Nunca te dejaré ir

Nunca te dejaré ir

by Erin Healy
Nunca te dejaré ir

Nunca te dejaré ir

by Erin Healy

eBook

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Overview

Después de perderlo todo, Lexi se mantiene aferrada a su hija, pero el infierno decide hacerla perder el control.

Han pasado siete años desde que los desastres azotaron a su familia. A duras penas, Lexi lo ha sobrellevado todo.

Pero ya no puede más. El esposo que la abandonó ha regresado al pueblo para ver a su hija, Molly. El descarado asesino de su hermana está a punto de conseguir la libertad condicional. Un indeseable viejo amigo reclama el pago de deudas sobre las que Lexi no sabía nada y no puede pagar. 

Y algo más está pasando algo que siente pero que no puede explicarse. Un giro peligroso entre esta realidad y la otra. Una lucha de poder entre fuerzas que sobrepasan su imaginación.

Una novela inusual que logrará satisfacer a una amplia gama de lectores, No te dejaré ir explora todo lo que se pone en juego en el pequeño espacio entre el cielo y la tierra. Mientras el enemigo aumenta cada vez más su control alrededor de Lexi, ella deberá decidir a qué vale la pena aferrarse realmente.

“Te mantiene pegado a cada página hasta el final” – Tosca Lee, autora de Havah: The Story of Eve


Product Details

ISBN-13: 9781602555594
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 10/31/2011
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 352
File size: 713 KB
Language: Spanish

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NUNCA TE DEJARÉ IR


By ERIN HEALY

Grupo Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-559-4


Chapter One

Durante siete años Lexi Solomon había sido tan fría como el viento que corría montaña abajo más allá de su casa. No era un frío «que te hiela la sangre» ni «que te congela con la mirada», sino que la entumecía con el frío que proviene de sentirse desprotegido y abandonado.

Solamente el amor de su hija, un amor cálido e inocente, tan sencillo de corresponder, había evitado que muriera por congelación.

En la parte de atrás del Red Rocks Bar & Grill Lexi comprobaba que el escalón trasero no estaba congelado y salía cerrando la puerta de la cocina de un empujón. Los tempestuosos elementos se habían pasado décadas resoplando y jadeando en la parte trasera del frecuentado local sin ninguna otra forma de demostrar su esfuerzo que un toldo hecho jirones y una puerta de malla metálica abollada. La robusta bovedilla, pintada para que se correspondiese con el rojizo polvo de arcilla que cubría Crag's Nest, era tan resistente como la nieve que se negaba a fundirse en pleno verano en aquella altitud. Y solamente era marzo.

Lexi se apretó contra el cuello su raída chaqueta de plumas, la misma que había estado usando desde secundaria, mientras manejaba torpemente las llaves del restaurante con la otra mano desnuda. Había embutido su único par de guantes en el bolsillo del abrigo de su hija aquella mañana porque Molly había perdido los suyos de camino a casa al salir de la escuela.

Lo que solamente podía significar que no los había llevado puestos. Lo más probable sería que Molly tampoco se hubiera puesto los guantes hoy. Bueno, sólo tenía nueve años. Lexi sonrió ante esa idea y pensó que quizá los recuperara. Ojalá volviera a ser una niña de nuevo, ajena al tiempo y a la humedad.

Lexi deslizó la llave dentro de la cerradura barata y la giró con facilidad. Aquella grasa de hamburguesa lo cubría todo. Encima de su cabeza una bombilla amarilla contra insectos brillaba sobre una losa resquebrajada de hormigón. Su fatigosa respiración formaba una nube en el aire nocturno que después empañaba el cristal de la puerta de alambre.

Eran las 2:13 de la madrugada. Trece minutos más tarde de la hora a la que Lexi solía salir, gracias a un ordenador congelado que tuvo que reiniciar dos veces antes de poder cerrar el cajón de la máquina registradora y guardar el ingreso del día en la caja fuerte. Trece minutos menos del precioso y escaso tiempo que tenía para pasar con Molly, acurrucada junto a ella en su única y endeble cama. Entre los dos trabajos de Lexi y los días de escuela de Molly, calculaba que tenían unos noventa y cuatro minutos juntas, despiertas, al día. No era suficiente.

Lexi cerraba el restaurante todos los lunes, miércoles y viernes por la noche. Restaurante era una palabra demasiado generosa para aquel antro grasiento a menos de un kilómetro de la avenida turística principal, demasiado lejos para atraer a muchos forasteros. Pero el sitio era bastante familiar, y los vecinos eran fieles y dejaban propinas justas, y los cincuenta dólares de más que conseguía por ser la última en marcharse tres veces a la semana no hacían daño. Cada pequeña migaja las acercaba a Molly y a ella a una situación mejor. Una casa más buena en una mejor zona de la ciudad. Un coche más fiable. Ropas más abrigadas.

Molly necesitaba zapatos nuevos y una vez que Lexi se pusiera al día con el pago de aquella factura vencida pensaba que tendría suficiente para comprar el par que tenía lentejuelas pegadas a los lados. Quizá para el cumpleaños de Molly. Había visto a su hija inclinada sobre una fotografía de los zapatos en un catálogo gratuito que había dejado allí su compañera de piso, Gina.

Después de zarandear la puerta cerrada de la cocina por si acaso, Lexi le dio la espalda al brillo deslumbrante de la bombilla desnuda y se dirigió a su Volvo. Aquella cosa vieja y robusta estaba aparcada en el extremo más alejado del desgarbado asfalto, con el guardabarros husmeando un oscilante terreno con césped alto, porque allí era donde se alzaba la única farola que funcionaba, y Lexi no era tonta cuando se trataba de aparcamientos vacíos y cierres a altas horas de la noche.

El viento atravesaba sus pantalones chinos, entumeciéndole los muslos.

Toqueteó la lata de espray de pimienta en su llavero mientras pasaba por delante del contenedor de escombros detrás de la cocina. Un hombre grande podría escurrirse entre él y el hueco de hormigón donde estaba el cubo de basura con bastante facilidad. Jacob, el lavaplatos, lo hacía en sus descansos para fumarse un cigarro, porque el gerente no toleraba el tabaco ni siquiera en el exterior.

Una silueta oscura salió disparada, saltando sobre la larga sombra de su cuerpo que arrojaba la luz dorada de detrás. Se estremeció y después regañó.

—¡Largo, Félix!

El gato que residía en el callejón llevaba algo en la boca. Lexi supuso que sería un hueso de pollo, pero también podía ser un ratón. Saltó la endeble verja de listones de madera que separaban el restaurante de la tintorería de al lado.

Los tallos de hierba del campo, tan altos como sus hombros, susurraban secretos.

Dio un paso desde la losa hasta el aparcamiento asfaltado. El haz de luz sobre su Volvo plateado, que se inclinaba a la izquierda debido a una débil suspensión, se fue durante unos segundos para volver después a la vida a trompicones. Sólo era cuestión de tiempo para que la bombilla finalmente muriese, y entonces pasarían semanas antes de que el gerente se decidiera a resucitarla. Siempre que cerraba deseaba que la luz aguantase al menos una noche más. Consideró la idea de empezar a estacionar más cerca de la cocina. Sólo por si acaso.

¿Por si acaso qué? Tara había sido asesinada en un luminoso centro comercial, en medio de una bulliciosa multitud. Quizá el sitio donde una mujer aparcase en la oscuridad de la noche no importaba tanto como esperaba.

Los zapatos de fina suela de Lexi hicieron un sonido audible y fangoso sobre el frío asfalto mientras ella aceleraba el paso, con los ojos escudriñando el aparcamiento como si fuera alguna clase de escáner de última generación. Sus llaves creaban un sonido metálico mientras se balanceaban contra la lata de espray de pimienta. Llevaba una lata de repuesto en la mochila colgada a su hombro. Otra más en su guantera. Una cuarta enterrada en el tiesto en el exterior de la ventana de la cocina de su casa, justo al lado de la puerta delantera. Lexi se preguntaba por millonésima vez a qué edad debía Molly empezar a llevar una en su mochila.

Al vislumbrar el oscuro cristal de las puertas traseras del coche deseó de nuevo tener uno de esos mandos a distancia que podía encender las luces del interior del vehículo desde una distancia prudencial.

La luz del aparcamiento se entrecortó de nuevo y esta vez se quedó en negro. La luz fija amarilla detrás de ella también parpadeó una vez y murió, dejando a Lexi desamparada en el oscuro aire exactamente a medio camino entre el restaurante y el coche. Se detuvo. Un segundo más tarde, dos a lo sumo, la luz sobre el Volvo volvió a trastabillar de nuevo poco a poco hacia una luminosidad relativa.

Ahogó un grito. El aire enrarecido le acuchillaba la garganta. Los tallos de hierba se habían quedado en silencio y el viento estaba tan quieto como si Dios se hubiera interpuesto entre éste y la tierra.

Las cuatro puertas de su coche estaban abiertas de par en par. Dos segundos antes estaban completamente cerradas, pero ahora estaban tan abiertas como la incrédula boca de Lexi, que se abrió de golpe con la velocidad de una navaja automática, el tirón de una palanca invisible, el rápido movimiento de la luz de un ilusionista.

Una pesada mano aterrizó sobre su hombro desde atrás. Lexi chilló y se giró deshaciéndose de ella.

—Sexy Lexi.

Con la mano en la garganta, su pulso martilleaba a través de las capas de la fina chaqueta y su respiración era demasiado superficial como para hablar.

Un fino sobre blanco ondeó entre los inquietos dedos de la mano izquierda del hombre. Por la manga de su camiseta asomaba un tatuaje que le ocupaba casi toda la parte superior del brazo izquierdo. Era un juego de llaves, llaves maestras, que colgaban de un gran aro redondo.

Era de mediana edad, de piel cetrina, y su pelo oscuro necesitaba un buen corte. Mechones grasientos que se revolvían en pequeños rizos le salían por debajo de una gorra de punto. La deshilachada camiseta parecía muy fina sobre su pecho estrecho y sus brazos vigorosos, pero no temblaba por las bajas temperaturas.

Dijo:

—Por una parte esperaba que estuvieras fuera de la ciudad, después de todos estos años.

El miedo de Lexi disminuyó un poco y pasó del primer sobresalto a la incomodidad. Dio un paso atrás, mirando involuntariamente hacia su coche. Años atrás Warden Pavo había sentido un placer adolescente por las bromas. Ella se preguntaba cuántas personas tendrían que verse involucradas para quitarse de en medio a alguien como él.

—¿Por qué iba a abandonar Crag's Nest si pensaba que tú no volverías a poner un pie por aquí, Ward?

—Warden.

—Sí. Me olvidaba.

Él esbozó una sonrisa de suficiencia.

—¿Cómo está la familia?

—Bien.

—¿Sigue tu madre trotando por el mundo?

Lexi le miró fijamente, encontrando aquel interés en su familia nuevo y extraño, y hasta ofensivo quizás.

—¿Alguna mejoría en el viejo y querido papá?—preguntó.

—¿Qué es lo que quieres, Ward?

—Warden.

Lexi se cruzó de brazos para esconder su temblor.

—¿Qué? —dijo—. Me enteré de que tu viejo había tocado fondo y me preocupé por ti.

—Tú jamás te has preocupado por nadie que no fueras tú mismo. Además, eso pasó hace años.

—Después de todo lo que ocurrió con tu hermana. Qué tragedia. Vaya, lo siento mucho, ya lo sabes.

Ward sacó un cordón de nilón del bolsillo de sus vaqueros. Al final colgaba un pequeño llavero. Girando el cordón como la pala de una hélice, lo enroscó alrededor de su muñeca, enrollándolo y desenrollándolo.

Lexi miró para otro lado.

—Eso ya está olvidado —contestó.

—¿De verdad? Von Ruden está a punto para la libertad condicional. Me imagino que te has enterado.

Ella no lo sabía. Un escalofrío sacudió sus hombros, aunque el viento no había vuelto a soplar. Listo para la libertad condicional en sólo siete años.

Norman Von Ruden había asesinado a Tara, la hermana mayor de Lexi. La había apuñalado en una zona de restauración a la hora de comer durante las prisas navideñas, cuando había tanta gente que nadie notó que había sido atacada hasta que alguien golpeó su cuerpo encogido con la bolsa de la compra. Después del funeral de Tara, el padre de Lexi había levantado el puente levadizo de su mente dejándola a ella con su madre en el lado incorrecto del foso.

—¿Por qué será que siempre que apareces puedo esperar malas noticias?

—Eh, eso no es justo, Lexi. Sólo estoy aquí para ayudarte, como siempre.

—Un dedo es demasiado para contar las veces que me has ayudado.

—Sé amable.

—Lo soy. Podrías haberme ayudado hace años negándote a venderle a Norm.

—Venga ya. Sabes que no fue eso lo que ocurrió.

Lexi se dio la vuelta y se dirigió rápidamente hacia su Volvo abierto.

La voz de Ward la persiguió.

—Norm era cliente de Grant, no mío.

Lexi siguió caminando. Ward la siguió.

—Si quieres culpar a alguien, tendrá que ser a Grant —replicó. Las llaves de Ward hicieron un sonido metálico seco al golpear la parte interior de su muñeca—. Puedes culpar a Grant por muchos de tus problemas.

—Te agradecería que no sacaras a relucir a Grant —dijo.

Era cierto que el marido de Lexi no le había dado una vida de color de rosa. El mismo año en que mataron a Tara, Grant salió de la ciudad en el único coche que tenían y nunca más volvió. Lexi, que no tenía dinero para pagar un divorcio, tampoco recibió nunca los papeles de Grant y a veces se preguntaba si sólo con las leyes de abandono su separación se consideraría oficial.

Aparte de eso, ella había conseguido evitar que sus pensamientos persiguieran a Grant con demasiada frecuencia. Sólo Molly merecía la concentración incondicional de Lexi. Por el bien de Molly había prometido tener más cabeza que Grant.

Lexi alargó la mano y cerró la puerta trasera izquierda de un portazo. El marco de metal estaba caliente al tacto, como quemada por el sol pero sin sol. La inesperada sensación hizo que titubeara antes de dar la vuelta y cerrar la otra puerta trasera. Aquella también estaba anormalmente caliente. Se limpió la palma de la mano en la parte de atrás de sus pantalones.

—Si eso es todo lo que has venido a decirme, buenas noches.

—No lo es.

Ward dejó de girar el cordel y se quedó de pie junto a la puerta del conductor. Ella le miró por encima del techo del Volvo y se fijó en el sobre que él tenía en la mano y que extendía hacia ella.

—Te he recogido el correo.

—¿Cómo?

—Intercepté al cartero.

—¿Por qué?

—Para ahorrarte la molestia.

—En vista de que no es ninguna molestia para mí, te ruego que no lo vuelvas a hacer.

—La verdad es que podrías ser un poco más agradecida.

Ella se inclinó sobre el coche y estiró el brazo por encima del techo, haciéndole gestos para que le entregara el sobre. Él lo balanceó encima de su palma extendida. Ella se lo arrancó de entre los dedos.

—Gracias —dijo ella, esperando que se fuera. Levantó la solapa de su mochila con la intención de meter la carta en el interior.

—Ábrela.

—Lo haré, cuando llegue a casa.

—Ahora.

Sus llaves de Ward volvieron a cortar el aire con aquel cordel que giraba. Más que irritarla, aquel movimiento le resultó amenazante. Aquellas llaves eran un arma que podía infligir un serio daño si la golpeaban entre los ojos a la velocidad que fuese. Pensó que las vio venir hacia ella y se echó hacia atrás bruscamente, sintiéndose avergonzada después.

—Leo mi correo sin espectadores.

—Añádele un poco de emoción a tu vida. Hazlo de un modo distinto esta noche.

—No.

—No es una sugerencia.

Lexi cerró la tercera puerta y deshizo el camino andado por detrás del coche hasta donde Ward estaba esperando. Se concentró en mantener una voz segura.

—Ward, es tarde. Me voy a casa. Mi hija ...

—Molly. Se ha convertido en toda una señorita y está lista para la cosecha, ¿verdad? —A Lexi le subió una bocanada de calor por el cuello—. La vi hoy en la escuela. En mi humilde opinión, se relajan demasiado con la seguridad por allí.

Las lágrimas que se agolparon en los ojos de Lexi eran tan calientes y cegadoras como su ira. Ese lenguaje tan ofensivo no merecía respuesta. En dos largas zancadas llegó a la puerta del conductor sosteniendo todavía la misteriosa carta y apoyó la mano izquierda en el marco para equilibrar su entrada.

El cordel de nilón de Ward serpenteó y la golpeó en la muñeca, haciendo que retirara la mano de la puerta, que se cerró de golpe. El papel revoloteó y cayó al suelo. Ella se lo quedó mirando fijamente, con aire estúpido, sin alcanzar a comprender lo que estaba ocurriendo.

Él se agachó para recogerlo.

—Lee la carta, Lexi, y luego dejaré que te marches a casa.

Le dolía el hueso de la muñeca en la parte donde las llaves la habían golpeado. Dio un paso para apartarse de Ward y luego dio la vuelta a la carta para leer quién era el remitente. El sobre era de la oficina del fiscal del distrito de un condado vecino. Tembló entre sus dedos. Lo sostuvo debajo de la luz de la farola durante varios segundos. La luz parpadeó.

—La fecha del matasellos es de hace más de un mes —observó ella.

—Sí, bueno, no te he dicho que haya recogido tu correo hoy.

(Continues...)



Excerpted from NUNCA TE DEJARÉ IR by ERIN HEALY Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Grupo Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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