La Buena Fama
Cuento folclórico de temática tragicómica. Se trata de una muestra de las ideas determinadas que sobre este género poseía Valera en cuanto a estilo, redacción, etc. En esta narración destaca y reelabora los aspectos inverosímiles que caracterizan al relato popular de tradicional oral escrita, aportando una serie de elementos que se acercan más a la novela corta.
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La Buena Fama
Cuento folclórico de temática tragicómica. Se trata de una muestra de las ideas determinadas que sobre este género poseía Valera en cuanto a estilo, redacción, etc. En esta narración destaca y reelabora los aspectos inverosímiles que caracterizan al relato popular de tradicional oral escrita, aportando una serie de elementos que se acercan más a la novela corta.
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by Juan Valera
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Cuento folclórico de temática tragicómica. Se trata de una muestra de las ideas determinadas que sobre este género poseía Valera en cuanto a estilo, redacción, etc. En esta narración destaca y reelabora los aspectos inverosímiles que caracterizan al relato popular de tradicional oral escrita, aportando una serie de elementos que se acercan más a la novela corta.

Product Details

ISBN-13: 9781539056362
Publisher: CreateSpace Publishing
Publication date: 09/24/2016
Pages: 66
Product dimensions: 6.00(w) x 9.00(h) x 0.14(d)
Language: Spanish

About the Author

Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España.Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias.

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La Buena Fama


By Juan Valera

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9816-328-5


CHAPTER 1

Nada recuerdo yo con tanto gusto como las temporadas que he pasado en Villabermeja y los coloquios que allí he tenido con don Juan Fresco, mi querido tocayo. No había asunto sobre el que no hablásemos, dilucidándole hasta donde nuestro saber y nuestra inteligencia alcanzaban. Y cuando no estábamos de acuerdo, nos alegrábamos en vez de sentirlo, porque entonces nuestra conversación, con el apacible discutir, tomaba dulce y acalorada viveza.

A veces lamentaba yo que escritores extranjeros se nos hubiesen adelantado en coleccionar y en poner por escrito con primoroso adorno los cuentos que corren en boca del vulgo. Los mejores, a mi ver, eran los mismos, con raras variantes, en Alemania y en Francia que en España, de suerte que nos habían robado lo más hermoso y rico de aquella materia épica difusa, sin que pudiésemos ya darle forma original en nuestra lengua castellana.

Mi tocayo sostenía la contraria opinión, y afirmaba que había aún mil cuentos vulgares entre nosotros sin que nadie los hubiese recogido, y que no pocos de ellos eran deliciosos y hasta contenían veladas enseñanzas y misteriosas filosofías de subidísimo precio. Él solía escudriñarlas y sacarlas a relucir, interpretando y comentando los tales cuentos como ciertos sabios neoplatónicos las antiguas fábulas griegas.

Varios de estos cuentos me refirió mi tocayo excitándome a que yo tomase la pluma y los escribiese; pero he de confesar que me parecieron casi todos tan absurdos que nunca me atreví a ceder a su súplica. Uno, sin embargo, el de LA BUENA FAMA, me bulle hace muchos años en la cabeza y pugna por escaparse de allí y derramarse en el papel, trascendiendo de la tradición oral a la escritura. El cuento es, sin duda, extraño, nada semejante a los demás de su género y amenísimamente tragicómico, si el narrador acierta a contarle como merece. Y no cabe la menor censura, sino estrepitosa alabanza, en lo que toca a la moralidad, ya que la de este cuento es ejemplar y severa. Solo me han retraído de escribirle y me han hecho vacilar hasta hoy ciertos lances que hay en él, que no ofenden, sino que provocan la risa de la candorosa gente rústica cuando los relata o los oye; pero que acaso enojen a las damas melindrosas y a los pulcros cortesanos. A pesar de tan enorme dificultad, resuelto yo al fin a escribir el cuento, procuraré envolver lo substancial de los mencionados lances, algo escabrosos, en estuche de filigrana y entre perfumadas pleguerías, aunque el estilo tenga entonces que perder bastante de la sencillez y naturalidad que el argumento requiere.

Y dicho esto, para descargo y tranquilidad de mi conciencia, allá va la historia, según mi fresco tocayo me la contaba.

CHAPTER 2

En la populosa capital de un reino que me sería difícil señalar hoy en el mapa, vivía, hará ya lo menos seis o siete siglos, una honrada viuda, tan hidalga como pobre, y agobiadísima, si no por lo avanzado de su edad, por desengaños, enfermedades y otras desventuras. Su difunto esposo había sido caballero tan cabal, que los de su época pudieron mirarse en él como en limpio espejo y tomarle por norma, dechado y cifra de las caballerescas excelencias, ya que, sobre ser gentil, elegante, discreto y ágil, descollaba en bizarrías y arrestos. Había recorrido muchas tierras remotas buscando aventuras entre pueblos de diverso sentir y pensar de los que el suyo tenía. Y en sus altas empresas militares, con frecuencia felices, había alcanzado envidiable gloria y garbeado, además, no cortos provechos.

Deslució, no obstante, tan buenas condiciones y prendas tan raras la inclinación irresistible de este caballero al lujo, a los banquetes, a las daifas y bagazas y, lo que es peor, a los dados y a otros juegos de azar y envite.

Dio esto lamentable ocasión a su prematura y desastrada muerte, a los dos años de su boda, consumida su hacienda y derrochado el dote de su mujer, a quien dejó encinta y en la mayor miseria y abandono.

Fue el caso que unos tahúres, a quienes llamó fulleros, sin que ellos cara a cara se atreviesen a vengar la afrenta, le armaron celada en los oscuros pasadizos de un garito y allí, a puñaladas, le atravesaron el corazón y los hígados.

Imaginemos ahora la desolación de la señora doña Eduvigis. Así llamaremos a la viuda, supliendo la falta que por lo común se advierte en las historias tradicionales en que el pueblo olvida los nombres propios, aunque no olvide ni el más diminuto ápice de los sucesos.

Ella, doña Eduvigis, a pesar de los despilfarros, infidelidades y travesuras de su esposo, le amaba con fervor, y le lloró durante algunos meses, al cabo de los cuales hubo de mitigarse el dolor de la viudez, o, mejor dicho, hubo de eclipsarse por los del parto, el cual vino en sazón y derecho, y dio por resultado a una hermosa niña, ojinegra y morena, a quien, por expresa voluntad del difunto, que mil veces había pronosticado su hermosura, pusieron el inaudito nombre de Calitea.

El tiempo vuela y pasa con tan endemoniada rapidez que nadie habrá de pasmarse de que, al empezar de lleno nuestra narración, Calitea haya crecido y espigado, tenga ya veinte años cumplidos, resplandezca con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea y posea diversas habilidades y artes, como son las de la costura y el bordado, con las cuales se ganaba la vida y sustentaba modestamente a su madre, quien, según hemos indicado ya, estaba hecha una plepa y casi no valía para nada sino para aturdir y marear, dando disposiciones y echando regaños, ya a la única antigua criada que cuidaba de la cocina y del arreglo y orden de la casa, ya a la propia Calitea con motivo de los novios vitandos o deseables.

CHAPTER 3

Salía de diario un río de elocuencia de la boca de doña Eduvigis. Imitemos a su hija, y, como ésta siempre, oigámosla nosotros con paciencia una vez siquiera.

En el cuarto menos malo del chiribitil en que vivían, cuarto que era a la vez estrado, comedor y sala de estudio y trabajo, bordaba Calitea en el bastidor, sentada cerca de la ventana, por donde penetraban, oblicuamente los alegres y gratos rayos del Sol matutino, en un despejado y sereno día de invierno.

La madre, en medio de la estancia, sentada también, no diré junto, sino casi encima de un braserillo de azófar, tenía los pies sobre la tarima, y con la badila, en la diestra, ya accionaba al hablar, como si fuese la badila férula o signo de su magisterio, ya echaba firmas en la ceniza, haciendo brillar el rescoldo. Ella había extendido alrededor la falda de su vestido, y como el calor iba subiendo y recogiéndose en el amplio hueco, donde enrarecía el aire, doña Eduvigis, más seca y ligera que una paja, sentía el prurito, el conato y hasta el comienzo de una de las más extáticas maravillosas elevaciones. Sentía, además, a semejanza de la Pitonisa en Delfos, que le infundía inspiración aquel vaho.

— Niña, niña — decía, pues, con tono de inspirada —, cuan neciamente estás dejando pasar la edad florida y malgastando el tiempo propicio, que no volverá nunca. ¿De qué te vale todo lo que has estudiado, cavilado y alambicado, si no sabes vivir? Tú coses y bordas como las hadas; zurces con tamaña sutileza, que haces invisibles las huellas del rasgón más feo; tus dobladillos, calados, pespuntes y vainicas pasman a la costurera más hábil; y sobre ricos paños bordas en oro, seda y plata figuras prodigiosas de hombres, de animales y de seres imaginarios, que tú misma inventas y dibujas; pero, créeme, nadie pagará jamás tus puntadas sino con ruin tacañería. En cambio, ¿por qué no te percatas mejor, justipreciándolas y utilizándolas, de la sal y la pimienta con que el cielo te ha rociado? Eso sí que podría servirte en el mundo, poniéndote en andas y bajo palio y abriendo para ti el porvenir más halagüeño. Mira, hija mía, que te hablo, no con intenciones bellacas, porque yo he sido y soy rígida en mis costumbres, y, aunque me esté mal el decirlo, raro modelo de esposas, sino para que, sin el menor deterioro de tu honestidad y sin el más somero quebranto de la ley de Dios, aproveches la hermosura, la gracia y el garabato que tienes y los conviertas en anzuelo para pescar buen marido. No lo digo por mí. Ningún interés egoísta me mueve. Lo digo por tu bien. Discurro como madre previsora. El día menos pensado caerá por tierra el ruinoso edificio de mi cuerpo y te quedarás huérfana, desvalida y sin arrimo, en medio de esta gran ciudad, donde habrá mil peligros que te rodeen, como preciada navecilla sin piloto y con poco lastre que audaz se engolfa en mar borrascoso, lleno de escollos e infestado siempre de codiciosos piratas. Es menester, por consiguiente, que te cases pronto y bien, tanto para salir de los ahogos y estrecheces en que vivimos, si vivir así es vivir cuanto para que logres el marido que tu condición requiere, como enriscada alcazaba que, por inexpugnable que sea, requiere quien la mantenga y custodie. Este marido ha de ser respetado a fin de que te haga que te respeten, y vigile por tu honra y la acreciente con la suya; y ha de ser rico, a fin de que tú vivas con el regalo, la elegancia y el decoro que mereces, y a los que no me negarás que eres harto aficionada.

Había heredado Calitea los ímpetus y el desenfado de su padre, y así, sin poderse contener y atropellando un poco el respeto debido, interrumpió de este modo el bello discurso materno:

— Querida mamá, no te canses ni me canses. Ya te lo he dicho mil veces y te lo repito ahora. Yo no me casaré nunca para que me mantengan. Me casaré con el que me enamore, aunque sea pobre. Lo que es respetado, de fijo que lo será, que no he de poner yo mis ojos ni mi alma en un sujeto vil. Mas no necesitaré que me defienda ni que me vigile. Eso sé yo hacerlo sin auxilio de nadie. Ni quiero tampoco que su honra aumente la mía, pues me considero tan honrada que no cabe más. Y en punto a la elegancia y al regalo de que me dices que amo, y yo no te lo niego, sábete que el mayor regalo y la mayor elegancia para mí estriban en cumplir con mi regalado gusto, y mi gusto no se verá cumplido mientras no halle novio que me hechice por su discreción, valor y gallardía, robándome el corazón y cautivándome los sentidos y las potencias. Si no hallare yo y si no se me ofreciere esta joya, me quedaré para vestir santos y me iré con palma a la sepultura.

— Pero, ¡hija de mis entrañas! — interrumpió la madre —. ¿A qué viene ese caramillo que estás armando? De sobra sé que no se hizo la miel para la boca del asno, y de sobra sé que tú eres miel. ¿Cómo había yo de pensar en casarte por codicia con ningún mostrenco? Lo que me lleva a hablarte así es la certidumbre que tengo de que hay alguien que te quiere, que aspira a tu mano, que posee todas esas perfecciones de que hablas y que, además, es rico como un Creso. Algunos más años cuenta de los que convendría que contase para que la unión fuese proporcionada; pero, ¿cómo no perdonar esta desproporción a quien puede endulzarla con muchísimos millones de ducados? Vamos, es una bendición del cielo, una fortuna colosal la que se nos entra por las puertas de casa o nos cae encima como llovida. Delirio sería desdeñarla. Y todo ¿por qué? Porque el fruto, aunque jugoso y exquisito, está algo maduro.

— Pues, ¿te parece poco, mamá? Lo maduro se resiste a mi paladar. O nada, o fruto verde, aunque rejelee. Y dime, ya que, si bien lo sospecho, me agrada que me adulen el oído, ¿quién es ese gato relleno de oro que en forma de pretendiente me envía la misericordia del cielo?

— ¿Pues quién ha de ser sino don Hermodoro? — contestó la madre.

— Ya me lo presumía yo — replicó Calitea —. Siempre que le llevo telas bordadas y paga mi trabajo, me mira con ojos picaruelos y encandilados y hasta se atreve a echarme piropos.

— No lo dudes, niña; el hombre está que se derrite, y, si no te muestras muy esquiva, con poco que hagas le conquistas del todo y se casa contigo.

— Pues no se casará, porque yo no pienso hacer ni haré nada para acabar de conquistarle.

— Eres muy ingrata — repuso la madre —. ¡Si supieras cuánto te admira y te elogia! ¡Con qué entusiasmo me habló de ti, pocos días ha, que vino a visitarme! Casi estuvo a punto de pedirte. Puso por las nubes tu bordado de la última casulla, y dijo que, así por su mérito artístico como por las bellísimas y delicadas manos que le hicieron, le pagaba el doble de lo que suele pagar.

— Por el mérito artístico de mi bordado cobré yo lo que cobré, y me pareció poco. Nada tiene ese necio que pagar ni nada que cobrarle yo por mis bellísimas manos, que solo de balde han de servir para tirarle de las barbas y hartarle de pescozones si sigue desmandándose.

Justo es observar aquí, a fin de que nadie tilde a Calitea de señorita desaforada y de rompe y rasga, que ella vivió hace setecientos años, lo menos, en época más ruda; y que sin tener dueña ni escudero que la escoltase, como las señoritas de Madrid que llevan ahora, cuando van de paseo, una acompañanta a quien llaman la carabina, Calitea, por estar su madre enferma casi siempre, iba sola a sus negocios de costura, y entraba en almacenes y tiendas, y atravesaba calles, plazas y callejuelas, donde no había municipales, ni polizontes, ni alumbrado eléctrico. Era, pues, indispensable que, si quería defenderse, acudiese ella misma a la propia defensa, con algo de marcial, de arrogante y tremendo, como una doña María la Brava.

CHAPTER 4

A pesar de la costumbre que había adquirido de oír con resignación los desatinos y las altiveces de Calitea, su madre quedó consternada después de su último diálogo. Poca esperanza le quedaba ya, conociendo la terquedad de su hija.

Don Hermodoro era el mercader de más crédito en la ciudad; viudo, sin hijos, ansioso de casarse para tener quien heredase su caudal, y prendado de Calitea hasta más no poder. Despreciar todo esto, desde tan humilde y menesterosa posición, era el último extremo de la locura; pero Calitea había llegado a ese extremo, y harto comprendía su desdichada madre que era dificilísimo, casi imposible, hacerla retroceder.

— ¡Dios mío! — exclamaba doña Eduvigis, cuyas meditaciones y soliloquios tomaban a menudo forma de plegaria —. ¡Dios mío! ¿Está loca mi hija? Todavía comprendería yo, por más que lo deplorase, que la muchacha desairara tan brillante partido si estuviese enamorada de algún mozuelo barbilindo, de los muchos que la han pretendido; pero si ella los ha despedido a todos, ¿qué es lo que quiere? ¿Sueña con algún duque? Hasta ahora a todos los novios los ha hallado vulgares, ordinarios, ignorantes y feos. ¿Será menester que de encargo le fabriquen uno bonito, joven, noble, elegante y valeroso, Adonis y Marte en una sola pieza?

En esto atinaba doña Eduvigis. Así era el novio con quien Calitea soñaba. El sueño, con todo, no se trocaba en realidad.

Solo don Hermodoro, cada vez más fino, no atreviéndose a declararse directamente a la hija, hizo su declaración en regia por medio de la madre. El desdén se renovó por estilo más solemne; pero don Hermodoro no quiso desengañarse y retirarse, y siguió en su inútil porfía.

Pasaron meses y llegó la alegre primavera.

Calitea, que era bondadosa, aficionada a reír y a burlar, y divertidísima en su conversación salpicada de chistes sin malicia, tenía por amigas a bastantes muchachas honradas y de buena familia, las cuales se desvivían por convidarla a sus jiras y meriendas campestres en los sotos y prados de las cercanías, que eran un encanto por su fertilidad y que entonces estaban floridos y llenos de lozana verdura.

A pesar de su vida laboriosa y de que el tiempo no le sobraba, Calitea, aceptaba a veces los convites. Su madre, aunque por estar sana del estómago y de los pulmones comía con apetito, y en la lluvia de sus discursos no solía descampar, mientras no se rendía al sueño, como se encontraba cada día más torpe de la vista y de las piernas, no podía ir a estas expediciones; pero a fin de que todo apareciese correcto, y no porque la niña necesitase custodia y vigilancia, confiaba a Calitea a la más autorizada y venerable de las madres de sus compañeras.


(Continues...)

Excerpted from La Buena Fama by Juan Valera. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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