Entre nosotros

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Overview

Con una estrella que se elevó de los inolvidables papeles que interpretó de niño como A.C. Slater en Saved by the Bell a la vanguardia de los medios de entretenimiento de hoy en día, Mario Lopez es nada menos que una sensación de la cultura pop.

Ahora que está a punto de cumplir cuarenta años, Mario mira su vida con una perspectiva renovada, humor y sensibilidad de cómo las cosas han cambiado con la edad. Por primera vez divulga las experiencias entrañables, sorprendentes y algunas veces difíciles que lo convirtieron en el padre y esposo amoroso que es hoy.

En Entre nosotros, Mario narra, con absoluta honestidad, sus éxitos y sus decepciones en el mundo del entretenimiento y cómo el amor de su familia y sus fuertes valores personales lo ayudaron a mantenerse centrado sin importar lo que pudiera traerle la vida.

Con ingenio y candor, Mario revela sus historias más íntimas, las que jamás ha contado, incluyendo detalles acerca de su tumultuosa y muy pública vida amorosa, ofreciendo a sus lectores un vistazo a los altibajos de su pasado romántico que lo condujo hasta la vida feliz que lleva con su bella esposa y sus dos hijos.

Por primera vez y sin filtros, Mario Lopez.

Product Details

ISBN-13: 9780451472694
Publisher: Penguin Publishing Group
Publication date: 09/30/2014
Pages: 288
Product dimensions: 6.00(w) x 9.00(h) x 0.80(d)
Language: Spanish
Age Range: 18 Years

About the Author

About The Author
Mario Lopez es un actor, productor. Como presentador de televisión ganó un premio Emmy y es también autor bestseller de Extra Lean. Actualmente es el presentador de noticias sobre espectáculos en el show de televisión nacional Extra, y en On with Mario Lopez, el show de radio sindicado a nivel nacional. Vive en Los Ángeles con su familia.

Read an Excerpt

ÍNDICE

PORTADILLA

PÁGINA LEGAL

DEDICATORIA

EPÍGRAFE

FOTOS

PRÓLOGO

De vez en cuando, el universo tiene una extraña manera de alcanzarme, de tocarme en el hombro y de traerme de vuelta a la Tierra. A veces, me entrega el mensaje para recordarme algo que he olvidado, o tal vez solo para llamar mi atención en medio de mi agenda siempre llena de acción. Otras veces, siento el golpecito más como una gran sacudida que me conduce a un descubrimiento o decisión importante, como la constatación que me asalta al despuntar una mañana mientras me estoy preparando para correr por uno de mis senderos favoritos en Griffith Park.

Me encanta este parque por su enorme cantidad de naturaleza virgen en medio de la ciudad. Como si esto fuera poco, está prácticamente en mi patio trasero y tiene muchas rutas de senderismo para una buena sesión de ejercicio.

En el momento en que llego al parque y empiezo a estirarme, son apenas unos minutos después de las seis de la mañana. El sol apenas ha comenzado a aparecer poco después de la madrugada. Con cara de sueño, es indudable que podría haber dormido esa media hora de más. Sí, es cierto; tan comprometido como estoy con un régimen de ejercicio diario, no me gusta mucho lo de la alarma a las cinco y treinta de la mañana. Por otra parte, sucede que este es el único momento que tengo para hacer un poco de ejercicio antes de que las exigencias del día entren en acción. Y hay algo que me gusta acerca de la soledad de estas primeras horas. El silencio es tal que mis pensamientos parecen como otra persona parada junto a mí, hablándome y ofreciéndome sabios consejos.

Bueno, al menos eso es lo que siento en estos momentos, mientras termino de estirarme y me dirijo a un gran mapa del parque con el fin de buscar indicaciones para ir al sendero que pienso recorrer. Parado allí, veo el mapa hasta que mis ojos se posan en la marca que muestra dónde estoy, señalando el lugar con llamativas flechas rojas y las palabras “Usted Está Aquí”.

Esas tres palabras, destinadas a expresar lo obvio, se me antojan como una especie de felicitación. ¿No sería útil, pienso, si pudiéramos empezar cada día con un mapa y un letrero que nos diga: “Usted Está Aquí”?

Y entonces siento el golpecito proverbial en mi hombro.

Mi primera reacción es preguntarme a mí mismo si, tal como dice el mapa, yo estoy aquí. ¿Dónde es exactamente eso? Más específicamente: ¿cómo llegué aquí? En realidad, estas preguntas no son fáciles de responder. Pero ya que estoy a punto de llegar al hito que supone el cumpleaños número cuarenta —un hito grande— me doy cuenta de que es un motivo para la reflexión. Aunque pueda sonar estereotipado, es uno de esos ritos de paso que de repente me enfrenta cara a cara con el pasado y con una vida vivida, en su mayor parte, con el acelerador a fondo.

Es difícil ignorar el mensaje de “Usted Está Aquí”: es el momento de frenar, de mirar hacia atrás y de hacer un balance de mi vida hasta ahora. Todo eso: las elecciones, los triunfos y las derrotas, las decisiones inteligentes y los errores, y todo lo demás. Aunque esto puede ser desalentador, mientras comienzo a subir el sendero que conduce a la cima, acepto que sólo recordando de dónde vengo podré ver con mayor claridad dónde estoy, quién soy y adónde voy.

Un par de millas después, cuando llego a la cima, el sol ha salido a través de la niebla marina y no puedo dejar de sonreír mientras contemplo la aglomeración urbana de Los Ángeles extenderse debajo de mí. Y fue entonces cuando concebí por primera vez la idea de compartir mi historia, sin ocultar nada.

Cuando le echo un vistazo por encima del hombro al largo camino que he recorrido —serpenteando desde mi infancia en la comunidad latina de Chula Vista, justo a las afueras de San Diego, hasta llegar al mapa de “Usted Está Aquí” en un parque no muy lejos del letrero de Hollywood—, sonrío, me río en voz alta, y a veces me dan ganas de llorar.

He estado en el mundo del espectáculo desde que tengo diez años. He trabajado en casi todos los ámbitos de la industria del entretenimiento: de niño en numerosos comerciales y series de televisión, como un actor adolescente que alcanzó la mayoría de edad en cientos de episodios de Saved by the Bell (Salvados por la campana), como estrella invitada y protagonista en una serie de proyectos realizados para la televisión y el cine, como un intérprete polifacético en Broadway, como concursante y juez invitado en Dancing with the Stars, y, por supuesto, como el presentador de Extra, así como en una variedad de otros roles como presentador, en todos los cuales he pasado cientos y cientos de horas entrevistando a incontables celebridades y luminarias de Hollywood. En los últimos años, he agregado otros trabajos a mi lista: presentador de mi propio programa de radio sindicado nacionalmente, y productor en varios proyectos. Como empresario, les puedo asegurar que muchas de las lecciones aprendidas a lo largo del camino han sido luego de un gran esfuerzo. Y como marido amoroso y padre dedicado, —mis papeles más importantes—, también puedo decir que la principal de esas lecciones es el hecho de reconocer lo que realmente importa en la vida.

Hay algunas razones por las que elegí asumir el reto de poner en palabras no sólo lo que ha sucedido en mi vida, sino lo que he sentido en esos momentos, y sobre todo, lo que he aprendido en el proceso. En la parte superior de mi lista, estaba el hecho de darle sentido a mi Vida Loca, como lo ha sido a veces. Escribir te da el espacio para sentarte, beber algo, y abrirte a los recuerdos. Se trata de volver sobre tus pasos para obtener una comprensión más profunda del viaje, tal vez por primera vez en la vida.

Otra razón por la que estoy escribiendo es para reconocer a las personas y mentores increíbles que me han acompañado en cada momento importante de mi vida. Espero retribuir el favor compartiendo con ustedes el mismo tipo de ánimo y de convicción que recibí de ellos. Sean cuales sean las aspiraciones que tengan ustedes, espero que mis experiencias puedan resultarles útiles para su propio viaje.

Tal como lo demuestran las siguientes páginas, he cometido varios errores. Nadie es perfecto y yo soy un buen ejemplo de ello. Pero en mi interior, siempre he vivido según los valores que mis padres me inculcaron y en última instancia, a pesar de los errores y de todo, me siento orgulloso de lo que soy y de lo que he hecho. Una vez que encontré mi camino y las metas que me inspiraron a seguirlas con pasión y propósito, he trabajado duro y lo he dado todo de mí. Y ahora, amigos, estoy viviendo mi sueño, prueba de mi trabajo duro y de mi suerte tan maravillosa.

Sin lugar a dudas, he tenido altibajos. Pero la vida no consiste realmente en llegar a un punto marcado como “Usted Está Aquí”, sino en todas las decisiones que tomaste para llegar allí y en las consecuencias que tienen esas decisiones. Es por eso que he decidido develar ciertas historias que incluyen temas íntimos, algunas de las cuales tienen que ver con errores estúpidos y a veces lamentables que todavía me persiguen hasta el día de hoy. No puedes hacer dos veces la misma cosa, así que tuve que aprender a levantarme y seguir adelante, sin olvidar nunca la lección.

Al principio, no estaba preparado para lo difícil que es desnudar tu alma en una hoja en blanco. La sensación de estar expuesto y de ser vulnerable me agarró con la guardia baja. Lo mismo sucedió con la necesidad de escribir sin tener que contar caracteres en Twitter o de dudar en hacer ese último clic en el botón enviar. Pronto me di cuenta de que esto iba a requerir confianza y seguridad de mi parte para plasmarme de una manera tan franca. Entonces, después de vencer mi propia resistencia, llegó la acometida de mis agentes, gerentes y publicistas. El zumbido en mi oído luego de los consejos bien intencionados era claro: “No, Mario, no puedes decir eso. Piensa en tu imagen”. “No, Mario, no puedes hacer eso, podría arruinar tu carrera”.

Acostumbro escuchar, pero esta vez no pude hacerlo. Estas son las historias que tengo para contar. No decidí cambiar algunos detalles para proteger a los inocentes, porque en Hollywood, nadie es inocente. Y, además, como he aprendido con los años, la verdad es poderosa. Esa es una lección que yo calificaría como importante bajo el epígrafe de “Las cosas que sé ahora y que quisiera haber sabido antes”. Por muy tentador que sea decirles a las personas lo que quieren oír, ahora sé que la verdad es la mejor respuesta a cada hacer tanto uso de tu memoria.

Al compartir algunas de estas lecciones —llámenlas obviedades o “Mario-ismos”— espero mostrar que la experiencia que viene con la edad es buena maestra. Y lo que he tenido que aprender muchas veces es la verdad de que la vida no es justa. Eso no quiere decir que la vida sea mala o que no sea divertida. Esto significa que si pasas tu tiempo en busca de la “justicia”, te perderás de muchas cosas. Todo lo que puedes hacer es aprender de los errores, dar lo mejor de ti en todos tus esfuerzos y tratar de tomar decisiones que te permitan sentirte orgulloso de ti mismo.

Un aspecto importante en esa lista para mí en este momento, si tuviera que hacerlo todo de nuevo, es que habría llevado un diario más completo; algunos de los nombres y detalles que me gustaría recordar han desaparecido con el tiempo. Estoy seguro de que al escribir este libro, he olvidado mencionar a individuos significativos, y las historias que los acompañan.

Además de compartir mi propio viaje, también he elegido levantar las “cuerdas de terciopelo” para que puedan echar un vistazo íntimo a la farándula. En el mundo del dinero y de los privilegios, se supone que las vidas de Hollywood son la cima del glamour. Pero esa no es toda la historia. Nadie es famoso para siempre, por lo que sólo tienes que aprovechar al máximo cada momento y cada oportunidad, sin importar la cantidad de dinero que tengas hoy, o sin importar cuántas personas te reconozcan mientras caminas por la calle.

Mi vida no es en absoluto tan glamorosa como se podría suponer. En mi casa, donde mi increíble y linda esposa Courtney y yo estamos criando a nuestros dos hermosos niños —Gia, nuestra hija de tres años, y Dominic, nuestro pequeño hijo— el tiempo que pasamos juntos es como el de la mayoría de la gente. Los domingos, asistimos por lo general a la iglesia, pero tratamos de no apresurarnos en la mañana. Eso significa que ese día no hay reloj despertador. Más bien, seguramente como muchos de ustedes, me levanto tarde, me echo agua fría en la cara y me dirijo a la cocina. Con las tiras cómicas a todo volumen, soy recibido por mi perro Julio, que trata de tener sexo con mi pierna mientras tropiezo con los juguetes dispersos de los niños y encuentro a mi esposa en un pantalón de pijama y una de mis viejas camisetas. Ella me da una taza de café y luego, con una sonrisa dulce, me recuerda todo lo que sigo olvidando hacer. Esa es mi realidad.

Y eso plantea una razón más para escribir este libro: para que con el tiempo, dentro de muchos años, mis hijos se enteren del viaje que he realizado y cómo fui moldeado por los sueños de mis padres y abuelos. Al pensar en esa posibilidad, me preocupo por todas las lecciones que aún tengo por enseñarles. Afortunadamente, tendremos tiempo para hacer eso. Además, ellos querrán tomar sus propias decisiones y aprender sus propias lecciones. Sin embargo, hay una que espero que descubran a partir de de mis concesiones. Simplemente: yo habría depositado más confianza en Dios para mi futuro en aquel entonces, ahora y en el futuro; sé que Él me cuida la espalda.

En última instancia, he escrito este libro para todos nosotros. Para mis fans —porque realmente agradezco su apoyo leal durante todos estos años— para todos los que han tenido un papel importante en mi historia, y, de nuevo, para , porque rara vez me detengo lo suficiente para mirar por el espejo retrovisor de mi vida. Hasta ahora, mi atención se ha centrado en una sola dirección: hacia adelante.

Piensen en esto como en una conversación que tenía que haber sucedido desde hace mucho tiempo, solo entre nosotros. Gracias por acompañarme en este viaje. A pesar de todas mis dudas, me siento muy contento de sacarme todo esto de encima. Mi confesionario ya está abierto. Tal como el mapa del parque estaba allí para señalar, sin el pasado, sin todo el dolor y la gloria, yo no habría llegado hasta aquí, justo donde estoy ahora, teniendo la bendición de estar hablando con ustedes.

Por lo tanto, aquí está: mi historia sin filtros, desenchufada, y sin censura. Vámonos.

CAPÍTULO 1

Mientras un ave vuela desde el norte de México, pasa por encima de la ciudad fronteriza de Tijuana y llega a los Estados Unidos, su primera parada antes de llegar a San Diego, el enclave urbano de Chula Vista, California. Nacido y criado en Chula, comencé mi vida allí mismo, en una modesta casa en una esquina —en la Calle Paisley y la Avenida Monserate— y crecí en ese mismo barrio lleno de viviendas familiares de una sola planta, que parecían sacadas de Monopolio. El paisaje era una constante. Casas rodeadas de césped, arbustos amenazantes, y cercas desafiantes. Las calles agrietadas y llenas de baches debido al implacable sol del sur de California. Vallas de tela metálica, perros callejeros, y autos estacionados en el jardín delantero.

Chula Vista era mi hogar, el mundo que me crió, y una parte de mi ADN. Me encantaba por completo y todavía me encanta.

Estábamos a un poco más de tres millas de la frontera con México, justo al otro lado de Tijuana. La gente llama a mi ciudad natal “Chula Juana” porque es prácticamente México. Nosotros no cruzábamos la frontera; la frontera nos cruzaba a nosotros. Por eso, vivir en Chula Vista —una comunidad predominantemente hispana— era muy parecido a vivir en México. Incluso los letreros estaban escritos en español. Había puestos de tacos, mariscos y bodegas en cada cuadra. Coches circulando por el centro de Chula con música de mariachi y las últimas canciones de amor cantadas por estrellas mexicanas de pop a todo volumen en la radio. Y todo el mundo hablaba español. Mi abuela llevaba cincuenta años aquí —en este país— y todavía no habla inglés. Así de mexicano era Chula.

El nombre de “Chula Vista” se traduce literalmente como “vista hermosa”, y en argot mexicano se convierte en “Mama chula” o “Papi chulo”, lo cual quiere decir “mama sexy” o “papi sexy”. Así que supongo que se podría decir que crecí en la “Ciudad Sexy”. Si eso fuera parte de mi herencia, nunca lo habrían imaginado cuando era un bebé. De hecho, como recordaba a menudo mi mamá durante las reuniones familiares (por si alguien no lo sabía o lo había olvidado), “¡Mario era el bebé más gordo que jamás hayan visto en su vida!”.

¿Qué tan gordo era yo? Tan gordo, decía mamá, que, “Yo solía tener que separarle la piel para limpiarlo entre los gorditos rollizos”.

Otros miembros de la familia no tardaban en hacer comentarios, en reír y menear sus cabezas, como si todavía no pudieran creer lo gordo que era yo. Lo siguiente que supe era que alguien sacaba mis fotos de bebé para demostrarlo.

Y esta es la verdad: yo me veía realmente como uno de esos perros sharpei. O como un Buda mexicano. La razón, explicaba mamá, es que fui amamantado hasta después de mi primer año de vida y, sin embargo, me comía todo lo que estuviera a la vista.

Afortunadamente, al final superé mi etapa de rechoncho. Más afortunado aún fue el hecho de que yo hubiera vivido para contar la historia de lo que pasó antes, justo después de mi nacimiento, cuando según todas las leyes de la medicina moderna, se esperaba que yo muriera.

Mi madre cuenta esta historia mejor que yo. Cada vez que salía el tema en una gran reunión y ella empezaba a recordar el pasado, se podía oír caer un alfiler. Es evidente que se trataba de un recuerdo traumático para los familiares que padecieron esa situación al lado de mis padres. En el momento de mi nacimiento, mi mamá, Elvia Trasviña Lopez, y mi papá, Mario Alberto Lopez, llevaban dos años y medio de casados. Mi mamá, mi papá y sus familias eran de la misma ciudad en México —Culiacán, la capital de Sinaloa—, a pesar de que no conocieron hasta que ambos vivieron aquí. Tenían también alrededor de diecinueve años cuando llegaron, por separado, como es natural, y legalmente, o al menos creo que así fue, como solíamos bromear en Chula Vista. En cualquier caso, ya eran ciudadanos estadounidenses jurados cuando se conocieron en San Diego.

Hasta ese momento, mi papá había vivido a lo largo y ancho de California antes de establecerse en la zona, y mamá había venido directamente a San Diego con su familia. Sin lugar a dudas, un montón de hombres jóvenes debieron perseguir a Elvia en aquellos días. Una mujer hermosa con una energía contagiosa y en torno a quien la gente gravitaba a lo largo de su vida, ella trabajó una vez como modelo en pasarelas y desfiles de moda locales. En lugar de ser una chica femenina, sin embargo, mi mamá siempre se sintió igual de cómoda en jeans y una camiseta. Con los pies en la tierra, carismática, brillante y activa, tenía también un corazón de oro y se hacía cargo cuando la familia o los amigos en el barrio necesitaban su ayuda, como si fuera un ángel. No me extraña que llamara la atención de mi papá.

Mientras esto pasaba, mi tío Víctor, el hermano de mi mamá, conocía a mi papá antes de que mis padres se encontraran. Ahora, cuando se trata de machismo, mi padre escribió ese libro. Es un hombre inconfundible, y tan de la vieja guardia como pocos. Preocupado siempre por mantenerse en forma, siempre ha sido conocido por su físico: ancho de hombros, con grandes brazos, un pecho grande, y manos grandes y fuertes, pero también tan compacto como un pitbull. Además, no suele contar nada de lo que dice ni a quién: que, en su juventud, no seguía las reglas del juego y se metió en un par de peleas en bares. Bueno, así fue como conoció a mi tío. Parece que se enfrascaron en una pelea por una chica en la que ambos estaban interesados. Pero debido a que papá sabía cómo extender su mano después de que los puños habían volado en todas las direcciones, tío Víctor pensó que este tipo era un caballero y se hicieron amigos.

Cuando mi papá conoció a la hermosa Elvia, le dijo que casualmente conocía a su hermano. Supongo que fue una buena manera de romper el hielo. Papá era un mujeriego total, tanto así que cuando conoció a mamá, se presentó como Richard Lopez. ¿Por qué utilizó un alias? Porque, de esa manera, nunca lo atraparían saliendo con otra chica. Cambiar de nombres era su estrategia para que no lo descubrieran. Cuando se dio cuenta de que mamá podría ser la mujer para él, confesó y le dijo que su verdadero nombre era Mario. Ella seguía sin entender el propósito del alias, pero cuando lo entendió más tarde, dijo simplemente: “Está bien, siempre serás Richard para mí”. A partir de ese momento, todo el mundo lo llamó Richard.

Elvia y Richard salieron durante un par de años y se casaron antes de tener familia. Cuando por fin nací el 10 de octubre de 1973, me dieron el nombre de Mario Lopez, que debería haber hecho de mí un junior, pero por alguna razón, mi mamá y mi papá optaron por no darme el segundo nombre de Alberto. Eso me convirtió en la única persona de ascendencia mexicana que conozco que no tiene un segundo nombre. Sin embargo, hice una entrada prometedora en el mundo, con un peso de ocho libras y media, y fui bienvenido a la vida por todos los abuelos, tías, tíos y primos que estaban presentes para celebrar la feliz ocasión de mi llegada. Pero entonces, para sorpresa de todos, y casi de la noche a la mañana, me reduje a menos de la mitad del peso que tuve al nacer.

El problema, como descubrieron más tarde, era que mi estómago no podía tolerar la leche. Vomitaba, tenía diarrea y me deshidrataba. Tan pronto mostraba signos de deshidratación, mis padres me llevaban rápidamente al hospital, y los médicos me suministraban Pedialyte por vía intravenosa para hidratarme rápidamente. Hicieron esto una y otra vez, por un período de casi tres meses, pero sin resolver el problema. No mucho después, los médicos tuvieron que sentar a mis padres angustiados y decirles que no podían hacer nada más para evitar que yo me consumiera.

Cada vez que mi mamá le contaba a esta historia a un grupo de personas, comenzaba a llorar de nuevo, recordando que un médico les había aconsejado: “Debería prepararse para lo peor”. Los médicos pensaban que yo me iba a morir. No era una cuestión de si lo hacía o no, sino de cuándo.

Un sacerdote fue llamado para bendecirme y decir una oración; mis últimos ritos. Mis padres estaban fuera de sí, como era de esperar. Pero mi papá, terco como una mula, se negó a aceptar el destino que los médicos le habían transmitido. Con absoluta convicción, dijo, “¡No! Mi hijo NO se va a morir”.

Mario Alberto Lopez —también conocido como Richard— tenía razones para creer que los médicos podrían estar equivocados. En su juventud, antes de que yo naciera, mi papá había desvirtuado un grave pronóstico de los expertos médicos. En esa época, trabajaba en un taller mecánico donde levantaba cargas pesadas de más de cien libras, durante todo el día, llevándolas a una fresadora. Después de un tiempo, y a pesar de sus fuerzas las exigencias físicas del trabajo empezaron a causar estragos en su cuerpo. ¿Qué tipo de estragos? Cosas realmente aterradoras, como me dijo una vez: “Mi columna vertebral estaba completamente chueca y sentía un dolor constante”. Escasamente podía caminar, y tampoco lograba dormir sin importar los medicamentos que le dieran. Los médicos le recomendaron una serie de exámenes costosos y de procedimientos invasivos. Pero en vez de aceptar que esas eran sus únicas opciones, papá aceptó, como último recurso, ir con su papá, mi abuelo Tata Lopez, a ver una bruja. Ella vivía en un lugar alejado del camino, cerca de Rosarito, México. Luego de ver a mi papá y de oír sus dolencias, comenzó a trabajar de inmediato.

Si alguna vez alguien le preguntaba a mi padre qué había hecho ella exactamente, él se limitaba a decir: “Ah, ella hizo esas cosas de santería y de magia negra de las que oyes hablar”. Esto parecía incluir el hecho de cortar la cabeza de un pollo y de rociarle la sangre. Y algo más. Sea cual fuera el enfoque, ella se demoró todo el día en eso y papá salió de allá como una momia, completamente envuelto en vendajes. Durante el proceso de curación tuvo que bañarse con algas marinas. Y tan descabellado como suena esto, funcionó. Ella logró enderezar todos sus huesos. La bruja curó a mi papá.

Esta fue la justificación de mi papá para haber tomado la decisión drástica que tomó cuando mi estado de salud empeoró y los médicos consideraron que mi caso era terminal. Él y mamá habían pasado por tantas cosas, llevándome constantemente de ida y vuelta al hospital cada vez que me deshidrataba. Desesperado, mi papá entró y me raptó del hospital —un último esfuerzo para salvar mi vida— y me llevó a que la misma bruja que lo había salvado a él me examinara. Al cabo de una hora más o menos, cruzó la frontera y en una habitación llena de humo e iluminada con velas, la bruja me preparó un brebaje misterioso. ¿Ojos de murciélago, alas de escarabajo, pelos de dragón? Tal vez. Lo que sea que fuera la poción mágica, la mezcló con Pedialyte y suero de leche. La fermentó, le añadió leche de cabra, y le dijo a mi papá: “Dale eso”. El brebaje tenía leche evaporada Carnation; un cuarto de botella, y casi todo el resto era agua.

Funcionó. No más vómitos ni diarrea. Digerir la leche ya no era un problema. Yo estaba curado.

El mismo hospital que no me podía salvar la vida y que estaba dispuesto casi a darme por muerto también les cobró a mis padres por esos mismos tratamientos fallidos. Las cuentas formaron una enorme pila de un pie de altura. El hospital les cobró algo así como setenta mil dólares, una suma astronómica para los estándares de 1973. Los cargos del hospital eran por la atención, y no por curarme, pues no lo hicieron. La bruja cobró seiscientos dólares.

Pocas semanas después de beber la poción, no solo empecé a subir de peso y a recobrar mis fuerzas, sino que mi apetito se disparó por las nubes. Recuperando el tiempo perdido, yo era al parecer tan insaciable que pronto me convertí en ese bebé mexicano y gordo como un Buda con quien todos en la familia le encantaba bromear. Según los reportes, cada vez me hice más gordo hasta que finalmente empecé a caminar. Y una vez que pasé a ser bípedo, como decía mi mamá: “¡Mijo, todas las apuestas fueron canceladas!”.

Por supuesto, ella y mi papá se emocionaron con mi recuperación completa, y con mi rápida transición a la condición de grandote. Pero eso trajo consigo una nueva serie de preocupaciones. Como una noche, cuando yo estaba empezando a moverme alrededor de la casa, y a tambalearme de aquí para allá. Mamá y papá, ambos sentados en el sofá, empezaron a llamar a mi nombre al mismo tiempo, cada uno abriendo brazos, como para ver a quién de ellos iría primero. Después de tambalearme en una dirección, giré en el último minuto y me tambaleé hacia la otra. Incapaz de decidirme, seguí haciendo esto por un tiempo, yendo y viniendo hasta que finalmente caí de bruces, paf, justo en la esquina de la mesita de centro.

Mamá empezó a gemir, y se puso histérica al ver sangre brotando de lo que resultó ser mi nariz rota, y luego casi se desmayó, haciendo que mi papá nos llevara rápidamente al hospital, para que me tomaran puntos de sutura, y para cerciorarse de que ella iba a estar bien. Y luego, me quedó una pronunciada cicatriz estilo Frankenstein en la nariz y entre los ojos que todavía podrán ver si me miran de cerca. Teniendo en cuenta la gran cantidad de sustos en los años que siguieron, la cicatriz no es gran cosa. Además, me da carácter, o por lo menos eso es lo que dirían las chicas.

La nariz rota escasamente me detuvo. Cuando llegué a preescolar —en la época en que nuestra familia creció hasta un total de cuatro, gracias a la llegada de mi hermanita Marissa, tres años menor que yo— fui transformado básicamente en una versión joven de Speedy Gonzales. Luego de tener una energía ilimitada y muy poco miedo, es posible que no haya reconocido conscientemente la suerte que tenía de estar vivo. Pero a partir de una fecha tan lejana como puedo recordar, he tenido un gran aprecio por todas las experiencias que la vida tenía para ofrecer y no he querido perderme de nada.

Quería ser parte de lo que fuera que estuviera sucediendo en casa, con nuestra familia inmediata o con nuestra familia más amplia, en la escuela o en el vecindario. A veces me pregunto si la bruja no puso en un pequeño ingrediente adicional que me convirtió en una especie de cabecilla o instigador. O tal vez esto era solo el entrenamiento temprano para mis futuras habilidades como presentador.

¿Quién sabe? Lo que sí sé es que me pudo haber contagiado con el bicho de la actuación cuando apenas tenía tres años, a causa de la exposición a la música de mariachis que a mi papá le encantaba, pues empecé a cantar canciones en español y a ganar concursos locales. Fue también a los tres años que empecé a leer, algo que se me dio con facilidad y que estoy seguro de que mi madre fomentó —y, al parecer, estimuló mi extraña habilidad de memorizar lo que leía o escuchaba—, aunque no supiera el significado. Para asombro de la mayoría de los adultos, yo podía ofrecer interpretaciones perfectas de estridentes baladas mariachis de figuras de la talla de Vicente Fernández, un ícono mexicano. Mi papá no podía resistirse a llevarme con él a bares de mariachis en Chula, donde yo lo entretenía a él, a sus amigos, y a quienquiera que estuviera allá. Él me subía a la barra y yo cantaba alegremente apasionadas canciones de amor como “Sangre Caliente”, “La Ley del Monte”, y “La Media Vuelta”. Hice esto por muchos años.

Mis primeras incursiones en la música mariachi no fueron de ninguna manera una indicación para nadie en la familia de que el entretenimiento podría ser mi vocación en la vida. En lo más mínimo. La verdad es que yo era un niño hiperactivo que no me podía estar quieto —lo que hoy probablemente sería visto como tener algún tipo de problemas de déficit de atención— y por eso, para que evitar que me metiera en serios problemas, mamá, en su infinita sabiduría, tuvo que elaborar un plan de acción estratégico. ¿Cuál fue su primer paso? Inscribirme en clases de baile a los tres años. Tardé mucho tiempo en descubrir que había una razón detrás de todo esto.

•   •   •

En aquella época —estoy hablando de Chula Vista en la década de 1970, cuando yo tenía seis o siete años—, asumí que todos a mi alrededor también eran mexicanos. Yo pensaba que todo el mundo hablaba español, comía tacos, le gustaban los Chihuahuas (a falta de un estereotipo mejor), y tenía un apellido que terminaba con z: Gonzalez, Fernandez... Lopez. Y así sucesivamente. Esto era apenas natural. Cuando eres un niño, el mundo por fuera de tu ventana es el mundo. Así que, por supuesto, llegué a la conclusión de que todo el mundo era igual que yo. Pero muy pronto, me enteré de que eso no era cierto en absoluto.

Sí, gran parte de la población de Chula era mexicana, pero también era el hogar de una mezcla de otros hispanos y de familias inmigrantes, para no hablar de unos pocos blancos: la “sal” espolvoreada encima del crisol colorido y multicultural en el que nosotros los latinos éramos mayoría. La diversidad tenía que ver con la cercana base naval de San Diego, que atraía todo tipo de personas y nacionalidades a la zona. Chula Vista tenía una gran comunidad filipina, una comunidad negra, e incluso una comunidad samoana. Finalmente, una vez que empecé a conocer a gente de diferentes orígenes, tuve una visión del mundo mucho más amplia. Las diferencias eran geniales en mi opinión. No solo llegué a ser extremadamente aceptador de los que no eran como yo, sino que realmente disfrutaba de saber cómo esas diferencias los conformaban a ellos; su raza, cultura, comida, música, estilo de vida, o lo que fuera. Esa actitud incluyente es parte del mundo que dio forma a mi sensibilidad, y es un aspecto de lo que hace que San Diego sea tan hermoso.

La atmósfera de inclusión es probablemente lo que también lo que me permitió a mí, un chico de una ciudad fronteriza, crecer sintiendo que mi infancia era verdaderamente estadounidense, en el sentido en que me sentía conectado con mis conciudadanos, que este era mi país y que todos formábamos parte de él. Esos valores patrióticos y tradicionales eran frecuentes en Chula Vista, y fueron importantes en mi educación. Una vez que mi escolarización comenzó, extrañamente, fue casi como crecer en los años cincuenta: fiestas de chicos, bailes de la escuela, sitios de reunión, concentraciones de fútbol, bailes de graduación, y una participación familiar constante. Algo así como un Happy Days con temas latinos.

Por otra parte, los barrios de Chula como el mío eran duros, especialmente en los años setenta y ochenta. Como ciudad fronteriza, teníamos elementos criminales relacionados con el tráfico de drogas y pandillas duras que se sumaban a todos nuestros peligros. Éramos, después de todo, el barrio pobre que podría ser aún más duro que barrios obreros semejantes de Boston o Chicago. Al igual que quienes crecen en zonas urbanas, nosotros tampoco éramos libres de vagar por los bosques y construir fortalezas, de hacer hondas, arcos y flechas, o de aprender a cazar y pescar. En cambio, en Chula Vista jugábamos fútbol en las calles, nos batíamos en duelo unos con otros con concursos de lanzamiento de barro y rocas, y, más o menos, vivíamos en nuestras bicicletas.

La buena noticia de esta mezcla de influencias era que Chula ofrecía una educación en sí misma, una forma de apreciar mi herencia, de disfrutar de una infancia normal en una comunidad de clase media y trabajadora con los valores típicamente estadounidenses, y desarrollar las habilidades callejeras que exige vivir en un vecindario duro. Por supuesto, la base para todas estas lecciones resultó luego de crecer entre el colorido elenco de personajes que eran los miembros de mi familia extendida tanto en los Lopez como en los Trasviña.

Siempre que había alguna excusa para una reunión, circulaba el rumor y lo siguiente que sabíamos era que todos los familiares terminaban ya fuera en nuestra casa en la Calle Paisley o, la mayor parte del tiempo, en la casa de Nana Trasviña, mi abuela materna. Nana, matriarca de nuestra familia, probablemente tuvo la influencia más fuerte en mí durante mi infancia, aparte de la de mis padres. Estaba llena de amor, amaba a todos incondicionalmente, y como católica devota, practicaba su fe con el ejemplo, e iba a la iglesia todos los días a las seis de la mañana. Nana tenía siempre un delantal, porque con todos nosotros reunidos con tanta frecuencia en su casa, ella siempre estaba cocinando. De hecho, nunca la vi en otro lugar que no fuera en la cocina. Y nunca vi que no tuviera un estado de ánimo maravilloso.

La solución de Nana para una casa llena de niños traviesos fue insistir en que jugáramos afuera. Su creencia de que el aire fresco y el ejercicio eran importantes fue lo que más tarde inspiró mi libro infantil, ¡Tacos de lodo!. Esta historia capta la esencia de mi primera infancia, cuando los niños tenían que usar su imaginación, mucho antes de las computadoras y los iPads. Todos los niños del barrio trabajábamos en equipo y hacíamos tacos de lodo, con hojas, gusanos y lodo. Carne de res, taco y queso. Instalábamos nuestra pequeña cocina afuera y preparábamos platillos llenos de tacos de barro para compartir con la familia.

En retrospectiva, me sorprende que cuando se trataba de nuestras reuniones, todos cabíamos en la casa de Nana o en la nuestra. Además de nuestra familia de cuatro personas —mamá, papá, Marissa, y yo— estaban los cinco hermanos y cinco hermanas de mamá, junto con sus hijos, y los cuatro hermanos y cuatro hermanas de papá, así como sus hijos. Mamá era la hija mayor. Y papá era el mayor, y punto. Siempre se veía más viejo que el fuego y la mugre.

Todos mis primos vivían en la calle de enfrente, a la vuelta de la esquina, o a poca distancia. Louie y Gabe vivían en la calle de enfrente, Alex, Victor y Ralphie vivían a la vuelta de la esquina, y toda la familia de mi mamá —toda— vivía a menos de un par de millas el uno del otro. El dicho de que “Mi casa es su casa” realmente se aplicaba, sin importar en donde nos reuniéramos, como dice la frase, “Mientras más, mejor”. Me encantaban esas épocas, tanto así que a pesar de que ya no vivo en Chula Vista, mi casa de Los Ángeles sigue siendo la zona cero para unas reuniones más que concurridas.

Tener un grupo de primos muy unidos ayudó a compensar mi falta de hermanos. Uno de mis favoritos absolutos era mi primo Louie. Por el lado de los Lopez, era el hijo del hermano menor de mi padre, el mayor de tres hijos, y un chico apuesto y padrísimo en todo sentido. De sonrisa fácil, tenía el don de iluminar una habitación cuando entraba en ella, no de forma ruidosa, sino como el resplandor de una vela tibia. Para desconocimiento de la familia, él sabía que era gay desde muy temprano en su adolescencia, pero esto solo se supo mucho después, durante un período turbulento para él después de haberse marchado precipitadamente de Chula Vista. Después de este hecho, me sentí molesto de que él sintiera que debía ocultar la realidad de quién era y a quién amaba a nuestra familia, que lo habría aceptado sin importar lo demás. Su historia, como se sucedió más tarde, nos afectaría a todos nosotros, al igual que el caso de mi primo y ahijado Chico.

Hubo momentos mientras me acercaba a la adolescencia, cuando, naturalmente, buscaba el consejo de mis primos mayores para que me ayudaran a darme ideas sobre cosas como las chicas y otros asuntos mundanos, a veces bajo mi propio riesgo. Mientras tanto, mis primos más jóvenes eran como hermanos menores a quienes yo trataba de dar un buen ejemplo, aunque no siempre con éxito. Irónicamente, a pesar de que Marissa es tres años menor que yo, me lleva unos cien años en términos de madurez. Marissa no perdía el tiempo. Directa y concentrada, tiene fama en la familia por ser esa persona que te dice las cosas como son. ¿Era dura? Sin duda era mucho más valiente y más atrevida con mamá y papá que yo.

Tan diferentes como podríamos ser a veces ella y yo, a los dos nos encantaban nuestras reuniones familiares y nos gustaba escuchar historias que inevitablemente salían a la luz después de algunas cervezas.

“Ah, y ¿qué tal cuando tú...?”, empezaba a decir alguien, contando una historia que todo el mundo había oído una y otra vez, y lo siguiente que sabíamos era que el entretenimiento comenzaba. La música nos calmaba y nosotros los niños nos acercábamos, escuchando con los ojos abiertos mientras la otra persona decía: “No, ese no era yo. Debes de estar pensando en otra persona. Lo que realmente sucedió fue esto”.

Luego contaban cómo eran las cosas cuando nuestros padres y tíos estaban creciendo en Sinaloa, lo que hoy se conoce como la capital mexicana de la droga. A pesar de su lado oscuro, Sinaloa cuenta con algunos de los más bellos paisajes y playas que he visto nunca, y también es conocido en todo México por su linda gente. Según la fama que oímos que tenía, parecía que la vida allí era como estar en medio del Salvaje Oeste mexicano, ya sea que hayas tenido o no algún contacto con el cártel de Sinaloa, famoso por tener en sus filas a los narcos más poderosos y peligrosos, sean hombres o mujeres.

Aunque nunca me enteré de los detalles, nuestra familia en Culiacán podría haber contado con algunos miembros que estaban en la parte superior de la cadena alimentaria del cártel. Sin embargo, cuando yo preguntaba, me daban una de esas respuestas como: “Si te decimos, tendremos que matarte”.

—¿Qué tan malas podrían ser las pandillas de la droga? —le pregunté a mi papá una vez.

—Son cosa seria —fue todo lo que dijo. Al parecer, los cárteles mexicanos no eran como el típico cabecilla que “vende en la esquina” o los “hombres hechos”, como en Los Soprano. Eran muy serios. Tanto como Pablo Escobar.

Eso me dio un poco de perspectiva, pero nunca supe la historia completa acerca de si papá terminó involucrado brevemente en ese aspecto familiar de aquel negocio o no. Me imagino que él no podría haber estado demasiado involucrado, porque aún sigue vivo. Nadie más en nuestro grupo de familiares estaba involucrado seguramente. Si alguien estaba conectado, sin embargo, papá era probablemente el único que tenía los cojones o la locura para hacer ese tipo de cosas.

Esas no eran las historias que se discutían en las reuniones familiares, pero nunca se sabía lo que podría decir alguien. También había bromas constantes y actualizaciones sobre los últimos chismes y noticias —Trasviña significa “a través de la vid”— comida y bebida y, ni que decir, siempre música, a veces en vivo, y baile.

Ah, y apuestas. Apostábamos en cada juego de cartas que podíamos. Como competidor aguerrido que soy desde que puedo recordar, me gustaba mucho un juego llamado acey-deucey, y todavía me gusta. Es muy sencillo. Te tiran dos cartas delante e ti, con la cara arriba. Entonces apuestas a que la próxima carta tiene un valor que está entre las otras dos. Digamos que apuestas un dólar. Si la tercera carta está entre las dos primeras cartas, ganas el dólar. Si no, lo pierdes. Si tiene el mismo valor de tus dos primeras cartas, pagas el doble. Así que el pozo podía ser enorme.

Básicamente, acey-deucey es un juego de suerte. Todo está en las cartas. Puedes decidir no apostar si no te sientes con suerte. Pero de lo contrario, todo tu destino depende de la casualidad. Para furia de todos, yo solía tener suerte con las cartas y en otros aspectos.

Pero en la familia de la que vengo, dejar cualquier cosa a la suerte en la vida no servía de nada. No con mamá y su plan maestro para mantenerme alejado de los problemas. El problema no era sólo que yo era un manojo constante de energía que podía meterse en problemas más rápido que el niño promedio. Un factor que complicó las cosas en 1980, cuando cumplí siete años, fue el aumento de la actividad de las pandillas en Chula Vista, y parecía muy probable que muchos niños quedaran atrapados en esa vida y todas las cosas que venían con eso. Algunos de mis primos y otros parientes se enredaron y nunca pudieron salir.

Mi mamá era un genio. Toda su filosofía era: si puedo mantener a Mario tan ocupado como sea posible, no tendrá tiempo para meterse en problemas. Y funcionó, sobre todo porque yo no quería decepcionarla, sabiendo lo mucho que ella me amaba y me adoraba. Al igual que todos en su familia, ella siempre fue cariñosa. Todos los días me decía que me amaba y me besaba, y yo soy exactamente igual.

El plan de mamá fue la clave no solo para mantenerme alejado de problemas, sino, ante todo, para convertirme en lo que soy hoy en día.

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El pecado capital de todos los pecados en nuestra casa era la pereza. Mis padres tenían cada uno su propia versión turboalimentada de una ética laboral que se fundió en una sola. Y en última instancia, debo de haber heredado el gen del trabajo duro de mis padres. Claramente, no tuve otra opción. No había un momento en que yo pudiera ser simplemente perezoso.

Para su gran crédito, Elvia y Richard Lopez predicaron con el ejemplo. Mamá, además de trabajar de tiempo completo como operadora en una compañía telefónica, estaba siempre dispuesta encargarse de las preocupaciones de toda la familia, para no hablar de la crianza de dos niños. Papá estaba reparando autos viejos en el garaje o trabajando en el jardín o en cualquier otro proyecto varonil que pudiera emprender para ser productivo.

—Mario, ¿qué estás haciendo? —me preguntaba cada vez que me veía relajado y viendo un poco de televisión.

—Ya terminé mis deberes escolares... —comenzaba a decir yo, pero antes de que pudiera terminar, él me enviaba al patio para ayudar, o para todo lo que pensaba que faltaba por hacer.

La tarea de elección de mamá era pedirme que aspirara la casa, aunque, sinceramente, no me importaba hacerlo. Me gustaba pasar la aspiradora en líneas muy rectas de modo que cuando terminaba, había un patrón genial en la alfombra. Si tenías que hacerlo, ¿por qué no hacer que fuera divertido?

Al enseñarnos a ser responsables de las tareas domésticas, no creo que mis padres implicaran necesariamente que el trabajo y la diversión fueran sinónimos. Junto con el concepto de responsabilidad, había un mensaje de tenacidad; que el trabajo duro puede requerir sacrificio y agallas. La lección era que trabajabas duro para cuidar de tu familia, sin importar lo que eso implicara.

No había duda de que papá era la dureza personificada, pues tuvo diferentes empleos a lo largo de los años, aunque era muy misterioso y no decía en qué consistían exactamente. Una cosa era evidente: él no salía por la mañana vestido de traje y agitando un maletín. Por un tiempo tuvo un pequeño negocio de jardinería, y luego, cuando yo tenía unos trece años, consiguió su primer trabajo estable y real como maquinista con la ciudad. Más tarde, trabajó en el departamento de vías, instalando controles de alcoholemia y conduciendo grandes camiones. Mientras tanto, los pequeños trabajos basados en sus muchos talentos llenaban los vacíos.

Mi papá era empresarial al estilo de la vieja escuela, esforzándose para ayudar a mejorar nuestro estilo de vida. Conducía un Cadillac antiguo pero en perfecto estado, y restauraba como por arte de magia coches antiguos amontonados en pilas de chatarra. El dinero no aparecía solo, pero puedo recordar cómo disfrutaba él contando fajos de billetes alrededor de la casa, separando los de un dólar, los de diez y los de veinte en pilas ordenadas. Él no trataba de ocultarlo. ¿Por qué lo haría? Todos sabíamos lo suficiente como para no hacer preguntas estúpidas. Cuando terminaba de contar, guardaba el dinero en sus bolsillos, en bolsas, o en la cómoda.

La recompensa para mi hermana y para mí por todo este trabajo duro era nuestro paseo dominical a Tijuana para comer auténticos mariscos mexicanos. Antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001, la patrulla fronteriza raramente molestaba a alguien con placas de Estados Unidos cuando entraba a México, o incluso cuando regresaba. Pasábamos el día de compras en Tijuana, y luego nos dábamos un festín con deliciosos cangrejos, langostas, pescados, camarones, arroz amarillo picante, y tortuga (que no era ilegal en ese entonces); comíamos hasta que estábamos repletos, y después de la cena, regresábamos a los Estados Unidos.

Marissa y yo éramos los típicos niños: no le prestábamos mucha atención a lo que hacían nuestros padres. Pero cuando yo tenía unos diez años, recuerdo unas pocas veces cuando no pude dejar de notar que regresábamos del otro lado de la frontera mientras íbamos por un tramo desierto de la carretera, y papá se detenía en un arcén de grava y bajaba del auto. Yo lo seguía con la mirada hasta que podía mientras él iba detrás del coche y abría el maletero, como si simplemente estuviera comprobando algo. Bueno, por lo que yo podía deducir, no era algo, sino alguien. O más bien, algunos. Como cuatro o cinco. O eso fue lo que pensaba yo cuando veía que muchas personas que parecían haber salido de la nada empezaban a correr de repente y desaparecían entre la maleza. Yo permanecía sentado con la boca abierta y en estado de shock, preguntándome cómo diablos habían terminado en el maletero, cuánto tiempo llevaban ahí, y si acaso podían respirar. Esa gente tenía que estar loca para hacer esto, o eso creía yo. Pero nunca le pregunté a mi padre por eso. Se entendía que él estaba a cargo y sabía lo que hacía.

Hubo otro par de casos como ese, creo, aunque de nuevo, no puedo estar seguro. También tengo un vago recuerdo de mi papá trayendo aves —aves exóticas—, justo en el maletero de aquel Cadillac. Y quién sabe qué más. No me lo dijo y nunca le pregunté.

Como he dicho, la memoria me ha nublado los detalles. El hecho era que podías hablar de paseos a través de la frontera como esos durante las grandes dificultades de la economía mexicana en los años ochenta, una época en que los trabajadores indocumentados eran muy solicitados en este país.

Ya fuera que tuviéramos o no un cargamento adicional en otras ocasiones, no lo habrías adivinado por el comportamiento de mi padre cuando regresábamos al otro lado de la frontera, como creo recordar en una ocasión, y el oficial de aduanas le preguntó:

—¿Ciudadanía?

Mi papá respondió con nervios de acero:

—Ciudadano estadounidense.

Eso podría haber sido dudoso, no lo sé.

El oficial continuó:

—¿Qué traes?

—Nada, solo a mis dos hijos. Fuimos a buscar algo de comer.

Eso fue todo. ¿Quién podría haber descubierto si había algo sospechoso en el maletero? Nadie. Bueno, tal vez nadie. Después de eso, la forma de evitar un mayor escrutinio habría sido conducir más allá de Chula Vista, en las afueras de Dana Point, en el costado norte de la frontera del condado de San Diego. Pero yo no sabía nada de eso.

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