Lituma en los Andes (Death in the Andes)

Lituma en los Andes (Death in the Andes)

by Mario Vargas Llosa
Lituma en los Andes (Death in the Andes)

Lituma en los Andes (Death in the Andes)

by Mario Vargas Llosa

eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

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Overview

La indiscutible maestría de uno de los mejores novelistas contemporáneos en lengua española se hace patente en estas páginas, que constituyen un impresionante mosaico de situaciones humanas a las que sólo un escritor como Vargas Llosa podía dar tanto dramatismo y profundidad. En un campamento minero de las montañas de Perú, el cabo Lituma y su adjunto Tomás viven en un ambiente bárbaro y hostil, bajo la constante amenaza de los guerrilleros maoístas de Sendero Luminoso, y debatiéndose con misterios sin aclarar que los obsesionan, como ciertas desapariciones inexplicables; está también la historia íntima de estos personajes, sobre todo la de un antiguo amor de Tomás, que se va contando en forma de episodios intercalados como un contrapunto de recuerdos al drama colectivo. El aliento mítico de la narración, en la que se entrevén otras muchas siluetas enérgicamente trazadas, infunde una extraordinaria vida a realidades que se observan de un modo implacable y minucioso. «La pasión por la literatura, como todos los buenos vicios, se acrecienta con los años, y con el tiempo se descubre que lo importante no son los libros que se escriben, sino el hecho de escribirlos, el tránsito hacia el libro.» Mario Vargas Llosa


Product Details

ISBN-13: 9788408111139
Publisher: BackList
Publication date: 11/05/2011
Series: BackList Contemporáneos Ficción
Sold by: Planeta
Format: eBook
Pages: 320
Sales rank: 958,564
File size: 273 KB
Language: Spanish

About the Author

Mario Vargas Llosa se licenció en Letras en la Universidad de San Marcos (Lima) y se doctoró por la de Madrid. En 1959 se dio a conocer con un libro de relatos, Los jefes (Premio Leopoldo Alas), pero fue La ciudad y los perros (1963, Premio Biblioteca Breve y Premio de la Crítica) la que le hizo famoso. Novelas posteriores son La Casa Verde (1966, Premio de la Crítica y Premio Internacionl de Literatura Rómulo Gallegos), Conversación en La Catedral (1969), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977), La guerra del fin del mundo (1981), Historia de Mayta (1984), ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), El hablador (1987) y Elogio de la madrastra (1989). Ha publicado también diversas obras teatrales, como La señorita de Tacna, La Chunga y El loco de los balcones; ensayos como García Márquez: historia de un deicidio (1971) y La orgía perpetua: Flaubert y «Madame Bovary» (1975), y las memorias tituladas El pez en el agua (1993), en las que relata su experiencia política como candidato a la presidencia de la República del Perú. Con Lituma en los Andes obtuvo el Premio Planeta 1993, y en 1997 publicó la novela Los cuadernos de don Rigoberto. En 1986 compartió con Rafael Lapesa el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y en 1994 se le concedió el Premio Miguel de Cervantes de Literatura. En 2010 ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2010.

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Lituma en los Andes

Capítulo Uno

Cuando vio aparecer a la india en la puerta de la choza, Lituma adivinó lo que la mujer iba a decir. Y ella lo dijo, pero en quechua, mascullando y soltando un hilito de saliva por las comisuras de su boca sin dientes.

—¿Qué dice, Tomasito?

—No le entendí bien, mi cabo.

El guardia se dirigió a la recién llegada, en quechua también, indicándole con las manos que hablara despacio. La india repitió esos sonidos indiferenciables que a Lituma le hacían el efecto de una música bárbara. Se sintió, de pronto, muy nervioso.

—¿Qué anda diciendo?

—Se le ha perdido el marido—murmuró su adjunto—. Hace cuatro días, parece.

—Y ya van tres—balbuceó Lituma, sintiendo que la cara se le llenaba de sudor—. Puta madre.

—Qué vamos a hacer, pues, mi cabo.

—Tómale la declaración.—Un escalofrío subió y bajó por la espina dorsal de Lituma—. Que te cuente lo que sepa.

—Pero qué está pasando aquí—exclamó el guardia civil—. Primero el mudito, después el albino. Ahora uno de los capataces de la carretera. No puede ser, pues, mi cabo.

No podía, pero pasaba, y por tercera vez. Lituma imaginó las caras inexpresivas, los ojitos glaciales con que lo observaría la gente de Naccos, los peones del campamento, los indios comuneros, cuando fuera a preguntarles si sabían el paradero del marido de esta mujer ysintió el desconsuelo y la impotencia de las veces que intentó interrogarlos sobre los otros desaparecidos: cabezas negando, monosílabos, miradas huidizas, bocas y ceños fruncidos, presentimiento de amenazas. Sería lo mismo esta vez.

Tomás había comenzado a interrogar a la mujer; iba tomando notas en una libreta, con un lápiz mal tajado que, de tanto en tanto, se mojaba en la lengua. «Ya los tenemos encima a los terrucos», pensó Lituma. «Cualquier noche vendrán.» Era también una mujer la que había denunciado la desaparición del albino: madre o esposa, nunca lo supieron. El hombre había salido a trabajar, o de trabajar, y no había llegado a su destino. Pedrito bajó al pueblo a comprar una botella de cerveza para los guardias y nunca regresó. Nadie los había visto, nadie había notado en ellos miedo, aprensión, enfermedad, antes de que se esfumaran. ¿Se los habían tragado los cerros, entonces? Después de tres semanas, el cabo Lituma y el guardia Tomás Carreño seguían tan en la luna como el primer día. Y, ahora, un tercero. La gran puta. Lituma se limpió las manos en el pantalón.

Había comenzado a llover. Los goterones estremecían la calamina del techo con unos sonidos desacompasados y muy fuertes. No eran todavía las tres de la tarde pero la tormenta había oscurecido el cielo y parecía de noche. Se oían truenos a los lejos, retumbando en las montañas con unos ronquidos entrecortados que subían desde esas entrañas de la tierra que estos serruchos creían pobladas de toros, serpientes, cóndores y espíritus. ¿De veras los indios creen eso? Claro, mi cabo, si hasta les rezan y les ponen ofrendas ¿No ha visto los platitos de comida que les dejan en las abras de la Cordillera? Cuando le contaban esas cosas en la cantina de Dionisio o en medio de un partido de fútbol, Lituma nunca sabía si hablaban en serio o se burlaban del costeño. De rato en rato, por la abertura en una de las paredes de la choza, una viborilla amarillenta daba de picotazos a las nubes. ¿Se creerían los serranos que el rayo era la lagartija del cielo? Las cortinas de agua habían borrado las barracas, las mezcladoras, las aplanadoras, los jeeps y las casitas de los comuneros que asomaban entre los eucaliptos del cerro de enfrente. «Como si todos hubieran desaparecido», pensó. Los peones eran cerca de doscientos y venían de Ayacucho, de Apurímac, pero, sobre todo, de Huancayo y Concepción, en Junín, y de Pampas, en Huancavelica. De la costa, en cambio, ninguno que él supiera. Ni siquiera su adjunto era costeño. Pero, aunque nacido en Sicuani y quechua hablante, Tomás parecía un criollo. Él se había traído a Naccos al mudito Pedro Tinoco, el primer desaparecido.

Era un tipo sin recovecos el guardia Carrasco, aunque algo tristón. Se sinceraba en las noches con Lituma y sabía abrirse a la amistad. El cabo se lo dijo, a poco de llegar: «Por tu manera de ser, merecerías haber nacido en la costa. Y hasta en Piura, Tomasito.» «Ya sé que viniendo de usted eso quiere decir mucho, mi cabo.» Sin su compañía, la vida en estas soledades habría sido tenebrosa. Lituma suspiró. ¿Qué hacía en medio de la puna, entre serruchos hoscos y desconfiados que se mataban por la política y, para colmo, desaparecían? ¿Por qué no estaba en su tierra? Se imaginó rodeado de cervezas en el Río-Bar, entre los inconquistables, sus compinches de toda la vida, en una cálida noche piurana con estrellas, valses y olor a cabras y algarrobos. Un arrebato de tristeza le destempló los dientes.

—Listo, mi cabo—dijo el guardia—. La señora no sabe mucho, la verdad. Y está muerta de miedo, ¿no lo nota?

—Dile que haremos lo posible para encontrarle a su marido.

Lituma ensayó una sonrisa e indicó a la india con las manos que podía irse. Ella siguió mirándolo, sin inmutarse. Era pequeñita y sin edad, de huesos frágiles, como de pájaro, y desaparecía bajo las numerosas polleras y el sombrero rotoso, medio caído. Pero en su cara y en sus ojitos arrugados había algo irrompible.

—Parece que se esperaba lo de su marido, mi cabo. «Iba a pasar, tenía que pasar», dice. Pero, por supuesto, ella nunca oyó hablar de los terrucos ni de la milicia de Sendero.

Sin un movimiento de cabeza de despedida, la mujer dio media vuelta y salió a enfrentarse al aguacero. A los pocos minutos se había disuelto en la humedad plomiza, rumbo al campamento. El cabo y el guardia estuvieron un buen rato sin hablar. Por fin, la voz de su adjunto resonó en los oídos de Lituma como un pésame:

—Le voy a decir una cosa. Usted y yo no saldremos vivos de aquí. Nos tienen cercados, para qué engañarnos.

Lituma en los Andes. Copyright © by Mario Vargas Llosa. Reprinted by permission of HarperCollins Publishers, Inc. All rights reserved. Available now wherever books are sold.

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