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Overview

Cuando Gabriela, una hermosa mulata analfabeta, llega a Ilhéus, ciudad del estado brasileño de Bahía, huyendo del campo y de la miseria, se desencadena un divertido cúmulo de pasiones humanas en un abigarrado marco rebosante de sabores, colores y olores. La sugerente Gabriela, su amante -el pintoresco y pragmático Nacib-, las singulares hermanas Reis y el sempiternamente enamorado profesor Josué son sólo los principales personajes de esta inolvidable novela del escritor brasileño Jorge Amado que, empapada de un vitalismo y una sensualidad profundamente ligados a la cultura y las costumbres de su Bahía natal, es una celebración de la existencia y del humor.

Product Details

ISBN-13: 9788491043287
Publisher: Alianza
Publication date: 03/17/2016
Series: 13/20
Sold by: Hachette Digital, Inc.
Format: eBook
File size: 672 KB
Language: Spanish

About the Author

Jorge Amado (1912-2001) es tal vez el escritor brasileño más conocido en el mundo. En muchas de sus obras se mezclan los temas naturalistas con un humor obsceno y se describe el mágico ambiente de la gente humilde de Bahía. A los dieciocho años publicó su primera novela, El país del carnaval (1931). Tierra del sinfín (1944), considerada una de sus obra maestra, describe la dura vida de los trabajadores de las plantaciones de cacao. En 1961 fue elegido miembro de la Academia Brasileña de Letras. Doña Flor y sus dos maridos (1966), quizá su novela más famosa, fue llevada al cine por Bruno Barreto en 1976.

Read an Excerpt

Capítulo primero
La languidez de Ofenísia
(QUE APARECE MUY POCO, PERO NO POR ESO ES MENOS IMPORTANTE)

“En este año de impetuoso progreso…”
(de un periódico de Ilhéus, 1925)

RONDÓ DE OFENÍSIA
Escucha, oh, mi hermano,
Luíz Antônio, caro hermano:

Ofenísia en la terraza
balanceándose en la hamaca.
El calor y el abanico,
la brisa dulce del mar,
criada en un dormitar.
Ya iba a cerrar los ojos
cuando el rey apareció:
barbas de tinta negra,
¡oh, resplandor!

El verso de Teodoro,
la rima para Ofenísia,
el vestido traído de Río,
el corsé y el collar,
mantilla de seda negra,
el sagüí que me diste,
¿todo eso de qué sirve,
Luíz Antônio, caro hermano?

Son brasas sus ojos negros
(––¡Son ojos de emperador!),
han incendiado mis ojos.
Sábana de sueño sus barbas
(––¡Barbas imperiales!)
para mi cuerpo envolver.
Con él me quiero casar
(––¡Con el rey no te puedes casar!)
con él quiero descansar
y entre sus barbas soñar.
(––¡Ay, hermana, nos deshonras!)
Luíz Antônio, caro hermano,
¿por qué no me matas ya?

No quiero al conde ni al barón,
señor de ingenio no quiero,
ni los versos de Teodoro,
no quiero claveles ni rosas
ni pendientes de diamantes.
¡Sólo quiero las barbas,
tan negras, del emperador!
Caro hermano, Luíz Antônio,
de la casa ilustre de los Ávila,
escucha, oh, caro hermano:
si concubina no fuera yo
del señor emperador,
en esta hamaca moriría
de desazón.

Del sol y de la lluvia con pequeño milagro

Aquel año de 1925, cuando floreció el idilio de la mulata Gabriela y el árabe Nacib, la estación de las lluvias se había prolongado tanto más allá de lo normal y necesario que los hacendados, como una bandada asustada, se cruzaban en las calles preguntándose unos a otros, el miedo en los ojos y en la voz:

––¿No va a parar nunca?

Se referían a las lluvias; jamás se había visto caer tanta agua de los cielos, día y noche, casi sin intervalos.

––Una semana más y todo estará en peligro.

––La cosecha entera…

––¡Dios mío!

Hablaban de la cosecha que se había anunciado como excepcional, pues superaría de lejos a todas las anteriores. Con los precios del cacao en constante alza, significaba todavía mayor riqueza, prosperidad, abundancia, dinero a raudales. Hijos de los coroneles que estudiarían en los colegios más caros de las grandes ciudades, nuevas residencias para las familias en las nuevas calles recién abiertas, muebles de lujo mandados traer desde Río, pianos de cola para lucir en los salones, comercios bien provistos, todo multiplicándose, crecimiento de la economía, bebidas corriendo en los cabarés, mujeres recién desembarcadas, juego en los bares y los hoteles, el progreso, en fin, la tan mentada civilización.

¡Y pensar que esas lluvias, ahora demasiado copiosas, amenazadoras, diluviales, habían demorado en llegar, se habían hecho esperar y rogar! Meses antes, los coroneles elevaban los ojos hacia el cie- lo límpido en busca de nubes, de señales de lluvia próxima. Crecían los cultivos de cacao, que se extendían por todo el sur de Bahía, a la espera de las lluvias indispensables para el desarrollo de los frutos recién nacidos, que reemplazaban las flores de los cacaotales. La procesión de San Jorge, aquel año, tenía el aspecto de una ansiosa promesa colectiva al santo patrono de la ciudad.

Su rico palanquín, bordado en oro, era llevado en los hombros orgullosos de los ciudadanos más notables, los más importantes hacendados, vestidos con el sayo rojo de la cofradía, lo que no es poco decir, ya que los coroneles del cacao no se distinguían por su religiosidad, no frecuentaban iglesias, eran rebeldes a la misa y a la confesión, pues dejaban esas flaquezas a las mujeres de la familia:

––La iglesia es cosa de mujeres.

Se contentaban con atender los pedidos de dinero del obispo y de los curas para destinarlo a obras y esparcimiento: el colegio de las monjas en el alto de la Victoria, el palacio diocesano, escuelas de catecismo, novenas, mes de María, quermeses, fiestas de San Antonio y de San Juan.

Aquel año, en lugar de quedarse bebiendo en los bares, estaban todos en la procesión, vela en mano, contritos, prometiendo el oro y el moro a San Jorge a cambio de las preciosas lluvias. La multitud, detrás de los palanquines, acompañaba por las calles los rezos de los padres. Ataviado, las manos unidas para la oración, el rostro compungido, el padre Basilio elevaba la voz sonora entonando las plegarias. Elegido para la importante función por sus eminentes virtudes, por todos consideradas y estimadas, así como por ser el santo hombre propietario de tierras y plantaciones, directamente interesado en la intervención celestial. Rezaba, entonces, con redoblado vigor.

Las solteronas, numerosas, que rodeaban la imagen de Santa María Magdalena, retirada en la víspera de la Iglesia de San Sebastián, para acompañar el palanquín del santo patrono en su recorrido por la ciudad, se sentían transportadas en éxtasis ante la exaltación del padre, en general apresurado y bonachón, que despachaba su misa en un abrir y cerrar de ojos, confesor poco atento a lo mucho que ellas tenían para contarle, tan diferente del padre Cecilio, por ejemplo.

Se elevaba la voz vigorosa e interesada del padre en la oración ardiente, se elevaba la voz gangosa de las solteronas, el coro unánime de los coroneles, sus esposas, hijos e hijas, los comerciantes, exportadores, trabajadores venidos del interior para la fiesta, braceros, hombres de mar, mujeres de la vida, empleados de comercio, jugadores profesionales y vagos diversos, los niños del catecismo y la muchachas de la Congregación Mariana. Subía la plegaria hacia un diáfano cielo sin nubes, donde, asesina bola de fuego, quemaba un sol impiadoso, capaz de destruir los brotes recién nacidos del cacao.

Ciertas señoras de la sociedad, cumpliendo una promesa concertada durante el último baile del Club Progreso, acompañaban la procesión con los pies descalzos, ofreciendo al santo el sacrificio de su elegancia, para pedirle lluvia. Se murmuraban promesas diversas, se apremiaba al santo, no podía admitírsele demora alguna, pues él bien veía la aflicción de sus protegidos; era un milagro urgente el que le pedían.

San Jorge no permanecería indiferente a los ruegos, a la repentina y conmovedora religiosidad de los coroneles y al dinero que habían prometido para la iglesia matriz, ni a los pies desnudos de las señoras castigados por los adoquines de las calles, y conmovido, sin duda, más que nada por el padecimiento del padre Basilio. Tan receloso estaba el padre por el destino de sus frutos de cacao que, en los intervalos del ruego vigoroso, cuando el coro clamaba, juraba al santo que se abstendría durante todo un mes de los dulces favores de su comadre y gobernanta Otália. Cinco veces comadre, ya que cinco robustos retoños ––tan vigorosos y promisorios como los cacaotales del cura–– había llevado, envueltos con mantillas y encajes, a la pila bautismal. Como no podía reconocerlos, el padre Basilio era padrino de los cinco ––tres niñas y dos niños–– y, ejerciendo la caridad cristiana, les prestaba el uso de su propio apellido: Cerqueira, un nombre hermoso y honrado.

¿Cómo podría San Jorge permanecer indiferente ante tanta aflicción? Venía dirigiendo, bien o mal, los destinos de esa tierra, hoy del cacao, desde los tiempos inmemoriales de la Capitanía. El donatario, Jorge de Figueiredo Correia, a quien el Rey de Portugal había obsequiado, en señal de amistad, esas decenas de leguas pobladas de salvajes y de palo brasil, no había querido abandonar por la selva bravía los placeres de la corte lusitana, y había enviado a su cuñado español a morir a manos de los indígenas. Sin embargo, le recomendó poner bajo la protección del santo vencedor de los dragones aquel feudo que el Rey, su señor, tuvo a bien regalarle. No iría él a esa distante tierra primitiva, pero le daría su nombre al consagrarla a su tocayo, San Jorge. Desde su caballo en la luna, así observaba el santo el destino agitado de aquel San Jorge dos Ilhéus desde hacía unos cuatrocientos años. Había visto a los indígenas masacrar a los primeros colonizadores y ser, a su vez, masacrados y esclavizados; había visto levantarse los ingenios de azúcar, las plantaciones de café, pequeños algunos, mediocres las otras. Había visto cómo esa tierra vegetaba, sin mayor futuro, durante siglos. Después presenció la llegada de los primeros esquejes de cacao y ordenó a sus macacos juparás que se encargaran de multiplicar los cacaos. Quizá sin un objetivo preciso, sólo para cambiar un poco el paisaje del que debía de estar cansado al cabo de tantos años. Sin imaginar que, con el cacao, llegaría la riqueza, un tiempo nuevo para la tierra que se hallaba bajo su protección. Entonces vio cosas terribles: hombres que se mataban en forma cruel y traicionera por la posesión de valles y colinas, de ríos y sierras, que quemaban la vegetación y plantaban febrilmente campos y más campos de cacao. De pronto vio que la región crecía, que nacían aldeas y poblados, que el progreso llegaba a Ilhéus, acompañado por un obispo, que se alzaban nuevos municipios ––Itabuna, Itapira––, se levantaba el colegio de monjas; vio los buques que desembarcaban gente; tantas cosas vio que pensaba que ya nada podría impresionarlo. Aun así, lo impresionó aquella inesperada y profunda devoción de los coroneles, hombres rudos, poco afectos a leyes y rezos, con esa loca promesa del padre Basilio Cerqueira, de naturaleza incontinente y fogosa, tan fogosa e incontinente que el santo dudaba de que pudiera cumplirla hasta el fin.

Cuando la procesión desembocó en la plaza San Sebastián y se detuvo frente a la pequeña iglesia blanca, cuando Gloria se persignó sonriente en su ventana excomulgada, cuando el árabe Nacib salió de su bar desierto para apreciar mejor el espectáculo, entonces ocurrió el mentado milagro. No, no se llenó de nubes negras el cielo azul, no empezó a caer la lluvia. Sin duda para no estropear la procesión. Pero una descolorida luna diurna surgió en el cielo, perfectamente visible a pesar de la claridad deslumbrante del sol. El negrito Tuísca fue el primero en verla y avisó a las hermanas Dos Reis, sus patronas, que se encontraban en grupo, todo de negro, de las solteronas. Se elevó a continuación un clamor de milagro, que partió de las solteronas excitadas, se propagó por la multitud y pronto se extendió por toda la ciudad. Durante dos días no se habló de otra cosa. San Jorge había venido a escuchar los rezos, las lluvias no tardarían en llegar.

En realidad, algunos días después de la procesión se acumularon nubes de lluvia en el cielo y las aguas empezaron a caer al comienzo de la noche. Sólo que San Jorge, desde luego impresionado por el volumen de oraciones y promesas, por los pies descalzos de las señoras y el espantoso voto de castidad del padre Basílio, exageró con el milagro y ahora las lluvias no querían parar; la temporada de las aguas se prolongaba ya más de dos semanas de lo habitual.

Aquellos brotes recién nacidos del cacao, cuyo desarrollo había amenazado el sol, crecieron magníficos con las lluvias, en cantidad nunca vista, pero ahora empezaban de nuevo a necesitar el sol para completar su madurez. La prolongación de las lluvias, pesadas y persistentes, podía echarlos a perder antes de la cosecha. Con los mismos ojos de temor atormentado, los coroneles escrutaban el cielo plomizo, la lluvia que caía, buscaban el sol escondido. Se encendían velas en los altares de San Jorge, San Sebastián, María Magdalena, hasta en el de Nuestra Señora de la Victoria, en la capilla del cementerio. Una semana más, diez días más de lluvias, y la cosecha peligraría por completo; era una expectativa trágica.

Hasta que, aquella mañana en que empezó todo, un viejo hacendado, el coronel Manuel das Onças (apodado así porque sus campos quedaban tan en el fin del mundo que, según decían y él confirmaba, todavía rugían las onzas) salió de su casa cuando aún era de noche, a las cuatro de la mañana, y vio el cielo despejado, de un azul fantasmagórico, de aurora que asoma, el sol anunciándose refulgente con una claridad alegre sobre el mar, alzó los brazos y gritó con inmenso alivio:

––Por fin… La cosecha está a salvo.

El coronel Manuel das Onças apresuró el paso en dirección al puesto de pescado, en las inmediaciones del puerto, donde al amanecer, todos los días, se reunía un grupo de viejos conocidos en torno de las latas de mingau de las baianas. Todavía no iba a encontrar a nadie, él era siempre el primero en llegar, pero caminaba con pasos rápidos, como si todos lo esperaran para oír la noticia. La feliz noticia del fin de la temporada de las lluvias. La cara del hacendado se abría en una sonrisa feliz.

La cosecha estaba garantizada, sería la mayor de todas, la excepcional, de precios en constante alza, aquel año de tantos acontecimientos sociales y políticos, en que tantas cosas habrían de cambiar en Ilhéus, año que muchos consideraron decisivo en la vida de la región. Para algunos fue el año del asunto del puerto; para otros, el de la lucha política entre Mundinho Falcão, exportador de cacao, y el coronel Ramiro Bastos, el viejo cacique local. Otros lo recordaban como el año del sensacional juicio al coronel Jesuíno Mendonça; algunos como el de la llegada del primer barco sueco, que dio comienzo a la exportación directa del cacao. Nadie, sin embargo, habla de ese año, el de la cosecha de 1925 a la de 1926, como el año del amor de Nacib y Gabriela, y, aun cuando se refieren a las peripecias del romance, no se dan cuenta de cómo, más que cualquier otro suceso, fue la historia de esa loca pasión el centro de toda la vida de la ciudad por aquella época, cuando el impetuoso progreso y las novedades de la civilización transformaban la fisonomía de Ilhéus.

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