Hombres de valor: Cinco hombres fieles que Dios usó para cambiar la eternidad

Hombres de valor: Cinco hombres fieles que Dios usó para cambiar la eternidad

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Overview

En esta recopilación de los cinco libros de la serie Hombres de valor, Francine Rivers, la reconocida autora de mayor venta del New York Times, resalta la vida de cinco hombres de la Biblia que apoyaron héroes de la fe y silenciosamente cambiaron la eternidad. Aarón, Caleb, Jonatán, Amós y Silas buscaron fielmente a Dios a la sombra de los líderes elegidos. Cada uno de ellos respondió al llamado de Dios a servir sin reconocimiento ni fama y lo dieron todo sabiendo que su recompensa no vendría hasta la próxima vida.

In this five-book compilation of the Sons of Encouragement series, New York Times best-selling author Francine Rivers illuminates the lives of five biblical men who stood behind the heroes of the faith and quietly changed eternity. Aaron, Caleb, Jonathan, Amos, and Silas each faithfully sought after God in the shadows of His chosen leaders. They answered God’s call to serve without recognition or fame, and they gave everything, knowing their reward might not come until the next life.


Product Details

ISBN-13: 9781496438904
Publisher: Tyndale House Publishers
Publication date: 09/17/2019
Pages: 720
Product dimensions: 6.00(w) x 8.80(h) x 1.50(d)
Language: Spanish

About the Author

About The Author
From 1976 to 1985, Francine Rivers had a successful writing career in the general market, and her books were awarded or nominated for numerous awards and prizes. Although raised in a religious home, Francine did not truly encounter Christ until later in life, when she was already a wife, mother of three, and an established romance novelist. Shortly after becoming a born-again Christian in 1986, Francine wrote Redeeming Love as her statement of faith. This retelling of the biblical story of Gomer and Hosea set during the time of the California Gold Rush is now considered by many to be a classic work of Christian fiction. Redeeming Love continues to be one of the Christian Booksellers Association’s top-selling titles, and it has held a spot on the Christian bestsellers list for nearly a decade.

Since Redeeming Love, Francine has published numerous novels with Christian themes--all bestsellers--and she has continued to win both industry acclaim and reader loyalty around the globe. Her Christian novels have also been awarded or nominated for numerous awards, including the Christy Award and the ECPA Gold Medallion. Francine’s novels have been translated into over twenty different languages, and she enjoys bestseller status in many foreign countries including Germany, The Netherlands, and South Africa.

Francine and her husband, Rick, live in Northern California and enjoy the time spent with their three grown children and every opportunity to spoil their four grandchildren. She uses her writing to draw closer to the Lord, and that through her work she might worship and praise Jesus for all He has done and is doing in her life.

Read an Excerpt

CHAPTER 1

EL SACERDOTE

AARÓN TENÍS LA SENSACIÓN de que había alguien parado cerca de él mientras desataba el molde y dejaba a un costado el ladrillo seco. Su piel le cosquilleaba por el miedo. Levantó la vista, pero no había nadie cerca. El capataz hebreo más cercano estaba supervisando la carga de ladrillos a una carreta para alguna agregación a una fase de las ciudades de almacenamiento del faraón. Se limpió el sudor que tenia sobre el labio superior y volvió a agacharse para seguir trabajando.

Por toda esa región, los niños, tostados por el sol y agotados por el trabajo, llevaban paja a las mujeres, quienes la sacudían como una manta sobre el foso de barro antes de pisotearla. Hombres empapados en sudor llenaban los baldes y se doblaban bajo el peso mientras volcaban el barro en los moldes para ladrillos. Desde el alba hasta el atardecer, el trabajo continuaba sin cesar, dejándoles solo unas pocas horas del crepúsculo para ocuparse de sus pequeños huertos y rebaños para tener con qué alimentarse.

¿Dónde estás, Dios? ¿Por qué no nos ayudas?

— ¡Oye, tú! ¡Ponte a trabajar!

Agachando la cabeza, Aarón ocultó su odio y pasó al siguiente molde. Las rodillas le dolían por acuclillarse; la espalda, por levantar ladrillos, y el cuello, por agachar la cabeza. Apiló los ladrillos para que otros los cargaran. Los fosos y las planicies eran una colmena de obreros, y el aire era tan sofocante y pesado que apenas podía respirar por el hedor a miseria humana. A veces, la muerte le parecía preferible a esta existencia insoportable. ¿Qué esperanza tenía él o cualquiera de su pueblo? Dios los había abandonado. Aarón se secó el sudor de los párpados y sacó otro ladrillo seco de un molde.

Alguien le habló de nuevo. Fue menos que un susurro, pero le agitó la sangre y se le erizó el cabello de la nuca. Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante para escuchar. Miró alrededor; nadie le prestaba atención.

Quizás le estaba afectando el calor. Debía ser eso. Cada año se le hacía más difícil, más insoportable. Tenía ochenta y tres años, una larga vida bendecida con nada más que desdicha.

Temblando, Aarón levantó la mano. Un niño se acercó rápidamente con un odre con agua. Aarón bebió profundamente, pero el fluido caliente no frenó el temblor interno, la impresión de que alguien lo observaba tan de cerca que podía sentir esa mirada llegándole hasta la médula de sus huesos. Era una sensación rara y aterradora por su intensidad. Se echó hacia adelante, de rodillas, anhelando ocultarse de la luz, ansiando descansar. Oyó que el capataz gritaba otra vez y supo que, si no volvía a trabajar, sentiría el ardor del látigo. Aun los hombres viejos como él tenían la obligación de cumplir una considerable cuota de ladrillos al día. Y, si no lo hacían, sufrían por eso. Su padre, Amram, había muerto con la cara contra el barro y el pie de un egipcio pisándole la nuca.

¿Dónde estabas Tú entonces, Señor? ¿Dónde estabas?

Odiaba a los capataces hebreos tanto como a los egipcios. Pero de todas maneras estaba agradecido: el odio hacía más fuerte al hombre. Cuanto más pronto completara su cuota, más pronto podría ir a cuidar de su rebaño de ovejas y cabras, y más pronto sus hijos podrían trabajar en la porción de la tierra de Gosén que producía el alimento para su mesa. Los egipcios tratan de matarnos, pero nosotros seguimos sin parar. Nos reproducimos. Pero ¿de qué nos sirve? Sufrimos cada día más.

Aarón soltó otro molde. Las gotas de transpiración chorrearon desde sus cejas hacia el barro endurecido, manchando el ladrillo. ¡El sudor y la sangre hebrea estaban derramados en todo lo que se edificaba en Egipto! Las estatuas de Ramsés, los palacios de Ramsés, los almacenes de Ramsés, la ciudad de Ramsés: todo estaba manchado. Al gobernante de Egipto le gustaba ponerle su nombre a todo. ¡La soberbia reinaba sobre el trono de Egipto! El faraón anterior había intentado ahogar a los niños varones hebreos en el Nilo y, ahora, ¡Ramsés trataba de reducirlos a polvo! Aarón levantó el ladrillo y lo apiló con la otra docena que había hecho.

¿Cuándo nos rescatarás, Señor? ¿Cuándo romperás el yugo de esclavitud que pesa sobre nuestras espaldas? ¿Acaso no fue nuestro antepasado José quien salvó del hambre a este país infame? ¡Y mira cómo nos tratan ahora! ¡El faraón nos usa como animales de carga para construir sus ciudades y sus palacios! Dios, ¿por qué nos abandonaste? ¿Cuánto falta, oh, Señor, cuánto más para que nos liberes de los que quieren matarnos a fuerza de trabajo?

Aarón.

La Voz vino de afuera y de adentro; esta vez, claramente, y silenció los pensamientos agitados de Aarón. Sintió tan intensamente la Presencia, que todo lo demás se esfumó y fue acallado y aquietado por manos invisibles. La Voz era inconfundible. Su propia sangre y sus propios huesos la reconocieron.

¡Ve al desierto para encontrarte con Moisés!

La Presencia ascendió. Todo volvió a ser como antes. Los sonidos volvieron a rodearlo: la succión del barro bajo los pies que lo aplastaban, los quejidos de los hombres al levantar los baldes, los gritos de las mujeres pidiendo más paja, el crujido de la arena cuando alguien se acercaba y, por supuesto, una imprecación, un grito dando órdenes y el siseo del látigo. Aarón gruñó de dolor cuando sintió el golpe sobre su espalda. Se encorvó hacia adelante y se cubrió la cabeza, temiendo menos al capataz que a Aquel que lo había llamado por su nombre. El látigo le rasgó la piel, pero la Palabra del Señor le desgarró profundamente el corazón.

— ¡Levántate, viejo!

Si tenía suerte, moriría.

Sintió más dolor. Oyó voces y se dejó llevar por la oscuridad. Y recordó...

¿Cuántos años habían pasado desde que Aarón había pensado en su hermano? Dio por sentado que estaba muerto, que sus huesos secos habían quedado olvidados en alguna parte del desierto. El primer recuerdo de Aarón era la indignación de su madre, llorando angustiada mientras cubría con alquitrán y brea la canasta que había tejido.

— El faraón dijo que teníamos que entregar nuestros hijos al Nilo, Amram, así que lo haré. ¡Que el Señor lo cuide! ¡Que el Señor sea misericordioso!

Y Dios había sido misericordioso al permitir que la canasta se desviara hasta las manos de la hija del faraón. Miriam, de solo ocho años, la había seguido para ver qué sucedía con su hermanito y, luego, había tenido el valor suficiente para mencionarle a la egipcia que iba a necesitar una nodriza. Cuando Miriam recibió la orden de buscar una, corrió hacia su madre.

Aarón tenía solo tres años, pero todavía recordaba ese día. Su madre se soltó de sus manos que se aferraban con fuerza a ella.

— Deja de aferrarte a mí. ¡Tengo que ir! — Sujetándolo firmemente de las muñecas, lo apartó de ella —. Agárralo, Miriam.

Aarón dio un alarido cuando su madre salió por la puerta. Estaba abandonándolo.

— Cállate, Aarón. — Miriam lo abrazó con fuerza —. No servirá de nada que llores. Sabes que Moisés necesita a mamá más que tú. Eres un niño grande. Ya puedes ayudarme a cuidar el huerto y las ovejas ...

Si bien su madre regresaba cada noche, su atención estaba claramente puesta en el bebé. Cada mañana obedecía la orden de la princesa de llevar al bebé al palacio y quedarse cerca en caso de que él necesitara algo.

Pasaron los días, y la hermana de Aarón era la única que estaba ahí para consolarlo.

— Yo también la extraño, ¿sabes? — Se limpió las lágrimas de las mejillas —.

Moisés la necesita más que nosotros. Todavía no ha sido destetado.

— Yo quiero a mamá.

— Bueno, querer y tener son dos cosas distintas. Deja de lloriquear.

— ¿A dónde va mamá todos los días?

— Río arriba.

— ¿Río arriba?

Ella señaló con el dedo.

— Al palacio, donde vive la hija del faraón.

Un día, Aarón se escapó mientras Miriam había salido para ocuparse de las pocas ovejas que tenían. Aunque le habían dicho que no lo hiciera, caminó bordeando el Nilo y siguió el rumbo del río alejándose de la aldea. En las aguas vivían cosas peligrosas. Criaturas malignas. Los juncos, altos y filosos, le hacían pequeños cortes en las manos y en las piernas cuando se abría paso a través de ellos. Escuchaba crujidos y rugidos bajos, plañidos agudos y aleteos frenéticos. Los cocodrilos vivían en el Nilo. Su madre se lo había dicho.

Escuchó que una mujer reía. Abriéndose paso entre los juncos, se acercó a rastras hasta que pudo ver a través del velo de cañas verdes el patio de piedra donde había una egipcia sentada con un bebé sobre su regazo. Lo hacía brincar sobre sus rodillas y le hablaba en voz baja. Le daba besos en el cuello y lo levantaba hacia el sol como una ofrenda. Cuando el bebé se echó a llorar, la mujer llamó en voz alta a «Jocabed». Aarón vio que su madre se levantaba de un lugar entre las sombras y bajaba las escaleras. Sonriente, tomó al bebé que, Aarón ahora sabía, era su hermano. Las dos mujeres hablaron brevemente y la egipcia se fue adentro.

Aarón se levantó para que su mamá pudiera verlo si desviaba su mirada hacia él. No lo hizo. Únicamente tenía ojos para el bebé que estaba en sus brazos. Mientras su madre amamantaba a Moisés, le cantaba. Aarón estaba solo, observándola acariciar con dulzura la cabeza de Moisés. Quería llamarla, pero tenía la garganta fuertemente cerrada y seca. Cuando mamá terminó de alimentar al bebé, se levantó y le dio la espalda al río. Sostuvo a Moisés contra su hombro. Y luego subió las escaleras y volvió a entrar en el palacio.

Aarón se sentó en el barro, escondido entre los juncos. Los mosquitos zumbaban a su alrededor. Las ranas croaban. Otros sonidos, más amenazantes, se propagaban desde la profundidad de las aguas. Si una serpiente o un cocodrilo lo atrapaban, a mamá no le importaría. Tenía a Moisés. Era el único a quien amaba ahora. Se había olvidado completamente de su hijo mayor.

Aarón sufría la soledad y su corazón de niño ardía de odio por el hermano que le había quitado a su madre. Si tan solo la canasta se hubiera hundido. Si tan solo se lo hubieran comido los cocodrilos como se habían comido a todos los otros bebés varones. Escuchó que algo se acercaba entre los juncos y trató de esconderse.

— ¿Aarón? — Miriam apareció —. ¡Estuve buscándote por todas partes!

¿Cómo lograste llegar aquí? — Cuando él levantó la cabeza, los ojos de ella se llenaron de lágrimas —. Ay, Aarón ... — Miró hacia el palacio con anhelo —. ¿Viste a mamá?

Él agachó la cabeza y sollozó. Los brazos delgados de su hermana lo rodearon y lo acercaron a ella.

— Yo también la extraño, Aarón — susurró, y se le quebró la voz. Él apoyó su cabeza contra el cuerpo de ella —. Pero tenemos que irnos para no causarle problemas.

Él tenía seis años cuando su madre volvió sola a casa una noche, llorando. Lo único que hacía era llorar y hablar de Moisés y la hija del faraón.

— Ella ama a tu hermano. Será una buena madre para él. Debo consolarme con eso y olvidarme de que es una pagana. Le dará educación. Él crecerá y, un día, será un gran hombre. — Plegó su chal y lo apretó contra su boca para sofocar los sollozos, mientras se mecía hacia adelante y hacia atrás —. Algún día volverá con nosotros. — Le gustaba decir eso.

Aarón deseaba que Moisés nunca volviera. Esperaba no volver a ver a su hermano nunca más. Lo odio, quería gritar. ¡Lo odio porque te alejó de mí!

— Mi hijo será nuestro salvador. — De lo único que ella podía hablar era de su precioso Moisés, el libertador de Israel.

La semilla del rencor creció en Aarón hasta que no pudo soportar oír el nombre de su hermano.

— ¿Por qué volviste? — dijo una tarde, sollozando furioso —. ¿Por qué no te quedaste con él, si tanto lo amas?

Miriam le dio un coscorrón.

— Cierra la boca, o mamá pensará que yo te malcrié mientras ella no estaba.

— ¡A ella no le importamos ni tú ni yo! — le gritó a su hermana. Volvió a enfrentar a su madre —. Apuesto que ni siquiera lloraste cuando papá murió con la cara en el barro. ¿Lo hiciste? — Luego, al ver la expresión del rostro de su madre, salió corriendo. Corrió hasta los fosos de barro, donde su trabajo era esparcir la paja para que los obreros la aplastaran contra el lodo para fabricar ladrillos.

Por lo menos, después de eso, ella habló menos de Moisés. Casi no hablaba de nada.

Ahora, Aarón despertó de los recuerdos dolorosos. Podía percibir el calor a través de sus párpados y una sombra cayó sobre él. Alguien le llevó a la boca algunas gotas de preciada agua, mientras el pasado hacía eco a su alrededor. Todavía estaba confundido; el pasado y el presente se mezclaban.

— Aunque el río le perdone la vida, Jocabed, cualquiera que vea que está circuncidado sabrá que está condenado a morir.

— ¡No voy a ahogar a mi propio hijo! ¡No levantaré la mano contra mi propio hijo, ni lo harás tú! — Su madre lloraba mientras colocaba a su hermano dormido dentro de la canasta.

Sin duda, Dios se había burlado de los dioses egipcios ese día, pues el Nilo, la vida misma de Egipto, había llevado a su hermano a las manos y al corazón de la hija del faraón, el mismísimo hombre que había ordenado que todos los bebés varones hebreos fueran ahogados. Además, los otros dioses que acechaban a las orillas del Nilo en forma de cocodrilos e hipopótamos tampoco cumplieron el mandato del faraón. Pero a nadie le pareció divertido. Habían muerto muchísimos hasta ese día y seguían muriendo más todos los días. A veces Aarón pensaba que el único motivo por el cual el edicto quedó eliminado finalmente ¡fue para asegurar que el faraón tuviera suficientes esclavos para hacer sus ladrillos, para tallar sus piedras y construir sus ciudades!

¿Por qué fue su hermano el único que sobrevivió? ¿Sería Moisés el libertador de Israel?

Miriam controló la vida de Aarón, incluso después de que su madre volvió a casa. Su hermana fue tan protectora con él como una leona con su cachorro. Aun entonces, y a pesar de los acontecimientos extraordinarios relacionados con Moisés, las circunstancias de la vida de Aarón no cambiaron. Aprendió a cuidar ovejas. Llevaba la paja a los fosos de barro. A los seis años, paleaba barro para llenar los baldes.

Y, mientras Aarón vivía la vida de un esclavo, Moisés crecía en un palacio. Aarón era formado por el trabajo arduo y por el maltrato a manos de los capataces, al mismo tiempo que Moisés aprendía a leer y escribir y vivir como un egipcio. Aarón vestía harapos. Moisés siempre usaba ropas de lino fino. Aarón comía pan simple y cualquier cosa que su madre y su hermana pudieran cultivar en su pedacito de tierra dura y árida. Moisés se llenaba el vientre con comidas servidas por esclavos. Aarón trabajaba al rayo del sol, parado en lodo que le llegaba hasta las rodillas. Moisés se sentaba en frescos corredores de piedra y era tratado como un príncipe egipcio, pese a su sangre hebrea. Moisés llevaba una vida de comodidades, en lugar de esfuerzos; de libertad, en lugar de esclavitud; de abundancia, en lugar de carencias. Nacido como esclavo, Aarón sabía que moriría como esclavo.

A menos que Dios los liberara.

¿Es Moisés el elegido, Señor?

La envidia y el resentimiento habían atormentado a Aarón casi toda su vida. Pero ¿tenía la culpa Moisés de haber sido arrebatado de su familia y criado por unos extranjeros idólatras?

Aarón no vio a su hermano hasta años después, cuando Moisés se paró en la puerta de su casa. Su madre se levantó dando un grito y corrió a abrazarlo. Aarón no sabía qué pensar ni sentir; tampoco sabía qué esperar de un hermano que parecía un egipcio y que desconocía completamente el idioma hebreo. Aarón se sintió resentido, y luego confundido, por las ganas que tenía Moisés de aliarse con los esclavos. Moisés podía ir y venir como se le antojara. ¿Por qué había elegido venir y vivir en Gosén? Podría haber salido a manejar su carro de guerra, a cazar leones con otros jóvenes de la familia del faraón. ¿Qué pretendía lograr trabajando a la par de los esclavos?

— Tú me odias, ¿verdad, Aarón?

Aarón comprendía egipcio, aunque Moisés no comprendía el hebreo. La pregunta lo hizo detenerse.

— No, no es odio. — No sentía más que desconfianza —. ¿Qué haces aquí?

— Yo pertenezco a este lugar.

Aarón se enfureció por la respuesta de Moisés.

— ¿Acaso arriesgamos la vida para que terminaras en un foso de barro?

— Si voy a liberar a mi pueblo, ¿no debería llegar a conocerlo?

— Ah, qué magnánimo.

— Ustedes necesitan un líder.

Jocabed defendió a Moisés de todo corazón.

— ¿No les dije que mi hijo escogería a su propia gente y no a nuestros enemigos?

¿No sería más útil Moisés en el palacio, hablando en defensa de los hebreos? ¿Creía que se ganaría el respeto del faraón trabajando junto a los esclavos? Aarón no entendía a Moisés y, después de tantos años de desigualdad en su manera de vivir, no estaba seguro de que le gustara.

Pero ¿por qué debía hacerlo? ¿Qué se proponía Moisés, realmente? ¿Era un espía del faraón que venía a averiguar si estos israelitas desgraciados tenían planes de aliarse con los enemigos de Egipto? La idea podría habérseles ocurrido, pero sabían que no correrían mejor suerte en manos de los filisteos.

(Continues…)


Excerpted from "Hombres de valor"
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Copyright © 2019 Francine Rivers.
Excerpted by permission of Tyndale House Publishe rs.
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Table of Contents

Agradecimientos, 9,
Prólogo, 11,
El sacerdote, 13,
El guerrero, 165,
El príncipe, 303,
El profeta, 447,
El escriba, 577,
Acerca de la autora, 715,
Libros de Francine Rivers, 717,

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