La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

?Esta listo para hacer el descubrimiento personal de toda una vida?
En un suburbio de Denver, la periodista Dorry Chandler y su esposo detective Mark, descubren un extrano objeto con un mensaje grabado en un idioma antiguo. Uniendo fuerzas con el antropologo Dylan Langford y su amiga la arqueologa, Abby Warner, el equipo queda cautivado por el misterioso artefacto y el mensaje desconcertante que parece datar de hace miles de anos.



?Descubrira el equipo el secreto detras de este objeto historico y misterioso? ?O su mensaje se perdera para siempre?

Del autor del best seller del New York Times, El regalo del viajero viene una busqueda apasionante para descubrir el destino de la humanidad. La novela es una mezcla de ficcion fascinante, con una amplia investigacion, y un poderoso mensaje de esperanza, La oportunidad perdida ilumina los principios imperecederos para transformar el mundo.

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La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

?Esta listo para hacer el descubrimiento personal de toda una vida?
En un suburbio de Denver, la periodista Dorry Chandler y su esposo detective Mark, descubren un extrano objeto con un mensaje grabado en un idioma antiguo. Uniendo fuerzas con el antropologo Dylan Langford y su amiga la arqueologa, Abby Warner, el equipo queda cautivado por el misterioso artefacto y el mensaje desconcertante que parece datar de hace miles de anos.



?Descubrira el equipo el secreto detras de este objeto historico y misterioso? ?O su mensaje se perdera para siempre?

Del autor del best seller del New York Times, El regalo del viajero viene una busqueda apasionante para descubrir el destino de la humanidad. La novela es una mezcla de ficcion fascinante, con una amplia investigacion, y un poderoso mensaje de esperanza, La oportunidad perdida ilumina los principios imperecederos para transformar el mundo.

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La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

by Andy Andrews
La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

La oportunidad perdida: Una fábula de descubrimiento personal (The Lost Choice: A Legend of Personal Discovery)

by Andy Andrews

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Overview

?Esta listo para hacer el descubrimiento personal de toda una vida?
En un suburbio de Denver, la periodista Dorry Chandler y su esposo detective Mark, descubren un extrano objeto con un mensaje grabado en un idioma antiguo. Uniendo fuerzas con el antropologo Dylan Langford y su amiga la arqueologa, Abby Warner, el equipo queda cautivado por el misterioso artefacto y el mensaje desconcertante que parece datar de hace miles de anos.



?Descubrira el equipo el secreto detras de este objeto historico y misterioso? ?O su mensaje se perdera para siempre?

Del autor del best seller del New York Times, El regalo del viajero viene una busqueda apasionante para descubrir el destino de la humanidad. La novela es una mezcla de ficcion fascinante, con una amplia investigacion, y un poderoso mensaje de esperanza, La oportunidad perdida ilumina los principios imperecederos para transformar el mundo.


Product Details

ISBN-13: 9781602555044
Publisher: HarperEnfoque
Publication date: 02/28/2011
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 256
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

Aclamado por un reportero del New York Times como «alguien que se ha convertido discretamente en una de las personas más influyentes en América», Andy Andrews es un novelista best seller, conferencista y consultor de las empresas y organizaciones más importantes del mundo. Ha hablado a petición de cuatro presidentes de Estados Unidos y recientemente se dirigió a los miembros del Congreso y sus cónyuges. Andy es autor de tres best sellers del New York Times. Él y su esposa, Polly, tienen dos hijos.

 

Read an Excerpt

La oportunidad perdida

Una fábula de descubrimiento personal
By Andy Andrews

Thomas Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-504-4


Chapter One

Denver, Colorado – en el presente

Era sábado. Hacía una mañana soleada y cálida; un perfecto día de junio en Colorado. Mark Chandler entró en el estudio, bostezó y miró a su esposa, que estaba sentada en la butaca reclinable.

Dorry Chandler era el tipo de mujer que uno suele mirar fijamente para decidir si parece atractiva o no. Medía un metro sesenta si se ponía de puntillas y pesaba unos cincuenta kilos. Su cabello rojo se acentuaba con unas pecas salpicadas sobre su rostro. Mark se dirigió hacia ella y la besó en la cabeza.

—¿A qué hora llegaste?

—Tarde, eran las once y media. El avión salió de Dallas con retraso.

—Siento no haberte esperado levantado —dijo Mark sentándose sobre el brazo de la silla—. Aparte del retraso del vuelo, ¿tuviste un buen viaje?

—Bueno, ya sabes —Dorry se encogió de hombros—. Hice la entrevista, visto y no visto. Nada del otro mundo.

—¿Tienes que ir hoy a la oficina? —preguntó él.

—No. Escribí el artículo en el avión y lo envié por correo electrónico anoche mientras roncabas —le revolvió el cabello y se dirigió hacia la cocina—. ¿Café? —preguntó.

—Por supuesto, gracias —dijo Mark siguiéndola y sentándose a la mesa del desayuno. Agente de policía de Denver desde hacía catorce años, Mark tenía treinta y nueve, exactamente dos más que su mujer. Era de estatura y complexión medianas, y su cabello oscuro y rizado cubría a veces sus orejas. No importaba. Era sargento detective y podía permitírselo.

La primera vez que vio a Dorry, esta discutía con su compañero, quien en aquel momento intentaba ponerle una multa por exceso de velocidad que ella se negaba a aceptar. De pie detrás del Buick LeSabre blanco y hecho polvo de Dorry, Mark se había reído tanto que su compañero terminó por ir hacia él y, furioso, le había entregado el talonario de multas. Mark tardó otros cinco minutos en tranquilizar a Dorry y convencerla para que firmara la multa. Y eso fue exactamente lo que tardó Mark en enamorarse de ella.

A Dorry le costó algo más admitir que sentía atracción por un policía. Después de todo, ella era periodista de un diario y había pasado gran parte de su vida adulta fomentando profundas reservas en cuanto a la autoridad. En cualquier caso, se habían casado en menos de un año y habían tenido a su único hijo, Michael, seis años después.

Mark hizo, a la que era su esposa desde hacía once años, una pregunta muy familiar:

—¿Cuántas tazas de café llevas?

—Sesenta o setenta, pero no llevo más que dos horas despierta. No empieces.

Mark tenía una teoría acerca de su esposa y de su personalidad en lo que a su consumo de café se refería. Dicho de un modo sencillo, creía que mientras los demás podían tener cierto tipo de tendencias o podían llevar la etiqueta de «conductor» o «colérico», Dorry era cafeína. Mark le tomaba el pelo a causa de su fiel compañero líquido, pero había decidido desde hacía tiempo que no quería que ella abandonara su hábito. De hacerlo, se convertiría en una persona totalmente distinta y él era feliz con la mujer que tenía.

—¡Caramba! —dijo, mirando el reloj que colgaba sobre la cocina—. Ya son las diez. ¿Por qué me has dejado dormir tanto?

—No sé —respondió Dorry—; parecías cansado.

Se sentó frente a él y le deslizó su tazón favorito.

—De todos modos, Michael se levantó temprano y quería jugar con Jonathan.

Jonathan tenía siete años y era el menor de los tres hijos de sus vecinos Richard y Kendra Harper.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Mark—. ¿En la habitación de al lado?

Sin mover la taza de café ni retirar sus ojos de Mark, Dorry sonrió y sacó su dedo índice del asa para señalar hacia el gran ventanal.

—En la acequia —dijo.

Por así decirlo, el patio trasero de los Chandler era una zona baja, una escorrentía húmeda a la que Mark se refería con orgullo como «el riachuelo». Dorry la denominaba acequia.

Fuese lo que fuese, no conseguían sacar a su hijo de ella. Michael tenía cinco años, el cabello rojo como el de su madre, ojos verdes y la personalidad de su padre. Todo le interesaba; quería saber la procedencia, el funcionamiento, el por qué de todo y, con frecuencia, hasta cómo eran las cosas por dentro. Mark y Dorry habían querido tener más hijos, pero tras años de intentos por volver a concebir, varios doctores les había dicho que era imposible.

Mark miró por el ventanal y vio moverse las cabezas de los dos niños que estaban arrodillados, se salpicaban, saltaban y corrían de un lado a otro. Se rió y sacudió la cabeza.

—Se pasarían el día revolcándose en ese riachuelo si les dejáramos.

—Acequia —corrigió Dorry—. Seguro que sí.

Se levantó y se echó otra taza de café.

—Pero hoy vamos al centro comercial, ¿recuerdas? El Capitán Michael Chandler necesita ropa de verano y yo podría hacerme con algunas cosas para mí.

Mark refunfuñó.

—Me olvidé por completo, pero supongo que sí. ¿Sigue en pie lo de cocinar fuera con Richard y Kendra?

—Que yo sepa, sí. Dijeron que ellos se encargaban de cocinar, así que ni pienso en ello. Ya sabes cómo son. Cuando nosotros cocinamos, ellos no traen nada. ¡Nada! De modo que adivina lo que yo voy a llevar.

—¿Nada? —preguntó Mark inocentemente, intentando no reír.

—¡Exactamente! —replicó Dorry—. Pero será toda una caja llena de nada.

Un poco más tarde, después de que Mark la hubiese llamado tres veces, Dorry silbó con los brazos en jarra y su hijo entró con paso firme por la puerta trasera.

—¡Vamos, camarada! Papá está en la ducha. Nos vamos al centro comercial. ¿Te has ensuciado?

—¡No, señora!

Dorry lo detuvo con el brazo cuando intentaba escabullirse.

—No pensaba que lo hubieses hecho, pero tenía que preguntar —dijo—. Es que no podía ver a través de todo ese barro que cubre tu limpieza.

—¡Oh, mami! —respondió Michael con una sonrisa burlona—. ¡No seas sarcástica!

Dorry se detuvo. Con los ojos muy abiertos preguntó:

—¿Dónde has aprendido esa palabra?

—De papi. Él dijo que se suponía que ese era tu nombre. Es el nombre que el abuelo te quiso poner, pero la abuela no le dejó.

—¿De verdad? —Dorry ahogó la risa—. Recuérdame más tarde que te cuente una historia sobre tu padre. Ahora tenemos que darnos prisa. ¡Quítate la ropa aquí, en la cocina, y corre a la bañera!

Mientras los chicos estaban en el baño, Dorry se sirvió otra taza de café y puso en marcha la lavadora. Puso la temperatura del agua en la posición más alta. «Olvídate del color, de todos modos todo es marrón», pensó. Al recoger toda la ropa, Dorry notó un peso en el pantalón vaquero. Sin la menor sorpresa comenzó a vaciar los bolsillos. Era algo que había hecho por Mark desde que se habían casado, y ahora Michael era exactamente igual que él. Mentalmente fue clasificando los objetos, colocándolos en la encimera junto al fregadero o echándolos directamente al cubo de la basura.

Fuese lo que fuese aquella cosa pesada, Dorry tuvo que darle la vuelta al bolsillo. Su mano apenas cabía en los diminutos bolsillos de Michael y este último objeto, que con toda seguridad era el pedrusco más grande, parecía verdaderamente incrustado. Poco a poco consiguió dar la vuelta a la húmeda tela de algodón y sacó ... algo.

A Dorry no le pareció que fuese una piedra pero, sin embargo, podía serlo. Le dio la vuelta. Era de metal, un poco más grande que su mano, tenía una cierta forma rectangular con lo que parecían ser pequeñas muescas por toda la superficie. Se veía que era antigua pero no estaba oxidada. «Desde luego, es metal —decidió—, a menos que sea una piedra».

Habría pasado casi una semana cuando Dorry recordó la «piedra». La había echado en una maceta vacía que había en el alféizar de la ventana, por encima del fregadero, con la intención de inspeccionarla más de cerca cuando no tuviera tanta prisa.

Mark la encontró el siguiente jueves por la tarde. El verano les proporcionaba más o menos una hora de sol adicional y, la mayoría de los días, pasaban ese tiempo después del trabajo fuera de la casa, con Michael. Desde el patio donde observaban cómo Dorry trasplantaba matas de margaritas, Mark entró a la casa para agarrar el tiesto.

Un poco después, Mark quitó el pestillo de la ventana de la cocina y la abrió.

—¿Es esto lo que quieres? —gritó, sosteniendo el tiesto en alto.

Mark salió por la puerta.

—¿Quieres esta cosa, sea lo que sea, que hay dentro de la maceta? —preguntó mientras caminaba. Sacudió el tiesto haciéndolo sonar.

—¿Qué es? —Dorry levantó la mirada.

—Esta cosa —Mark metió la mano en la maceta y sacó el objeto—. ¿Es para tirarla?

Por la expresión en el rostro de Dorry se notaba que había caído en la cuenta del objeto al que Mark se estaba refiriendo. Enderezó su espalda y se quitó los guantes de jardinería.

—Me había olvidado de eso por completo —dijo—. Lo encontré en el bolsillo de Michael la semana pasada. En realidad pensaba enseñártela.

—Entonces, ¿no la tiro?

—No; aún no. Quiero mirarla de nuevo. Además, estamos a punto de entrar en la casa. Los mosquitos nos están acribillando.

Más tarde, aquella misma noche, la familia se reunió en el estudio.

—¿De qué queremos hablar esta noche? —comenzó Mark.

La televisión se encontraba en el rincón y apenas se utilizaba. Algunos años antes, Mark y Dorry habían decidido que sus trabajos les mantenían al tanto de más noticias de las que podían soportar. Tampoco querían que Michael creciera con la televisión constantemente a todo volumen. A diferencia de las demás familias que conocían, los Chandler habían desarrollado la costumbre de hablar.

—¡Oye, tráete esa cosa! —dijo Dorry—. Esa cosa rara de la maceta. ¿Dónde la pusiste?

—¡Ah, sí! —dijo Mark levantándose de su butaca y dirigiéndose a la cocina—. Espera un momento.

Segundos más tarde volvió con el objeto en su mano y frunciendo el entrecejo con perplejidad.

—¡Ven y sostenla donde todos podamos verla! —dijo Dorry haciendo sitio en el sofá—. Michael, siéntate en el regazo de mami.

Mark se sentó y sostuvo el objeto en un ángulo que captara la luz de la lámpara de pie. Alargó la mano y ajustó la pantalla.

—¿De dónde dices que ha salido esto? —preguntó.

—Del bolsillo del Niño Mono —contestó ella haciendo unas rápidas cosquillas en las costillas del pequeño. Michael rió tontamente.

Mark miró a su hijo.

—¿De dónde lo sacaste , Niño Mono?

—Del riachuelo —dijo Michael.

—¿Junto al riachuelo o dentro del mismo?

Michael parecía pensativo. Llegaría un momento en su vida, especialmente como adolescente, en el que se daría cuenta de que las respuestas que sus padres exigían tenían que darse con una insoportable cantidad de detalles. No era culpa de Michael, era el resultado de tener a una periodista por madre y a un detective como padre. Pero en ese momento estaba muy contento de poder responder.

—Estaba más o menos en un lateral del riachuelo.

Mark le dio la vuelta.

—No es una piedra. Es demasiado pesada. Es de color rojizo tirando a marrón. Es dura. No puedo hacer una muesca con mi uña.

—¡Déjame verla! —dijo Dorry.

Mark se la entregó. La levantó para que los bordes quedaran bajo la luz.

—¿Ves esos cortes? —dijo, señalándoselos a su marido y a su hijo— parecen ... muescas o algo así. Es como si siguieran un modelo, pero no exactamente. Parece antigua, ¿verdad?

—¡Sí! —dijo Mark poniéndose en pie— vieja como yo. Es hora de irse a la cama.

—¿Me leerás una historia, papá?

Mark alargó su mano y tomó a Michel en brazos.

—¡Desde luego, Niño Mono!

—¡Espera un momento! Estoy hablando en serio —dijo Dorry—. ¿No crees que es antigua? Quiero decir, realmente antigua.

—Sí, probablemente —dijo Mark poniendo al niño con la cabeza para abajo mientras este se reía.

—¿Sí, probablemente? —Dorry imitó la voz de Mark—. ¿Sí, probablemente? ¿No sientes ninguna curiosidad acerca de esto?

Mark sintió la tentación de volver a contestarle «sí, probablemente», pero se limitó a decirle:

—Mira, Dorry, tú tienes la curiosidad de cinco personas y eso que no somos más que tres en tu familia.

—Bueno, yo había pensado ...

—Oye, si de verdad quieres saber, dásela a Dylan y mira a ver qué descubre.

—¿Quién? —arrugó la cara.

—Dylan. El hermano de Kendra. Le conociste el sábado por la noche. Se acaba de mudar aquí.

—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Es uno de los nuevos «sabuesos» del museo, ¿no?

—Sí; no sé en qué departamento estará. De todos modos, dásela a él y a ver qué piensa.

—Sí; eso es lo que haré —contestó Dorry dándole las buenas noches a Michael con un beso—. Estoy segura de que nos llevaremos bien. Ya vi lo que trajo a la comida de su hermana.

Mark hizo una pausa, luego se rió al captar lo que ella quería decir.

—¿Nada?

—Sí —sonrió ella burlonamente— toda una caja llena.

Chapter Two

Polonia – Abril de 1943

El grupo de hombres se encontraba en el patio de la fábrica, poco después del mediodía. Su guía era el propietario de la Duetch Emailwaren Fabrik, un fabricante de ollas. El Oberführer Eberhard Steinhauser estaba disfrutando de la excursión a aquellos terrenos con su segundo, el Unterscharführer Herman Bosche, varios oficiales y un ayudante que les había sido asignado para la mañana.

Steinhauser y Bosche lucían resplandecientes con sus uniformes. Negro sobre negro, con adornos de plata y un pequeño toque de rojo; el traje hecho a medida se había creado especialmente para los oficiales de la Staatspolizei. Sobre cada hombro de la chaqueta se veían las letras SS colocadas sobre un pequeño relámpago. Sobre la parte izquierda de la pechera, medallas y lazos en premio a la lealtad y al valor hacían un gran contraste. Sin embargo, el centro de atención del uniforme estaba en la gorra, muy arqueada en la parte frontal y, en el medio, una calavera de plata con tibias cruzadas.

El guía de su excursión también estaba vestido con ropa cara, pero llevaba un traje de calle. Era uno de los muchos trajes cruzados, azul marino, propiedad del direktor de la empresa. Era un hombre alto, de unos treinta y cuatro años, con el pelo oscuro peinado hacia atrás y, aunque fumaba sin cesar, se las apañaba para tener un porte señorial. La camisa blanca almidonada que llevaba le proporcionaba un fondo adecuado para la corbata roja y gris. Sin embargo, era inevitable dirigir la mirada a su solapa en lugar de a la corbata. De ella colgaba una gran Hakenkreuz decorativa negra y dorada, la esvástica símbolo de todo miembro de buena reputación dentro del partido nazi.

Steinhauser habló.

—Es una pena que tengamos que irnos, Herr Direktor. Su hospitalidad ha sido muy apreciada y le aseguro que hemos tomado buena nota de ella. No se olvidará usted de mi pobre madre, ¿verdad?

—¡No, no! ¡Por supuesto que no! —replicó el direktor colocando su mano sobre el hombro del Oberführer empujándole suavemente hacia la salida—. ¿Debería hacerle la entrega a ella directamente, o a través de su querido hijo?

El pequeño grupo rió.

—Solo envíelo a mi oficina. Cinco conjuntos de las mejores que tenga, recuerde. Yo me encargaré de mamá. —El grupo volvió a reír.

El direktor había perdido la cuenta de todas las madres de oficiales que habían «perdido sus ollas en los bombardeos». Por supuesto, eso no era ni remotamente verdad. Toda la farsa no era más que una transacción de negocios sobreentendida. Todas las partes sabían que las ollas encontrarían rápidamente su lugar en el mercado negro, llenando los bolsillos de los oficiales. Era, simple y llanamente, un soborno.

El direktor no era ningún estúpido y estaba a punto de dar orden para que se entregaran también varios conjuntos a Bosche, cuando Steinhauser habló de nuevo.

—¡Oye tú! —vociferó.

El grupo se volvió y miró el objeto de su atención.

Un hombre pequeño, un trabajador de la fábrica, cruzaba el patio. Llevaba la ropa raída y una banda blanca y azul en el brazo, con la estrella de David. Prácticamente se arrastraba y era evidente, incluso desde la distancia, que estaba sollozando. Las lágrimas caían por su rostro sin afeitar.

(Continues...)



Excerpted from La oportunidad perdida by Andy Andrews Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Thomas Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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