Hombres sin mujer

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by Carlos Montenegro
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Carlos Montenegro (Galicia, 1900-Miami, 1981) Cuba. Fue comunista militante y corresponsal en la guerra civil española. Durante su estancia en la cárcel, se dio a conocer como cuentista con El renuevo, recogido en El renuevo y otros cuentos (1929). Ya en libertad, publicó la colección de cuentos Dos barcos (1934). Su mejor obra es la novela Hombres sin mujer (1938), documento duramente realista sobre la tragedia sexual de los presidiarios en Cuba. Al triunfar la revolución de 1959, abandonó la isla, adonde ya no regresó.


Product Details

BN ID: 2940045567381
Publisher: LD Books - Lectorum
Publication date: 01/10/2014
Sold by: Smashwords
Format: eBook
File size: 435 KB
Language: Spanish

About the Author

Carlos Montenegro Rodríguez (Galicia, 1900-Miami, 1981) Cuba. Fue comunista militante y corresponsal en la guerra civil española. Durante su estancia en la cárcel, se dio a conocer como cuentista con El renuevo, recogido en El renuevo y otros cuentos (1929). Ya en libertad, publicó la colección de cuentos Dos barcos (1934). Su mejor obra es la novela Hombres sin mujer (1938), documento duramente realista sobre la tragedia sexual de los presidiarios en Cuba. Al triunfar la revolución de 1959, abandonó la isla, adonde ya no regresó.

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Hombres Sin Mujer


By Carlos Montenegro

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-563-0



CHAPTER 1

UNA PIEDRA EN EL CAMINO


El negro Pascasio Speek abrió los ojos, estiró brazos y piernas violentamente, hasta el calambre, y tornó a quedarse inmóvil, recostado contra la pared al pie de la cual estaba sentado. Un segundo después bostezó, e impedido de escupir en el suelo, porque el reglamento lo prohibía, se tragó la saliva, pastosa por la hora de sueño que acababa de descabezar, mientras se disponía a encender un cigarro. Con éste en una mano y el fósforo en la otra se quedó rondando la inconsciencia; los párpados se le fueron cerrando poco a poco, y la cabeza comenzó a declinar sobre su hombro izquierdo, hasta que, perdida la gravedad, se le cayó de golpe contra el pecho, espantándole la modorra. Se sacudió, volvió a estirarse y, chasqueando la lengua, encendió el cigarro, al que dio una profunda chupada.

Mientras guardaba el fósforo usado en la misma caja de donde lo había extraído, dejó escapar lentamente el humo, que se elevó en una columna simple, en la calma absoluta del día tropical. A la tercer aspiración, como la ceniza del cigarro ya estaba crecida, se la echó en la palma de la mano y, aplastándola con un dedo, la aventó, soplando sobre ella.

Fue entonces cuando paseó la mirada sin curiosidades por su alrededor. Hacía ocho años que todo estaba igual para él, tan igual, que aun en sueños hubiera podido decir quiénes estaban a aquella hora en el patiecito, quiénes estaban y qué hacían y, tal vez, hasta lo que pensaba cada uno.

Desperezándose, abrió en cruz los brazos, rematados por los puños poderosos, y bostezó ruidosamente; dos gritos le interrumpieron el desahogo físico:

— ¡Animal!

— ¡Yegua!

Miró de reojo. Estaba bien que el chocho de don Juan le dijera animal, pero que aquel quídam de Candela se metiera con él todos los días llamándole yegua o cosas por el estilo, no estaba dispuesto a soportarlo. Ya se lo había dicho otras veces, amenazándolo con romperle un hueso. Esta vez se levantó decidido a todo, mientras, en el extremo del patio, Candela se hacía el disimulado.

Pascasio caminó hasta él y, plantándosele delante, le espetó con tono reconcentrado:

— Oye, ¡tu madre! Yeguas se les dice a los afeminados. Levántate, que te voy a partir las narices.

Candela se rió:

— ¡Está bien, mi tierra! No se ponga bravo por eso, todo el mundo sabe que usted es un varón y ...

— Levántate, si no quieres que te parta esa boca de chayote de una patada. Te quiero enseñar a que respetes a los hombres.

— Vaya, vaya; tengamos paz — intervino don Juan, subiéndose los espejuelos hasta la frente y rascándose una mejilla con la punta de la aguja con que hacía calceta —; miren que las celdas están endemoniadas. ¿Qué es lo que te pasa, Pascasio?

A éste se le había llenado la boca de saliva para provocar la pelea de un escupitajo, cuando Valentín el loco salió de una galera con la boca abotagada por el sueño:

— ¡Tenían que ser estos dos mierdas! ¡Jijos de aura y mono! ¡No se puede ya ni dormir con estos malditos negros! ¿Cómo se atreven a despertar a un hijo de la raza blanca europea? ¡Niches nacidos en cueva! Ya les he dicho que les voy a poner la cola que les quité y a mandarlos para las selvas africanas.

— ¿Y tú eres blanco, Valentín? — intervino por segunda vez don Juan.

— ¡Blanco, viejo cabrón! ¡Blanco de la raza ácrata europea! ¡Francés! Nací en la mismísima Guayana, y tuve el honor de conocer al capitán Dreyfus en la Isla del Diablo. ¡No soy como ustedes, que se dan tanta importancia porque están en este presidio de mierda! ¡A ver! ¿Qué lío es el que se traen?

Dio una patada en el suelo, y echándose hacia atrás, comenzó a tirar golpes con el brazo extendido, como si lo tuviera armado de un sable.

— ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! ¡Cabezas de niche rodando! ¡En cuanto afile mi machete no va a quedar ni uno solo para semilla. Después acabaré con las negras, después con las gallegas y ..., ¡con los cubanos, que el que no tiene de congo tiene de carabalí! Me voy a quedar solo con las hembras blancas y ..., ¡jierro!, ¡jierro!, ¡jierro!

Y Valentín, el mulato loco, abandonando la actitud bélica, se llevó las manos a la cintura y comenzó a moverse deshonestamente, acosado por la lujuria. Sin cesar de moverse, empezó a decir palabras amorosas cargadas de obscenidad, hasta violentarse el sexo, y de súbito, lanzándose al centro del patio, alzó los puños al cielo y gritó estentóreamente:

— ¡Yo quiero comer ganllinan blanca! ¡Ay! ¡Ganllinan blanca!

Luego, echándose sobre la cuenca del ojo que le faltaba el gorro de presidiario, se fue dando grandes pasos, en actitud desafiante, repitiendo despectivo:

— ¡Negros de mierda! ¡Jijos de mono y tiñosa!

Pascasio miró a Candela, que no se había movido y que le sonreía.

— Oye, por última vez: si vuelves a meterte conmigo la vas a pasar mal.

— Está bien, mi tierra.

Y al ver alejarse a Pascasio, añadió:

— ¿No sabes? La Morita me dio recuerdos para ti.

El otro se detuvo en seco; fijó la mirada profundamente en su interlocutor, y después de dudar un instante optó por seguir su camino, diciendo:

— Dáselos a tu madre.

— Dice que está metida contigo y que te tiene medio conseguido.

Pascasio no se contuvo más. Retrocedió de un salto y agarró a Candela por el cuello de la guerrera, lo levantó del suelo y le clavó el puño en plena boca.

— Esto le hago yo a los degradados como tú.

Por efecto del golpe, Candela se había ido contra la pared, y ya se disponía a responder el ataque, cuando vio entrar en el patio al brigada del Orden Interior, que dijo:

— ¿Qué ocurre aquí?

— Nada, brigada Basilio — contestó Candela, reponiéndose —; estábamos jugando de manos.

— El juego de manos ya saben lo que trae. Está bien, ¡ahuequen!

Pascasio, aún sin control, se movió indeciso, pero el temor de verse envuelto en un enredo sodomita lo decidió a aceptar aquella solución. Echó a andar hacia la cocina, donde ya se sentían ruidos de peroles y de poleas y, preocupado, se mezcló con los compañeros que lo habían precedido en la faena.

Trabajó febrilmente; a pesar del calor intenso que hacía, se dejaba bañar por el vapor escapado de las marmitas. De vez en vez, la luz roja de una llama se fugaba de los hornos y le alumbraba el rostro, que se le contraía en gestos de defensa. Entonces se pasaba el gorro por la cara, no se sabía si para secarse el sudor o para borrarse la mueca dolorosa que lo martirizaba.

Miró hacia todos lados con desconfianza. A un lado y a otro estaban sus compañeros entregados al trabajo o a la conversación, acaso mirándolo a él, leyéndosele en las facciones el cúmulo de pensamientos que lo acosaban.

Allí estaban a su alrededor, mezclados en una masa cuya liga era el vicio, nacido de la abstinencia y de la promiscuidad; allí estaban luchando a brazo partido, con sus riñones derritiéndose al fuego del trópico, viviendo inconscientemente una tragedia que les agarraba de los testículos y sobre la que gastaban un afán de palabras. Dos de ellos hablaban a sus espaldas:

— ¿Qué hubo, Comencubo?

— Aquí, compay.

— ¿Fuiste a los Ingresos hoy? Dicen que ha entrado una clase de rubito que parte el alma. Bueno, yo lo vi; es una verdadera lea. Ya Manuel Chiquito lo está trabajando y le mandó cigarros y una lata de leche; anda contando por ahí que recibió una carta de la madre del muchacho, recomendándoselo.

— Tal vez sea cierto, Cayohueso.

— ¡No fastidies! Lo que sucede es que está bronqueado con la Chambelona, y como no puede vivir sin mujer ...

— Mire, compay, ése no es más que un pasmador. Levanta la pieza que otro se va a comer. Acuérdese de la Viudita, de Alma Guajira: una se le corrió con el Colombiano y a la otra se la está trajinando Santinguanzo.

— Sí, pero él fue el primero que los llevó al hoyo. Lo que ocurre es que los afeminados son como los gatos: no miran la mano que les da de comer.

— ¿Y qué quieres tú? ¿Que encima de todo vivan agradecidos? Aquí lo que pasa es que la mitad de los bugas no son más que alarde puro, no tienen muchacho sino para pasearlo a la hora del patio, para guillarse de chulos y pasmar con ellos hasta el último quilo. Estos verras son los que tienen el asunto maleado. Los pájaros capaces de caminar para el muerto de verdad se han buscado a un primavera y no hay modo de cogerlos cansados; acaban por amistarse con otro de su calaña y, ¡listos para las tablas! Son peores que las mujeres cuando se enredan entre ellas mismas. No hay macho que les pueda entrar.

Las palabras hervían como el guiso en los peroles; el vapor de ellas llegaba hasta Pascasio y lo envolvía, lo zarandeaba, aguzándosele dentro las inquietudes.

¡Siempre, siempre lo mismo! ¿No serán capaces de pensar en otra cosa? ¿Por qué no hablaban, siquiera, de la libertad, del campo, de cuando estaban en el cañaveral?

Pascasio sacudió bruscamente la cabeza. ¡Cómo tumbaba él arrobas de caña! Si no fuera porque la guardia rural se figuraba que el lomo de los trabajadores era buena piedra para amolar el filo de sus machetes, el cañaveral hubiera sido el paraíso. Con la distancia se le olvidaba lo malo pasado: el jornal de hambre, la tarea agobiadora, el barracón lleno de bichos, los meses sin trabajo, la persecución contra los que intentaban organizarse; el terror, a veces subterráneo y a veces descarnado, que los obligaba a lanzarse en masa a los caminos como si huyeran de un terremoto o de la peste.

Ahora sólo sabía que estaba allí, entre leas y bugas, como les decían a los pederastas, que no pensaban más que meterse en el hoyo para refocilarse, y que, no contentos con eso, se pasaban el día hablando de lo mismo, con palabras pegajosas y espesas como semen.

Comencubo seguía analizando la sicología de los pederastas:

— Aquí los que se llevan el gato al agua son los guillados de serios. ¿No viste a don Pancho? Todos los días, cuando estaba detrás del mostrador de la zapatería, hablando con el vigilante que cuidaba el taller, le daban fatigas. ¡Claro, con tantísimos años de prisión! Como era don Pancho le dieron a tomar poción yacú, le mejoraron la comida, le concedieron patio por las noches. ¡El mundo colorado! Hasta que se supo que no había tales fatigas, sino que metía debajo del mostrador a los aprendices.

— ¡Ese fue un chisme! — intervino Pascasio.

— ¿Chisme? Mire, compay, ¿cómo no le dan fatigas ahora que no está en el taller? No crea en hombres serios; serio es el chivo y se hace lo que le hacían los aprendices a don Pancho. Después que uno cumple más de un año, ya está listo; y esto es como la guerra, que el que no sirve para matar, sirve para que lo maten.

— ¿Es que tú me sabes algo a mí? — interrogó Pascasio, agresivo.

— ¡Eh! ¿Y quién te ha metido a ti en la procesión?

— No, por si acaso. Ustedes suelen confundir a los hombres.

— Yo no confundo a nadie. Pero sé que esta es la casa del jabonero: que el que no cae, resbala. Si no, al tiempo; aquí ni los ocambos se escapan; andan salidos por ahí, como gatos en cuaresma, dando consejos a los jovencitos: «Oye, yo ya soy viejo y tengo experiencia; no te reúnas con Fulano, que es un empedernido». Y al cabo ya tú sabes; no son otra cosa que asaltadores de portañuelas.

— ¡Y bien! — asintió Cayohueso, envalentonado.

Pascasio paseó la mirada de uno a otro, y alzando los hombros, se volvió hacia los peroles. Comencubo, guiñando un ojo a su compañero, dijo en alta voz:

— Oye, Pascasio. La Morita anda diciendo por ahí ...

El rápido giro del interpelado cortó la frase en la mitad. Los dos hombres se miraron hostilmente un segundo.

— ¿Qué es lo que anda diciendo?

— No, nada; si es que usted lo va a tomar así. Chismes de la gente.

— Pues por eso mismo le acabo de romper la boca a Candela. El que me meta a mí en líos de pájaros lo va a pasar mal.

— Pero de ti nadie habla; es de la Morita, compay. ¿Quién puede evitar que una lea se enamore de uno?

— A la Morita le voy a romper un hueso.

— ¡Y estás completo! Te aseguro que a ese juicio voy yo. Ya me parece estar oyendo al oficial: «¡Ah!, ¿conque líos de marido y mujer? ¡Treinta días de celda!». ¡Y enredarse con el Trágico. Eso, si no te empujan para los Incorregibles; y después sí es verdad que no le puedes hacer el cuento a la gente de que la Morita y tú no están amancebados. Mira, más vale que te vayas de coba con ella y le digas que te deje tranquilo. Es un consejo de preso viejo, compay. Estos pájaros, cada vez que pueden desprestigiar a un hombre, se arrebatan por hacerlo.

Pascasio era lo que se llama un hombre bruto; un hombre poco dispuesto a orillar dificultades si le asistía la razón, pero sintió que Comencubo decía la verdad. El solo hecho de ir a juicio con la Morita era denigrante; aunque todo se aclarase, ya le quedaba el antecedente, y, además ..., ¿cómo evitar el comentario de tanto preso? Pero eso de hablarle, de darle coba, era diferente. ¡Que se anduviera con pies de plomo si no quería pasar un susto que la sacase de cantadora!

— Si la ven ...

Se detuvo al precisar que empleaba el género femenino para designar al invertido.

— ... si ven a ese degradado y quieren hacerle un buen favor, díganle que me deje tranquilo, que siga su camino a fatalizar a otro.

Hablaba sin violencias, como si se sometiese a un destino superior a sus fuerzas, como si ya estuviera «dando coba». Los ocho años de régimen presidiario lo tenían romo, limado, le habían acabado de destruir aquellas rebeldías que ya en el corte de caña se le esponjaban en las faenas de Sol a Sol, cuando con la mocha tenía que tumbar un monte de caña para ganar veinte míseros centavos. Además, no quería fracasar; en el cajón de la galera tenía guardadas ocho papeletas de buena conducta, por cada una de las cuales le rebajaban dos meses de condena. Un poco más y ya estaría cerca de la libertad, fuera de toda aquella podredumbre que ahora lo rodeaba. ¡Libre! ¡Al Sol del campo! Perdido en las plantaciones de caña, que lo obsedían ahora como un sueño maravilloso. Pudiendo gritar a pleno pulmón en medio de la tarde incendiada y coger un buey por los tarros y humillarle el testuz, frotándole el hocico húmedo en la tierra roja, y solitario después de verlo correr, brincando, mientras él, loco de alegría, borracho, se tiraba al suelo, rodando por una pendiente, espantando con sus carcajadas a los venados del monte, y rodando, rodando, no solo, sino con ella, con su hembra, hasta perderse en la yerba alta del río, o en los manglares.

Cuando ingresó en el presidio, su conciencia de hombre primitivo se asombró de que existiera tanto fango. No podía creer lo que veían sus ojos y que lo que veía sucediera precisamente allí, bajo la vigilancia de los carceleros y a pesar de todos los castigos. La primera sensación fue de asco; después, dentro le fue creciendo la indignación y, al fin, acabó por habituarse, pero escapando de todo trato, disimulándose en los rincones. Cada vez que se había acercado a alguien le había descubierto, más o menos profunda, la veta vergonzosa; algunos ya la traían de la calle, de la ciudad, y a él se le hacía como si todos estuvieran leprosos y lo fueran a contaminar. Los que encontraba que pensaran como él no tardaban en abandonarlo, bien porque siguieran la corriente general, bien porque acabaran por creerlo exagerado, demasiado exigente. ¿Qué otra cosa era posible allí? El hombre privado de mujer años tras años acaba por descubrir en otro hombre lo que echa de menos, lo que necesita tan perentoriamente, que aun en sueños le hace hervir la sangre, y despierto le coge todos los pensamientos y forma con ellos un mazacote que dedos invisibles modelan de mil maneras distintas, todas apuntando a lo anormal, a la locura. No importa que de pronto no se vea la carne; el sexo está en todo. El sexo está, recóndito, en la calceta de don Juan; en aquel que tiene domesticada una araña; en el que se ha abrazado a Allan Kardec. Está afanoso en la locura de Valentín, aun en el momento que machetea con su brazo inerme los zis-zas mortíferos. Está en todas partes: en los rincones, detrás de las columnas, en dondequiera que cae un poco de sombra o de Sol; está, sobre todo, en las sábanas de los petates, en el reglamento que prohíbe el uso de jabones y talcos perfumados. ¡En el clima!


(Continues...)

Excerpted from Hombres Sin Mujer by Carlos Montenegro. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
AL LECTOR, 9,
I. UNA PIEDRA EN EL CAMINO, 11,
II. EN LA GALERA, 21,
III. LA NOCHE, 31,
IV. LA MORITA, 42,
V. LOS INGRESOS, 51,
VI. EL INFIERNO, 64,
VII. EL SINFÍN, 71,
VIII. EN EL BAÑO, 79,
IX. LA MECÁNICA, 95,
X. EN LOS INCORREGIBLES, 107,
XI. EL VÉRTIGO, 123,
XII. EN EL PATIO, 137,
XIII. EL BAILE DEL GUANAJO, 150,
XIV. EL JUICIO, 163,
XV. EN LAS CELDAS, 171,
XVI. EL ABISMO, 181,
XVII. LA MISA, 192,
XVIII. EN EL TALLER, 200,
XIX. EL SANATORIO, 209,
XX. EL FINAL, 218,
LIBROS A LA CARTA, 233,

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