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CAP�TULO PRIMERO
ROSA, LA BELLA
Barrab�lleg� a la familia por v�a mar�tima, anot� la ni�a Clara con su delicada caligraf�a. Ya entonces ten�a el h�bito de escribir las cosas importantes y m�s tarde, cuando se qued� muda, escrib�a tambi�n las trivialidades, sin sospechar que cincuenta a�os despu�s, sus cuadernos me servir�an para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto. El d�a que lleg� Barrab�s era Jueves Santo. Ven�a en una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba--por el porte real de su cabeza y el tama�o de su esqueleto-- el gigante legendario que lleg� a ser. Aqu�l era un d�a aburrido y oto�al, que en nada presagiaba los acontecimientos que la ni�a escribi� para que fueran recordados y que ocurneron durante la misa de doce, en la parroquia de San Sebasti�n, a la cual asisti� con toda su familia. En se�al de duelo, los santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban anualmente del ropero de la sacrist�a, y bajo las s�banas de luto, la corte celestial parec�a un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o los gemidos del �rgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se ergu�an amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus rostros id�nticos de expresi�n constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de muerto, sus rub�es, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de nobles florentinos. El �nico favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san Sebasti�n, porque en Semana Santa leahorraba a los fieles el espect�culo de su cuerpo torcido en Una postura indecente, atravesado por media docena de flechas, chorreando sangre y l�grimas, como un homosexual sufriente, cuyas Ilagas, milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hac�an estremecer de asco a Clara.
Era �sa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se tocaba m�sica que incitara a la lujuria o al olvido y se observaba, dentro de lo posible, la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos d�as, el aguijonazo del demonio tentaba con mayor insistencia la d�bil carne cat�lica. El ayuno consist�a en suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes quesos tra�dos del campo, con los que las familias recordaban la Pasi�n del Se�or, cuidand�se de no probar ni el m�s peque�o trozo de carne o de pescado, bajo pena de excomuni�n, como insist�a el padre Restrepo. Nadie se habr�a atrevido a desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para apuntar a los pecadores en p�blico y Una lengua entrenada para alborotar los sentimientos.
--�T�, ladr�n que has robado el dinero del culto� --gritaba desde el p�lpito se�alando a un caballero que fing� afanarse en Una pelusa de su solapa para no darle la cara--. �T�, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! --y acusaba a do�a Ester Trueba, inv�lida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abr�a los ojos sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni d�nde quedaban los muelles--. �Arrepent�os, pecadores, inmunda carro�a, indignos del sacrificio de Nuestro Se�or! �Ayunad! �Haced penitencia!.
Llevado por el entusiasmo de su celo vocacional, el sacerdote deb�a contenerse para no entrar en abierta desobediencia con las instrucciones de sus superiores eclesi�sticos, sacudidos por vientos de modernismo, que se opon�an al cilicio y a la flagelaci�n. �l era partidario de vencer las debilidades del alma con una buena azotaina de la carne. Era famoso por su oratoria desenfrenada. Lo segu�an sus fieles de parroquia en parroquia, sudaban oy�ndolo describir los tormentos de los pecadores en el infierno, las carnes desgarradas por ingeniosas m�quinas de tortura, los fuegos etemos, los garfios que traspasaban los nuembros viriles, los asquerosos reptiles que se introduc�an por los orificios femeninos y otros m�ltiples suplicios que incorporaba en cada serm�n para sembrar el terror de Dios. El mismo Satan�s era descrito hasta en sus m�s �ntimas anomal�as con el acento de Galicia del sacerdote, cuya misi�n en este mundo era sacudir las conciencias de los indolentes criollos.
Severo del Valle era ateo y mas�n, pero ten�a ambiciones politicas y no pod�a darse el lujo de faltar a la misa m�s concurrida cada domingo y fiesta de guardar, para que todos pudieran verlo. Su esposa N�vea prefer�a entenderse con Dios sin intermediarios, ten�a profunda desconfianza de las sotanas y se aburr�a con las descripciones del cielo, el purgatorio y el infierno, pero acompa�a a su marido en sus ambiciones parlamentarias, en la esperanza de que si �l ocupaba un puesto en el Congreso, ella podr�a obtener el voto femenino, por el cual luchaba desde hac�a diez a�os, sin que sus numerosos embarazos lograran desanimarla. Ese Jueves Santo el padre Restrepo hab�a llevado a los oyentes al l�mite de su resistencia con sus visiones apocal�pticas y N�vea empez� a sentir mareos. Se pregunt� si no estar�a nuevamente... La Casa De Los Espiritus. Copyright � by Isabel Allende. Reprinted by permission of HarperCollins Publishers, Inc. All rights reserved. Available now wherever books are sold.