IONE

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by Mario Escobar
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Overview

En el año 7 de la Nueva Era, el mundo es muy diferente a cuando Tes tenía diez años; una bacteria ha exterminado a todos los hombres y mujeres mayores de dieciocho años y los humanos que han quedado sobreviven como pueden en todas las partes del mundo, al igual que Tes tras la pérdida de sus padres, John y Graciela, pastores de la iglesia bautista de la ciudad. La vida de Tes en la pequeña ciudad de Ione en Oregón es tranquila a pesar de que Frank, el jefe de su clan, se está volviendo cada vez más despótico. La llegada al pueblo de un extraño llamado Peter, que dice provenir de la ciudad, levanta la sospecha de que hay más supervivientes al otro lado de las montañas....


Product Details

ISBN-13: 9781602558922
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 06/04/2013
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 192
File size: 885 KB
Age Range: 15 - 18 Years
Language: Spanish

About the Author

Mario Escobar Golderos, licenciado en Historia y diplomado en Estudios Avanzados en la especialidad de Historia Moderna, ha escrito numerosos artículos y libros sobre la época de la Inquisición, la Iglesia Católica, la era de la Reforma Protestante y las sectas religiosas. Apasionado por la historia y sus enigmas ha estudiado en profundidad la Historia de la Iglesia, los distintos grupos sectarios que han luchado en su seno, el descubrimiento y colonización de América. 

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IONE

TETRALOGA IONE 1


By MARIO ESCOBAR, Graciela Lelli

Grupo Nelson

Copyright © 2013 Mario Escobar Golderos
All rights reserved.
ISBN: 978-1-60255-892-2


Excerpt

CHAPTER 1

SE APROXIMA LA PRIMAVERA


AL PENSAR QUE ME QUEDAN tres meses para mi cumpleaños, no puedo evitar imaginar cómo será la vida de mi hermano, Mike, cuando yo desaparezca. Tras la muerte de mis padres en la Gran Peste, él tenía solo seis años. Apenas se acuerda de cómo era la vida antes del año cero. Por un lado, creo que es mejor para él, pero yo extraño muchas cosas. Está mal que lo diga, pero extraño mi Play, la computadora, el iPhone, el iPad y llevar el auto. Apenas había empezado a conducir cuando llegó la Gran Peste.

Mi hermano Mike trabaja conmigo en la granja comunitaria. En Ione no hay mucho donde elegir; puedes trabajar en la granja comunitaria, en el mercado, o convertirte en uno de los chicos de Frank. Frank es el jefe de la comunidad; tiene quince años y es el segundo que hemos tenido. El anterior, Stephen, se internó en el bosque cuando cumplió dieciocho años. No permitimos entre nosotros a nadie mayor de dieciocho años, tal vez por miedo a que nos contagie el virus o porque no queremos ver morir a nadie.

—Tes, estoy muerto de hambre; tenemos que levantarnos antes de que amanezca y no has hecho la cena —me reprochó mi hermano al verme llegar.

—Tienes dos manos, ¿verdad, Mike? Pues ya sabes cómo funciona la cocina de leña —le contesté.

—No me toca hacer la cena, yo limpio la ropa y traigo el agua —se quejó Mike.

—Yo no digo cómo tienes que hacer tus cosas. Será mejor que te limites a comer y callar —le contesté malhumorado.

No me gustaba discutir con Mike, y menos sabiendo que me quedaba tan poco tiempo. Es horrible saber el día de tu muerte, aunque la realidad es que, tarde o temprano, todos tenemos que irnos.

—¿Te ha pagado Peter? —pregunté a mi hermano.

—Me ha dado media docena de huevos, un saco de trigo y otro de maíz —dijo Mike.

—Con eso no podemos pasar todo el mes —me quejé. Peter, el patrón de la granja, siempre nos daba de menos. Decían que el almacén comunitario no podía quedarse vacío, pero la realidad es que Frank y sus chicos comían hasta hartarse, mientras que el resto pasábamos hambre.

Serví los huevos revueltos y comimos en silencio, casi a oscuras. No podíamos gastar las pocas velas que nos quedaban. Mike levantó la vista del plato y me dijo:

—¿Estás preocupado, Tes?

—No, dentro de poco me reuniré con nuestros padres.

—Todavía me quedan ocho años, ¿qué voy a hacer todo ese tiempo solo?

—No tienes por qué estar solo. Tienes amigos —le dije a Mike.

—¿Amigos? Todos son unos chivatos. En este maldito pueblo no puedes hacer nada de lo que no se entere Frank.

—No maldigas, Mike, y menos en la mesa.

—Qué importa eso ya, Tes. Nadie nos va a decir lo que tenemos que hacer o lo que está bien o mal. Las leyes de Ione son muy simples, tú mismo me las explicaste: la norma es que no hay normas. No hay que ir a la escuela ni acostarse temprano, no hace faltar ir limpio ni comer cosas sanas. La única norma es trabajar para la comunidad y no adentrarse en el bosque.

—Ya lo sé, pero en esta casa seguimos teniendo normas. Te acuerdas que papá y mamá ...

—¡Están muertos, Tes! ¿No lo sabes todavía? Nos dejaron solos, y ahora ya no importa lo que nos enseñaron. Un día nos meterás en un lío con tus normas y tu manía de leer libros. Nadie puede leer. Los libros crearon el virus que mató a los adultos y nos llevó al estado en que estamos. Ni libros, ni religiones, ni ideologías; esas son las normas.

Mike suspiró. Yo seguía leyendo a escondidas, y por eso se gastaban las velas; Mike lo sabía, pero nunca me denunciaría. Susi, Mary y Patas Largas también leían a escondidas. Nos auto-denominábamos "los Amigos de Shakespeare", pero eso era un secreto. Nuestro grupo había entrado en el bosque, apenas un poco, para asegurarse de que la carretera seguía en su sitio. El asfalto estaba cuarteado y varios árboles habían invadido el camino, pero aún era transitable para un carro tirado por caballos o un auto con gasolina. Únicamente habían pasado siete años.

Nadie sabía nada de lo que pasaba al otro lado. Durante meses se esperó a la Guardia Nacional, algún tipo de rescate, pero nunca llegó. Después nos cansamos de esperar. Cuando la comida se agotó de los supermercados y nos comimos las últimas latas, comenzamos a darnos cuenta de que si no cultivábamos nuestros propios alimentos, moriríamos. Creamos una asamblea, la "Asamblea de los Justos", y elegimos al primer jefe. Al principio todas las decisiones se tomaban por votación, pero cuando murió Stephen todo cambió. La Asamblea de los Justos llevaba dos años sin convocarse, y Frank hacía lo que quería sin que a nadie pareciera importarle.

—Nosotros tenemos nuestras normas, Mike. Nuestro padre siempre decía que un hombre sin normas es como un barco que navega a la deriva —le dije a mi hermano.

—Será mejor que nos vayamos a dormir. Mañana tenemos un día duro por delante, todavía es sábado —dijo Mike, zanjando la conversación.

Aquella noche me costó conciliar el sueño. Una idea rondaba mi cabeza: si únicamente me quedaban tres meses de vida, ¿qué hacía pudriéndome en un pueblo perdido en mitad de la nada? Nunca había salido de allí; pero si me marchaba, ¿qué sería de mi hermano? Frank era capaz de castigarle por mi huida. Cerré los ojos y pensé que al menos tenía mis libros; con ellos había viajado a lugares distantes y vivido todo tipo de aventuras. Era libre, completamente libre, y nada podía atar mi imaginación a aquel pequeño y alejado pueblo de Oregón.

CHAPTER 2

UN ACCIDENTE


POR LA MAÑANA TENÍAMOS QUE hacer un trabajo especial. La nieve se había retirado de las montañas, y Frank había propuesto que edificáramos un granero más grande. El viejo se había quedado pequeño. Las últimas cosechas habían sido muy buenas; por fin dominábamos las técnicas agrícolas, aunque era muy costoso sacar las cosechas a mano y sin pesticidas. Lo hacíamos todo a mano. La gasolina se terminó a los tres meses de la Gran Peste. Únicamente se guardaba una pequeña parte para casos de emergencia, aunque la mayoría de los vehículos comenzaban a oxidarse por falta de uso.

Cuando llegamos a la explanada donde se iba a construir el granero, ya estaba allí Patas Largas: mi amigo Andrew era uno de los mejores carpinteros de la ciudad. Su padre había trabajado en la construcción, y él había heredado sus habilidades manuales. Muchos le despreciaban por su piel morena y su procedencia hispana; su familia era la única latina de toda la ciudad, pero Patas Largas no les hacía mucho caso a las miradas desconfiadas de la gente. Le gustaba ayudar, y solía meterse en líos por ayudar a los más débiles.

—Hola, Tes, creo que se les han pegado las sábanas —dijo Patas Largas.

—Cada vez es más difícil levantar a Mike —bromeé.

—Eso no es cierto, yo estaba preparado mucho antes que tú

—dijo mi hermano enojado.

—Es broma, Mike —le dije mientras le acariciaba su cabello pelirrojo.

Mike frunció el ceño y se dirigió a su cuadrilla de trabajo. Peter, el capataz, se acercó a nosotros y nos dijo:

—Basta de charla, estamos aquí para trabajar. La comunidad no alimenta a holgazanes.

—Entonces, ¿por qué comen Frank y sus chicos? —pregunté a Peter.

El capataz me miró enfurruñado. Tenía trece años, pero el carácter de un abuelo gruñón y arisco.

—La próxima vez que critiques a nuestro jefe, te denunciaré ante la Asamblea —contestó Peter.

—Me quedan tres meses, ¿crees que me importa lo que me digan?

—A ti no, pero tu hermanito Mike puede pasarlo muy mal. Le podemos enviar a la mina, y allí nadie sobrevive más de un año —dijo Peter con una sonrisa malévola.

Todos temían el trabajo de la mina. Las explosiones y los derrumbes eran constantes, el trabajo duro y la ración de comida escasa.

—Está bien, Peter. Vamos a trabajar —dije para cambiar la conversación.

Ayudé a Patas Largas aquella mañana. Lo primero era levantar la estructura. Las tormentas de primavera podían ser muy duras, y si los cimientos no estaban bien implantados, todo el trabajo se podía destruir en pocos minutos. Patas Largas no era arquitecto ni ingeniero, pero sabía imitar otras construcciones. Desde la Gran Peste se habían quemado algunas casas, no teníamos servicio de bomberos, y otras se habían abandonado. En el pueblo, la mayoría vivía en grandes barracones. Allí la existencia era más fácil; no tenías que preocuparte por la comida o la ropa, pues las chicas lo hacían todo, pero los que queríamos vivir en nuestras casas teníamos un sueldo en especies, que cada vez era más pequeño. Frank quería que todo el mundo estuviera en las comunas, ya que de esa manera era más fácil controlarnos. Únicamente los más mayores nos empeñábamos en ser independientes, pero en un par de años todo el mundo haría lo que Frank dijese.

—Pásame el martillo, Tes. Siempre pareces pensativo, creo que das demasiadas vueltas a las cosas —comentó Patas Largas.

—Lo que no soporto es que Frank y su gente nos manipulen, trabajamos para ellos. Encima tiene la cara de decir que no hay normas, que cada uno puede hacer lo que quiera. Menuda patraña.

—Ya lo sé, Tes. Pero no podemos hacer nada. No sabemos lo que hay al otro lado del bosque —dijo Patas Largas.

—Tiene que haber otras ciudades, otra gente. No creo que estemos solos en el planeta.

—Este lugar es seguro. Puede que en el valle la gente se mate por un trozo de pan, pero aquí tenemos de todo. Poco, pero de todo. Simplemente tienes miedo a cumplir los dieciocho años. A mí me queda un año más, y muchas veces me levanto sudoroso en medio de una pesadilla —dijo Patas Largas.

—No es eso, no tengo miedo a morir, pero imagina que alguien haya encontrado el remedio en la ciudad o en otro estado.

Patas Largas me miró. Tenía varios clavos entre los labios y el martillo en las manos.

—Está prohibido hablar de lo que hay al otro lado del bosque —comentó.

—También leer y escribir. Mi hermano apenas sabe leer y los más pequeños lo ignoran todo; algunos creen que el único sitio habitado del mundo es Ione —dije.

—Ya sabes que los libros están prohibidos —contestó.

—Pues ya me estás devolviendo el que te presté la semana pasada —bromeé.

—Eres incorregible.

—En serio, Frank quiere que la gente no piense. A los niños que nacen ya no los crían sus padres. Frank dice que todos los padres mueren cuando los niños tienen dos o tres años y que no vale la pena que pierdan su tiempo criándolos —dije.

—Eso no es natural —contestó Patas Largas.

Un grito al otro lado de la explanada nos hizo girar la cabeza. Uno de los chicos, un tal Thomas, se había caído del andamio. Corrimos hasta allí; se había roto una pierna y un palo le había atravesado el costado. No era bueno ponerse enfermo o tener un accidente en Ione, pues no había medicinas y apenas se hacían curas de urgencia. Todo el mundo hablaba de que quienes caían enfermos y entraban en la clínica, nunca más volvían a ser vistos.

—¿Estás bien? —pregunté acercándome al niño. No tendría más de nueve años. Era delgado y muy alto.

El niño lloraba y gemía como un loco. El capataz se acercó y miró las heridas.

—Hay que llevarle a la clínica. Teseo y Andrew, tomen la camilla y llévenlo de inmediato —dijo Peter.

—Yo puedo curarle en casa —le dije.

—¿Tú? ¿Eres médico? Los enfermos deben ir a la clínica —dijo Peter.

—No le hagas eso al chico, creo que se puede recuperar —contesté.

—A la clínica, ¡ahora! —ordenó el capataz.

Nos miramos los dos. Después me acerqué a Peter; le sacaba una cabeza, y mi espalda era ancha y fuerte. El capataz dio un paso atrás.

—No me obligues a usar el silbato. Si vienen los hombres de Frank, te llevarán a la cárcel y pasarás tus últimos días entre rejas.

Patas Largas me agarró del brazo. La vida en Ione era dura. Nadie quería meterse en líos y todos miraban hacia otro lado cuando se avecinaba tormenta. Miré a Mike; su rostro reflejaba temor y admiración al mismo tiempo.

Agarramos la camilla y montamos al muchacho. Lo llevamos a la clínica, pero justo antes de llegar, me desvié del camino.

—¿Qué haces, Tes? ¿Te has vuelto loco? —preguntó Patas Largas asustado.

—Le llevaremos a casa, nadie preguntará por él —le dije.

—¿Y si Peter da un informe de lo ocurrido?

—¿Un informe? Peter es un holgazán. No hará nada. Ya lo he visto otras veces. Le curaremos y dentro de una semana nadie se acordará de lo que pasó —comenté.

—Pero tus raciones no darán para los tres —dijo él.

—Ya no llegan ni para dos, pero alguna cosa logro cazar con las trampas. Los conejos y algunas ardillas son lo que nos mantienen con vida.

Nos dirigimos hacia la casa. Esperábamos que nadie nos viera. Aquello era una infracción muy grave. El castigo eran veinte latigazos y trabajos forzados en la mina. Patas Largas miraba a un lado y al otro nervioso.

—¿Quién cuidará de él? —preguntó.

—Se lo pediré a Susi; ella sabe algunos trucos y conoce medicinas naturales —dije.

—La pondrás en peligro —comentó.

—Todos estamos en peligro, ¿no lo ves? No puedo dejar que maten a este niño. Si lo hago, ya no valdrá la pena vivir. ¿Lo entiendes?

Patas Largas afirmó con la cabeza. Frank y los suyos hablaban de un mundo mejor, sin guerras y sin armas. Un mundo en el que todos éramos iguales, pero era mentira. Ellos vivían sin trabajar. Los enfermos desaparecían sin dejar rastro, nos controlaban a través de la comida y cada vez éramos menos libres. Mientras estuviera vivo, no iba a permitir que esas cosas pasaran a mi alrededor.

Escondimos al niño en la parte alta del viejo granero de mis padres. Allí no entraba nadie jamás, y después fuimos a buscar a Susi a la guardería. Ella trabajaba con los bebés. Susi tenía catorce años, pero era la chica más guapa del pueblo. Sus hermosos ojos azules y su cabello moreno destacaban del resto de las chicas. Todos estaban enamorados de Susi, pero por alguna extraña razón, ella no quería salir con nadie.

Cuando entramos en la guardería, Susi estaba intentando mediar entre dos niños pequeños de tres años. En cuanto nos vio entrar, se puso de pie y su tez blanca se sonrojó por unos instantes.

—¿Qué hacen aquí un sábado en la mañana? Es hora de trabajar —dijo Susi.

—Sí, pero ha ocurrido un accidente —le contesté.

—¿Un accidente? ¿Está bien Mike? —preguntó preocupada.

—Sí, el accidentado es un chico al que no conoces. Nos dijeron que le lleváramos a la clínica, pero ya sabes lo que se hace allí —dijo Patas Largas.

—¿Están locos? ¿Han ocultado a un no funcional? —preguntó nerviosa Susi.

"No funcional" era como se denominaba a la gente que estaba enferma o estaba herida. Los no funcionales no tenían derecho a una ración, no podían pertenecer a la Asamblea, y la mayoría moría en un par de días. Algunos rumores hablaban de que los chicos de Frank hacían carne picada con los enfermos y la vendían en la hamburguesería de al lado de la vieja gasolinera.

—¿Quieres que le hagan carne picada? —dije enojado. Susi era uno de los miembros más activos de nuestro grupo de lectura, pero demasiado prudente a la hora de rebelarse contra el sistema.

—Lo que no quiero es que todos nos convirtamos en carne picada. Ese chico no tiene muchas posibilidades. No hay medicinas, y yo lo único que puedo hacer es limpiar las heridas y ponerle un poco de alcohol —dijo Susi.

—Suficiente; por lo menos morirá con dignidad, ¿no crees? Somos personas, no animales —dijo Patas Largas.

—Está bien, cuando termine el trabajo pasaré por allí. Ahora vuelvan al trabajo antes de que alguien sospeche algo.

El tranquilo sábado se ha complicado notablemente, pensé mientras Patas Largas y yo regresábamos a la explanada; pero lo que no sabía era que la tarde iba a ser mucho más sorprendente.


CHAPTER 3

EL FORASTERO


LA PRIMERA QUE VIO LLEGAR al forastero fue nuestra amiga Mary. Mary Jefferson era una de las chicas más inteligentes del pueblo; tenía trece años, estaba algo gordita y su piel caoba parecía siempre recién lavada. Le gustaba salir a la calle con vestidos de flores y se negaba a usar el uniforme de Ione. En los últimos meses, Frank había impuesto un traje de color gris, muy parecido al mono de un mecánico. Decía que no se podían producir cientos de telas de diferentes colores. Un color, un tipo de traje y de tela eran suficientes para toda la comunidad. Mary se había resistido a ponerse la ropa autorizada, pero su cargo en la oficina de suministros le obligaba a aceptar las condiciones de Frank o perder su puesto, aunque por el momento la dejaban vestir como quisiera.

Aquella mañana, Mary había salido de la oficina para dirigirse al viejo granero comunal. La entrada y salida de sacos de trigo no coincidían, y ella tenía la sospecha de que Frank acumulaba trigo para presionar aun más a la comunidad. Apenas había llegado al almacén cuando en el camino se cruzó con un chico de catorce años, de cabello rubio, cara angelical y pecosa. El chico le saludó y siguió su camino hacia el centro de Ione.
(Continues...)


Excerpted from IONE by MARIO ESCOBAR. Copyright © 2013 by Mario Escobar Golderos. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
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