Martín Rivas
Alberto Blest Gana (1830, Santiago-1920, París). Chile.
Hijo del irlandés William Blest y de la chilena María de la Luz Gana López. Hizo sus estudios en la Academia Militar y los perfeccionó en Francia.
De tendencia liberal, fue nombrado intendente de la provincia de Colchagua y a partir de 1866 fue representante diplomático de Chile en Washington, Londres y París. Entre sus logros destaca la incorporación de Chile a la Unión Postal y la compra de armamento para las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico. También participó en la negociación de la frontera con Argentina.
Su obra literaria está marcada por los ideales estéticos y temáticos del realismo europeo. Destacan entre sus novelas Martín Rivas, El ideal de un Calavera (1863), Durante la Reconquista (1879); Los trasplantados (1906) y El loco estero (1909). Su obra demuestra enorme habilidad para retratar personajes y describir costumbres. Escribió también una comedia: El jefe de familia (1858).
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Martín Rivas
Alberto Blest Gana (1830, Santiago-1920, París). Chile.
Hijo del irlandés William Blest y de la chilena María de la Luz Gana López. Hizo sus estudios en la Academia Militar y los perfeccionó en Francia.
De tendencia liberal, fue nombrado intendente de la provincia de Colchagua y a partir de 1866 fue representante diplomático de Chile en Washington, Londres y París. Entre sus logros destaca la incorporación de Chile a la Unión Postal y la compra de armamento para las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico. También participó en la negociación de la frontera con Argentina.
Su obra literaria está marcada por los ideales estéticos y temáticos del realismo europeo. Destacan entre sus novelas Martín Rivas, El ideal de un Calavera (1863), Durante la Reconquista (1879); Los trasplantados (1906) y El loco estero (1909). Su obra demuestra enorme habilidad para retratar personajes y describir costumbres. Escribió también una comedia: El jefe de familia (1858).
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Alberto Blest Gana (1830, Santiago-1920, París). Chile.
Hijo del irlandés William Blest y de la chilena María de la Luz Gana López. Hizo sus estudios en la Academia Militar y los perfeccionó en Francia.
De tendencia liberal, fue nombrado intendente de la provincia de Colchagua y a partir de 1866 fue representante diplomático de Chile en Washington, Londres y París. Entre sus logros destaca la incorporación de Chile a la Unión Postal y la compra de armamento para las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico. También participó en la negociación de la frontera con Argentina.
Su obra literaria está marcada por los ideales estéticos y temáticos del realismo europeo. Destacan entre sus novelas Martín Rivas, El ideal de un Calavera (1863), Durante la Reconquista (1879); Los trasplantados (1906) y El loco estero (1909). Su obra demuestra enorme habilidad para retratar personajes y describir costumbres. Escribió también una comedia: El jefe de familia (1858).

Product Details

ISBN-13: 9788498974942
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #47
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 390
File size: 954 KB
Language: Spanish

About the Author

Alberto Blest Gana (1830, Santiago-1920, París). Chile. Hijo del irlandés William Blest y de la chilena María de la Luz Gana López. Hizo sus estudios en la Academia Militar y los perfeccionó en Francia. De tendencia liberal, fue nombrado intendente de la provincia de Colchagua y a partir de 1866 fue representante diplomático de Chile en Washington, Londres y París. Entre sus logros destaca la incorporación de Chile a la Unión Postal y la compra de armamento para las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico. También participó en la negociación de la frontera con Argentina. Su obra literaria está marcada por los ideales estéticos y temáticos del realismo europeo. Destacan entre sus novelas Martín Rivas, El ideal de un Calavera (1863), Durante la Reconquista (1879); Los trasplantados (1906) y El loco estero (1909). Su obra demuestra enorme habilidad para retratar personajes y describir costumbres. Escribió también una comedia: El jefe de familia (1858).

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Martín Rivas. Novela de Costumbres Político-Sociales


By Alberto Blest Gana

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-494-2



CHAPTER 1

A principios del mes de julio de 1850, atravesaba la puerta de la calle de una hermosa casa de Santiago un joven de veintidós a veintitrés años.

Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a las maneras y al traje de nuestros elegantes de la capital. Todo en aquel joven revelaba al provinciano que viene por primera vez a Santiago. Sus pantalones negros embotinados por medio de anchas trabillas de becerro, a la usanza de los años de 1842 y 43; su levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con grandes picos abiertos, formando un ángulo agudo, cuya bisectriz era la línea que marca la tapa del pantalón; su sombrero de extraña forma y sus botines, abrochados sobre los tobillos por medio de cordones negros, componían un traje que recordaba antiguas modas, que solo los provincianos hacen ver de tiempo en tiempo por las calles de la capital.

El modo como aquel joven se acercó a un criado que se balanceaba mirándole, apoyado en el umbral de una puerta, que daba al primer patio, manifestaba también la timidez del que penetra en un lugar desconocido y recela de la acogida que le espera.

Cuando el provinciano se halló bastante cerca del criado, que continuaba observándole, se detuvo e hizo un saludo, al que el otro contestó con aire protector, inspirado tal vez por la triste catadura del joven.

— ¿Será ésta la casa del señor don Dámaso Encina? — preguntó éste, con voz en la que parecía reprimirse apenas el disgusto que aquel saludo insolente pareció causarle.

— Aquí es — contestó el criado.

— ¿Podrá usted decirle que un caballero desea hablar con él?

A la palabra caballero, el criado pareció rechazar una sonrisa burlona que se dibujaba en sus labios.

— ¿Y cómo se llama usted? — preguntó con voz seca.

— Martín Rivas — contestó el provinciano, tratando de dominar su impaciencia, que no dejó por esto de reflejarse en sus ojos.

— Espérese, pues — díjole el criado; y entró con paso lento a las habitaciones del interior.

Daban en ese instante las doce del día.

Nosotros aprovecharemos la ausencia del criado para dar a conocer más ampliamente al que acaba de decir llamarse Martín Rivas.

Era un joven de regular estatura y bien proporcionadas formas. Sus ojos negros, sin ser grandes, llamaban la atención por el aire de melancolía que comunicaban a su rostro. Eran dos ojos de mirar apagado y pensativo, sombreados por grandes ojeras que guardaban armonía con la palidez de sus mejillas. Un pequeño bigote negro, que cubría el labio superior y la línea un poco saliente del inferior, le daban el aspecto de la resolución, aspecto que contribuía a aumentar lo erguido de la cabeza, cubierta por una abundante cabellera color castaño, a juzgar por lo que se dejaba ver bajo el ala del sombrero. El conjunto de su persona tenía cierto aire de distinción que contrastaba con la pobreza del traje, y hacía ver que aquel joven, estando vestido con elegancia, podía pasar por un buen mozo, a los ojos de los que no hacen consentir únicamente la belleza física en lo rosado de la tez y en la regularidad perfecta de las facciones.

Martín se había quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con el criado, y dejó pasar dos minutos sin moverse, contemplando las paredes del patio pintadas al óleo y las ventanas que ostentaban sus molduras doradas al través de las vidrieras. Mas, luego pareció impacientarse con la tardanza del que esperaba, y sus ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada.

Por fin, se abrió una puerta y apareció el mismo criado con quien Martín acababa de hablar.

— Que pase para adentro — dijo al joven.

Martín siguió al criado hasta una puerta en la que éste se detuvo.

— Aquí está el patrón — dijo, señalándole la puerta.

El joven pasó el umbral y se encontró con un hombre que, por su aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión francesa, entre dos edades. Es decir que rayaba en la vejez sin haber entrado aún a ella. Su traje negro, sus cuellos bien almidonados, el lustre de sus botas de becerro, indicaban el hombre metódico, que somete su persona, como su vida, a reglas invariables. Su semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de aquel hombre manifestaba que el aseo era una de sus reglas de conducta.

Al ver a Martín, se quitó una gorra con que se hallaba cubierto y se adelantó con una de esas miradas que equivalen a una pregunta. El joven la interpretó así, e hizo un ligero saludo diciendo:

— ¿El señor don Dámaso Encina?

— Yo señor, un servidor de usted — contestó el preguntado.

Martín sacó del bolsillo de la levita una carta que puso en manos de don Dámaso con estas palabras:

— Tenga usted la bondad de leer esta carta.

— Ah, es usted Martín — exclamó el señor Encina, al leer la firma, después de haber roto el sello sin apresurarse.

— Y su padre de usted ¿cómo está?

— Ha muerto — contestó Martín con tristeza.

— ¡Muerto! — repitió con asombro el caballero.

Luego como preocupado de una idea repentina añadió:

— Siéntese Martín; dispénseme que no le haya ofrecido asiento. ¿Y esta carta ...?

— Tenga usted la bondad de leerla — contestó Martín.

Don Dámaso se acercó a una mesa de escritorio, puso sobre ella la carta, tomó unos anteojos que limpió cuidadosamente con su pañuelo y colocó sobre sus narices. Al sentarse dirigió la vista sobre el joven.

— No puedo leer sin anteojos — le dijo a manera de satisfacción por el tiempo que había empleado en prepararse.

Luego principió la lectura de la carta que decía lo siguiente:

«Mi estimado y respetado señor:

»Me siento gravemente enfermo y deseo, antes que Dios me llame a su divino tribunal, recomendarle a mi hijo, que en breve será el único apoyo de mi desgraciada familia. Tengo muy cortos recursos, y he hecho mis últimas disposiciones para que después de mi muerte puedan mi mujer y mis hijos aprovecharlos lo mejor posible. Con los intereses de mi pequeño caudal tendrá mi familia que subsistía pobremente para poder dar a Martín lo necesario hasta que concluya en Santiago los estudios de abogado. Según mis cálculos, solo podrá recibir 20 pesos al mes, y como le sería imposible con tan módica suma satisfacer sus estrictas necesidades, me he acordado de usted y atrevido a pedirle el servicio de que le hospede en su casa hasta que pueda por sí solo ganar su subsistencia. Este muchacho es mi única esperanza, y si usted le hace la gracia que para él humildemente solicito, tendrá usted las bendiciones de su santa madre en la tierra y las mías en el cielo, si Dios me concede su eterna gloria después de mi muerte.

»Mande a su seguro servidor que sus plantas besa.

»José Rivas».

Don Dámaso se quitó los anteojos con el mismo cuidado que había empleado para ponérselos, y los colocó en el mismo lugar que antes ocupaban.

— ¿Usted sabe lo que su padre me pide en esta carta? — preguntó, levantándose de su asiento.

— Sí, señor — contestó Martín.

— ¿Y cómo se ha venido usted de Copiapó?

— Sobre la cubierta del vapor — contestó el joven como con orgullo.

— Amigo — dijo el señor Encina —, su padre era buen hombre y le debo algunos servicios que me alegraré de pagarle en su hijo. Tengo en los altos dos piezas desocupadas y están a la disposición de usted. ¿Trae usted equipaje?

— Sí, señor.

— ¿Dónde está?

— En la posada de Santo Domingo.

— El criado irá a traerlo, usted le dará las señas.

Martín se levantó de su asiento y don Dámaso llamó al criado.

— Anda con este caballero y traerás lo que él te dé — le dijo.

— Señor — dijo Martín —, no hallo cómo dar a usted las gracias por su bondad.

— Bueno, Martín, bueno — contestó don Dámaso —, está usted en su casa. Traiga usted su equipaje y arréglese allá arriba. Yo como a las cinco, véngase un poquito antes para presentarle a la señora.

Martín dijo algunas palabras de agradecimiento y se retiró.

— Juan, Juan — gritó don Dámaso tratando de hacer pasar su voz a una pieza vecina —, que me traigan los periódicos.

CHAPTER 2

La casa en donde hemos visto presentarse a Martín Rivas estaba habitada por una familia compuesta de don Dámaso Encina, su mujer, una hija de diecinueve años, un hijo de veintitrés, y tres hijos menores, que por entonces recibían la educación en el colegio de los padres franceses.

Don Dámaso se había casado a los veinticuatro años con doña Engracia Núñez, más bien por especulación que por amor. Doña Engracia, en ese tiempo, carecía de belleza; pero poseía una herencia de 30.000 pesos, que inflamó la pasión del joven Encina hasta el punto de hacerle solicitar su mano. Don Dámaso era dependiente de una casa de comercio en Valparaíso y no tenía más bienes de fortuna que su escaso sueldo. Al día siguiente de su matrimonio podía girar con 30.000 pesos. Su ambición desde ese momento no tuvo límites. Enviado por asuntos de la casa en que servía, don Dámaso llegó a Copiapó un mes después de casarse. Su buena suerte quiso que, al cobrar un documento de muy poco valor que su patrón le había endosado, Encina se encontrase con un hombre de bien que le dijo lo siguiente:

— Usted puede ejecutarme, no tengo con qué pagar. Mas si en lugar de cobrarme quiere usted arriesgar algunos medios, le firmaré a usted un documento por valor doble que el de esa letra y cederé a usted la mitad de una mina que poseo y estoy seguro hará un gran alcance en un mes de trabajo.

Don Dámaso era hombre de reposo y se volvió a su casa sin haber dado ninguna respuesta ni en pro ni en contra. Consultose con varias personas, y todas ellas le dijeron que don José Rivas, su deudor, era un loco que había perdido toda su fortuna persiguiendo una veta imaginaria.

Encina pesó los informes y las palabras de Rivas, cuya buena fe había dejado en su ánimo una impresión favorable.

— Veremos la mina — le dijo al día siguiente.

Pusiéronse en marcha y llegaron al lugar donde se dirigían, conversando de minas. Don Dámaso Encina veía flotar ante sus ojos, durante aquella conversación, las vetas, los mantos, los farellones, los panizos, como otros tantos depósitos de inagotable riqueza, sin comprender la diferencia que existe en el significado de aquellas voces. Don José Rivas tenía toda la elocuencia del minero a quien acompaña la fe después de haber perdido su caudal, y a su voz veía Encina brillar la plata hasta en las piedras del camino.

Mas, a pesar de esta preocupación, tuvo don Dámaso suficiente tiempo de arreglar en su imaginación la propuesta que debía hacer a Rivas en caso que la mina le agradase. Después de examinarla, y dejándose llevar de su inspiración. Encina comenzó su ataque.

— Yo no entiendo nada de esto — dijo —, pero no me desagradan las minas en general. Cédame usted doce barras y obtengo de mi patrón nuevos plazos para su deuda y quita de algunos intereses. Trabajaremos la mina a medias y haremos un contratito en el cual usted se obligue a pagarme el uno y medio por los capitales que yo invierta en la explotación y a preferirme por el tanto cuando usted quiera vender su parte o algunas barras.

Don José se hallaba amenazado de ir a la cárcel, dejando en el más completo abandono su mujer y a su hijo Martín, de un año de edad. Antes de aceptar aquella propuesta, hizo sin embargo algunas objeciones inútiles, porque Encina se mantuvo en los términos de su proposición, y fue preciso firmar el contrato bajo las bases que éste había propuesto.

Desde entonces don Dámaso se estableció en Copiapó como agente de la casa de comercio de Valparaíso en la que había servido, y administró por su cuenta algunos otros negocios que aumentaron su capital. Durante un año, la mina costeó sus gastos y don Dámaso compró poco a poco a Rivas toda su parte, quedando éste en calidad de administrador. Seis meses después de comprada la última barra sobrevino un gran alcance, y pocos años más tarde don Dámaso Encina compraba un valioso fondo de campo cerca de Santiago y la casa en que le hemos visto recibir al hijo del hombre a quien debía su riqueza.

Gracias a ésta, la familia de don Dámaso era considerada como una de las más aristocráticas de Santiago. Entre nosotros el dinero ha hecho desaparecer más preocupaciones de familia que en las viejas sociedades europeas. En éstas hay lo que llaman aristocracia de dinero, que jamás alcanza con su poder y su fausto a hacer olvidar enteramente la oscuridad de la cuna, al paso que en Chile vemos que todo va cediendo su puesto a la riqueza, la que ha hecho palidecer con su brillo el orgulloso desdén con que antes eran tratados los advenedizos sociales. Dudamos mucho que éste sea un paso dado hacia la democracia, porque los que cifran su vanidad en los favores ciegos de la fortuna, afectan ordinariamente una insolencia, con la que creen ocultar su nullidad, que les hace mirar con menosprecio a los que no pueden, como ellos, comprar la consideración con el lujo o con la fama de sus caudales.

La familia de don Dámaso Encina era noble en Santiago por derecho pecuniario, y como tal, gozaba de los miramientos sociales por la causa que acabamos de apuntar. Se distinguía por el gusto hacia el lujo, que por entonces principiaba a apoderarse de nuestra sociedad, y aumentaba su prestigio con la solidez del crédito de don Dámaso, que tenía por principal negocio el de la usura en grande escala, tan común entre los capitales chilenos.

Magnífico cuadro formaba aquel lujo a la belleza de Leonor, la hija predilecta de don Dámaso y de doña Engracia. Cualquiera que hubiese visto aquella niña de diecinueve años en una pobre habitación, habría acusado de caprichosa a la suerte por no haber dado a tanta hermosura un marco correspondiente. Así es que al verla reclinada sobre un magnífico sofá forrado en brocatel celeste, al mirar reproducida su imagen en un lindo espejo al estilo de la edad media, y al observar su pie, de una pequeñez admirable, rozarse descuidado sobre una alfombra finísima, el mismo observador habría admirado la prodigalidad de la naturaleza en tan feliz acuerdo con los favores del destino. Leonor resplandecía rodeada de ese lujo como un brillante entre el oro y pedrerías de un rico aderezo. El color un poco moreno de su cutis y la fuerza de expresión de sus grandes ojos verdes, guarnecidos de largas pestañas, los labios húmedos y rosados, la frente pequeña, limitada por abundantes y bien plateados cabellos negros, las arqueadas cejas y los dientes para los cuales parecía hecha a propósito la comparación tan usada con las perlas; todas sus facciones, en fin, con el óvalo delicado del rostro, formaban en su conjunto una belleza ideal de las que hacen bullir la imaginación de los jóvenes y revivir el cuadro de pasadas dichas en la de los viejos.

Don Dámaso y doña Engracia tenían por Leonor la predilección de casi todos los padres por el más hermoso de sus hijos. Y ella, mimada desde temprano, se había acostumbrado a mirar sus perfecciones como una arma de absoluto dominio entre los que la rodeaban, llevando su orgullo hasta oponer sus caprichos al carácter y autoridad de su madre.

Doña Engracia, con efecto, nacida voluntariosa y dominante, enorgullecida en su matrimonio por los 30.000 pesos, origen de la riqueza de que ahora disfrutaba la familia, se había visto poco a poco caer bajo el ascendiente de su hija, hasta el punto de mirar con indiferencia al resto de su familia, y no salvar incólume de aquella silenciosa y prolongada lucha domestica más que amor a los perritos falderos y su aversión hacia todo abrigo, hija de su temperamento sanguíneo.

En la época en que principia esta historia, la familia Encina acababa de celebrar con un magnífico baile la llegada de Europa del joven Agustín, que había traído del viejo mundo gran acopio de ropa y alhajas, en cambio de los conocimientos que no se había cuidado de adquirir en su viaje. Su pelo rizado, la gracia de su persona y su perfecta elegancia, hacían olvidar lo vacío de su cabeza y los 30.000 pesos invertidos en hacer pasear la persona del joven Agustín por los enlosados de las principales ciudades europeas.


(Continues...)

Excerpted from Martín Rivas. Novela de Costumbres Político-Sociales by Alberto Blest Gana. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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