comience el oficio — dijo Rincón —, que vuesa merced me estrena, señor mío.

A lo cual respondió el soldado:

— La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.

— Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo, y fuerzas, para llevarme toda esta plaza y aun si fuere menester, que ayude a guisarlo; lo haré de muy buena voluntad.

Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto hasta ver a lo menos lo que tenía de malo, y bueno; y cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él, antes que a un canónigo.

Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama para que la supiese de allí adelante, y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato; diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza por no perder coyuntura, porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo, conviene a saber, albures o sardinas o acedías, bien podían tomar algunas y hacerlas la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.

Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:

— Con ésta me pagó su reverencia del estudiante y con dos cuartos, mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.

Y habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte; y viendo a Cortado le dijo si a caso había visto una bolsa de tales y tales señas, que con 15 escudos de oro en oro, y con 3 reales de a dos, y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba; y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando.

A lo cual, con extraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:

— Lo que yo sabré decir desa bolsa es, que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.

— Eso es ello ¡pecador de mí! — respondió el estudiante —, que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron.

— Lo mismo digo yo — dijo Cortado —, pero para todo hay remedio, sino es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia, que «de menos nos hizo Dios», y «un día viene tras otro día», y «donde las dan las toman»; y podría ser que con el tiempo el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada.

— El sahumerio le perdonaríamos — respondió el estudiante, y Cortado prosiguió diciendo:

— Cuanto más, que cartas de descomunión hay, Paulinas y de buena diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque a la verdad no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa, porque si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecería a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.


(Continues...)

Excerpted from Rinconete y Cortadillo by Miguel de Cervantes Saavedra. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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RINCONETE Y CORTADILLO, 9,
LIBROS A LA CARTA, 45,

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