Praemortis 2: Descenso

Praemortis 2: Descenso

by Miguel Ángel Moreno
Praemortis 2: Descenso

Praemortis 2: Descenso

by Miguel Ángel Moreno

eBook

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Overview

Tras la muerte de Robert Veldecker, Raquildis, su anterior consejero, es quien lidera Praemortis. Su liderazgo se mezcla con su devoción hacia la criatura marina, el Haiyim, capaz de extender sus tentáculos hasta las voluntades de quienes le ofrecen su lealtad.

Entretanto, Leandra, se debate entre la vida y la muerte en la prisión de Wael. La realidad se mezcla con sus delirios, mientras una decisión cobra forma en su interior: ¿es cierto lo que promete el Golem? Wael será algo más que una prisión para su cuerpo. Su espíritu deberá enfrentarse a sí mismo, a su naturaleza oscura, en una prueba final que podría poner en peligro el futuro de todo cuanto existe.

Sin embargo, lo que todos desconocen es que Erik Gallagher, el noble más carismático de la ciudad, no ha muerto. Permanece oculto bajo el cuidado de Ipser Zarrio, desarrollando un plan demente para acabar con la ciudad.

 

Praemortis II muestra un mundo en donde el sol ha dejado de lucir y las temperaturas bajan de manera vertiginosa. Algo está a punto de suceder, algo de enorme magnitud. Descubrir a tiempo de qué se trata podría salvar a toda la humanidad.


Product Details

ISBN-13: 9781602557291
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 04/02/2012
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 320
File size: 858 KB
Language: Spanish

Read an Excerpt

Praemortis II

Descenso


By Miguel Ángel Moreno

Grupo Nelson

Copyright © 2012 Miguel Moreno
All rights reserved.
ISBN: 978-1-60255-729-1


CHAPTER 1

El semáforo se puso en verde.

Cruzó, por el paso de peatones, junto a un enorme grupo de personas: ejecutivos de la Corporación, amas de casa, estudiantes, trabajadores de empresas afiliadas ... un apretujado rebaño de viandantes, todos resguardados bajo sus paraguas, salvo ella. No necesitaba protegerse de la tormenta, en esta ocasión deseaba mojarse, notar el helado contacto del agua colándose por debajo de su camisa. Lo necesitaba.

Dejó que el tropel cruzara y se paró en mitad del paso. Allí, a unos doscientos metros, el edificio de Pináculo elevaba su descomunal estructura muy por encima de todos los demás rascacielos. Incluso las mismas nubes parecían querer esquivarlo, como si temieran engancharse en la afilada aguja de su cúspide. Observarlo hipnotizaba y asustaba a partes iguales.

—¡Eh, muévete de una vez! —le gritó un conductor, asomando medio cuerpo por la ventanilla.

Reaccionó. El semáforo estaba en rojo desde hacía rato. Antes de que algún despistado la arrollara corrió al otro lado y torció en la esquina.

Se encontraba en la avenida Frederick Veldecker. En ella, los vehículos apenas avanzaban pocos metros cada minuto por culpa del embotellamiento de la hora punta. En ambas aceras la gente se apretujaba, caminando hacia sus trabajos o a sus casas y, por encima, las gaviotas parecían intentar imitarles, pues volaban arriba y abajo por la avenida, o se paraban sobre las farolas, sobre las cornisas de los edificios, o sobre los coches que llevaban demasiado tiempo detenidos.

A ambos lados de la avenida se erigían los diferentes edificios de las familias nobles; los conocidos, como los Gallagher, los Dagman, los Wallace o los Ike, se mezclaban con las familias menores, cuyos apellidos casi nadie conocía, pero que se ocupaban de diferentes tareas dentro de la ciudad: banqueros, fabricantes de coches, dueños de algún periódico importante, arquitectos, diseñadores, propietarios de empresas pesqueras ... Algunos poseían todo un edificio; otros lo compartían con dos o más familias. Pero unos escasos privilegiados habían conseguido, además, hacerse con un pequeño espacio en el Pináculo.

La avenida estaba salpicada de pequeños rascacielos que rodeaban al de la Corporación como si quisieran protegerlo. El edificio de Pináculo era su dueño, su madre.

Se escucharon varios gritos. En la acera, las personas se acurrucaron a un lado. Dos muchachos corrían por el centro. Uno de ellos llevaba un bolso de señora en la mano. Tras ellos, doblando la esquina, apareció un confesor. Era más rápido que los rateros. No tardó en darles alcance. Estrelló al primero contra la pared, dejándole inconsciente; al segundo, lo tumbó en el suelo y comenzó a golpearle. Los viandantes, que continuaban agachados a ambos lados de la acera, se incorporaron y continuaron su camino como si nada.

—Mala suerte —escuchó que decía un hombre, mientras se colocaba el sombrero—. Robas un bolso y te quedas sin cambio de torbellino. Es una pena para esos chicos que hubiera un confesor haciendo la ronda.

El hombre continuó su camino. Ella todavía permaneció unos instantes observando cómo el confesor aún golpeaba al muchacho, que se zarandeaba con cada nuevo impacto. Probablemente ya había muerto.

Continuó avenida arriba hacia el Pináculo. Cada vez estaba más cerca. Llegó hasta la Plaza de los Descubridores. Allí le llamó la atención una inusual aglomeración de gente; se apretaban cerca de la pared del rascacielos, a pocos metros de la puerta. Entre la masa vio que también había un porta tropas y media docena de soldados montando guardia. Intrigada, se aproximó.

Al abrirse paso entre la aglomeración de gente descubrió que no miraban más que un montón de cristales desperdigados por el suelo y una gran mancha parduzca. Las personas señalaban aquello y susurraban. Una valla de seguridad les impedía acercarse.

—¿Qué están mirando todos? —preguntó a una anciana, que lucía un estrambótico sombrero de plumas.

Esta la miró de arriba abajo, sorprendida.

—Muchacha —dijo, meneando la cabeza—. ¿Es que has estado dormida los últimos días?

Ella no respondió.

—¡Son los restos! —añadió la anciana, señalando en dirección a los cristales.

—¿Restos de qué?

—No me lo puedo creer ... ¡del suicidio!

Apuntó su dedo al cielo. Sobre ella, las interminables plantas del Pináculo se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

—Robert Veldecker y su hijo cayeron justo aquí. El nuevo líder, Raquildis, aún no ha ordenado que se limpie la mancha de sangre. Por eso, los soldados la vigilan. Esto se ha convertido en una atracción. Todo el mundo quiere ver dónde murió el antiguo líder de la Corporación antes de que lo limpien todo. ¿No te habías enterado? Ella negó con la cabeza.

—¡Por las aguas de la Vorágine! —juró la anciana—. ¿Vienes de otra ciudad o qué? ¿Han restaurado ya las comunicaciones con Vai'ssac?

Esperó, con los ojos muy abiertos, a que su interlocutora respondiera algo, pero ella dio media vuelta, como si nunca hubiera mantenido una conversación, y se alejó en dirección a las puertas del Pináculo.

—¡Eh! —llamó la anciana—. ¿Vienes de otra ciudad o no?

Pero ella continuó sin responder.

—¡Bah! —dijo la otra, haciendo un ademán con el brazo—. Estoy cansada de estos yonquis de Nitrodín. ¡Tanto reír os acaba carcomiendo el cerebro!

Ella hizo caso omiso de la anciana por tercera vez. Atravesó las grandes puertas del Pináculo y accedió al recibidor. Al frente pudo ver la descomunal escultura de los torbellinos. Al menos seis plantas habían dejado de existir para albergarla. El Bríaro apuntaba directamente hacia ella, hacia la puerta de salida, mientras que el otro torbellino se elevaba totalmente recto, rozando con su base el techo, donde había una pirámide invertida fabricada en cristal. A la izquierda se encontraba el largo mostrador de recepción. Se encaminó hacia allí.

—Voy a la planta ochenta y cuatro —dijo a la primera recepcionista que le prestó atención.

—Buena suerte —respondió esta con desgana, y le alargó un formulario—. Rellena esto y entrégaselo al practicante. Recuerda: tienes que dejar sin rellenar la última casilla, la que está dentro del recuadro azul. Esa se rellena después.

Ella asintió, tomó el formulario y se volvió, buscando un lugar cómodo para escribir. Descubrió que la escultura de los torbellinos estaba rodeada de bancos. Había al menos veinte personas allí. Apoyaban sus formularios sobre el bronce del que estaba hecho el torbellino que representaba el Bríaro, o en sus propias rodillas, con objeto de escribir sobre una superficie dura. Todos eran jóvenes, de veintiún años; la mayoría estaban acompañados, quizás por un familiar, un amigo o un pariente... ella estaba sola.

Caminó hacia los torbellinos sin apartar la vista del Bríaro; de su enorme orificio, abierto como una boca monstruosa que pretendiera engullirla. Justo debajo había un sitio libre.

—¿Tienes algo para escribir? —preguntó a un chico sentado a su derecha.

Estaba solo, como ella.

Él levantó la vista de su formulario. Su labio inferior temblaba, por mucho que se esforzara en ocultarlo. Se llevó la mano al interior de su chaqueta, sacó una pluma y se la pasó; después volvió a su formulario. Ella pudo ver que su letra apenas era legible a causa de los nervios. El muchacho debió sentirse observado, porque dejó de escribir y dijo:

—Dicen que duele muchísimo, ¿sabes? El dolor es tan insoportable que algunos han llegado a arrancarse su propia lengua —se señaló los labios—. Por eso te dan un mordedor. Algunos amigos míos lo han rechazado. Quieren hacerse los valientes. Yo lo voy a aceptar.

Negó con la cabeza. Luego, algo dubitativo, regresó a su formulario.

—Si ya sé dónde voy a caer, no debería rellenar esto —añadió, mientras escribía su edad—. No necesito ver nada. No quiero verlo. Ya sé dónde caeré. ya lo sé.

Las palabras de aquel muchacho la asustaron. Se obligó a ignorarlo. Intentó concentrarse en su propio formulario. Se aseguró de que la pluma escribiera y comenzó a contestar las preguntas. Cuando finalizó, devolvió la pluma y, sin mediar palabra, echó a andar en dirección a los ascensores.

Cuatro personas subieron con ella en la misma cabina, pero reflejados en los cristales de las paredes, a izquierda y derecha, parecían un ejército interminable de figuras, todas rígidas, todas silenciosas. Ella también observó su propio reflejo, reproducido una y otra vez hasta volverse un punto.

El ascensor se detuvo suavemente. Había llegado a su planta. Ante ella apareció un corredor pintado de verde claro con un pasamanos blanco. Había al menos doce puertas a cada lado. Al fondo pudo distinguir una habitación amplia. Las risas y los aplausos a todo volumen le indicaron que los allí presentes disfrutaban con un programa de televisión.

Apenas había caminado varios pasos cuando una de las puertas a su derecha se abrió. Un matrimonio emergió del otro lado. Caminaban abrazados a una muchacha que tendría más o menos la misma edad que ella. Temblaba de la cabeza a los pies, acurrucada entre sus padres. Cuando ambos se cruzaron, la muchacha levantó la cabeza, dejando ver su rostro, pálido, casi amarillento, surcado por unas profundas ojeras. Un rastro de baba reseca decoraba la comisura izquierda de sus labios.

—Tranquila, te pagarás el Néctar —dijo su madre—. Nosotros estamos a punto de hacerlo.

Pasaron de lado y volvió a quedarse sola. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo un trozo de papel que tenía anotado un número de consulta y una hora. Comenzó a recorrer el pasillo observando el número que había en las puertas, hasta que encontró el suyo. Llamó dos veces y pasó.

—Hola —saludó tímidamente.

Era una habitación pequeña, pintada del mismo verde claro que el pasillo. En el centro había una camilla con correas y una mesa con ruedas. Justo a su derecha, al lado de la entrada, había una pequeña estantería. Al fondo, en la pared oriental, un practicante parecía estar buscando algo en un armario.

—Deja el formulario en la estantería y acuéstate en la camilla —dijo el practicante, aún de espaldas.

—He dicho «hola».

El practicante se dio media vuelta. Se ajustaba unos guantes de látex mientras fumaba un cigarrillo al que no le quedaba mucho para terminarse.

—Sí, hola —respondió.

El cigarrillo que colgaba de la comisura de sus labios se tambaleó dejando caer una porción de ceniza.

—Acuéstate aquí. ¿Vienes sola?

—Soy huérfana.

—Lo siento.

Volvió a señalar la camilla. Ella obedeció.

Tan pronto se acostó, lo primero que llamó su atención fue la jeringuilla que descansaba sobre la mesa. Estaba llena hasta la mitad con un líquido blanco.

—¿Es el praemortis? —preguntó.

—Pues, claro. ¿Qué va a ser si no? Sabes a lo que has venido, ¿verdad?

—Sí, pero nunca había visto el líquido.

El practicante estudió a la muchacha de arriba abajo. Dejó el cigarrillo en equilibrio sobre el borde de la mesa y procedió a colocar las correas a su paciente: una en cada muñeca, otra en cada tobillo y una quinta a la altura de la frente.

—Abre la boca —dijo, aproximando un mordedor a sus labios.

—¿Me va a doler?

—¡Pero bueno! ¿Es que no has leído el formulario que te han dado al entrar?

—Sí.

—Pues ahí lo pone claramente. El praemortis causa un ataque cardíaco.

—Ya, pero es que ...

El practicante suspiró.

—¡Maldita sea, todos me preguntan lo mismo!

Miró de reojo a la joven, atada a la camilla. Tenía unos enormes ojos verdes que clareaban con el reflejo de la lámpara del techo. Su pelo, muy negro, se encontraba recogido en una larga trenza.

—A ver, ¿cómo te llamas?

—Vienna.

—Muy bien, Vienna. Sí, te va a doler. Experimentarás una sensación de ardor en la sangre, hasta que tu corazón reciba el paro. Tendrás unas cuatro o cinco convulsiones, provocadas por un intenso dolor en el pecho; luego morirás. Ahí pasará el dolor. durante unas dos horas. Cuando regreses tendrás algunas secuelas: brazo izquierdo entumecido, cansancio ... se irán en unos diez días, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, gracias.

—Nada de gracias. Es justo lo que dice el formulario. No lo has leído.

—No.

—Al menos dime que sabes a dónde irás cuando mueras.

—Sí, a la Vorágine.

El practicante soltó una risita sorda, se giró, tomó la jeringuilla con el praemortis y le dio unos golpecitos para quitarle el aire.

—Muy bien. esa lección se la conocen todos —añadió para sí, mientras dejaba salir unas cuantas gotas del líquido blanco.

—Pero solo me asusta el dolor —dijo Vienna, de repente—. No lo que suceda después.

El practicante miró sorprendido a la muchacha. Descubrió que su mano derecha temblaba por culpa de los nervios, pero en sus palabras había, sin duda, una inusual convicción.

—¿No estás asustada por ver en qué torbellino vas a caer?

—Sé lo que va a ocurrir.

El practicante guardó silencio un instante, pero luego reaccionó soltando una estrepitosa carcajada.

—¡Claro, ese es el espíritu!

Y, sin más, remangó la camisa de su paciente e inyectó el praemortis.

Tal y como había adelantado, la sensación de ardor en la sangre no se hizo esperar. Quemaba de una forma insoportable. Vienna intentó revolverse, pero las correas se lo impidieron.

—De acuerdo entonces —la voz del practicante le llegó amortiguada por los latidos de su propio corazón—. Si ya sabes lo que va a suceder, solo me queda desearte buen viaje.

Y, al momento, le sobrevino el primer golpe de dolor. Su pecho se agitó como si algo lo estuviera desgarrando desde dentro. Soltó un grito y apretó los dientes en torno al mordedor. El practicante, cruzado de brazos a un lado de la camilla, había vuelto a colocarse el cigarrillo entre los labios.

—Hasta dentro de un rato —se despidió, moviendo la mano.

Un segundo golpe, y luego un tercero, hicieron crujir las correas que aprisionaban a Vienna en la camilla. El cuarto fue el más fuerte e intenso. Se escuchó gritar, pero su grito no salió de sus pulmones, sino que se reprodujo en su mente; expresado no con la voz, sino con su conciencia. La habitación a su alrededor había desaparecido, dando paso a una oscuridad total. Su grito comenzó a distorsionarse rápidamente, transformándose en un eco profundo, grave y mucho más potente que cualquier sonido que pudiera salir de sus pulmones. Se transformó en un trueno ensordecedor, y entonces vio que nadaba en las aguas de la Vorágine. Un millar de conciencias gritaban a su alrededor, nadando para salvarse de la corriente que las empujaba al negro ojo del centro. Vienna, sin embargo, no gritó ni se puso a nadar. Extendió los brazos, procuró relajarse y se dejó guiar a merced de las corrientes.

El bramido creció y la Vorágine comenzó a desgajarse. En un instante, Vienna se vio zarandeada por los vientos del torbellino en el que se había transformado su mitad. Voló, llevada por aquellos vientos enfurecidos, arriba y abajo, rozando los bordes, pero sin ser expulsada del cono, hasta que, de repente, comprobó hacia dónde era conducida.

Ante sus ojos se abrió una extensión como jamás había visto; un mar, compuesto por aguas de un brillante lapislázuli. Eran aguas tranquilas, en las que solo cerca de la orilla caracoleaban las olas, desapareciendo en una nube de espuma bajo una arena dorada y suave. Más allá se abría un denso bosque de árboles altos y delgados, donde el rocío había dejado los restos de una neblina que llegaba hasta las rodillas. Y más lejos, mucho más lejos, unas montañas altas que se recortaban en la inmensidad como una gigantesca sierra.

El torbellino se dobló para soltar a cuantos conducía a ese lugar, pero entonces Vienna notó que volvía a ella un recuerdo. Parecía lejano, como si le hubiera sucedido muchos años atrás, pero rápidamente fue tomando forma, reuniéndose en el centro de su pecho, hasta provocarle un intenso dolor. Volvió a escuchar su voz, gritando, negando una y otra vez, hasta que abrió los ojos de nuevo.

Se encontraba atada a la camilla. Su cuerpo, sudoroso, se agitaba por un impulso inconsciente, como si aún la zarandearan los vientos del torbellino. Miró a su alrededor; la jeringuilla vacía descansaba en la mesa de ruedas, junto a la colilla apagada de un cigarrillo. El practicante apareció en la sala. Llevaba su formulario.


(Continues...)

Excerpted from Praemortis II by Miguel Ángel Moreno. Copyright © 2012 Miguel Moreno. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
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