El paraíso de las mujeres
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.
Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.
Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión n 14 de Valencia y después en la logia Acacia n 25.
Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos.
Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.
1100439849
El paraíso de las mujeres
Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.
Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.
Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión n 14 de Valencia y después en la logia Acacia n 25.
Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos.
Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.
3.99 In Stock
El paraíso de las mujeres

El paraíso de las mujeres

by Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres

El paraíso de las mujeres

by Vicente Blasco Ibáñez

eBook

$3.99 

Available on Compatible NOOK devices, the free NOOK App and in My Digital Library.
WANT A NOOK?  Explore Now

Related collections and offers

LEND ME® See Details

Overview

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.
Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.
Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión n 14 de Valencia y después en la logia Acacia n 25.
Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos.
Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

Product Details

ISBN-13: 9788498972450
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #37
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 252
File size: 777 KB
Language: Spanish

About the Author

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España. Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura. Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión nº 14 de Valencia y después en la logia Acacia nº 25. Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos. Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

Read an Excerpt

El Paraíso de las Mujeres


By Vicente Blasco Ibáñez

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-245-0



CHAPTER 1

FRENTE A LA TIERRA DE VAN DIEMEN


Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas de navegación a bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la carrera entre San Francisco y Australia.

Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia su navegación de tres años antes, desde los Estados Unidos a las costas de Francia, cuando era oficial del ejército americano e iba a guerrear contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba a bordo una continua vigilancia por miedo a los submarinos y a las minas flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compañeros la alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va a exponer su vida por un ideal generoso.

Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como iba alejándose de su tierra natal.

Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.

A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire cantaba junto a sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer a miss Margaret Haynes, una persona primaveral, cuyos diecinueve años, alegres y graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos encantadores.

Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueño. Recordaba con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida a Europa; los combates junto a Saint-Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia guerrera durante la cual a él y a otros compañeros les colocaron sobre el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.

Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que no la veía, aunque solo fuese por unos momentos, se imaginaba que el cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.

Toda una primavera se encontraron en los tes de los hoteles elegantes de Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando en las playas del Atlántico más de moda.

Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba a heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aún no contaba con una posición social.

El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su país. Miss Haynes fue la que se encargó de envalentonar su timidez con prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con certeza si fue él quién se atrevió a declarar su amor, o fue ella la que con suavidad le impulsó a decir lo que llevaba muchos meses en su pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.

Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó a tropezar con obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la madre, que hasta entonces solo había merecido su atención como una dama de aspecto imponente, muy digno de respeto, pero que siempre se mantenía en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero. Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el deslizamiento de la vida a través de sus lentes, apreciando las personas y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso genio administrativo, sabía mantener integra la fortuna de su difunto esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.

Amaba a su hija única, tanto como detestaba a la juventud actual por su carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones buscaba siempre a las personas graves, lamentándose con ellas de la ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la asiduidad con que el ingeniero seguía a su hija, en su afición a bailar juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.

Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces solo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fue a instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América a Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York a California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.

Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vio a Margaret jugando al tenis con un gentleman de pantalón blanco, brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.

Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones de afecto del ingeniero.

— Ha sido para mí una agradable sorpresa — dijo el joven —. Yo no sabía que estaban ustedes aquí ...

Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.

Desde entonces, la majestuosa viuda empezó a pensar en lo urgente que era librarse de este aspirante a la dignidad de yerno suyo. La gallardía física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba a las jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros tantos títulos de incapacidad.

Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. ¿A cuánto ascendía su fortuna? ¿Qué es lo que había hecho hasta entonces de serio en su existencia? ...

Era ingeniero; pero esto no representaba más que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial e inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo solo a un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa.

Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto de su trabajo.

La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad. Evitaba ostensiblemente el invitarlo a sus fiestas; fingía no conocerle; estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con él.

Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles a él.

Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas, visitó a la majestuosa viuda para manifestarle que Margaret y él se amaban y que solicitaba su mano.

Aún se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con que le había contestado la señora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto a la asociación matrimonial.

— Además — dijo la viuda —, yo deseo un yerno que sea persona seria y trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el tiempo soñando despiertos, leyendo libros o escribiendo cosas que nada producen.

Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por las informaciones de algún detective particular. En realidad, este ingeniero era algo dado al ensueño, gustaba mucho de la lectura, y en sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión, guardaba varios cuadernos de versos.

Margaret le amaba; pero el amor de una señorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada a las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella a abandonar a su madre y a reñir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo a su amor e ignorante del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones desesperadas solo se ven en las novelas.

Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los años sin que ella amase a otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada a ver en los salones de su casa a muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que a Edwin le llegaría su turno.

Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía mansa. La señora y la señorita Haynes desaparecieron de su hotel. El ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó a saber que se habían trasladado a San Francisco. Fue allá, y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de español.

La entrevista resultó grata para el joven, porque le dio la seguridad de que Margaret le amaba siempre; más no por eso sacó de ella un resultado positivo.

Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos solo podía mandar ella, juró a Edwin que le esperaría un año, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa o un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.

El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. El conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba a despertar en su interior.

— ¡Adiós, Margaret! Antes de un año seré rico, y nos casaremos ...

Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió a contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. ¿Cómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un año cuando los necesita para casarse con la mujer que ama? ... Quiso ver otra vez a Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de español, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.

Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuido considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes a un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.

Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir a Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.

Gillespie acabó embarcándose con rumbo a Melbourne, pero antes escribió a una amiga de Margaret para que esta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

La larga navegación fue muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole a perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelanda, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, a través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

Varias familias de Nueva Zelanda tomaron pasaje para ir a Sidney o a Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose a ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con el y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vio un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta de que debía pertenecer a los niños de una familia subida al buque en Nueva Zelanda.

La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vio un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rotulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, a pie y a caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, a estilo oriental.

— Las Aventuras de Gulliver — murmuró el ingeniero —. El gracioso libro de Swift ... ¡Cuánto tiempo hace que no he leído esto! ... ¡Qué feliz era yo en los años que podía interesarme tal lectura! ...

Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y algo desdeñosa. Primeramente fue mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto a abandonarla, pero retardando el momento a causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabo por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fue interrumpida violentamente.

Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido.

El ingeniero vio elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos oscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del Sol.


(Continues...)

Excerpted from El Paraíso de las Mujeres by Vicente Blasco Ibáñez. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
Excerpts are provided by Dial-A-Book Inc. solely for the personal use of visitors to this web site.

Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
AL LECTOR, 9,
CAPÍTULO I. FRENTE A LA TIERRA DE VAN DIEMEN, 19,
CAPÍTULO II. NOCHE DE MISTERIOS Y DESPERTAR ASOMBROSO, 28,
CAPÍTULO III. DE CÓMO EDWIN GILLESPIE FUE LLEVADO A LA CAPITAL DE LA REPÚBLICA, 37,
CAPÍTULO IV. LAS RIQUEZAS DEL HOMBRE-MONTAÑA, 53,
CAPÍTULO V. LA LECCIÓN DE HISTORIA DEL PROFESOR FLIMNAP, 70,
CAPÍTULO VI. DONDE EL PROFESOR FLIMNAP TERMINA SU LECCIÓN, 85,
CAPÍTULO VII. EL MÁS GRANDE DE LOS ASOMBROS DE GILLESPIE, 98,
CAPÍTULO VIII. EN EL QUE EL PADRE DE LOS MAESTROS VISITA AL HOMBRE-MONTAÑA, 116,
CAPÍTULO IX. DONDE EL GIGANTE VA DE CAZA Y POPITO EXPONE SUS IDEAS SOBRE EL GOBIERNO DE LAS MUJERES, 132,
CAPÍTULO X. EN EL QUE SE VE COMO EL HOMBRE-MONTAÑA CONOCIÓ AL FIN LA CIUDAD-PARAÍSO DE LAS MUJERES, Y LA DEPLORABLE AVENTURA CON QUE TERMINÓ ESTA VISITA, 144,
CAPÍTULO XI. QUE TRATA DEL DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SENADOR GURDILO Y DE COMO EL HOMBRE-MONTAÑA CAMBIÓ DE TRAJE, 159,
CAPÍTULO XII. DE CÓMO EDWIN GILLESPIE PERDIÓ SU BIENESTAR Y LE FALTÓ MUY POCO PARA PERDER LA VIDA, 180,
CAPÍTULO XIII. DONDE SE VE CÓMO UNOS PIGMEOS BIGOTUDOS INTENTARON ASESINAR AL GIGANTE, 193,
CAPÍTULO XIV. LO QUE HIZO EL GENTLEMAN-MONTAÑA PARA QUE POPITO NO LLORASE MÁS, 208,
CAPÍTULO XV. QUE TRATA DE MUCHOS SUCESOS INTERESANTES, COMO PODRÁ APRECIARLO EL CURIOSO LECTOR, 226,
CAPÍTULO XVI. DONDE EL HOMBRE-MONTAÑA DEJA DE SER GIGANTE Y DA POR TERMINADO SU VIAJE, 241,
LIBROS A LA CARTA, 251,

From the B&N Reads Blog

Customer Reviews