El corazon de hielo (Heart of Ice)

El corazon de hielo (Heart of Ice)

by Lis Wiehl
El corazon de hielo (Heart of Ice)

El corazon de hielo (Heart of Ice)

by Lis Wiehl

eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

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Overview

Las novelas de Triple Threat Club presentan tres mujeres extremadamente inteligentes una periodista de televisión, una fiscal federal y una agente del FBI que investigan los crímenes tan pronto aparecen en los titulares diarios.

Las mujeres de Triple Threat han enfrentado situaciones intensas antes… pero nunca un homicidio a sangre fría, tan hábilmente perpetrado.

Elizabeth Avery es una mujer espectacularmente hermosa. Pero su exterior tan perfectamente logrado esconde el frío corazón de un asesino. Ingeniosamente ha manipulado a todo el que se cruza en su camino para que haga exactamente lo que ella desea, desde Cassidy Shaw, periodista de sucesos, que la considera su nueva mejor amiga, hasta un tímido joven a quien Elizabeth persuade para que asesine por ella.

Mientras Elizabeth deja un rastro de cuerpos a su paso, la fiscal federal Allison Pierce y la agente del FBI Nicole Hedges deben reunir todas las pistas de crímenes aparentemente sin relación entre sí. ¿Podrán detener a Elizabeth antes de que llegue a su inimaginable final de juego?


Product Details

ISBN-13: 9781602555693
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 11/28/2011
Series: Triple Threat Series , #3
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 368
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

About The Author
Lis Wiehl es una egresada de Harvard Law School y ex fiscal federal. Una analista jurídica muy popular y comentarista que trabaja para Fox News Channel, Wiehl aparece en O'Reilly Factor y es copresentadora junto con Bill O'Reilly en el programa radial de amplia difusión, The Radio Factor.

Read an Excerpt

EL CORAZÓN DE HIELO

UNA NOVELA DE LA TRIPLE AMENAZA
By LIS WIEHL APRIL HENRY

Thomas Nelson

Copyright © 2011 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-60255-569-3


Chapter One

Suroeste de Portland

El combustible sonaba dentro de la roja lata de metal, salpicando al ritmo de los pasos de Joey Decicco. Tan pronto como apareció la casa ante sus ojos, al final del largo y asfaltado camino de entrada, se detuvo y estudió la situación. Era grande. Tenía muchas ventanas. Constaba de dos plantas. Era de madera. En el porche, dos sillas modelo Adirondack y una bicicleta azul con ruedas auxiliares de aprendizaje. Ni una luz encendida, ni un coche aparcado delante de la casa. No había nadie en casa.

Era tal y como había dicho Sissy, o Elizabeth, como ella misma solía llamarse ahora.

Y es que Joey no quería matar a nadie. Ya había causado bastante muerte.

El sol se estaba poniendo pero, a pesar de que la luz se iba atenuando, era suficiente para lo que tenía que hacer. Joey se dirigió a una esquina, inclinó la lata y comenzó a trazar una línea alrededor de la casa como si dibujara un lazo invisible. Cuando hubo acabado, la oscuridad era casi completa. Se apuró regando la mezcla de gasolina y gasóleo de la lata en el camino mientras se alejaba de la casa.

Del bolsillo de sus bragas sacó un encendedor Zippo plateado y levantó la tapa con el pulgar. Una vez más, el fino sonido metálico le puso la carne de gallina; le ocurría desde los once años.

Había llegado el momento del espectáculo.

El fuego hacía que Joey se sintiera poderoso. Con él conseguía que la gente corriente y aburrida se despertara aterrorizada. Provocaba que las alarmas sonaran. Hacía que los camiones de bomberos bajaran por la calle a toda velocidad con sus sirenas aullando. Y siempre, detrás de todos ellos, las cámaras de televisión y los reporteros. Todos ellos ávidos por contemplar su obra.

Sin fuego, Joey no era nada. La gente procuraba no mirarle. Evitaban fijar la vista en la piel parcheada de su rostro y en su mano izquierda marcada por una gran cicatriz. Pero el fuego sí atraía la mirada de todos, así como un imán atrae las limaduras de hierro. Les resultaba imposible no mirar el fuego.

Encendió el mechero y se inclinó, protegiendo la temblorosa llama azul con su mano libre. Una línea de fuego corrió por delante de él, adentrándose en la oscuridad.

Esa era la parte favorita de Joey. El principio. Había sorprendido a la noche. Lo que debía estar sumido en la oscuridad se veía repentinamente lleno de luz y de calor.

Las llamas rodearon la casa como el lazo de un vaquero y luego empezaron a trepar por los laterales. Joey tenía las manos apretadas, la mirada fija como si siguiera a aquel fuego que se iba extendiendo. Pero, como un niño resuelto a descubrir el juego de manos de un mago, incluso a Joey le sorprendía algunas veces el siguiente movimiento del fuego. Las llamaradas rebasaron el porche abierto y alcanzaron la planta superior. Una ventana se hizo añicos. Con otro zumbido, el fuego envolvió las cortinas. Durante un segundo Joey pensó que había visto un rápido movimiento oscilante, pero se dijo a sí mismo que no era más que un efecto óptico causado por el movimiento de la luz. No había nadie en la casa. Sissy lo había prometido.

El calor estiró su piel. Se quedó en pie al final del camino de entrada, preparado para perderse en los bosques tan pronto como oyera las sirenas. Pero, al no haber vecinos cercanos, estas tardaban en llegar.

Entonces llegó el momento en el que Joey supo que el fuego vencería. El sonido había variado como cuando un motor cambia a una marcha superior. Las llamas debían haber encontrado una nueva fuente más concentrada de carburante. Latas de pintura en el sótano, una tubería de gas natural ... cualquier cosa. Olfateó, pero no pudo oler nada excepto el dulce aroma de la madera al quemarse. Pero, aun así, el crepitar y el silbido se convirtieron en un rugido que fue creciendo y retumbando hasta convertirse en una barrera de ruido.

Por fin oyó las sirenas a lo lejos. Se adentró más en la zona de los árboles. Tan pronto como viera el primer camión cisterna, se escurriría y se marcharía de regreso a su cadillac El Camino. Como el hombre que se separa de su amada antes de un largo viaje, Joey deleitó su vista con la belleza del fuego, los colores ondulantes, las llamas parpadeantes que lamían el cielo y la gran columna de humo que solo era visible porque tapaba las primeras estrellas de la noche.

Al día siguiente, por la mañana, la casa no sería más que madera calcinada y charcos, ceniza gris que seguiría flotando en el aire. Y el fuego habría muerto.

Pero en aquellos momentos estaba vivo. También lo estaba Joey.

«Ella se lo merece, créeme», le había dicho Elizabeth con los dientes apretados, mientras le daba un mapa dibujado a mano y quinientos pesos. Joey estaba desesperado por conseguir dinero. No resultaba fácil conseguir trabajo cuando uno tenía su aspecto. No cuando la consulta de sus antecedentes —incluso algo tan sencillo como escribir su nombre en el buscador de Google—revelaba la verdad de su identidad. Lo que había hecho. Por eso necesitaba el dinero.

Pero, dentro de sí mismo, mientras sentía el salvaje latido de su corazón dentro del pecho al contemplar las hambrientas llamas, Joey sabía que lo habría hecho de todos modos aunque no le hubieran pagado por ello.

Chapter Two

Supermercado de New Seasons

Elizabeth empujaba su carro de compras por los pasillos del New Seasons cuando lo vio. Era un hermoso pañuelo de seda de color azul rey, en el rincón de otro carro. Ese color, pensó, sería el complemento ideal para su pelo castaño rojizo y sus ojos azules. En aquel carro también había una barra de queso Cheddar, media docena de latas, varias cajas de pasta y un galón de leche. El contenido no era muy diferente del carro que cargaba Elizabeth.

Miró a su alrededor. Cualquiera que estuviera observándola habría pensado que escrutaba las estanterías en busca del siguiente artículo de su lista. La cosa es que Elizabeth no compraba nunca con lista. Lo que buscaba era a la dueña de aquel carro.

Pero se encontraba allí sola en el pasillo número siete.

Sin pensarlo dos veces, se apartó de su carro. En realidad ya no lo consideraba suyo. Era el carro. O un carro. Ya cuando dio unos pasos —y en el tiempo que le llevó empezar a empujar el otro carro y poner su gran bolso negro sobre el pañuelo azul—, Elizabeth había olvidado por completo el que ella estuvo usando. Podía haber cogido solo el pañuelo, pero la idea de comerse los alimentos de otra mujer hacía que se sintiera poderosa.

Haber hecho que Joey quemara la casa de Sara había despertado algo en Elizabeth. Algo fuerte. Algo parecido a cierta hambre. Algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. Se había forjado una vida perfecta y no iba a permitir que nadie la estropeara. Sara debía ser castigada.

Sintiéndose llena de vida, casi optimista, Elizabeth empujó su nuevo carro hacia la parte delantera de la tienda. Sentía un cosquilleo en la piel, entre sus omóplatos, al imaginarse a aquella mujer tan parecida a ella misma, que ahora estaría buscando su carro. Su carro con el bonito pañuelo azul.

Al dirigirse hacia la línea de cajas, Elizabeth añadió media docena más de artículos, como si fuera un perro que estuviera marcando su territorio. Una vela de cera de abeja de color dorado, una caja de plástico transparente con dieciséis galletitas perfectamente glaseadas, una trenza de queso de cabra enrollada en ceniza de color gris plateada. New Seasons era famoso por tener los mejores productos de cultivo ecológico, los cortes más finos de carne y quesos procedentes de animales criados con pastos, y pasta importada de todos los lugares del mundo.

Tampoco es que los precios fueran baratos.

Pero Elizabeth no era partidaria de escatimar consigo misma.

Ya en la caja, pasó todas sus provisiones a la cinta transportadora con una sola mano. Con la otra recogió rápidamente el pañuelo, en un solo movimiento, y lo metió en su bolso. Cuando levantó la cabeza, sorprendió al cajero mirándola fijamente. En su tarjeta de identificación decía Clark S. Frunció el ceño cuando vio que ella sacaba la mano del bolso.

Elizabeth se percató de que él la estaba tomando por una de esas que hurtan en las tiendas.

Él no era su tipo —un cajero de supermercado nunca lo sería—, pero Elizabeth le regaló su mejor sonrisa y el rostro de él se suavizó. Bueno, quiero decir que se suavizó tanto como le fue posible. Clark S. tenía unos veinte años, un acné horrible y barrillos rojos que alternaban con pequeños cráteres antiguos. Tenía unos ojos hermosos —grandes y de un profundo color azul verdoso—, pero ¿quién miraría más allá de aquellas marcas en su cara para fijarse en ellos? ¿O para ver cómo se estremecía cada vez que alguien le miraba directamente?

Elizabeth apostó a que ella era la primera mujer que le había sonreído a Clark en mucho tiempo. Sintió cómo él se sumergía en su sonrisa. Sus hombros se enderezaron, sus manos se movían de forma mecánica mientras iba deslizando cada artículo por delante del escáner. Solo tenía ojos para ella.

Firmó el cheque y se lo entregó. Técnicamente pertenecía a su antigua compañera de piso, pero Elizabeth había sacado una chequera del fondo de la caja antes de que Korena se mudase. Con un poco de suerte, pasarían semanas antes de que esta se diera cuenta. Además, New Seasons se enorgullecía del ambiente amable de su vecindario. Ese ambiente incluía aceptar los cheques de los clientes sin pedir que mostraran ningún documento de identidad.

—¿Korena? —preguntó Clark mirando fijamente el nombre que figuraba en el cheque—. Hermoso nombre.

Elizabeth dejó caer los párpados como por timidez. Estaba calculando qué podría conseguir de él. No era más que un cajero, pero ella siempre había tenido un sexto sentido con respecto a las personas que podrían resultarle útiles. Este podía ser el comienzo de una bonita amistad.

—¡Vaya!, es lo más hermoso que me han dicho hoy —alzó la mirada y dejó que sus ojos también sonrieran. Pudo oír cómo una señora pronunciaba detrás de ella las palabras pañuelo azul, pero Elizabeth no se giró, no dejó que su expresión cambiara mientras un estremecimiento le recorría la espalda. No sabía si Clark lo habría oído, o si había entendido de qué se trataba, pero notó que tampoco se movió.

Mientras Clark colocaba sus bolsas —a medio llenar con los artículos que ella no había elegido— en el carro, Elizabeth pasó la mano por todos los artículos que colgaban de la pared por detrás de ella, esos que se suelen adquirir por impulso. Sus dedos se cerraron sobre una barra de chocolate importado con avellanas. Los metió dentro de su bolsillo justo cuando él se volvía hacia ella. Dirigió una última gran sonrisa a Clark, comenzó a empujar su carro y salió de allí.

Cuando llegó donde se encontraba su auto, Elizabeth se chupaba el rastro que la tableta de chocolate había dejado en sus dedos.

Cuando salió del aparcamiento, dejó el carro de la compra en el mismo lugar donde lo había descargado. A seis metros del sitio donde se enganchaban todos los carros.

Chapter Three

Taquería, ¿Por qué no?

En Portland, la primavera podía ser una tomadura de pelo. Hoy se sentía plenamente predispuesta al flirteo. Los narcisos amarillos que ribeteaban el borde de la acera inclinaban su cabeza bajo la ligera brisa. El cielo se extendía en un azul pálido como si lo acabaran de lavar y lo hubiesen tendido para que se secara. Aun aquí en la avenida North Mississippi, donde los postes telefónicos eran más que los árboles, los pájaros se esforzaban por superarse unos a otros con trinos y gorjeos.

Los hipsters urbanos habían convertido aquella zona, antes en ruinas, en un vecindario lleno de boutiques de funky, estudios de tatuajes y los más novedosos restaurantes de la ciudad. Muchos de aquellos lugares no eran para una ocasión especial, sino que más bien ofrecían pizza, tapas o desayunos durante todo el día. Y aunque con frecuencia se trataba de comida callejera al estilo mexicano o filipino, seguían utilizando productos de la mejor calidad, como el pargo de la zona pescado con anzuelo o la verdura ecológica cultivada en las granjas de los alrededores.

Aunque el termómetro apenas rozaba los 16°C, las mesas exteriores de la taquería ¿Por qué no? estaban abarrotadas de gente. Los habitantes de Portland, hambrientos de sol, se veían rodeados de platos llenos de colorido, leyendo periódicos y novelas, con las mangas remangadas para dejar al descubierto unos brazos pálidos o tatuados y, en general, expuestos al sol como gatos satisfechos. Allison Pierce se reclinó contra la caliente pared rosada, pero enseguida se enderezó al sentir que seguía reteniendo el frío del invierno.

Así era como se sentía Allison algunos días. Todavía un poco fría en su interior.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Nicole Hedges. Tenía la extraña capacidad de leer las mentes—. ¿Demasiado frío aquí afuera para ti?

—No, está bien —Allison inclinó la cara alzándola hacia el sol, mientras escuchaba el ritmo trepidante de una vieja canción del grupo The Clash que llegaba desde el interior del restaurante.

El camarero, un muchacho alto con la cabeza rapada y media docena de pendientes, se dirigió hacia ellas con las bebidas. «Una Coca Cola». Colocó la botella de vidrio que el restaurante importaba de México delante de Allison. «Un té helado —para Nicole— y un Martini de granada». Este último era para Cassidy Shaw, que le recompensó con una sonrisa que a Allison le pareció perfecta para que su dentista la pudiera utilizar en un anuncio.

—Oye, ¿no te he visto yo en la televisión? —preguntó el camarero, haciendo que a Cassidy se le vieran unos cuantos dientes más.

—Canal Cuatro —dijo ella.

—¡Eso es! La reportera de crímenes —dijo con una voz chillona como la de un presentador de televisión—. Cassidy Shaw informando en directo ...

—Exacto —asintió, agachando la cabeza en señal de modestia—. Muchas gracias por seguirme.

Tras dirigirle otra sonrisa fascinada, el camarero se marchó. Cuando Cassidy agarró su bebida, Allison se preguntó si sería cortesía de la casa. Con toda probabilidad. Cassidy provocaba ese efecto en las personas. También pensó en la posibilidad de que el Canal Cuatro tuviera una política contraria a beber a mediodía. Posiblemente no. Y aunque así fuera, Cassidy no era demasiado meticulosa con las normas. Uno no hacía públicas las grandes historias sin pintar fuera de los bordes de vez en cuando.

Como fiscal federal, Allison nunca bebía durante la jornada laboral. Para Nicole no importaba si era de día, de noche o durante el fin de semana, porque era agente del FBI y tenía que estar en forma y preparada para el deber en todo tiempo. Rara vez bebía más de un vaso de vino por la noche y siempre llevaba encima su pistola marca Glock, ya fuera a cenar, a la tienda de comestibles o a ver jugar a su hijo de tercer grado.

Olvidándose del camarero, Cassidy se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la de Allison.

—De modo que te encuentras mejor, ¿no? —sus uñas de manicura perfecta contrastaban con las de Allison, que las llevaba cortas y sin pintar.

Unas semanas antes, Allison había sufrido un aborto, uniéndose al imaginario Club de madres sin hijos. Solo que no había ningún lazo de un color específico que llevar en la ropa, ninguna caminata ni camiseta. Nadie hablaba de ello. Era el tipo de secreto que las mujeres se susurraban unas a otras, si es que llegaban a comentarlo alguna vez

Allison solo se lo había dicho a unas cuantas personas, incluidas Nicole y Cassidy. Ellas lo comprendieron, o al menos intentaron hacerlo, aunque lo veían desde ángulos distintos. Nicole tenía una hija de nueve años y no se había casado nunca. Cassidy había tenido toda una serie de novios, pero jamás había hablado de querer tener niños.

El dolor, el desastre, la vergüenza inexplicable, Allison había superado ya todo aquello. Todo excepto las repercusiones emocionales. Quizás no estaba escrito que ella fuese madre. Quizás su maternidad no formaba parte de los planes que Dios tenía para ella. A sus treinta y tres años, todos los días veía mujeres doce años más jóvenes que ella, algunas veces incluso con doce más, que empujaban un cochecito de niño. Era como si cualquier otra mujer —cualquier muchacha— pudiera tener un bebé con la misma facilidad con la que se sacaba una carta de del buzón.

(Continues...)



Excerpted from EL CORAZÓN DE HIELO by LIS WIEHL APRIL HENRY Copyright © 2011 by Grupo Nelson. Excerpted by permission of Thomas Nelson. All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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