El Creador de Exitos: El Hombre y Su Música

El Creador de Exitos: El Hombre y Su Música

by Tommy Mottola
El Creador de Exitos: El Hombre y Su Música

El Creador de Exitos: El Hombre y Su Música

by Tommy Mottola

eBook

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Overview

Se ha escrito mucho acerca de Tommy Mottola, uno de los ejecutivos más poderosos, visionarios y exitosos en la historia de la industria de la música. Descubrió, desarrolló y acompañó el progreso profesional de muchas súper estrellas incluyendo a Mariah Carey, Celine Dion, Shakira, Jennifer Lopez y Gloria Estefan, y es reconocido como el creador de la “explosión latina”. Ha tenido el privilegio de trabajar al lado de Bruce Springsteen, Billy Joel, Bob Dylan, Beyoncé, Michael Jackson, Barbra Streisand, las Dixie Chicks, Pearl Jam, Aerosmith, Tony Bennett y Ozzy Osbourne, entre otros gigantes de la música. Esta es su historia – la historia de la industria de la música moderna, desde Elvis hasta el iPod – a través de los ojos del hombre que hizo que la mayor parte del desarrollo de esta industria fuera posible.

EL CREADOR DE ÉXITOS relata la forma como un muchacho del Bronx –un desertor escolar– se convirtió en uno de los CEOs más creativos y controversiales de la industria de la música. Por primera vez, Tommy pone al descubierto los hechos tras los aspectos más sensacionales de su vida, como el de haber estado casado con Mariah Carey y haber desarrollado la carrera de esta artista, haber sido la persona encargada de manejar los altibajos emocionales de Michael Jackson, haber tenido la fuerza para enfrentarse a quien fuera en una época su jefe y su mentor, Walter Yetnikoff. EL CREADOR DE ÉXITOS nos llevará a ese mundo de poder, dinero y fama, a medida que nos narra sus fascinantes encuentros con incontables íconos y lo que fue para Tommy Mottola estar en la cima en el momento en el que el negocio sufrió un cambio repentino.

La historia de Tommy es una que jamás podrá igualarse, y está aquí, por primera vez, en su propia voz.

Product Details

ISBN-13: 9780698183575
Publisher: Penguin Publishing Group
Publication date: 08/05/2014
Sold by: Penguin Group
Format: eBook
Pages: 416
File size: 15 MB
Note: This product may take a few minutes to download.
Age Range: 18 Years
Language: Spanish

About the Author

TOMMY MOTTOLA es uno de los ejecutivos de más alto perfil en la historia de la industria de la música. Se le acredita el descubrimiento, y el manejo de las carreras, de muchos de los artistas musicales más icónicos del mundo. Comenzó como un músico y a los dieciocho años era un artista que grababa para Epic Records, regresó veinte años después para dirigir esa misma compañía como CEO de Sony Music Entertainment a nivel global. Durante el tiempo que ocupó ese cargo, triplicó los ingresos de la compañía, llegando a ventas calculadas en 8 mil millones de CD’s, generando más de $65 mil millones en ventas. En la actualidad, Tommy dirige Mottola Media Group, una compañía mundial de entrenamiento y medios, en Nueva York, donde vive con su esposa Thalía y sus dos pequeños hijos, Sabrina y Matthew, y muy cerca de él se encuentras sus dos hijos mayores, Sarah y Michael.

Read an Excerpt

Cuando veas las canciones al comienzo de cada capítulo, estarás viendo una radiografía de la música que me inspiró y me definió como persona. Aunque no están por orden cronológico, estas canciones han sido la trama y la pista sonora de mi vida.

Son apenas algunas de esas canciones, melodías y letras —por simples que fueran en algunas ocasiones— las que me ayudaron a hacer lo que hice y a convertirme en quien soy.

Para cuando termines de leer este libro, habrás descubierto la discografía que influenció mi vida, desde Elvis hasta el iPod. Ha sido, sin duda, la época más dorada de la música en la historia, y las voces al final de varios de los capítulos ofrecerán otras imágenes de lo que estaba ocurriendo durante esos años.

Quizás tengas curiosidad de saber acerca de mi relación con Mariah y Michael y Bruce y Billy Joel y tantos otros grandes artistas de este período que nunca podrá duplicarse. Ya llegaremos a todo eso.

Tal vez te interese conocer cómo era el proceso de desarrollo de las estrellas antes de que éste consistiera en subir una canción y distribuirla viralmente por YouTube. O cómo se inició la explosión latina. O cómo fueron las cosas cuando apareció Napster y la música fue arrancada de las manos de los artistas y de las compañías disqueras que la producían. Yo comprendí que estaba a punto de producirse un terremoto. Teníamos muchos planes que reestructurar en ese entonces, incluyendo el de intentar un trabajo en tándem entre Sony y Apple que estuviera a la vanguardia de la era digital; y tal vez te interese saber por qué eso nunca se dio. También hablaré de todo ello.

Se vendieron ocho mil millones de unidades de CDs y casetes durante mis quince años como presidente de Sony Music. Será necesaria una larga explicación para cubrir las estrategias que se llevaron a cabo durante esos años para llegar a sesenta y cinco mil millones de dólares en ventas.

Pero nada de lo que diga podrá verse en perspectiva a menos de que vengas a caminar conmigo al lugar donde escuché música por primera vez: el Bronx. Así que comenzaremos en la intersección de la Calle 187 con Arthur Avenue.

Only You (And You Alone) • The Platters

(We’re Gonna) Rock around the Clock • Bill Haley and His Comets

Sincerely • The McGuire Sisters

Cherry Pink and Apple Blossom White • Pérez Prado

Maybellene • Chuck Berry

Bo Diddley • Bo Diddley

Tutti Frutti • Little Richard

Earth Angel (Will You Be Mine) • The Penguins

Folsom Prison Blues • Johnny Cash

Hound Dog • Elvis Presley

“Don’t Be Cruel” • Elvis Presley

Heartbreak Hotel • Elvis Presley

Love Me Tender • Elvis Presley

The Great Pretender • The Platters

Memories Are Made of This • Dean Martin

Why Do Fools Fall in Love • Frankie Lymon and the Teenagers

Blueberry Hill • Fats Domino

My Prayer • The Platters

I Walk the Line • Johnny Cash

Please, Please, Please • James Brown and the Famous Flames

In the Still of the Night • The Five Satins

I’m Not a Juvenile Delinquent • Frankie Lymon and the Teenagers

Oh, What a Night • The Dells

To Be Loved • Jackie Wilson

Blue Christmas • Elvis Presley

All Shook Up • Elvis Presley

Jailhouse Rock • Elvis Presley

You Send Me • Sam Cooke

Wake Up Little Susie • The Everly Brothers

Bye Bye Love • Everly Brothers

Diana • Paul Anka

All the Way • Frank Sinatra

Whole Lot of Shakin’Goin’On • Jerry Lee Lewis

Great Balls of Fire • Jerry Lee Lewis

Searchin’ • The Coasters

Peggy Sue • Buddy Holly

Silhouettes • The Rays

Come Go With Me • The Dell-Vikings

I’m Walkin’ • Fats Domino

Rock & Roll Music • Chuck Berry

That’ll Be the Day • Buddy Holly and the Crickets

I Wonder Why • Dion and the Belmonts

Johnny B. Goode • Chuck Berry

At the Hop • Danny & the Juniors

Get a Job • The Silhouettes

Sweet Little Sixteen • Chuck Berry

A Lover’s Question • Clyde McPhatter

Rockin’ Robin • Bobby Day

Tears on My Pillow • Little Anthony and the Imperials

Tequila • The Champs

It’s Only Make Believe • Conway Twitty

All I Have to Do Is Dream • The Everly Brothers

Twilight Time • The Platters

One Night • Elvis Presley

You Are My Destiny • Paul Anka

Yakety Yak • The Coasters

Splish Splash • Bobby Darin

Fever • Peggy Lee

Little Star • The Elegants

Lonely Teardrops • Jackie Wilson

Good Golly Miss Molly • Little Richard

16 Candles • The Crests

One Summer Night • The Danleers

Stagger Lee • Lloyd Price

Smoke Gets in Your Eyes • The Platters

Mack the Knife • Bobby Darin

Maybe Baby • Buddy Holly and the Crickets

Witchcraft • Frank Sinatra

Wear My Ring around Your Neck • Elvis Presley

Put Your Head on My Shoulder • Paul Anka

It’s Just a Matter of Time • Brook Benton

What’d I Say • Ray Charles

Charlie Brown • The Coasters

Poison Ivy • The Coasters

Dream Lover • Bobby Darin

A Teenager in Love • Dion and the Belmonts

There Goes My Baby • The Drifters

Sorry (I Ran All the Way Home) • The Impalas

Personality • Lloyd Price

Don’t You Know? • Della Reese

Since I Don’t Have You • The Skyliners

Lavender Blue • Sammy Turner

What a Diff’rence a Day Makes! • Dinah Washington

I’m Sorry • Brenda Lee

It’s Now or Never • Elvis Presley

The Twist • Chubby Checker

Only the Lonely (Know the Way I Feel) • Roy Orbison

Where or When • Dion and the Belmonts

Walk—Don’t Run • The Ventures

Chain Gang • Sam Cooke

Let It Be Me • The Everly Brothers

Beyond the Sea • Bobby Darin

Please Help Me, I’m Falling • Hank Locklin

Harbor Lights • The Platters

Let the Little Girl Dance • Billy Bland

Georgia on My Mind • Ray Charles

Step by Step • The Crests

Doggin’ Around • Jackie Wilson

Money (That’s What I Want) • Barrett Strong

Short Fat Fannie • Larry Williams

So Fine • The Fiestas

Will You Love Me Tomorrow • The Shirelles

Save the Last Dance for Me • The Drifters

Shop Around • The Miracles

At Last • Etta James

He Will Break Your Heart • Jerry Butler

Stay • Maurice Williams & the Zodiacs

Finger Poppin’ Time • Hank Ballard and the Midnighters

This Magic Moment • The Drifters

Are You Lonesome Tonight • Elvis Presley

A Fool in Love • Ike and Tina Turner

Angel Baby • Rosie and the Originals

Tonight’s the Night • The Shirelles

Bye Bye Baby • Mary Wells

Lonely Teenager • Dion

Alley Oop • The Hollywood Argyles

Stand by Me • Ben E. King

Crazy • Patsy Cline

The Wanderer • Dion

Runaround Sue • Dion

Crying • Roy Orbison

Hit the Road Jack • Ray Charles

Quarter to Three • Gary U. S. Bonds

Running Scared • Roy Orbison

Please Mr. Postman • The Marvelettes

Can’t Help Falling in Love • Elvis Presley

Blue Moon • The Marcels

Duke of Earl • Gene Chandler

Mother-in-Law • Ernie K-Doe

Unchain My Heart • Ray Charles

1

Lo mejor de ir a Arthur Avenue es que es una calle que siempre te recibe con los brazos abiertos y te lleva al pasado, incluso si nunca la has visitado.

Ya no hay adolescentes cantando doo-wop en las esquinas y ahora hay televisores plasmas en todos los restaurantes y bares. Pero, por lo demás, Arthur Avenue no ha cambiado mucho desde que yo era niño.

La carnicería. La pescadería. La panadería. La tienda donde venden pasta. Los estantes de frutas en los enormes mercados cubiertos. La vieja máquina de café espresso de la pastelería DeLillo’s. No hay en los Estados Unidos muchos otros lugares donde se vea un letrero sobre la puerta de un restaurante que diga: “Cinco Generaciones”. Ey, ¿quieres unas almejas? Pues aquí mismo en la calle las podemos comer frescas: están allí sobre hielo frente a Cosenza’s. Compremos una docena. Mira... pruébalas con un poquito de salsa de cóctel, con rábano picante, un toque de vinagre, unas gotitas de limón y una gota de Tabasco. ¿No te dije? ¡Para lamerse los dedos!

Podemos comprar mozzarella fresca en la Casa della Mozzarella. Y el pan de cebolla en Madonia Brothers —pero recuerda, sólo lo hacen los sábados. Mira, allí está la Full Moon Pizzeria: cuando era niño, siempre parábamos allí luego de los funerales. En este barrio hay una pizzería en casi todas las cuadras. Pero cada una prepara la pizza de forma un poco diferente, dándonos una razón particular para que entremos. Es como la música.

Arthur Avenue fue uno de los primeros lugares que educó mi paladar. Me enseñó lo que era bueno.

• • •

Íbamos todos a la Iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Quienes se casaron allí cuando yo era niño jamás se divorciaron.

Mis padres estuvieron casados durante setenta años. Es importante saberlo porque mi familia fue el marco de mi juventud. La música me ha llevado por todo el mundo, y tuve la fortuna de conocer y trabajar con algunas de las estrellas más grandes y con las personas más influyentes de este negocio. Pero mis éxitos estuvieron acompañados de errores personales, algunos de dominio público. He dedicado gran parte de mi vida a intentar, de muchas formas, convertirme en el hombre que fue mi padre.

Mi padre, Thomas Mottola Sr., era un hombre tranquilo, cuya única misión en la vida era cuidar de su familia. No podría imaginar un mejor padre. La razón por la cual se dedicó por completo a sus hijos, y en especial a mí, nunca fue un secreto. Mi padre no conoció jamás a su padre. La única imagen que tenía de él era una foto suya, enmarcada, en la que lucía un uniforme del ejército italiano. Creo que mi padre jamás supo cómo murió su padre. Mi padre nació en Bleecker Street, en Manhattan, cuando el país entero luchaba en tiempos de dificultad económica. Una bondadosa mujer, dueña de una granja en el Bronx, se hizo cargo de su hermano y de su hermana, dado que podía cuidarlos mejor. Así se hacían las cosas en ese entonces.

Durante su adolescencia, mi padre asistió a la Escuela Secundaria Roosevelt High en Fordham Road. Allí estudiaba de noche, y de día trabajaba como mensajero para una firma de corredores de aduana. Llevaba los formularios de ingreso aduanero para aprobación, lo que permitía la nacionalización de los productos de los importadores. Cuando logró reunir 750 dólares, dejó su trabajo asalariado y montó su propio negocio. Lo llamó Atlas Shipping. Su oficina era la definición de papeleo y rutina. Cada caja de licor importada por Seagrams y cada caja de madera con muebles fabricados en la India tenían que ser meticulosamente documentadas. Aunque no era un trabajo apasionante, le permitía sostener a su familia, y muy bien. Veía a mi padre salir de casa cada mañana, como un reloj, y con frecuencia iba con mi madre a la estación del tren a recibirlo. Con el tiempo nos mudamos del pequeño apartamento a sólo unas calles de Arthur Avenue a una casa ubicada a pocas millas de Pelham Parkway, que compartía pared con la casa vecina. Y luego, ocho años más tarde, nos pasamos a una cómoda casa suburbana a unos treinta minutos al norte de New Rochelle, que podría haber sido lo que para su padre significaba el Sueño Americano.

Mi padre no perdió tiempo cuando se trató de formar una familia. Conoció a mi madre —Lena Bonetti, a quien todos llamaban Peggy— en el barrio Fordham del Bronx cuando ella tenía quince años. Mi madre siempre había querido ser cantante. Pero su padre era muy estricto y tradicionalista. No consideraba que fuera digno de una mujer joven entrar al mundo de la farándula. Cuando ella le contó cuáles eran sus sueños profesionales, él le respondió con una cachetada.

Recuerdo que a mi madre le fascinaba cantar, pero sólo pudo hacerlo en la iglesia, cuando niña, o en nuestra casa, en compañía de familiares y amigos. Mi padre tocaba el piano y el ukulele, y mis tíos lo acompañaban tocando guitarra. Los fines de semana, la sala de mi casa se llenaba de comida, invitados, comida, música, comida, risas y más comida. Las bases del matrimonio de mis padres no podían haber sido más sólidas y transparentes. Tenían un ancestro común: la familia de mi madre provenía de Nápoles y de Bari, y la familia de mi padre provenía de Nápoles y de Avellino. Tenían su iglesia y sus tradiciones religiosas. Compartían una inamovible dedicación a sus hijos. Y, además de todo eso y de su química personal, a Thomas y Peggy Mottola los unía su amor por comer en familia y su amor por la música.

Mis padres tuvieron a sus tres hijas mucho antes de que yo naciera: Jean y Joan, las mellizas, y Mary Ann. Pero siempre habían querido tener un hijo, y por eso cuando llegué me convertí en el niño Dios. El padrino que eligieron para mí se parecía muy poco a Marlon Brando o a Al Pacino. Su nombre era Victor Campione y, desde muy temprano en su vida, había trabajado para el FBI. Ahora, basta de estereotipos.

Después de jubilarse de su trabajo como oficial de policía, mi abuelo decidió entrar a la política local y evolucionó hasta convertirse eventualmente en líder distrital demócrata del Bronx. El tío Vic era una de esas personas que ejercían un tremendo poder tras bastidores en la época de Tammany Hall, un asesor político que ayudó a personas como Abe Beame a ser elegido alcalde de la ciudad de Nueva York. Era rígido y directo, y teníamos que prestar atención a cada una de sus palabras. Me bastaba con mirar a tío Vic para saber que era mi deber en la vida convertirme en un profesional prominente y hacer que mis padres se sintieran orgullosos de mí.

Para cuando cumplí cinco años, mis tres hermanas mayores ya habían crecido y habían dejado la casa paterna. Eso hizo que mis padres me dieran el mil por ciento de su tiempo. Mi madre me llevaba al colegio, me recogía por la tarde y me ayudaba a hacer las tareas. Me frotaba con alcohol cuando tenía fiebre. También era una persona muy disciplinaria. Tenía que serlo. Yo no podía hacer nada que no fuera correcto a los ojos de mi padre. En una ocasión, cuando era muy pequeño, tendría tal vez tres o cuatro años, estaba en el sótano jugando con un martillo y golpeé a una de mis hermanas mayores en la cabeza. Cuando se quejó, mi padre preguntó: “¿Quién dejó el martillo fuera de su sitio?”.

Yo rebosaba de una interminable energía que hoy podrían diagnosticar, muy probablemente, como Trastorno de Déficit de Atención. Fue algo que me sirvió mucho, más tarde, cuando llegué a ser presidente de Sony Music porque ese tipo de energía y de personalidad se adaptaba perfectamente a las exigencias constantes de mi cargo. Sin embargo, esto me trajo algunos problemas de joven porque, aunque no era un chico malo, sí era sumamente inquieto; no dejaba de indagar cosas nuevas. Mi amigo más antiguo, Ronny Parlato, recuerda un día que prendí el buldócer con la llave que mi padre había dejado en el arranque y lo conduje por todo el lote baldío que había detrás de mi casa, en Pelham Parkway. Él asegura que en ese entonces yo no tenía más de tres años. Mi inagotable energía solía llevarme adonde no debía ir y rara vez encontraba un muro que no quisiera derribar.

Los Hermanos Cristianos de Irlanda en la Escuela Primaria Iona Grammar, New Rochelle, siempre tenían formas de manejar a los muchachos que no se adaptaban a sus rígidas expectativas. Los hermanos solían caminar por todas partes con unas correas que tenían terminaciones punzantes, como de garras de gato, y las escondían entre las mangas de sus hábitos; si cruzábamos la raya, nos golpeaban. En una oportunidad le saqué la lengua al director y otro niño me acusó. El director me llevó a su oficina y me golpeó fuertemente. Esa noche, cuando estaba por entrar a la bañera, mi madre notó los moretones y las vetas rojas en mi trasero. De inmediato se lo contó a mi padre. Mi padre era la persona más dulce y amable del mundo, pero era mejor no amenazar ni hacer daño a sus hijos porque ese hombre dulce se convertía en una fiera terrible que sería mejor no imaginar. No dijo ni una palabra: sólo se puso su abrigo y se fue de casa directamente a ver al director. Nunca supe qué le dijo ni qué ocurrió. Pero lo que sí puedo decirte es que los Hermanos Cristianos de Irlanda jamás me volvieron a tocar.

• • •

Ven, vamos a Dominick’s a comer algo.

Mierda, sólo vamos en la página seis y ya estoy en problemas. Ya imagino lo difícil que me harán la vida mis amigos, los dueños de Roberto’s y de otros pocos restaurantes, por no haber elegido sus negocios. Oye, antes de morir debes ir a Roberto’s a comer cavatelli con salchichón y brócoli salteado en ajo y aceite porque es algo del otro mundo. Pero ésa comida será para otro día.

A propósito, en Dominick’s no hay menús. Las alternativas son: o tú dices lo que deseas y eso es lo que te sirven, o ellos te dicen qué quieres y eso es lo que te sirven. Las mesas son largas. Todo el mundo se sienta junto, uno al lado del otro, y si hay un lugar idóneo para ir a comer con tu mejor amigo, es Dominick’s.

Y ahora mismo quiero hablar de mi mejor y más antiguo amigo. Mi relación con Ronny Parlato explicará algunas cosas que tal vez te sorprendan. Por ejemplo, estoy seguro de que no sabes que una vez me convertí al judaísmo. Es una larga historia y llegaremos a ella a su debido tiempo. Pero todo comienza con Ronny y con el barrio en el que crecí.

El barrio de Pelham Parkway, donde comencé a pasar tiempo con Ronny, estaba habitado por una mezcla de familias judías e italianas, y el mismo Ronny era una muestra de ello. Su madre era judía y su padre italiano.

Mi mamá y la mamá de Ronny, Libby, eran como hermanas. O no: eran más que hermanas, eran como almas gemelas. Tan pronto como nos mudamos del Bronx a New Rochelle, la madre y el padre de Ronny se mudaron del Bronx a New Rochelle. Peggy y Libby salían juntas todos los días.

Cuando Ronny y su familia celebraban Chanukah, siempre tenían un regalo para mí en el momento de encender las velas de la menorá. Mis padres me enviaron a un campamento exclusivo para judíos durante un par de veranos, que incluía los servicios de la noche del viernes. Por consiguiente, sabía cómo se usaba la marmulla, cómo se encendías las velas, seguía las oraciones en hebrero y bebía vino Manischewitz. Me parecía divertido decir baruch. Siempre me gustó el sonido khhhhhhhh.

De la misma forma, en el árbol de Navidad de mi familia siempre había un regalo para Ronny. Todos los años mi madre preparaba cerca de treinta platos diferentes de mariscos y frutos de mar para celebrar las fiestas y, a través de los años, Ronny probablemente probó cada uno de ellos. No puedo recordar haber pasado mejores momentos que durante las Navidades de mi niñez. Pero desde muy temprano me sentí a gusto con cualquier tipo de festividad. Para mí la religión parecía no tener diferencias. Los únicos muros que no tuve que derribar en mi vida fueron los muros religiosos y culturales. Para mí simplemente no existen. Ese fue un regalo de las calles del Bronx.

Pronto me estaba poniendo una toalla sobre los hombros para imitar los movimientos de danza de James Brown mientras cantaba Please, Please, Please. Cuando tenía unos catorce años, mis padres me dejaban ir con mis amigos en tren a Harlem para ver a Stevie Wonder, Wilson Pickett y Joe Tex en el Teatro Apollo. Cuando conocí a Gloria y a Emilio Estefan, casi veinticinco años después, se convirtieron prácticamente de inmediato en un par de miembros más de mi familia porque su cultura cubana me hacía sentir como si estuviera de vuelta en el Bronx. Esta apertura a todas las culturas se convirtió en una verdadera fortaleza cuando asumí el cargo de director de una corporación multinacional, y también se reflejó en mi vida personal. Mi primera esposa era judía; la segunda era parte irlandesa, parte negra y parte venezolana; y Thalia, la preciosa mujer que veo al despertarme cada mañana, nació y creció en la Ciudad de México. Por eso es que, años más tarde, cuando Michael Jackson organizó una conferencia de prensa para decir que yo era un racista y un demonio, queda claro que su comentario no tiene nada que ver con el racismo ni con el cielo o el infierno, sino con la incapacidad de un artista, al que le estaba dejando de ir bien, de adaptarse a las ventas cada vez más bajas de sus discos. Michael estaba reaccionando ante la autoridad y simplemente buscaba una forma de salirse de su contrato con Sony.

El ataque fue triste y patético. Como director de la compañía me mantuve al margen del conflicto y, naturalmente, me abstuve de hacer cualquier comentario al respecto. Ahora que Michael ha muerto nada gano con revivir este incidente. Pero, si me conoces, sabes que no soy un hombre que evita el conflicto. Ésta es la historia de mi vida y es importante dejar las cosas claras para el futuro. Por lo tanto, te contaré lo que realmente ocurrió. Sólo tendrás que ser paciente. Falta poco.

¿Qué tal una copa de vino?

• • •

Una de las cosas acerca de escribir un libro de memorias es que nos obliga a remontarnos a esos momentos que nos ayudaron a convertirnos en lo que ahora somos.

Para mí, la época en la que crecí y el haberlo hecho en el Bronx fueron elementos clave. El día que nací tenía dos hermanas mellizas de quince años y una de trece. Desde el primer día desperté en el pequeño apartamento que era nuestro hogar. A mis oídos llegaban los más recientes éxitos de canciones pop que sonaban a todo volumen desde la radio que tenían ellas en su cuarto. Tan pronto como pude caminar, me detenía cuando oía distintos sonidos que me llamaban la atención; mi madre siempre estuvo muy consciente de esa reacción. Ella me llevaba de la mano mientras íbamos hasta Alexander’s, una tienda por departamentos en Gran Concourse con Fordham Road. Ahí yo me detenía, permanecía inmóvil y escuchaba los sonidos de música que salían de muchas de las tiendas a lo largo de la calle. Cuando eso ocurría, ella no me obligaba a seguir adelante; se detenía e incluso me cantaba la melodía.

Eran tan diversos los sonidos que salían de esas tiendas: doo-wop, salsa, rock, Sinatra... O si salíamos de compras tarde en la noche un jueves, podía escucharse la banda de Tito Puente en la calle Concourse. De nuevo en casa, oía a mi madre cantar y a mis hermanas armonizar todos los días. Los fines de semana veíamos a mi padre tocar el ukelele mientras mi tío Ray tocaba la guitarra. Estaba rodeado de música desde la mañana hasta la noche. Desde que cumplí dos años, me subía al banco del piano de la familia y golpeaba con fuerza las teclas.

Pero cuando tenía ocho años hubo un momento definitivo que me sacudió de arriba a abajo como una descarga eléctrica: fue la primera vez que oí Don’t Be Cruel sonando a todo volumen en la radio AM de mis hermanas. El compás y el ritmo de esa canción me dejaron marcado para siempre, y fue lo que me motivó y me inspiró a convertirme en lo que soy. Elvis Presley, el Rey.

Le rogué a mi madre para que me llevara a la tienda de discos en Fordham Road y con las dos manos agarré mi primer álbum. Ese primer álbum fue el primer álbum de Elvis. El álbum me encantaba. Me gustaba la fotografía de Elvis en acción, en la carátula, con la boca muy abierta y los ojos cerrados y con la guitarra en sus manos. Elvis estaba escrito en sentido vertical en letras rosadas al lado izquierdo de la carátula y Presley estaba escrito en sentido horizontal en la parte de abajo, en letras verdes. Me fascinaba el sello de la RCA en la esquina superior derecha con el perro escuchando el gramófono. Me encantó quitarle el forro de plástico templado. Me fascinó el olor del vinilo cuando saqué el disco de su funda de papel. Y me encantó ponerlo en el tornamesa graduando el equipo a 331/3, tomar el brazo del aparato y bajar suavemente la aguja hasta la ranura del disco. En ese entonces, en mi mente y mis oídos, los clics y pops del vinilo mejoraban notablemente el sonido de la música.

Al comienzo no estaba realmente consciente de la sexualidad latente en las grabaciones de Elvis, ni de la controversia originada por sus movimientos al bailar. En mi hogar nadie pensaba nada malo de Elvis. Tanto mi padre como mi madre pensaban que era fenomenal. No era consciente de que los líderes de la iglesia estaban enviando cartas a J. Edgar Hoover para que le advirtiera al FBI que Elvis era una amenaza para la moralidad y un peligro para la seguridad nacional. Tampoco sabía que a los blancos del Sur segregado no les gustaba lo que ellos mismos llamaban la “música atrevida” que salía de la boca de Elvis y que estaban destrozando sus discos en público. Para mí, a los ocho años, se trataba simplemente de lo bien que podía hacerme sentir la música.

Cuando llegaba a casa de la escuela católica, me cambiaba el uniforme por mis pantalones chinos negros y una chamarra de cuero, tomaba el lápiz delineador de cejas de mi hermana y me pintaba patillas a lado y lado de la cara, me alborotaba el mechón de pelo estilo pompadour y me ponía gafas oscuras para pasear por el barrio. Pero había algo que nunca pude entender: ¿Cómo hacía Elvis para lograr ese tono azulado en su pelo negro? Hasta el día de hoy, eso sigue siendo un misterio para mí.

En ese entonces sólo había tres cadenas de televisión importantes: CBS, ABC y NBC. Así, eran limitadas nuestras oportunidades de ver a Elvis y eso hacía que cada una fuera aún más especial. Cuando Elvis aparecía, los programas de televisión no eran simples programas de televisión. Eran eventos que esperábamos durante semanas. En 1956, sesenta millones de personas se aglomeraban alrededor de los televisores en blanco y negro con antenas para ver a Elvis en The Ed Sullivan Show. Eso es el triple del número de personas que ahora ven American Idol en una época en la que el país contaba con cerca de la mitad de la población actual.

Desde el comienzo, Elvis inculcó en mí una lección aunque en ese momento no la haya entendido como tal. La vi como una serie de éxitos: Heartbreak Hotel, Blue Suede Shoes, Houng Dog, Don’t Be Cruel, Love Me Tender. Todo en el mismo año. Uno tras otro. Años después, como director de Sony, intentaría duplicar esa hazaña en cada oportunidad que tenía. La verdad es que mi intento por implementar esa misma estrategia creó fricciones entre Mariah Carey y yo, pero a eso me referiré más adelante.

Puede parecer extraño que comenzara a tocar la trompeta aproximadamente en la época en la que Elvis se convirtió en un verdadero ídolo en toda América. Pero, cuando te diga por qué, lo entenderás. Mi hermana Mary Ann se casó con Joe Valentino, ,que de inmediato se convirtió en algo así como mi tutor. A veces pasaba los fines de semana con Mary Ann y Joe. Yo intentaba imitar a mi cuñado de muchas formas. Él tocaba la trompeta y me hablaba de Harry James, por lo que me pareció que era lo que debía hacer. Antes de que tuviera la oportunidad de pensar en tocar la guitarra, apareció la trompeta y la apreté contra mis labios. Aprendí a tocarla muy bien y me quedé con ella. Me convertí, así, en el primer trompetista de la orquesta de la escuela; tocaba todos los solos y me dieron una beca de música para Iona Grammar School. Resulta que el director, que nunca dejó de alabarme y respetarme desde aquella visita de mi padre, también era trompetista y eso hizo que se fijara en mí.

No me costó trabajo aprender a tocar la trompeta, aunque eventualmente llegué a considerarlo como una tortura. Comencé a estudiar el Método de conservatorio completo para trompeta de Arban, que se ha publicado desde 1864 y que, para un muchacho, es la definición de la exigencia. Tuve que aprender a leer todas las notas y los símbolos de los compases, y también teoría de la música. Eso me ayudó a progresar mucho en el campo musical aunque, a medida que iba creciendo, me fui dando cuenta de que los trompetistas no tenían mucho éxito con las chicas. Los cantantes, los guitarristas y los actores... esos sí tenían éxito. Y no hablar de si uno podía hacer las tres cosas como lo hacía Elvis...

El término cool se fue haciendo más claro cuando Dion and the Belmonts grabaron canciones como I Wonder Why y Teenager in Love. El nombre de la banda hizo que la Avenida Belmont del Bronx se convirtiera en un monumento doo-wop. Todos nuestros amigos adoraban a Dion y parecían conocerlo personalmente o conocer a alguien cercano al grupo. Como dijo Bruce Springteen en una ocasión: Dion era, definitivamente, el eslabón entre Frank Sinatra y el rock and roll. Elvis era de todos pero Dion era nuestro.

Seguí tocando la trompeta durante toda la primaria. Sin embargo, comencé a apresurarme a llegar a casa cada tarde para ver a Dick Clark y American Bandstand. Estaba obsesionado con el programa. Lo más increíble de American Bandstand era que Dick Clark lo programaba como si fuera una emisora de radio. Iba enumerando los éxitos como un DJ, sólo que lo hacía por televisión. El programa se trasmitía desde Filadelfia pero tenía en el escenario un enorme mapa de cartón de los Estados Unidos al que la cámara se acercaba para mostrar ciudades y promover el envío de cartas de los televidentes. Dick podía leer una carta de una muchacha en Akron y decir que ella escuchaba la WAKR. Era lo que podría llamarse televisión interactiva —mucho tiempo antes de que la palabra interactiva se hiciera famosa— y hacía que todo adolescente que estuviera viendo el programa se sintiera conectado con algo más grande. Cuando cantaba Buddy Holly uno sabía que estaba recibiendo un trozo de Lubbock, Texas, y cuando aparecía Smokey Robinson en la pantalla uno sabía que estaba en Detroit.

Recuerdo perfectamente las estrellas que vi en ese show: el Big Bopper que utilizaba un teléfono como una parte de la escenografía para interpretar “Chantilly Lace”. Jerry Lee Lewis golpeando las teclas de “Great Balls of Fire”. Chubby Checker interpretando “The Twist”. Fast Domino, Frankie Lymon and the Teenagers, Chuck Berry, Sam Cooke, Bobby Darin, Jackie Wilson, los Temptations, los Marcels, los Duprees, los Coasters, los Drifters, los Shirelles (sha-la-la-la-la-la-la) y, naturalmente, James Brown and the Fabulous Flames. Ésta es apenas una corta lista de los primeros nombres que me vienen a la mente y no corresponde a la magnitud del mundo que ese programa abrió para mí.

Había también unos buenos programas semanales, como Shindig. Pero American Bandstand estaba muy adelantado a su época. Yo estudiaba con atención el vestuario de los bailarines adolescentes. Podía detectar a cada muchacho y muchacha que bailaba, y podía diferenciar los unos de los otros. American Bandstand fue en realidad un modelo para programas como Dancing with the Stars. La música de American Bandstand no sólo abrió una puerta en mi mente sino que me mostró por primera vez mis sueños y me señaló el rumbo que seguiría más adelante. Además, Motown, la música que estaba a punto de cambiar el mundo, aún no había florecido. A veces, al terminar el programa, salía con mi madre para ir a recoger a mi padre a la estación del tren cuando volvía del trabajo. Verlo llegar a casa a la misma hora, día tras día tras día, me llevó a preguntarme si alguna vez querría trabajar como él. Y ya había otra cosa que tenía muy clara: no quería seguir tocando la trompeta en la orquesta del colegio.

• • •

Cuando terminé la primaria, mi cuñado comenzó a tomar lecciones de guitarra e, imitándolo, cuando tenía unos once años comencé también a tocar guitarra. Empecé con una barata —creo que era una Harmony— que se podía comprar en Sears por unos treinta dólares. A medida que fui mejorando, pedí a mis padres que me compraran una Fender, una marca de guitarras eléctricas sólidas que se estaba poniendo de moda. Tuve una Telecaster, una Stratocaster y luego una Jazzmaster. Me obsesioné. Sabía todo acerca de estas guitarras. Las guitarras Fender estaban diseñadas para ser producidas en serie y sabía cómo desarmarlas y volverlas a armar. Pero ahora quisiera haber sabido cómo conservarlas porque las mismas Fender Stratocaster y Telecaster que yo tocaba, desarmaba y armaba valen ahora unos cincuenta mil dólares cada una.

Comencé a tocar en dos o tres bandas diferentes en las casas de otros muchachos, y a medida que fui conociendo músicos más experimentados, se fue difundiendo el rumor de que yo era bastante bueno. De pronto, sin saber por qué, recibí una llamada de alguien que preguntaba si me gustaría ir a una audición para entrar a The Exotics.

¡The Exotics! ¡Puta madre! ¡The Exotics! La más popular de las bandas de New Rochelle. Solían interpretar los éxitos de los álbumes más recientes en los bailes escolares y en los clubes campestres durante el verano. Uno no podía ser adolescente en New Rochelle a comienzos de los sesenta sin saber quiénes eran The Exotics. Cuando uno de los miembros dejó el grupo, la audición me cayó encima de forma inesperada.

Entré nervioso, ansioso, seguro de mí mismo y confiado —si es que es posible tener todos estos sentimientos a la vez—. Era por lo menos cuatro años menor que los demás miembros de la banda. Pero cuando empecé a tocar con ellos, me di cuenta de que se miraban unos a otros, como diciendo: “Oye, qué bueno es”.

Cuando terminamos de tocar, el director dijo de una vez:

—¿Quieres entrar al grupo?

—Sí —respondí.

—Entraste.

Estaba tan emocionado que fui a casa a contárselo a mis padres. Ellos también se emocionaron. No tenían la menor idea de que yo crecería cuatro años de la noche a la mañana. Al menos así les pareció.

Mi primera salida con The Exotics fue al sastre, para que me confeccionara la chaqueta de mi nuevo grupo. Para ser un Exotic, había que saber vestirse como un Exotic. Aunque los demás miembros de la banda tenían apenas dieciocho años, parecían profesionales experimentados y eran muy exigentes en cuanto a su apariencia: “Que le quede así...”. Me hicieron tres chaquetas deportivas sin cuello, de tres colores distintos, que se usaban sobre camisas blancas; una corbata delgada; unos pantalones negros y ajustados; y unos zapatos Flagg Bros con mucha punta. Lo que más recuerdo es la chaqueta azul rey. Apenas me la puse, me sentí miembro oficial del grupo.

The Exotics comenzaron a tratarme como si fueran mis hermanos mayores, pero no los hermanos mayores que a mis padres les habría gustado. Eran muchachos a los que les gustaba la calle; ellos vivían en apartamentos al otro lado del ferrocarril. Cuando se presentaron a mi casa para recogerme, la diferencia fue evidente para mis padres. Los muchachos se quedaron atónitos al ver que yo vivía en una casa hermosa.

A mis padres no les desagradaba ningún miembro de la banda en particular. Lo que no les gustaba era la energía que los rodeaba. Simplemente no les gustaba el ambiente al que me estaban llevando. Yo estaba siendo educado para hacerme cargo del negocio de mi padre, o para ser médico o abogado. A sus ojos, The Exotics parecían estarme atrayendo hacia el bajo mundo del que ellos se habían esforzado tanto por salir.

Los muchachos de The Exotics no tenían horario para llegar a casa. Sus padres los dejaban hacer lo que quisieran. “Están tocando música, eso está bien”, les decían. “¡Vayan y hagan algo de dinero!”. Muy pronto estaba ganando doscientos dólares por presentación, los viernes por la noche. Para mí, salir con estos muchachos, adonde fuera, ya fuera que estuvieran tocando música o no, era algo divertido y emocionante. Cada vez que mis padres salían de casa, yo salía en el Cadillac de mi padre y me iba al College Diner para estar allí con mis amigos de New Rochelle High. Eran mucho más divertidos que los muchachos con los que iba al colegio en Iona Prep. Además, cuando mis padres salían, traía a mi novia a casa y nos manteníamos ocupados en el sofá de la sala. Es gracioso pensar en las cosas que recordamos. Justo cuando las cosas se empezaban a poner un poco calientes, siempre nos deslizábamos del sofá porque tenía un forro plástico, y se nos iba la inspiración.

Poco tiempo después comencé a pedir a mis padres que me dejaran salir del estricto colegio Iona Prep para poder estar con mis nuevos amigos en New Rochelle High. Los ensayos y las salidas con The Exotics eran ahora cada vez más frecuentes y llegaba a casa cada vez más tarde, hacia la medianoche. Mis padres me fijaron una hora de llegada y cuando empecé a incumplirla, ellos comenzaron a preocuparse: pensaban que me estaba adentrando en un mundo de peligro, drogas, o quién sabe qué se imaginaban. Hoy día entiendo su preocupación. Yo tenía apenas catorce años.

Trataron de traerme de nuevo a casa pero me rebelé. Durante más de un año, el conflicto fue aumentando y llegó a su cima durante una fiesta en la secundaria.

Esa noche estábamos presentando el mejor show que jamás habíamos hecho. Mientras tocaba y cantaba, podía ver el impacto que causaba en las expresiones de algunos de los muchachos que estaban bailando. Unas pocas niñas tenían la cabeza recostada contra el hombro de sus parejas, pero sus ojos estaban fijos en mí. Fue una sensación increíble. Me hacía acordar de lo que veía cuando salía Elvis en la televisión: la manera como lo miraban las muchachas, lo que, como es natural, en un adolescente como lo era yo en ese momento, era todo lo que deseaba en la vida.

Mis padres llegaron a recogerme temprano esa noche y desde el lado del escenario donde se encontraban podían ver el magnetismo que se estaba apoderando de la multitud. Me sentí feliz. Pensé que por fin entendían qué era lo que yo estaba haciendo y hacia dónde quería orientar mi vida. Terminó la presentación y unas pocas niñas se acercaron a la plataforma donde estaba la banda. Querían saber cómo me llamaba y buscaban una forma para lograr que yo les diera mi número de teléfono. Mi madre se abrió camino entre ellas.

—¡Sube al auto! —me gritó.

—¿Qué dices? —le pregunté.

—¡Ahora!

—¡Pero yo quiero quedarme un poco más!

—Ya basta, Tommy. ¡Nos vamos!

Mi madre prácticamente me arrastró para sacarme de allí, tomándome de la chaqueta azul delante de todas esas niñas y de los demás miembros de la banda. No podía estar más sorprendido y avergonzado. Me hizo entrar directamente al asiento de atrás del automóvil, mientras mi padre esperaba sentado en silencio tras el volante. Ella se sentó a su lado, cerró la puerta de un golpe, se dio la vuelta y dijo:

—Ya basta. Se acabó. No vas a seguir saliendo con esos vagos. Y no tocarás más la guitarra.

Mi padre nos llevó a casa. A la mañana siguiente, al despertar, no podía creerlo: todas mis guitarras habían desaparecido.

• • •

La pérdida de mis guitarras me llevó a hacer mi primer negocio. Pensándolo bien, fue uno de los negocios más difíciles que jamás haya hecho. Podría decirse que, después de ese negocio, todos los que vinieron después fueron más fáciles.

Busqué en cada closet de la casa, busqué en el desván y en el sótano, pero no pude encontrar esas guitarras.

Una y otra vez pregunté a mis padres cuándo me las podrían devolver.

La única respuesta que obtuve fue: “Ya veremos”.

Entonces, un día, hacia finales del verano, la casa estaba muy tranquila. Sospechosamente tranquila. Casi todos se habían ido y yo estaba solo con mi padre.

—Quisiera hablar contigo —me dijo.

Tenía un aire solemne y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Supe que algo estaba a punto de pasar. Fuera lo que fuera, no sería fácil para él.

Fuimos a la sala. Se sentó en su silla especial, la enorme reclinomática, y yo me senté en el sofá. Él no se recostó. Yo no me resbalé del plástico.

Mi padre comenzó a hablar. Su tono era muy firme, pero suave y calmado. No recuerdo sus palabras exactas. Pero empezó diciendo algo como: “Esto me dolerá más a mí que a ti”. Él sabía que me iba a doler muchísimo.

¿Has visto cuando hay una escena en las películas que ves desde el punto de vista del actor, y luego algo ocurre de modo que el actor aún puede verlo todo pero de pronto se va el sonido? Bueno, pues eso fue exactamente lo que sentí: como si toda la sangre se me saliera en un momento.

Mis padres me habían matriculado en un internado militar en Nueva Jersey.

Cuando volvió el sonido, yo estaba gritando:

—¡No, no, no! ¡No iré!

Pero mi padre estaba preparado para esto. Fue algo así como una intervención. Todo estaba previsto de antemano.

Díselo.

Haz su equipaje.

Luego llévalo a la institución.

Subí corriendo a mi cuarto. Estaba iracundo. No. Algo más que iracundo. Estaba apopléjico. Esa es la palabra. ¡Apopléjico! Gran parte de ese día se ha borrado de mi memoria, pero sí recuerdo que llamé a mi hermana Mary Ann y a su marido Joe para que me ayudaran. No tenía escapatoria. Ellos apoyaban a mis padres.

—Eso te dará algunos límites —dijo Joe—, y el aspecto académico será de gran ayuda para ti.

Ahora, al mirar atrás, puedo entender lo que estaban pensando mis padres. Yo era un muchacho de catorce años pero parecía que estuviera a punto de cumplir veinte; pasaba mi tiempo con malas compañías. Todas las grandes aspiraciones que mis padres tenían para mí se estaban desvaneciendo ante sus ojos. Yo parecía determinado en ir en otra dirección—incluso intentando salirme de la Iona Prep, mi escuela privada, para entrar a New Rochelle High, porque era el colegio al que iban mis amigos—. A sus ojos, yo iba en camino de convertirme en una especie de vago de la farándula.

Por lo tanto, habían hecho averiguaciones y se habían cerciorado de que la disciplina de la Admiral Farragut Academy me llevara otra vez al camino correcto. Al poco tiempo me estaban arrastrando a la parte trasera del Cadillac de mi padre. Ese mismo Cadillac en el que, de camino al College Diner, mis amigos y yo habíamos reído tanto, se había convertido ahora en una carroza fúnebre.

Mi padre me llevó a Toms River, en Nueva Jersey, pasando las rejas de lo que parecía ser un campo militar en miniatura. Si alguna vez quisiste ser astronauta para ir a la luna como Alan Shepard, éste era un lugar excelente en donde estar. Pero para un muchacho como yo, Farragut Academy era Marte con rejas de prisión.

Apenas entré al campus fui despojado de todo lo que me importaba. No hay palabras con las que pueda hacerte sentir en el estómago lo que sentí en el mío en el momento en el que entré a la barbería del campus con algunos de los otros recién llegados. A lo más que puedo llegar es a una escena de la película Fiebre de sábado en la noche. Acuérdate cuando John Travolta está cenando con su familia y su padre está furioso y le lanza un puño desde el otro lado de la mesa. Travolta dice algo como “¡No golpees mi pelo!”, algo así tipo: “Puedes golpearme en la cara pero no me toques el pelo”. En ese entonces, tu pelo era tu firma —aún más que la firma, era todo lo te definía como persona en el mundo—. Ésta probablemente fue la razón por la cual la Farragut Academy quiso quitarme el pelo primero. Oí el zumbido, miré hacia el piso y vi mis mechones negros a los que les había echado crema Bryl hasta la perfección durante veinte minutos cada día; los ví allí, tirados en gruesos montones sobre el piso. Fue como si me hubieran sacado el corazón y el alma de una sola vez.

Cada momento que pasaba en ese campus me recordaba algo más que había perdido. Cuando conocí a mis tres nuevos compañeros de habitación pude saber lo lejos que estaba de mis amigos y de mi novia. Y, justo cuando pensé que ya no podría pasar nada peor... pasó. Recuerdo haber ido por primera vez al comedor. Las comidas caseras preparadas por mi madre fueron reemplazadas por una especie de pan con algún tipo de jamón frito y crema encima, que los cadetes llamaban SOS: shit on a shingle (mierda con teja). Como recluta, uno ni siquiera podía empezar a comer hasta que se lo ordenaran. Teníamos que sentarnos en la cafetería con los brazos cruzados —hombros alineados con los codos, luego los brazos doblados sobre el pecho uno sobre el otro—. Y luego los brazos debían estar supuestamente a seis pulgadas de distancia, para hacerlo más difícil. No podíamos comer hasta cuando nos doliera. Y luego cuando ya podíamos comer, la comida era SOS.

Las veladas de música hasta altas horas de la noche fueron reemplazadas por toques de queda a las nueve de la noche. Y a las cinco de la mañana esa desgraciada trompeta empezaba a sonar fuera de la puerta:

Tu, tu, tururú

Tu, tu, tururú...

Esas notas nos hacían saltar de la cama; una cama que tenía que quedar bien hecha, tan templada que, al hacer rebotar una moneda de veinticinco centavos de dólar, ésta debía saltar y caer al piso. Si esto no ocurría, el oficial inspector destendía la cama, tiraba todo al piso y tenías que volver a tenderla desde el principio, hasta que quedara perfecta.

Por si los rituales habituales de la escuela militar no fueran lo suficientemente insoportables, había un estudiante de un grado superior, de Staten Island, que gozaba buscando constantemente nuevas formas de hacerme la vida imposible:

—¡Saca pecho!... ¡Mete el estómago!

Por más derecho que estuviera, por más rígida que fuera mi posición, siempre tenía el ceño fruncido o algún comentario que hacer. La peor parte era que yo siempre parecía darle pie para hacerlo. En esas primeras semanas nunca pude saber cómo brillar mis zapatos con un escupitajo para lograr un alto grado de brillo.

—¡Brilla de nuevo esos zapatos!

No más diversión y papas fritas después del colegio en el restaurante. Ahora eran horas de entrenamiento de marcha.

Sólo tenía unos pocos y veloces minutos de consuelo en Farragut Academy: una clase de música en la que aprendí a tocar el bajo; ver mi nombre en los sobres marcados a mano por mi novia, y leer y releer las dolorosas cartas de amor que contenían; también el sonido de las gaviotas a través del pequeño radio transistor que ocultaba bajo mi almohada por las noches, diciéndome que los Tymes estaban a punto de cantar So Much in Love, una de las canciones de amor más maravillosas de todos los tiempos... Pero aún más que eso, el sonido de esas gaviotas significaba libertad. Sin importar en qué lugar de la tierra me encontrara, esa canción tenía la magia de ponernos a mi novia y a mí descalzos en la playa. Cuando se desvanecían las últimas notas, tenía lágrimas en los ojos y enfrentaba la fría realidad. Me encontraba a millas de mi novia y apenas unas horas después estaría marchando.

Pasado apenas un mes desde mi llegada a Farragut, ya no lo resistí más. “Me voy de aquí”, le dije a otro estudiante. “¿Quieres venir conmigo?”. Y me respondió que sí. No era que el campus estuviera rodeado de alambre de púas, pero el escape adquirió proporciones muy grandes. Me sentí como en The Shawshank Redemption. Salimos con las luces apagadas. Pero el otro tipo se asustó a mitad de camino y se devolvió. “Nos vemos, hombre”, le dije, y seguí corriendo millas y millas, hasta que llegué a la ciudad.

Fui a la Estación de Greyhound y tomé un autobús hasta la ciudad de Nueva York; luego llamé a Mary Ann y tomé un tren a Westchester. Ella y Joe me recogieron, duraron horas convenciéndome de que volviera y luego me llevaron a la Academia a media noche. Llegué a las seis de la mañana. No recuerdo que me hayan descubierto ni de haber tenido ningún tipo de problema. Eso no importaba porque, cuando sonó la corneta esa mañana, mi superior de Staten Island me despertó con una sonrisa diciendo que el sol brillaba de nuevo y que empezaba otro día en el que me reventarían las bolas.

Algunos de los alumnos más experimentados me enseñaron el secreto para brillar mis zapatos y dejarlos como si fueran de charol, así que después de un tiempo el superior ya no pudo quejarse de eso. No importó. Cuando no tenía una razón para torturarme, se inventaba otra.

Un día ordenó a todos los subalternos en mi mesa de la cafetería que cruzaran los brazos a seis pulgadas de distancia. Después de un tiempo, dijo: “Bajen todos los brazos, excepto Mottola”.

Los mantuve levantados por unos cinco minutos más y luego uno de los dos se me bajó apenas un poco. Ese hijo de su madre tomó una cuchara y la hizo resortar sobre mi codo justo en el hueso de la risa. El golpe me atravesó como una descarga eléctrica y yo simplemente me enfurecí. Salté de mi asiento, me paré a su espalda y lo agarré por el cuello: tiré tan duro hacia atrás que su asiento se deslizó y volteó mientras él caía al piso. Le salté encima y no dejé de golpearlo; lo golpeé hasta el cansancio, hasta que los otros cadetes vinieron y me separaron de él.

Apostaría a que nadie en la historia de Farragut Academy ha hecho horas enteras de entrenamientos de marchas adicionales. El castigo valió la pena. Ese tipo nunca dejó de odiarme y de sentir resentimiento hacia mí, pero nunca me volvió a molestar.

Había llegado la hora de salir de allí como fuera. Me volví a escapar a principios de diciembre. Llegué a la casa de Mary Ann y mis padres vinieron allí.

—No me importa lo que hagan —les dije—. Jamás volveré a ese lugar. No volveré allí.

Fue así como aprendí a hacer un trato. Básicamente, sólo dije no. Cuando uno puede decir que no, siempre controlará la negociación.

—Está bien —dijeron mis padres—, podrás volver a casa. Pero debes terminar la secundaria en Iona Prep.

No se habló más de volver a New Rochelle High.

Me sentí como si acabara de separar las aguas en dos.

—Muy bien —respondí—, sólo llévenme de vuelta a casa.

No obtuve todo lo que quería, pero fue un buen negocio. Me enseñó que ambas partes tienen que salir sintiendo que han ganado algo.

Llegué a casa para otra maravillosa Navidad. Poco después, mis padres me devolvieron mis guitarras.

VOCES

RONNY PARLATO

Viejo amigo y constructor

Ahí estaba yo, a los cinco años de edad, quizá a los cinco y medio. Y Tommy tenía tres, quizá tres y medio. Y me pidió que brincara la cerca porque me iba a mostrar cómo encender el buldócer.

Fuimos hacia allá y él sabía dónde estaban las llaves y todo lo demás. Lo encendió y comenzó a manejar. Me asusté, salté y corrí a casa. Ese fue el inicio de nuestra relación: el más joven a cargo del más viejo.

Tommy sabe cómo atraer a la gente. Sabe a quién contratar. Sabe cómo delegar lo que quiere que hagan los demás. Y esa fue su dinámica maestra en Sony, la que conviritó una compañía que había sido comprada por dos mil millones de dólares en una compañía que, en un cierto punto, valía catorce mil millones.

JOE PESCI

En el caso de Tommy, e incluso en el de alguien como yo, crecer en el barrio te hace un buen conocedor del código callejero y aprendes a manipular. Sabes cómo hablarle a la gente. Y sabes cuáles son sus intenciones cuando están hablando contigo. Sabes lo que está en la mente del tipo inmediatamente. Sabes a dónde ir, cómo aproximarte a la gente, cosas así.

Tommy sabe muy bien cómo tratar a la gente. Quiero decir, se mudó a un área completamente hispanohablante. ¿Cómo lo explicas? Tienes que ser un poco un lisonjero y un manipulador para meterte ahí.

He’s So Fine • The Chiffons

Fingertips, Part 2 • Little Stevie Wonder

My Boyfriend’s Back • The Angels

Walk Like a Man • The 4 Seasons

Our Day Will Come • Ruby and the Romantics

Louie Louie • The Kingsmen

Be My Baby • The Ronettes

Ruby Baby • Dion

Da Doo Ron Ron (When He Walked Me Home) • The Crystals

South Street • The Orlons

(You’re the) Devil in Disguise • Elvis Presley

Since I Fell For You • Lenny Welch

Heat Wave • Martha and the Vandellas

Cry Baby • Garnet Mimms and the Enchanters

It’s All Right • The Impressions

Foolish Little Girl • The Shirelles

Tell Him • The Exciters

Busted • Ray Charles

Memphis • Lonnie Mack

Baby Workout • Jackie Wilson

One Fine Day • The Chiffons

Donna the Prima Donna • Dion

Wonderful! Wonderful! • The Tymes

Ring of Fire • Johnny Cash

Please Please Me • The Beatles

I Want to Hold Your Hand • The Beatles

In My Room • The Beach Boys

Blue Bayou • Roy Orbison

Only in America • Jay & the Americans

If You Need Me • Solomon Burke

The Price • Solomon Burke

Christmas (Baby, Please Come Home) • Darlene Love

(Today I Met) The Boy I’m Gonna Marry • Darlene Love

She Loves You • The Beatles

Pretty Woman • Roy Orbison

I Get Around • The Beach Boys

Everybody Loves Somebody • Dean Martin

My Guy • Mary Wells

Where Did Our Love Go • The Supremes

People • Barbra Streisand

A Hard Day’s Night • The Beatles

Do Wah Diddy Diddy • Manfred Mann

Dancing in the Street • Martha and the Vandellas

Under the Boardwalk • The Drifters

Chapel of Love • The Dixie Cups

Suspicion • Terry Stafford

Glad All Over • The Dave Clark Five

Rag Doll • The 4 Seasons

Dawn (Go Away) • The 4 Seasons

Come a Little Bit Closer • Jay & the Americans

Baby Love • The Supremes

Let It Be Me • Betty Everett y Jerry Butler

Walk On By • Dionne Warwick

The House of the Rising Sun • The Animals

The Shoop Shoop Song (It’s in His Kiss) • Betty Everett

Bits and Pieces • The Dave Clark Five

Can’t Buy Me Love • The Beatles

Remember (Walking in the Sand) • The Shangri-Las

Keep On Pushing • The Impressions

Baby, I Need Your Loving • The Four Tops

Leader of the Pack • The Shangri-Las

The Way You Do the Things You Do • The Temptations

Anyone Who Had a Heart • Dionne Warwick

It’s Over • Roy Orbison

Ronnie • The 4 Seasons

I’m So Proud • The Impressions

Money • The Kingsmen

Cotton Candy • Al Hirt

I Saw Her Standing There • The Beatles

Needles and Pins • The Searchers

Fun, Fun, Fun • The Beach Boys

No Particular Place to Go • Chuck Berry

You’re a Wonderful One • Marvin Gaye

Goin’ Out of My Head • Little Anthony and the Imperials

I Only Want to Be With You • Dusty Springfield

Come See About Me • The Supremes

I Walk the Line • Johnny Cash

Wooly Bully • Sam the Sham & the Pharaohs

I Can’t Help Myself • The Four Tops

(I Can’t Get No) Satisfaction • The Rolling Stones

You’ve Lost That Lovin’Feelin’ • The Righteous Brothers

Help! • The Beatles

Crying in the Chapel • Elvis Presley

My Girl • The Temptations

Help Me, Rhonda • The Beach Boys

Shotgun • Jr. Walker and the All Stars

I Got You Babe • Sonny and Cher

Stop! In the Name of Love • The Supremes

Unchained Melody • The Righteous Brothers

What’s New Pussycat? • Tom Jones

Ticket to Ride • The Beatles

Papa’s Got a Brand New Bag • James Brown and the Famous Flames

Back in My Arms Again • The Supremes

Baby, I’m Yours • Barbara Lewis

Like a Rolling Stone • Bob Dylan

Goldfinger • Shirley Bassey

Eight Days a Week • The Beatles

I’ll Be Doggone • Marvin Gaye

Tired of Waiting For You • The Kinks

What the World Needs Now Is Love • Jackie DeShannon

It’s Not Unusual • Tom Jones

Nowhere to Run • Martha and the Vandellas

Tell Her No • The Zombies

The Tracks of My Tears • The Miracles

It’s the Same Old Song • The Four Tops

Hold What You’ve Got • Joe Tex

We Gotta Get Out of This Place • The Animals

The Last Time • The Rolling Stones

Ooo Baby Baby • The Miracles

How Sweet It Is (To Be Loved by You) • Marvin Gaye

Turn! Turn! Turn! (To Everything There Is a Season) • The Byrds

Get Off of My Cloud • The Rolling Stones

Hang On Sloopy • The McCoys

Tonight’s the Night • Solomon Burke

Positively 4th Street • Bob Dylan

(You’re My) Soul and Inspiration • The Righteous Brothers

Reach Out I’ll Be There • The Four Tops

Monday, Monday • The Mamas & The Papas

You Can’t Hurry Love • The Supremes

Summer in the City • The Lovin’ Spoonful

A nadie le gusta ver cicatrices. Yo tengo una que, durante años, no me atrevía a mirar. Pero cuando la veo ahora, me doy cuenta de que cambió mi vida.

Un día, cuando estaba cursando mi último año de preparatoria, me dio un dolor de estómago. Tal vez mi vida habría sido muy diferente si no me hubiera dado ese dolor. Así son las cosas: un día pasa algo y puede ser que eso cambie la dinámica de todos los días que seguirán de ese en adelante.

Si no hubiera sido por ese dolor, mi carrera no habría comenzado sino hasta unos años después. De haber sido distinto el orden de los acontecimientos, tal vez nunca habría estado en una oficina de Chappell Music unos años más tarde, cuando Daryl Hall y John Oates entraron ahí por primera vez. Siempre quise triunfar, así que tal vez habría terminado como presidente de Sony de todas maneras. Nunca lo sabremos. Sólo sé lo que sí sucedió.

Aquel dolor de estómago fue uno de esos momentos decisivos que llevó a otros momentos decisivos. Ocurrió en 1966, cuando mi vida familiar era armoniosa y bella. Me ponía saco y corbata en la mañana para ir a la escuela, Iona Prep, y era buen estudiante. Planeaba ir a la Universidad Hofstra en Long Island. Mis padres estaban felices y yo ya no tenía que usar su Cadillac a hurtadillas. Cuando cumplí dieciséis años me compraron un GTO color azul turquesa, con un motor de 389 centímetros cúbicos, carburador triple y transmisión de cuatro velocidades marca Hurst. Era algo que parecía salido de la película American Graffiti. Lo único que ese coche no tenía era aire acondicionado. Lo pedí de esa manera porque el aire acondicionado hace que el motor se recaliente más rápido y yo quería que el motor sólo generara calor para que el coche anduviera a toda velocidad. Por más que conducía el GTO todo el tiempo, siempre mantenía su interior blanco, como recién salido de la sala de exhibición.

Tan pronto terminaba mi día escolar en Iona, iba directo a casa, me quitaba mi saco y corbata, me ponía pantalones de mezclilla, me sentaba al volante de aquel GTO y conducía tan rápido hacia el College Diner que dejaba marcas en el pavimento. Siempre me sentaba en una mesa junto a la ventana. Acostumbraba ubicarme en la que quedaba más cerca de la rocola miniatura montada en la pared. Siempre. Ese era mi lugar, sin duda. Yo controlaba aquella rocola. Mis amigos se amontonaban en la mesa, ordenábamos papas fritas y Coca-Colas con jarabe de cereza y mirábamos hacia el estacionamiento admirando los fabulosos carros que iban llegando y las chicas que salían de ellos. Tenía toda una estrategia para cambiar el ambiente del restaurante tocando la canción perfecta en la rocola. Deslizaba las manos por el catálogo de metal y escogía la más apropiada. Tal vez Under the Boardwalk, de los Drifters. O Stand By Me, en la versión de Ben E. King. Y si quería llamar la atención de alguna chica en particular, siempre podía contar con You Belong To Me, de los Duprees. A veces mis amigos y yo cantábamos Hold On, I’m Coming, como si fuéramos Sam & Dave. Aquella rocola nos encantaba y la alegría que nos causaba era contagiosa. Los chicos de las mesas vecinas entraban en el jolgorio y pronto medio restaurante estaba cantando a todo pulmón y desde el fondo del alma When A Man Loves A Woman. Percy Sledge era increíble. Eran días felices.

Las noches eran aún mejores. Algunas veces mis amigos y yo comenzábamos en el Riviera Lounge de Yonkers donde íbamos a oír a Larry Chance y los Earls cantando I Believe y Remember Then. Luego conducíamos hasta Mamaroneck, donde tocaba uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos en el Canada Lounge. Se llamaba Linc Chamberland y era el líder de una orquesta de vientos que tocaba música R&B (Rhythm and Blues) llamada The Orchids. Cuando, tiempo después, Rolling Stone dedicó su portada a los 100 mejores guitarristas de la historia, no mencionó a Linc. Créeme: en 1966 nadie había escuchado nada mejor que Linc Chamberland.

Linc no era muy conocido más allá del área noreste de los Estados Unidos. The Orchids sólo grabaron un álbum titulado Twistin’ at The Round Table with The Orchids, bajo un sello pequeño llamado Roulette Records. Pero si llegabas al Canada Lounge un viernes o un sábado en la noche, no cabía duda de que eran algo único.

Linc era el único que podía tocar una guitarra Fender Telecaster como él debido a la manera en que la había modificado. Lo sé porque tomé clases de guitarra con él e intenté emularlo lo más que pude. Una de sus técnicas consistía en remplazar la primera cuerda, el Mi alto, con una cuerda de banjo (una cuerda La), la cual doblaba casi hasta el cuello de su guitarra Telecaster. Es imposible doblar una cuerda de guitarra normal de esa manera porque le pondría demasiada tensión. Pero la cuerda de banjo es tan delgada que Linc podía doblarla y crear así su propio estilo de Rhythm and Blues. Para que el sonido fuera aún más insólito, conectaba la guitarra a un amplificador para bajo y, para mayor efecto, usaba un amplificador doble marca Fender Bassman. Escuchar a Linc tocar R&B por primera vez era como ordenar tu platillo favorito pero preparado con una especia fabulosa que nunca antes habías probado. Nadie, nadie, nadie en este mundo sonaba como Linc Chamberland.

El Canada Lounge tenía capacidad para cerca de 150 personas. Pero los viernes por la noche, 250 admiradores que sabían exactamente lo que allí ocurría atiborraban el lugar. Linc no se paraba al frente del escenario. Su lugar era detrás del vocalista principal de los Orchids. La única forma de comprender la influencia que Linc Chamberland pronto habría de tener en el trasfondo musical era si sabías quién frecuentaba aquel lugar.

Cuando oyes a Dr. John cantar Right Place Wrong Time y cuando oyes Band of Gold de Frieda Payne, escuchas la guitarra de David Spinozza. Al igual que yo, David iba al Canada Lounge a escuchar y a estudiar a Linc. Cuando oyes Walking Man de James Taylor, la batería la toca Rick Marotta. Cuando oyes You’re Still The One, ahí está Jerry, el hermano de Rick, tocando la batería. Si escuchas el álbum Double Fantasy de John Lennon y Yoko Ono, Andy Newmark toca la batería. Todos llegábamos a este pequeño semillero musical de Mamaroneck para ver a Linc y los Orchids. Si tenías la buena suerte de pertenecer a esta cofradía, quedabas conectado a su música, una música, que te influenciaría el resto de tu vida.

Qué cuadro aquel. Me sentía como Sal Mineo en Rebelde sin causa mientras ordenaba empalagosos cócteles de ginebra de endrinas que venían decorados con sombrillitas de colores. Hoy en día, si me tomara uno de esos cócteles, probablemente vomitaría. Pero en ese entonces era todo parte de la experiencia religiosa. En ese entonces, la edad legal para beber alcohol en el estado de Nueva York era 18 años, y siempre ha estado de moda parecer de edad suficiente para beber, especialmente cuando no la tienes.

Linc se vestía con trajes elegantes y de cuello abierto, y su orquesta tenía una sección rítmica excelente al igual que una gran sección de vientos que lo acompañaba. A los Orchids les importaba más la maestría musical que el bailoteo desenfrenado. Linc sentía gran orgullo como verdadero maestro de su oficio y, cuando él empezaba a tocar, yo me concentraba intensamente en cada fraseo de su guitara. Sé que parezco obsesionado, pero me es difícil describir el poder que su música ejercía en mí y, al igual que Elvis, cuánta influencia tuvo en mí. Cuando Linc Chambers tocaba, ni me daba cuenta de las mujeres que había a mi alrededor.

Y si puedes creerlo, a veces las cosas se ponían aún mejor. A veces iba en mi GTO al McDonald’s que quedaba en Boston Post Road, en Mamaroneck, cuyo estacionamiento parecía un drive-thru para carreras de arrancones y no para comprar hamburguesas. Sólo bastaba que alguien retara a alguien más y todos terminábamos en ese tramo de un cuarto de milla en la avenida Mamaroneck. Un chico conducía hasta la meta para poder declarar al ganador y otro se paraba entre los dos coches competidores con los brazos arriba para dar la señal de partida. Cuando bajaba los brazos, las llantas chillaban.

Había un tipo llamado Supermán y era invencible. Tenía un Chevelle 396 rojo con carburador de cuatro bocas. Nadie lo podía vencer. Así que fui adonde un mecánico que realizaba trabajos ilegales para que le hiciera modificaciones y le aumentara el poder a mi motor, terminando con la instalación de un árbol de levas marca Crane. Le instalé colectores para que los gases de escape circularan mejor y le puse neumáticos lisos para carreras de autos pero con bandas de rodadura mínimas que los hacían legales en las vías urbanas. Me tomó dos semanas completar esta labor, pero cuando por fin terminé, fui a aquel McDonald’s en busca de Supermán.

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