Memorias de un viajero peruano
Libro culto de viajes, en ocasiones caústico con la Europa del XIX y sobre todo con España. "El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diecisiete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín "Boterin", que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica." El libro describe un viaje por España, Francia, Grecia, Italia, Líbano, Turquía.
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Memorias de un viajero peruano
Libro culto de viajes, en ocasiones caústico con la Europa del XIX y sobre todo con España. "El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diecisiete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín "Boterin", que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica." El libro describe un viaje por España, Francia, Grecia, Italia, Líbano, Turquía.
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Memorias de un viajero peruano

Memorias de un viajero peruano

by Pedro Paz Soldán
Memorias de un viajero peruano

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by Pedro Paz Soldán

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Libro culto de viajes, en ocasiones caústico con la Europa del XIX y sobre todo con España. "El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diecisiete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín "Boterin", que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica." El libro describe un viaje por España, Francia, Grecia, Italia, Líbano, Turquía.

Product Details

ISBN-13: 9788499533391
Publisher: Linkgua
Publication date: 05/01/2013
Series: Historia-Viajes , #304
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 458
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

Pedro Paz Soldán (1839-1895). Perú. Su nombre original era Juan de Arona. Fue un notorio poeta, periodista y viajero.

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Memorias de un Viajero Peruano


By Pedro Paz Soldán y Unanue

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-339-1


CHAPTER 1

La salida de Lima. Mi Mentor. Novedades para mí. Iglesias arruinadas. Apóstrofe. El Istmo. Colón y Cartagena. San Tomás. La travesía. Southampton. Londres. París. Comparación. De París a Bayona. Burdeos. Mi equipaje. Los campos de allá y los de acá. Bayona y Biarritz.

El 12 de Abril de 1859 zarpaba yo del Callao para Europa por la única línea y vía posibles en esa época, que eran vapores ingleses y Panamá San Tomás. Sin darme cuenta yo ni dársela mis padres, habíamos seguido una excelente gradación en mis viajes marítimos: a la edad de nueve años se me llevaba a Arequipa, navegando desde el Callao hasta Islay en compañía de mi propio padre; a los diecisiete, para combatir los estragos de mi rápido crecimiento, se me embarcaba en un buque de vela, el bergantín «Boterin», que me llevó hasta Iquique en veinticuatro días con escala en Cerro Azul, y al regreso en Arica. Después de haber hecho mis primeras armas amorosas en Tacna, volví a Lima por vapor. A los dieciocho navegaba hasta Valparaíso, entre cuyo puerto y Santiago pasé cosa de un año; y por último, ahora, antes de cumplir los diecinueve, me embarcaba para el más largo y provechoso de mis viajes, de los cuales y de su recuerdo puedo extraer todavía hoy, a la formidable distancia de tantos años, inefables fruiciones e inagotables enseñanzas.

Mi mentor (un verdadero Mentor) por esta vez, era un médico español de Victoria, el doctor don Faustino Antoñano, que después de haber sido el médico de la hacienda de mi padre, así como su hermano el capellán, por espacio de ocho años, se volvía a Europa. Este hombre, tan singular por su carácter como por su inteligencia, me había visto crecer y estudiar a la sombra paterna, y había tenido una parte considerable, que yo mismo le otorgaba voluntariamente atraído por su ascendiente, en mi educación moral.

Por su humor, aticismo y originalidad parecía de la estirpe de los Cervantes, con cuyos retratos presentaba, además, su fisonomía una cuasi identidad. Esta es la mejor prueba del españolismo que caracteriza a este célebre autor.

Por su austeridad, estoicismo y costumbres era un pagano de la escuela de Catón, que como es sabido preocupó fuertemente a sus contemporáneos con la originalidad de su tipo moral. Campechano de carácter, recio de constitución, aunque pequeño y flaco él mismo cuidaba de sus caballos y sus arreos de montar, fanático por la vida independiente y montaraz del campo, y al par hombre culto, fino y sagaz en sociedad; así como, llegado el caso, parecía del temple varonil del manco de Lepanto.

Por muchos años, hasta la edad de veintitrés a veinticinco por lo menos, este amigo ejerció en mí una influencia tan irresistible como tierna. A su instigación, a mi llegada de Chile y a sus empeños debí este viaje a Europa; que hace época en mi vida; y si algunas cualidades apreciables de carácter poseo, después de Dios y mi padre, a él las debo.

La lluvia, los relámpagos y los truenos y la feraz vegetación que me esperaban, cosas comunes para la mayor parte de los habitantes de la tierra, debían ser maravillas de inagotable interés para el hijo de la pobrísima costa del Perú, en donde todos esos accidentes no nos son conocidos sino por las novelas y pinturas. No hablaré de mis asombros al ver una vegetación feraz en la isla de Taboga; y relampaguear, tronar y llover a hilos en las Antillas; ni de lo paupérrimamente dotado que en lo físico se me figuró este Perú costanero que habitamos, donde jamás se ha visto un árbol grande, una tupida selva que infunda al alma pavor religioso y que la eleve; un río azul, navegable para balsas siquiera; sino trazos de ríos, torrentes alborotados y rojizos; alborotados y turbios como si quisieran dar idea del estado de cosas en el ánimo y mente del peruano; donde nunca se oyó el trueno; donde jamás un fosfórico relámpago abrió nuestros ojos a la contemplación de lo eterno, despegándose del escuálido huano a que viven condenados, donde jamás una lluvia copiosa azotó nuestras relajadas fibras y levantó de la tierra ese delicioso olor a búcaro que la tierra parece ofrendar al cielo en pago del refrigerio que recibe, y en donde ningún edificio, hecho de miserable caña y barro, puede vivir siglos, y hacer que el póstero (sic) enternecido exclame: «¡He aquí la casa de mis antepasados!».

¿Hay antepasados entre nosotros, hay siquiera un pasado?

¿Cómo diablos, añadía continuamente mi monólogo, puede haber poetas en esa tierra, donde nunca se ha visto a Dios, donde nunca se ha conversado con él?; ¿qué digo? ¿Dónde no se malicie siquiera?

¿Dó están las extensas superficies cerúleas que reflejan su imagen? ¿Dónde las vastas sábanas verdes, las numerosas montañas que acreditan su paso? ¿Dónde las detonaciones atmosféricas, las retumbantes cascadas o el variado gorjeo de los pájaros que en diversos tonos puedan hablarnos de Dios?

No en balde nuestra poesía, ficticia, artificial y postiza como la vegetación de la isla de Malta, que desde lejos anuncia que sus raíces no penetran en el suelo que las soportan, sino que se quedan entretenidas entre los mantos de una tierra vegetal traída de fuera; no en balde, repito, nuestra poesía está tan destituida de originalidad.

Y el hombre, que podía suplir a todo; el hombre, ¿qué hace o qué dice allí desde tantos años? ¿Qué hace o qué dice?

— ¡Viva Fulano!

— ¡Vivaaaaa!

— ¡Muera zutano!

— ¡Mueraaaaaa!

— Voilí l'homme américain.

El día de jueves santo a las seis de la mañana llegamos a Panamá habiendo estado antes dos horas en Taboga, que como toda esa costa es muy bonita por su fertilidad. Panamá, aunque triste y atrasada, tiene una belleza; la de un paisaje melancólico. Por todas partes está rodeada de montes cubiertos de verdura, y a primera vista se diría que la población acaba de salvarse de un gran incendio porque todas las paredes, que son de piedra, están ennegrecidas y al mismo tiempo vestidas de espeso musgo, como si todo fuera un montón de ruinas.

Algunas que debieron ser buenas iglesias parecen ahora huertas abandonadas; porque su recinto está poblado de árboles, conservándose en pie los muros exteriores y la fachada.

¡Sombras triviales! ¿Qué me decís de mis antepasados? ¿Qué es de aquel fiscal u oidor de la Audiencia de Panamá, don Diego de Paz Soldán? ¿Qué es de su yerno, el capitán del fijo, el español de Carrión de los Condes, don Manuel Antonio de Paz y Castro?

¿Qué es de mi tatarabuelo y de mi bisabuelo?

Pero el horrible calor de Panamá, superior a toda ponderación, no me permitía muchos éxtasis, mucho más cuando ya contaba con la contestación a mis apóstrofes; y después de haber bebido sendos vasos de agua con coñac, salí para Colón atravesando el Istmo en cuatro horas. El trayecto por el ferrocarril es delicioso. La vista no puede extenderse porque va uno encajonado entre una vegetación tan prodigiosa, que no se ve tierra o suelo, estando todo cubierto de verdura, y como el terreno es generalmente quebrado, los árboles se presentan como si nacieran los unos sobre los otros. El tren marcha rápidamente algunas veces, y otras con lentitud, para evitar un descarrilamiento por estar los rieles muy torcidos.

Nos embarcamos en Colón ese mismo día, en un vapor muy grande (comparado con los del Pacífico) y zarpamos a las diez de la noche. Al tercero llegamos a Cartagena, que no visité temeroso de que el vapor me dejara: vista de abordo me pareció bellísima y finalmente el 30 de abril a las nueve de la mañana llegamos a San Tomás.

En el acto se arrimó a nuestro vapor el que debía conducirnos a Europa que era el «Magdalena», y comenzó el trasbordo de nuestros equipajes. El «Magdalena» era el más pesado vapor de la Compañía, como que usaba emplear dieciocho y veinte días en una travesía que los otros desempeñaban en doce o quince.

Como no saldríamos hasta el siguiente, pasamos el día en tierra, y al anochecer volvimos a bordo. San Tomás era lo más pintoresco, alegre y aseado que hasta allí había visto. El 1.º de mayo comíamos opíparamente y en todo sosiego en el «Hotel del Comercio», mi Mentor y yo, cuando retumbó el cañón del vapor Magdalena como diciendo lacónica pero estruendosamente: me voy. Era el vozarrón de un gigante. Enseguida comenzó a repiquetear angustiosamente la campanilla de a bordo: era la voz del mismo gigante que daba sus últimos adioses a la costa americana y que debía estar a cuatro leguas de distancia por lo menos cuando tan apagada se oía.

Todo esto me lo imaginé al oír esa temible despedida pronunciada en dos tonos tan distintos; y, además, me parece decir que el corazón me dio un vuelco dentro del pecho; que el Doctor saltó, y yo también, del asiento; y que ambos lanzando a varios platos todavía vírgenes una mirada de inenarrable tristeza, preñada de irrevelables emociones, nos trasportamos a escape a nuestra nueva morada, que después de tanta prisa manifestada, no levantó sus anclas hasta las ocho de la noche.

Días tuvimos en que el mar por muy bello y muy pacífico habría podido rivalizar con el tocayo de otro lado; otros borrascosos, que nos descompusieron el timón y nos tuvieron como paralizados por dos días. El frío llegó a hacerse tan intenso, para mí al menos que me puse dos pantalones uno sobre otro, y pasaba el día sentado en una silla ante la barandilla de la máquina (y también otros pasajeros) gozando del calor de la chimenea o al amor de la lumbre como se suele decir. Uno de los pasajeros hembras, la señora Bataillard me traía tan divertido con su cómica, cotadura de tortuga, que no pude menos de enderezarle allá en mis adentros la siguiente quintilla:

Si madama Bataillard
llega a caerse en el mar,
como su cuerpo es tonel,
podrá flotar sobre él
sin tener que batallar.


Otro, que era un capitán de ejército español, nos costeó la diversión una noche en que habiendo penetrado la marejada en su camarote, se lanzó despavorido por la oscura y solitaria cámara en pos de socorro, y dando tropezones con los muebles y trastos gritaba despavorido: «¡Mozo! camarote, water ¡Water! ¡camarote!».

Finalmente llegamos a Southampton el jueves 19 de mayo a las nueve de la mañana y media. La verde campiña después de diecinueve días de la aridez de agua y cielo, presentaba un aspecto mágico.

Reinaba el florido mayo, que en Lima es tan polvoroso, tan árido y tan pobre como los otros meses de la zodiacal corona; y reinaba también el florido mayo de mi vida ...

Registraron mi equipaje en la aduana, recorrimos rápidamente gran parte de la población y a las tres de la tarde salimos en el ferrocarril para Londres, yendo embelesados en todo el trayecto con el aspecto de los verdes campos y de las blancas manadas de carneros diseminados por ellos. Los potreros o dehesas donde pastaban, me parecían preciosos jardines, y no los que había visto en Lima, que ojalá se parecieran esos jardines a los potreros de Inglaterra sino como los que conocía por pinturas. Los diversos senderos o caminillos abiertos en todo sentido en el verde campo, parecían cortados a cuchillo, y blanqueaban a los lejos como esas tiras de lienzo blanco con que solemos cruzar las matizadas alfombras de nuestras cuadras, para que no se maltraten.

Los árboles se dibujaban en el azul del cielo que les servía de fondo, primorosamente recortados por la podadera y la tijera. Esta vegetación comparada a la del Istmo de Panamá que yo venía a ver, se asemejaba a ella como una capilla recién construida y que se lava diariamente, puede parecerse a un vetusto templo, grandioso y solitario, deteriorado y húmedo, con sus piedras ennegrecidas y cubiertas de hiedra, y que tanto pone admiración como miedo. Aquella inspira ideas bellísimas y ligeras; éste, pensamientos elevados y profundos, recogimiento.

En la primera se piensa en lo mundano, ante este otro, en el pasado, en lo futuro, en lo eterno, en Dios.

Aquí cada hombre vale un hombre me decía yo durante el trayecto; y con un agregado de tales hombres, no hay Estado que no florezca y prospere, sea cual fuere su forma de Gobierno, mándelo hombre o mujer, ciudadano idóneo o ciudadano inepto. He aquí porque entonces y después nunca he hecho votos exclusivos por el advenimiento de la República universal, sino por el perfeccionamiento universal del hombre, obtenido por la educación, y sobretodo, por el trabajo; entiéndalo bien el pueblo de Lima.

A las seis de la tarde llegamos a Londres y fuimos a apearnos al hotel español de Bastidas, hotel inmejorable, y en el que se sirve por ocho chelines diarios (dos pesos fuertes). Visitamos (rápidamente también, porque en estas ciudades para ver las cosas como uno debe y desea verlas es necesario dedicar un día entero y acaso más a cada una de ellas) visitamos, pues, rápidamente el Túnel, el Palacio de Cristal, San Pablo, el Jardín de plantas, el palacio de Hampton Court en las cercanías, y el lindo lugar campestre conocido con el nombre de Richmond, a donde se va por ferrocarril.

Siguiendo a los pocos días para París, tomamos el tren de Folkstone, trayecto de dos horas y nos embarcamos para Boulogne con un mar de los más tranquilos, a cuyo puerto llegamos en dos horas y media. Desde allí hasta París el ferrocarril se detiene en varias estaciones siendo la más notable la de Amiens. A las once de la noche entramos en la gran ciudad yendo a parar al hotel de Madame La Folie rue Vivienne. Mi mentor siguió para Victoria ansioso de ver a los suyos y la tierra natal después de una ausencia de ocho años; y yo buscando un recogimiento doméstico más confortable me trasladé al Hotel Moscou, Cité Bergere.

Mis primeras vírgenes impresiones al pasar de Londres a París, fueron las que experimenta el que salta de lo grande a lo pequeño.

La capital de Inglaterra es una ciudad espléndida y suntuosa, en la que no hay más que hacer que echarse a andar para tropezar con monumentos admirables; en París es necesario buscarlos. En Londres los hombres, los caballos, los edificios, el cielo (la atmósfera, porque el cielo poco se ve) todo tiene un sello adusto y sombrío; sus calles son muy anchas y poseen grandes aceras, circulando incesantemente innumerables carruajes e individuos. En París el cielo, los caballos, los edificios, los hombres y las mujeres presentan aspecto menos grandioso, pero mucho más risueño y simpático. Los caballejos de los coches de alquiler parecen pulgas cuando se viene a ver esos desmesurados cuadrúpedos, más grandes que el cab o handsome que arrastran, y que cruzan como flechas por la ciudad del Támesis.

Hay en París muchas calles angostas desaseadas, solitarias y sin aceras, siendo lo más brillante los Bulevares: inmensas calles llenas de gente, de carruajes, de animación y de alegría. Estos Bulevares son como grandes ríos que reciben el tributo de las calles y callejuelas laterales.

Los ingleses son serios y caballerescos los franceses, los parisienses al menos, chispeantes, vivarachos, inquietos y a veces petulantes. Sin hacer más observaciones por ahora sobre ciudades y tipos tan conocidos y familiares a todos, volemos a España, centro de las ilusiones y aspiraciones de la mayor parte de los hispanoamericanos, y especie de Meca literaria de todos los que seguimos esta carrera en las antiguas colonias.

El 9 de junio de 1859 a las nueve de la mañana me dirigí a la estación respectiva y tomé pasaje hasta Bayona. Un empleado se apoderó de mi equipaje, y creyendo yo que ya no tenía que pensar en él, como en Boulogne, me entré al vagón y partimos; siendo esta mi primera y única inadvertencia en cuatro años de viaje.

Disfrutando siempre de una bella y pintoresca perspectiva llegamos a Burdeos a las diez de la noche. Pero antes de nuestro arribo, un francés con quien había entrado en conversación, me hizo advertir, porque se ofreció, lo de mi equipaje, que con seguridad se quedaba en la gare de París por mi omisión en sacar la papeleta.

Felizmente, añadió, puede usted reclamar lo de Bayona por telégrafo y se lo mandarán en el acto.

Débilmente, como se ve, pagaba mi noviciado en el arte de los viajes; y tan débilmente, que todas mis cartas de recomendación y todo mi caudal que ascendía a unos mil quinientos francos, venían conmigo en mi bolsillo, en donde con sabía previsión los puse al salir de la Cité Bergere.

A las seis de la mañana siguiente continué mi viaje, no sin haberme permitido la noche anterior algunas libertades con la linda chica de Azpeitia que me sirvió de camarera en el Hotel. La muchacha era cerril como una cabra, sin que le faltara sus rasgos humanos.

De Burdeos a Bayona la perspectiva cambia de aspecto. En esos inmensos llanos con su fisonomía agreste y sus aguas verdosas y detenidas, se divisa al fin el triunfo de la naturaleza. He atravesado una pequeña parte de Inglaterra, la Francia de norte a sur, y no he visto sino campos cultivados con tal esmero, con tal simetría, y con tal elegancia, que más bien parecen jardines formados con solicitud para el recreo de algún gran señor.


(Continues...)

Excerpted from Memorias de un Viajero Peruano by Pedro Paz Soldán y Unanue. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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