Diecinueve minutos (Nineteen Minutes)

Diecinueve minutos (Nineteen Minutes)

by Jodi Picoult
Diecinueve minutos (Nineteen Minutes)

Diecinueve minutos (Nineteen Minutes)

by Jodi Picoult

eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

$13.99 

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Overview

Jodi Picoult, autora de Por la vida de mi hermana, nos presenta su libro más fascinante, con una alarmante y conmovedora historia acerca de las repercusiones devastadoras de una tragedia en un pueblo pequeño de los Estado Unidos.

Sterling es un pueblo común en New Hampshire donde nunca ocurre nada -- hasta el día que su complacencia es hecha añicos por un acto de violencia. Josie Cormier, la hija de la jueza que preside el caso, es la mejor testigo con la que cuenta el estado, pero no puede recordar lo que ha ocurrido delante de sus propios ojos ¿o sí?

A medida que el juicio avanza, empiezan a hacerse visibles las grietas entre las autoridades del colegio secundario y la comunidad adulta del lugar -- destruyendo los lazos más fuertes de familia y amistad. Diecinueve minutos nos hace preguntarnos qué significa ser diferente en nuestra sociedad, quién tiene el derecho de juzgar a otro y si las personas son lo que realmente parecen ser.

Product Details

ISBN-13: 9781439170359
Publisher: Atria Books
Publication date: 05/19/2009
Series: Atria Espanol
Sold by: SIMON & SCHUSTER
Format: eBook
Pages: 640
File size: 600 KB
Language: Spanish

About the Author

About The Author
Jodi Picoult received an AB in creative writing from Princeton and a master’s degree in education from Harvard. The recipient of the 2003 New England Book Award for her entire body of work, she is the author of twenty-seven novels, including the #1 New York Times bestsellers House Rules, Handle With Care, Change of Heart, and My Sister’s Keeper, for which she received the American Library Association’s Margaret Alexander Edwards Award. She lives in New Hampshire with her husband and three children. Visit her website at JodiPicoult.com.

Hometown:

Hanover, New Hampshire

Date of Birth:

May 19, 1966

Place of Birth:

Nesconset, Long Island, NY

Education:

A.B. in Creative Writing, Princeton University; M.A. in Education, Harvard University

Read an Excerpt

6 de marzo de 2007

Diecinueve minutos es el tiempo que tardas en cortar el césped del jardín de delante de tu casa, en teñirte el pelo, en ver un tercio de un partido de hockey sobre hielo. Diecinueve minutos es lo que tardas en hacer unos bollos en el horno, o el tiempo que tarda el dentista en empastarte una muela; o el que tardarías en doblar la ropa de una familia de cinco miembros.

En diecinueve minutos se agotaron las entradas para ver a los Tennessee Titans en los playoff. Es lo que dura un episodio de una comedia televisiva, descontando los anuncios. Es lo que se tarda en ir en coche desde la frontera del Estado de Vermont hasta la ciudad de Sterling, en New Hampshire.

En diecinueve minutos puedes pedir una pizza y que te la traigan. Te da tiempo a leerle un cuento a un niño, o a que te cambien el aceite del coche. Puedes recorrer un kilómetro y medio caminando. O coser un dobladillo.

En diecinueve minutos, puedes hacer que el mundo se detenga, o bajarte de él.

En diecinueve minutos, puedes llevar a cabo tu venganza.

Como de costumbre, Alex Cormier llegaría tarde. Se tardaba treinta y dos minutos en coche desde su casa, en Sterling, hasta el Tribunal Superior del condado de Grafton, en New Hampshire, y eso si cruzaba Orford a toda velocidad. Bajó la escalera en medias, con los zapatos de tacón en la mano y los informes que se había llevado a casa el fin de semana bajo el brazo. Se recogió la melena cobriza y se la sujetó en la nuca con horquillas, transformándose en la persona que tenía que ser antes de salir a la calle.

Alex era jueza del Tribunal Superior de Justicia desde hacía treinta y cuatro días. Había creído que, después de demostrar su valía como jueza de un juzgado de distrito durante los últimos cinco años, le resultaría más fácil. Pero con cuarenta años seguía siendo la jueza más joven del Estado. Y seguía viéndose obligada a probar su ecuanimidad como jueza, pues su historia como defensora de oficio la precedía, y los fiscales daban por sentado que, de entrada, estaba del lado de la defensa. Cuando Alex se había presentado para abogada de oficio, lo había hecho con el sincero deseo de garantizar que en aquel sistema legal, las personas fueran inocentes mientras no se demostrase lo contrario. Nunca hubiera supuesto que, como jueza, ella no iba a contar con el beneficio de la duda.

El aroma a café recién hecho atrajo a Alex hasta la cocina. Su hija estaba inclinada sobre una taza humeante, sentada a la mesa, mientras leía un libro de texto. Josie parecía agotada, tenía los azules ojos enrojecidos, y su cabello color avellana recogido en una enmarañada cola de caballo.

— Dime que no has estado levantada toda la noche — dijo Alex. Josie ni siquiera levantó los ojos.

— No he estado levantada toda la noche — repitió como un loro. Alex se sirvió una taza de café y se dejó caer en la silla de delante de ella.

— ¿No me engañas?

— Me has pedido que te dijera eso — repuso Josie — , no que te dijera la verdad.

Alex frunció el entrecejo.

— No deberías tomar café.

— Y tú no deberías fumar.

Alex sintió que se ruborizaba.

— Yo no...

— Mamá — suspiró Josie — , aunque abras las ventanas del baño, las toallas siguen oliendo a tabaco.

Levantó la vista, desafiando a Alex a que le echara en cara cualquier otro vicio.

Por su parte, Alex sólo tenía el de fumar. No le quedaba tiempo para vicios. Le hubiese gustado poder decir con conocimiento de causa que Josie tampoco los tenía, pero eso no sería más que aplicar el mismo prejuicio que el resto del mundo respecto a Josie: una estudiante excelente, guapa y popular, que conocía mejor que la mayoría de la gente las consecuencias de salirse del buen camino. Una chica destinada a hacer grandes cosas. Una joven que era exactamente como Alex había esperado que fuera su hija al hacerse mayor.

Antes, Josie se sentía muy orgullosa de que su madre fuera jueza. Alex se acordaba perfectamente de cuando hablaba de sus éxitos a los empleados del banco, a las cajeras del súper, a las azafatas de los aviones. Le preguntaba acerca de sus casos y de sus decisiones. Pero todo eso había cambiado desde hacía tres años, cuando Josie había comenzado el instituto, y el túnel comunicativo entre las dos había ido cerrándose poco a poco. Alex no creía que Josie le ocultara más cosas que cualquier otro adolescente a sus padres, aunque había una diferencia: los otros padres sólo podían juzgar a los amigos de sus hijos en sentido metafórico, mientras que Alex podía hacerlo legalmente.

— ¿Qué tienes hoy? — le preguntó Alex.

— Examen final. ¿Y tú?

— Vistas de acusaciones — replicó Alex. Entrecerraba los ojos por encima de la mesa, tratando de leer al revés el libro de texto de Josie — .¿Química?

— Catalizadores. — Josie se frotó las sienes — . Sustancias que aceleran una reacción, pero permanecen inmutables una vez ésta se ha producido. Por ejemplo, si tienes monóxido de carbono e hidrógeno y echas zinc y óxido de cromo...¿qué pasa?

— Nada, sólo una imagen fugaz de por qué sólo saqué un aprobado en química orgánica. ¿Ya has desayunado?

— Café — contestó Josie.

— El café no cuenta.

— Cuando estás apurada, cuenta — dijo Josie.

Alex sopesó los costes de llegar cinco minutos tarde, o de tener otra cruz negra en su cómputo cósmico global de buena madre. «¿Una chica de diecisiete años no debería ser capaz de arreglárselas por sí sola por las mañanas?» Alex se puso a sacar cosas de la nevera: huevos, leche, tocino.

— Una vez presidí un caso de ingreso de urgencias en el hospital mental del Estado de una mujer. Su marido lo solicitó después de que ella metiera una libra de tocino en la licuadora y luego lo persiguiera por toda la cocina con un cuchillo en la mano y gritando: ¡Bam!

Josie levantó la vista del libro de texto.

— ¿En serio?

— Oh, puedes creerme, no sería capaz de inventarme algo así.

— Alex cascó un huevo en una sartén — . Cuando le pregunté por qué había metido una libra de tocino en la licuadora, la mujer se quedó mirándome y luego me dijo que ella y yo debíamos de cocinar de manerasmuy diferentes.

Josie se levantó y se apoyó contra el mármol mientras observaba a su madre preparar el desayuno. Las tareas domésticas no eran el punto fuerte de Alex, pero aunque no sabía cómo preparar carne a la cazuela, estaba orgullosa de saberse de memoria los números de teléfono de todas las pizzerías y restaurantes chinos de Sterling que tenían servicio a domicilio.

— No te pongas nerviosa — dijo Alex en tono seco — . Creo que podré hacerlo sin incendiar la casa.

Pero Josie le quitó la sartén de las manos y colocó en ella las tiras de tocino, como marineros en sus estrechas literas.

— ¿Cómo es que vas así vestida? — preguntó.

Alex se miró la falda, la blusa y los zapatos de tacón, y frunció el cejo.

— ¿Por qué lo dices? ¿Es que parezco Margaret Thatcher?

— No, quiero decir...¿para qué te molestas tanto? Nadie sabe lo que llevas puesto debajo de la toga. Podrías ir en pijama, por decir algo. O llevar ese suéter que tienes de cuando ibas a la universidad, con los codos agujereados.

— Lo vea o no la gente, se supone que debo ir...bien vestida. Bueno, de una forma juiciosa.

El rostro de Josie se nubló de forma fugaz, y se concentró en los fogones de la cocina, como si Alex no hubiera acertado con la respuesta adecuada. Ella se quedó mirando a su hija: las uñas mordidas, la peca detrás de la oreja, la raya del pelo en zigzag, y vio en ella a la pequeña que apenas andaba y, en cuanto se ponía el sol, se apostaba en la ventana de casa de la niñera porque sabía que a esa hora era cuando Alex iba a recogerla.

— Nunca he ido al trabajo en pijama — reconoció Alex — , pero a veces cierro las puertas del despacho y me echo una siesta tumbada en el suelo.

Una sonrisa de sorpresa se dibujó lentamente en el rostro de Josie. La confesión de su madre era como una mariposa que se hubiera posado en su mano por accidente: algo tan etéreo que no puedes fijar tu atención en ello sin arriesgarte a perderlo. Pero había kilómetros que recorrer, y acusados cuyos cargos leer, y ecuaciones químicas que interpretar, y cuando Josie dejó el tocino para que se escurriera sobre una servilleta de papel, el momento se había evaporado.

— Sigo sin entender por qué yo tengo que almorzar y tú no — murmuró Josie.

— Porque tienes que tener cierta edad para ganarte el derecho a arruinar tu vida. — Alex señaló los huevos revueltos que Josie estaba preparando en la sartén — . ¿Me prometes que te lo comerás todo?

Josie la miró a los ojos.

— Te lo prometo.

— Entonces me voy.

Alex tomó su termo de café. Para cuando sacaba el coche del garaje marcha atrás, su pensamiento estaba ya concentrado en la sentencia que debía dictar aquella misma tarde; en el número de actas de cargos que le habrían sido asignados de la lista de casos pendientes; en las peticiones que le habrían caído como sombras sobre el escritorio entre el viernes por la tarde y aquella misma mañana. Su atención estaba fijada en un mundo muy alejado de su casa, donde en aquel mismo instante su hija arrojaba los huevos revueltos de la sartén al cubo de la basura sin haber probado siquiera un bocado.

A veces, Josie pensaba en su vida como si se tratara de una habitación sin puertas ni ventanas. Era una habitación suntuosa, desde luego, una habitación por entrar en la cual la mitad de los chicos del Instituto Sterling habrían dado el brazo derecho; pero era también una habitación de la que no había escapatoria. O bien Josie era alguien que no quería ser, o bien era alguien a quien nadie querría.

Levantó la cara hacia el chorro de la ducha. Se ponía el agua tan caliente que le enrojecía la piel, le cortaba la respiración y empañaba los cristales de las ventanas. Contó hasta diez, finalmente salió de debajo del chorro y se quedó desnuda y goteando delante del espejo. Tenía la cara hinchada y encarnada; el pelo, pegado a los hombros en forma de gruesos mechones. Se volvió de lado, examinando su vientre plano, metiendo un poco el estómago. Sabía lo que Matt veía cuando la miraba, y también lo que veían Courtney y Maddie y Brady y Haley y Drew: a ella le hubiese gustado ver lo mismo. El problema era que, cuando Josie se miraba al espejo, advertía lo que había bajo la piel, no lo que había pintado sobre su superficie.

Comprendía cuál se suponía que tenía que ser su imagen y cuál su comportamiento. Llevaba el pelo oscuro largo y liso; vestía con ropa de Abercrombie & Fitch; escuchaba a grupos como Dashboard Confessional y Death Cab for Cutie. Le gustaba notar fijos en ella los ojos de otras chicas del instituto cuando se sentaba en el comedor maquillada con las cosas de Courtney. Le gustaba que los profesores supieran su nombre desde el primer día de clase. Le gustaba que hubiera chicos que se la quedaran mirando mientras caminaba por el pasillo con el brazo de Matt rodeándole la cintura.

Pero una parte de ella se preguntaba qué sucedería si la gente se enterara del secreto: que había mañanas en que le resultaba muy difícil levantarse de la cama y ponerse la sonrisa de otra persona; que se sentía en el aire, algo así como una impostora que se reía con los chistes apropiados, cotilleaba sobre los chismes convenientes, y salía con el chico adecuado; una impostora que casi había olvidado cómo era ser auténtica...y que, si lo pensaba con detenimiento, no quería recordarlo, pues habría sido aún más lastimoso.

No había nadie con quien pudiera hablar de ello. Si llegabas a dudar siquiera de tu derecho a pertenecer al grupo de los privilegiados y los populares, entonces es que ya no pertenecías a él. En los cuentos de hadas, cuando la máscara caía, el apuesto príncipe seguía amando a la chica, sin importarle nada, y era justamente eso lo que la convertía en una princesa. Pero en el instituto las cosas no funcionaban de ese modo. Lo que hacía de ella una princesa era salir con Matt. Y, por una especie de extraño círculo lógico, lo que hacía que Matt saliera con ella era el hecho de que ella fuera una de las princesas del Instituto Sterling.

Tampoco podía confiar en su madre. «No dejas de ser juez simplemente porque salgas del tribunal», solía decir su madre. Ésa era la razón por la que Alex Cormier nunca bebía más de un copa de vino en público; y por la que jamás gritaba ni protestaba. Nunca había que dar motivos para un juicio, ni siquiera en grado de tentativa: te aguantabas y punto. Muchos de los logros de los que la madre de Josie se sentía más orgullosa (las calificaciones de su hija, su aspecto físico, su aceptación entre las personas «correctas»), Josie no los había conseguido porque los deseara con todas sus fuerzas, sino, sobre todo, por temor a no ser perfecta.

Se envolvió en una toalla y fue a su habitación. Sacó unos pantalones vaqueros del armario y dos camisetas de manga larga que le realzaban el busto. Miró el reloj. Si no quería llegar tarde, iba a tener que apresurarse.

Sin embargo, antes de salir de la habitación vaciló unos segundos. Se dejó caer sobre la cama y metió la mano por detrás del cabezal en busca de la bolsa que había dejado encajada en el marco de madera. Dentro guardaba un puñado de Ambien, conseguido pirateando una píldora de vez en cuando de las que a su madre le habían recetado para el insomnio, para que así no pudiera darse cuenta. Josie había tardado casi seis meses en reunir subrepticiamente quince pequeñas cápsulas, pero se imaginó que si las rebajaba con una quinta parte de vodka, cumplirían su cometido. En realidad no es que hubiera urdido ningún plan para suicidarse aquel martes, o cuando se deshiciera la nieve, ni en ningún otro momento en concreto por el estilo. Era más bien como un seguro: cuando la verdad saliera a relucir y nadie quisiera estar con ella nunca más, sería de lo más lógico que tampoco Josie quisiera seguir estando por allí.

Volvió a guardar las píldoras en el cabezal de la cama y bajó la escalera. Al entrar en la cocina para recoger la mochila, se dio cuenta de que el libro de texto de química seguía abierto en la mesa, con una rosa roja de largo tallo encima.

Matt estaba recostado contra el refrigerador, en un rincón; debía de haber entrado por la puerta del garaje. Como de costumbre, en él se reflejaban todas las estaciones: en el pelo, los colores del otoño; en los ojos, el azul brillante del cielo invernal; en su sonrisa amplia, el sol del verano. Llevaba una gorra de béisbol con la visera vuelta hacia atrás, y una camiseta de hockey sobre hielo de la Universidad de Sterling por encima de una camiseta térmica que Josie le había robado una vez durante un mes entero y ocultado en el cajón de su ropa interior, para que siempre que lo necesitara pudiera aspirar su olor.

— ¿Aún no se te ha pasado el enojo? — le preguntó.

Josie titubeó.

— No era yo la que estaba enojada.

Matt se apartó del refrigerador y se acercó a Josie hasta pasarle el brazo alrededor de la cintura.

— Ya sabes que no puedo evitarlo.

Apareció un hoyuelo en su mejilla derecha, y Josie sintió que se ablandaba.

— No era que no quisiera verte, es que tenía que estudiar, de verdad.

Matt le apartó el pelo de la cara y la besó. Exactamente por eso a noche anterior ella le había dicho que no se vieran. Cuando estaba con él, sentía como si se evaporara. A veces, cuando él la tocaba, Josie se imaginaba a sí misma desvaneciéndose en una nube de vapor.

Él sabía a jarabe de arce, a disculpas.

— Todo es por tu culpa, ¿sabes? — le dijo él — . No haría tantas locuras si no te quisiera tanto.

En aquel momento, Josie no se acordaba de las píldoras que atesoraba en su habitación, ni que había llorado en la ducha; nada que no fuera sentirse adorada. «Soy una chica con mucha suerte», se dijo, mientras esta última palabra ondeaba en su mente como una cinta plateada. «Suerte, suerte, suerte.»

Patrick Ducharme, el único detective de la policía de Sterling, estaba sentado en un banco, en un extremo del vestuario, escuchando cómo los patrulleros del turno de mañana se metían con un novato que estaba algo entrado en carnes.

— Eh, Fisher — dijo Eddie Odenkirk — , ¿quién es el que está embarazado, tú o tu mujer?

Mientras el resto del grupo se reía, Patrick sintió compasión por aquel joven.

— Es demasiado temprano, Eddie — dijo — . ¿Por qué no esperas al menos a que todos hayamos tomado una taza de café?

— Lo haría con gusto, capitán — contestó Eddie riéndose — , pero no sé si Fisher nos habrá dejado alguna rosquilla...¿qué demonios es eso?

Patrick siguió la mirada de Eddie, dirigida hacia sus pies. No tenía por costumbre cambiarse en el vestuario con los agentes, pero aquella mañana había ido a la comisaría haciendo jogging en lugar de ir en coche, con el fin de quemar el exceso de buena cocina consumida durante el fin de semana. Había pasado el fin de semana en Maine con la chica que actualmente ocupaba su corazón: su ahijada de seis años, Tara Frost. Nina, la madre de la pequeña, era la mejor amiga de Patrick, y el único amor que probablemente nunca conseguiría superar, aunque ella parecía arreglárselas bastante bien sin él. En el transcurso del fin de semana, Patrick se había dejado ganar diez mil partidas de todo tipo de juegos, había llevado a Tara a cuestas a todos lados, la había dejado peinarlo (un error garrafal) y había permitido que Tara le pintara las uñas de los pies con esmalte rosa, que Patrick había olvidado quitarse.

Se miró los pies y dobló los dedos hacia abajo.

— A las chicas les encanta — dijo con brusquedad, mientras los siete hombres que ocupaban el vestuario hacían esfuerzos por no reírse de alguien que, técnicamente, era su superior. Patrick se puso a toda prisa los calcetines, se calzó los mocasines y salió del vestuario, con la corbata en la mano. «Uno — contó mentalmente — , dos y tres». En el momento preciso, oyó las risas, que lo siguieron pasillo abajo.

Una vez en su despacho, Patrick cerró la puerta y se miró en el diminuto espejo colgado detrás de la misma. Aún tenía el negro pelo húmedo de la ducha y la cara roja de correr. Se subió el nudo de la corbata hasta el cuello, dándole forma, y luego se sentó detrás del escritorio.

Durante el fin de semana habían recibido setenta y dos correos electrónicos. Como norma general, cualquier número que rebasara la cincuentena significaba que no iba a volver a casa antes de las ocho de la noche en toda la semana. Se puso a ojearlos, apuntando cosas en una endemoniada lista de Cosas Pendientes: una lista que jamás menguaba, por muy duro que trabajara.

Hoy Patrick tenía que llevar unas drogas al laboratorio del Estado...No es que fuera un asunto de importancia, pero eran cuatro horas enteras que se le iban de un plumazo. Tenía un caso de violación en marcha, cuyo autor había sido identificado a partir de un anuario de la universidad; había prestado declaración y estaba todo preparado para presentarlo en las oficinas del fiscal general. Luego había el caso de un mendigo que había sustraído un teléfono móvil de un vehículo. Había recibido los resultados del laboratorio de un análisis de sangre para un caso de robo con violencia en una joyería, y tenía una vista en el tribunal, y encima del escritorio estaba ya la nueva denuncia del día, un carterista que había utilizado las tarjetas de crédito robadas y que había dejado así una pista que ahora Patrick debía seguir.

Ser detective en una pequeña ciudad exigía ocuparse de todos los frentes a tiempo completo. A diferencia de otros policías que conocía que trabajaban en departamentos de ciudades más grandes, y que tenían veinticuatro horas para un caso antes de que éste se considerara antiguo, el trabajo de Patrick consistía en ocuparse de todo cuanto caía sobre su escritorio, sin poder seleccionar aquello que le pareciera más interesante. Era difícil motivarse al máximo por un cheque falso, o por un robo que le supondría al ladrón una multa de doscientos dólares cuando los impuestos empleados en ello supondrían cinco veces más con que el caso sólo tuviera a Patrick ocupado una semana. Pero cada vez que le daba por pensar que sus casos no eran particularmente importantes, se encontraba cara a cara con alguna de las víctimas: la madre histérica a la que le habían robado el bolso; los propietarios de la pequeña joyería de la esquina a los que les habían quitado los ahorros para su jubilación; el profesor preocupado por haber sido víctima de un robo de identidad. La esperanza, como bien sabía Patrick, era la medida exacta de la distancia que mediaba entre él y la persona que acudía a él en busca de ayuda. Si Patrick no se involucraba, si no se entregaba al cien por cien, entonces esa víctima iba a seguir siendo víctima para siempre. Razón por la cual, desde que Patrick había ingresado en la policía de Sterling, se las había arreglado para resolver todos y cada uno de los casos que se le habían ido presentando.

Y aun así...

Cuando Patrick se encontraba tumbado en la cama, solo, dejando que su mente vagara por el conjunto de su vida, no recordaba los éxitos conseguidos...sino sólo los potenciales fracasos. Cuando recorría en todo su perímetro una granja destrozada por actos de vandalismo, o cuando encontraba un coche desguazado y abandonado en el bosque, o cuando le tendía un pañuelo de papel a una chica sollozante de la que habían abusado sexualmente drogándola en una fiesta, Patrick no podía evitar la sensación de haber llegado demasiado tarde. Él, que era detective, no detectaba nada. Los asuntos llegaban a sus manos cuando todo el mal estaba ya hecho.

Era el primer día cálido de marzo, ese en el que se empieza a creer que la nieve va a fundirse pronto, y que junio está a la vuelta de la esquina. Josie estaba sentada encima del capó del Saab de Matt, en el estacionamiento para estudiantes, pensando que faltaba menos para el verano tras el cual empezaría su último año escolar; que en escasos tres meses sería miembro oficial de la clase de los veteranos.

A su lado, Matt estaba reclinado contra el parabrisas, con la cara levantada hacia el sol.

— Faltemos a clase — dijo — . Hace demasiado buen tiempo como para pasarse el día metidos ahí dentro.

— Si faltas a clase, no podrás jugar.

El torneo del campeonato estatal de hockey sobre hielo empezaba aquella misma tarde, y Matt jugaba de extremo derecho. Sterling había ganado el año anterior, y todos esperaban que repitiera título.

— Vas a venir al partido — dijo Matt, pero no como una pregunta, sino como una afirmación.

— ¿Piensas marcar algún tanto?

Matt esbozó una sonrisa maliciosa y la atrajo sobre sí.

— ¿No lo hago siempre? — dijo, pero había dejado de hablar de hockey, y ella notó que se ruborizaba.

De pronto, Josie recibió una lluvia de calderilla en la espalda. Ambos se sentaron y vieron a Brady Pryce, un jugador de fútbol, caminando cogido de la mano de Haley Weaver, la reina de la fiesta de antiguos alumnos. Haley arrojó un segundo diluvio de peniques, que era la forma que tenían en el Instituto Sterling de desearle suerte a un deportista.

— Hoy dales duro, Royston — dijo Brady a gritos.

Su profesor de matemáticas estaba cruzando el estacionamiento, con un gastado maletín de piel negro y un termo de café en la mano.

— Hola, señor McCabe — llamó Matt — . ¿Qué tal lo hice en el examen del viernes pasado?

— Por fortuna tiene usted otros talentos en los que apoyarse, señor Royston — dijo el profesor, mientras se metía la mano en el bolsillo. Le guiñó el ojo a Josie al tirarles las monedas, unos peniques que cayeron sobre los hombros de ella como confeti, como estrellas que se desprendieran del firmamento.

«Será posible», pensó Alex mientras volvía a meter en el bolso todas las cosas que acababa de sacar. Al cambiar de bolso, se había dejado en el otro la llave maestra gracias a la cual podía entrar en el Tribunal Superior por la entrada de servicio, situada en la parte trasera del edificio. Aunque había pulsado el botón del portrero eléctrico cien veces, no parecía que nadie lo oyera para ir a abrirle.

— Demonios... — masculló entre dientes, mientras rodeaba los charcos formados por las últimas nevadas, para evitar que se le estropearan los zapatos de tacón de piel de cocodrilo: precisamente una de las ventajas de estacionar en la parte de atrás era no tener que hacer aquello. Tal vez podría cortar por la oficina de la escribanía hasta su despacho, y si los planetas estaban alineados, quizá hasta llegar a la sala de audiencias sin ocasionar un retraso en la agenda.

A pesar de que en la entrada del público había una cola de unas veinte personas, los porteros reconocieron a Alex de inmediato, porque, a diferencia del circuito de los juzgados de distrito, en que se iba saltando de uno a otro, allí, en el Tribunal Superior, iba a permanecer durante seis meses enteros. Los porteros le hicieron gestos para que pasara, pero como en el bolso llevaba llaves y un termo de acero inoxidable y sabe Dios qué cosas más, hizo saltar el detector de metales.

La alarma consistía en un potente foco, por lo que todos los presentes en el vestíbulo se volvieron para ver quién era el infractor. Con la cabeza gacha, Alex se precipitó sobre el suelo embaldosado de forma que trastabilló y estuvo a punto de perder el equilibrio. Un hombre rechoncho extendió las manos para sujetarla.

— Eh, nena — le dijo con mirada lasciva — , me encantan tus zapatos.

Sin responder, Alex se liberó de aquellas manos y se dirigió a la escribanía. No había ningún otro juez de Tribunal Superior que tuviera que lidiar con ese tipo de cosas. El juez Wagner era un buen tipo, pero tenía una cara que parecía una calabaza dejada a pudrirse después de Halloween. La jueza Gerhardt llevaba unas blusas más viejas que la propia Alex. Al acceder a la magistratura, Alex había pensado que el hecho de ser una mujer relativamente joven y moderadamente atractiva sería algo bueno, un punto en contra de los encasillamientos, pero en mañanas como aquélla, no estaba tan segura.

En la oficina, soltó el bolso de cualquier manera, se enfundó la toga y se dio cinco minutos para tomarse un café y repasar la agenda de casos pendientes. Cada uno de ellos tenía su propio expediente, aunque los de los reincidentes estaban sujetos por una misma goma elástica y, algunas veces, los jueces se dejaban unos a otros anotaciones con Postit dentro de cada expediente. Alex abrió el primero y vio un dibujo de líneas simples que representaba a un hombre con barrotes delante de la cara: una señal dejada por la jueza Gerhardt de que aquélla era la última oportunidad para el acusado, y que a la próxima iría a la cárcel.

Hizo sonar el intercomunicador para advertir al ujier que estaba preparada para dar comienzo a la sesión, y acto seguido esperó a escuchar la presentación de rigor:

— En pie. Preside la sesión Su Señoría Alexandra Cormier.

Para Alex, la sensación que tenía al entrar en la sala era siempre la de aparecer primera en el escenario en un estreno de Broadway. Ya sabías que allí habría gente, que sus miradas estarían pendientes de ti, pero eso no te ahorraba el momento crítico en que te quedabas sin respiración, en que no podías creer que tú fueras la persona a la que todos ellos habían ido a escuchar.

Alex pasó con brío por detrás del banquillo y tomó asiento. Había setenta vistas programadas para aquella mañana, y la sala estaba atestada. Se llamó al primer acusado, que se acercó arrastrando los pies hasta situarse delante de la baranda, desviando la mirada.

— Señor O'Reilly — dijo Alex, quien al mirarlo reconoció al tipo del vestíbulo. Estaba claro que ahora se sentía incómodo, al comprender con quién había intentado flirtear — . Vaya, es usted el caballero que me ayudó hace un momento, ¿no es así?

El tipo tragó saliva.

— Así es, Su Señoría.

— De haber sabido que yo era la jueza, señor O'Reilly, ¿habría dicho usted: «Eh, nena, me encantan tus zapatos»?

El acusado bajó la vista, indeciso entre lo políticamente incorrecto y la sinceridad.

— Supongo que sí, Su Señoría — dijo al fin — . Son unos zapatos fantásticos.

La sala enmudeció por completo, a la espera de la reacción de la jueza. Alex esbozó una amplia sonrisa.

— Señor O'Reilly — dijo — , no podría estar más de acuerdo con usted.

Lacy Houghton se inclinó por encima de los barrotes de la cama y colocó el rostro justo delante del de la sollozante paciente.

— Puedes hacerlo — le dijo con firmeza — . Puedes, y lo harás.

Después de dieciséis horas de esfuerzos, todos estaban extenuados: Lacy, la parturienta y el futuro padre, quien afrontaba la hora H con el convencimiento de que allí era superfluo, de que en aquel preciso momento su esposa quería a la partera mucho más que a él.

— Quiero que se coloque detrás de Janine — le dijo Lacy — , y que le abrace por la espalda. Janine, quiero que me mires a mí y que vuelvas a empujar con fuerza una vez más...

La mujer apretó los dientes y empujó fuerte, perdiendo toda conciencia de sí misma en el esfuerzo por dar vida a otro ser. Lacy palpó con las manos abiertas la cabeza del bebé, que condujo a través del precinto de piel, hasta pasarle con rapidez el cordón umbilical por encima de la cabeza sin dejar de mirar en ningún momento a la madre.

— Durante los próximos veinte segundos, tu bebé será la persona más joven del planeta — dijo Lacy — . ¿Te gustaría conocerla? La respuesta fue un último empujón, el punto álgido del esfuerzo, un rugiente deseo y un cuerpecito mojado, púrpura y resbaladizo que Lacy alzó de inmediato hasta los brazos de la madre, para que cuando la pequeña llorara por vez primera en esta vida, estuviera ya en disposición de recibir consuelo.

La paciente rompió a llorar también, con unas lágrimas cuya melodía era por entero diferente, sin el dolor entretejido en ellas. Los recientes padres se inclinaban sobre su bebé, formando un círculo excluyente. Lacy retrocedió un paso y los observó. Una partera tenía todavía un montón de trabajo que hacer después del momento del parto, pero en aquellos instantes deseaba poder contemplar a aquel pequeño ser. Donde los padres apreciaban una barbilla que se parecía a la de la tía Marge o una nariz como la del abuelo, Lacy veía una mirada despierta llena de sabiduría y de paz, tres kilos y medio de potencialidad no adulterada. Los recién nacidos le recordaban Budas en miniatura, con sus rostros repletos de divinidad. No duraba mucho. Cuando Lacy volvía a ver a aquellos mismos niños al cabo de una semana, para la revisión programada, se habían convertido en personas corrientes, aunque diminutas. Aquella beatitud había desaparecido, y Lacy siempre se preguntaba adónde demonios habría ido a parar.

Mientras su madre estaba al otro lado de la ciudad, asistiendo al nacimiento del último habitante de Sterling, New Hampshire, Peter Houghton se despertaba. Su padre llamó a su puerta con los nudillos al pasar por delante de su habitación de camino al trabajo. Ése era el despertador de Peter. En el piso de abajo estarían esperándole un cuenco y un paquete de cereales; su madre no olvidaba dejárselo aunque la requirieran a las dos de la mañana. También habría una nota de ella, deseándole que tuviera un buen día en el instituto, como si fuera tan sencillo.

Peter apartó las sábanas a un lado. Se acercó hasta el escritorio, con los pantalones del pijama puestos, se sentó y se conectó a Internet.

Las palabras del correo electrónico estaban borrosas. Alargó la mano en busca de sus lentes, siempre los dejaba junto al ordenador. Después de ponérselas, se le cayó de las manos la funda sobre el teclado...Allí delante tenía algo que había esperado no volver a ver jamás.

Peter pulsó control alt más suprimir para borrarlo, pero seguía viéndolo en su mente, incluso después de que la pantalla se quedara en negro, después de cerrar los ojos; aun después de echarse a llorar.

En una ciudad de las dimensiones de Sterling, todo el mundo se conocía desde siempre. En cierto modo, era algo reconfortante, como si se tratara de una gran familia a la que a veces adorabas y a veces detestabas. En ocasiones, era algo que a Josie le hacía sentirse acosada: como por ejemplo en aquellos momentos en que hacía la cola en la cafetería del instituto detrás de Natalie Zlenko, una lesbi de marca mayor que, cuando iban a segundo curso, había invitado a Josie a jugar y la había convencido para que se pusieran a hacer pis en el césped del jardín de delante como los chicos. «Pero qué se creen», había exclamado su madre cuando, al salir a buscarla, se las había encontrado con el culo al aire y mojando los narcisos. Incluso ahora que había pasado un decenio, Josie no podía mirar a Natalie Zlenko, con su pelo cortado a lo marine y su omnipresente cámara de fotos, sin preguntarse si también Natalie se acordaría aún de aquello.

Detrás de Josie estaba Courtney Ignatio, la chica diez del Instituto Sterling. Con su pelo color miel que le caía sobre los hombros como un chal de seda y los jeans de cintura baja comprados por Internet a Fred Segal, había engendrado todo un entorno de clones. En la bandeja de Courtney había una botella de agua y un plátano. En la de Josie, un plato de patatas fritas. Era la segunda hora y, como le había predicho su madre, estaba hambrienta.

— Eh — dijo Courtney en voz lo bastante alta como para que la oyera Natalie — , ¿puedes decirle a la vagitariana que nos deje pasar?

Las mejillas de Natalie enrojecieron como la grana, y se aplastó contra la barra protectora de la sección de ensaladas para que Courtney y Josie pudieran pasar. Pagaron sus consumos y atravesaron el comedor.

En el comedor del instituto, Josie siempre se sentía como un naturalista que observara las diferentes especies en su hábitat natural, no académico. Estaban los empollones, inclinados sobre sus libros de texto y riéndose de chistes de matemáticas que nadie más ni siquiera quería entender. Detrás de ellos estaban los freaks, que fumaban cigarrillos de clavo en las actividades al aire libre, detrás del instituto, y dibujaban personajes de manga en los márgenes de las libretas de apuntes. Junto a la mesa de los condimentos estaban las tiradas, que bebían café negro y esperaban el autobús que había de llevarlas al instituto tecnológico, a tres pueblos de distancia, para asistir a sus clases vespertinas; y los colgados, que iban colocados ya a las nueve de la mañana. También estaban los inadaptados, chicas como Natalie y Angela Phlug, amigas por defecto en la marginalidad, porque no había nadie más que quisiera ir con ellas.

Y luego estaba el grupo de Josie. Ocupaban dos mesas enteras, no porque fueran tantos, sino porque eran de los que más había: Emma, Maddie, Haley, John, Brady, Trey, Drew. Josie recordaba que al principio de unirse al grupo confundía los nombres de unos y otros. Tan intercambiables eran los que los llevaban.

Todos tenían un aire similar. Los chicos iban con sus suéters de hockey de color granate y las gorras con la visera hacia atrás, bajo las cuales asomaban mechones pajizos de pelo. Las chicas eran copias de Courtney, de estudiado diseño. Josie se había introducido entre ellas sin llamar la atención, porque ella también se parecía a Courtney. Había conseguido dominar su enredada cabellera dejándosela lisa y recta; iba con unos tacones de diez centímetros de alto, aunque aún hubiera nieve en el suelo. Si seguía siendo la misma por fuera, le sería mucho más fácil ignorar el hecho de que ya no sabía cómo sentirse por dentro.

— Eh — dijo Maddie, mientras Courtney se sentaba junto a ella.

— Eh.

— ¿Te has enterado de lo de Fiona Kierland?

A Courtney se le iluminaron los ojos: los chismes eran un buen catalizador, como en química.

— ¿Esa que tiene las tetas de diferente tamaño?

— No, esa Fiona es la de segundo. Me refiero a Fiona la novata, la de primero.

— ¿La que siempre lleva encima un paquete de pañuelos de papel para todas sus alergias? — dijo Josie, mientras se deslizaba sobre su asiento.

— O para lo que no son alergias — intervino Haley — . Adivinen a quién han enviado a rehabilitación por esnifar coca.

— Desembucha.

— Y la cosa no acaba ahí — añadió Emma — . Su camello era el jefe del grupo de estudios de la Biblia al que va después de clases.

— ¡Oh, Dios mío! — exclamó Courtney.

— Exactamente.

— Eh. — Matt se deslizó en la silla junto a Josie — . ¿Por qué has tardado tanto?

Ella se volvió hacia él. En aquel extremo de la mesa, los chicos se dedicaban a hacer bolitas de papel con los envoltorios de las pajitas y a hablar sobre el final de la temporada de esquí.

— ¿Hasta cuándo crees que estará abierta la pista de snowboard de Sunapee? — preguntó John, lanzando en parábola una bolita de papel a un chico de otra mesa que se había quedado dormido.

Aquel chico había ido el año anterior con Josie a la asignatura optativa de lenguaje por señas. Como ella, era estudiante de penúltimo curso. Tenía las piernas y los brazos flacos y blancos, caídos como las extremidades de un insecto palo, y abría la boca completamente al roncar.

— Has fallado, inútil — dijo Drew — . Si cierran Sunapee, Killington también está bien. Allí tienen nieve hasta agosto, por lo menos.

— Su bolita de papel fue a parar al pelo del chico.

Derek. El chico se llamaba Derek.

Matt se quedó mirando las patatas fritas de Josie.

— No irás a comerte eso, ¿verdad?

— Tengo un hambre que me muero.

Le dio un pellizco en la cintura, como si tuviera un calibrador en los dedos, y a modo de crítica al mismo tiempo. Josie miró las patatas. Diez segundos antes tenían un hermoso aspecto dorado y olían a gloria, pero ahora lo único que veía era el aceite que manchaba el plato de cartón.

Matt agarró un puñado y le pasó el resto a Drew, quien lanzó otra bolita de papel que esta vez fue a parar a la boca del chico dormido. Farfullando y medio ahogándose, Derek se despertó sobresaltado.

— ¡Buen tiro! — Drew chocó los cinco con John.

Derek escupió en una servilleta y se frotó la boca con fuerza. Miró a su alrededor para comprobar quién más lo había visto. Josie se acordó de pronto de un signo de aquella asignatura optativa de lenguaje gestual, casi todos los cuales había olvidado inmediatamente después del examen final. Mover el puño cerrado en círculo a la altura del corazón significaba «lo siento».

Matt se inclinó y le dio un beso en el cuello.

— Vamos afuera. — Hizo que Josie se levantara y luego se volvió hacia sus amigos — . Nos vemos — dijo.

El gimnasio del Instituto Sterling estaba en el segundo piso, por encima de lo que debería haber sido una piscina si se hubiera aprobado la subvención cuando el instituto aún era un proyecto sobre plano, y que habían acabado siendo tres aulas en las que resonaban continuamente los saltos de unos pies con zapatillas deportivas y los rebotes de las pelotas de baloncesto. Michael Beach y su mejor amigo, Justin Friedman, dos novatos de primer año, estaban sentados en la banda de la cancha de baloncesto mientras su profesor de educación física les explicaba por centésima vez la mecánica de driblar y superar a un contrario. Era un ejercicio inútil, ya que los chicos de aquella clase eran o bien como Noah James, todo un experto, o bien como Michael y Justin, que podían dominar varias lenguas élficas, pero para quienes los términos del baloncesto resultaban incomprensibles. Estaban sentados con las piernas cruzadas, mostrando sus nudosas rodillas, mientras oían el sonido chillón de roedor que hacían las zapatillas blancas del entrenador Spears al desplazarse de un extremo al otro de la cancha.

— Diez pavos a que me eligen último para formar equipo — murmuró Justin.

— Cómo me gustaría desaparecer de la clase — se lamentó Michael — .Podría haber un simulacro de incendio.

Justin sonrió de medio lado.

— O un terremoto.

— Un huracán.

— ¡Una plaga de langostas!

— ¡Un atentado terrorista!

Dos zapatillas de baloncesto se detuvieron delante de ellos. El entrenador Spears los observaba desde lo alto con expresión feroz y con los brazos cruzados.

— ¿Me van a explicar los dos qué es lo que les parece tan divertido de la clase de baloncesto?

Michael miró a Justin, y luego levantó los ojos hacia el entrenador.

— No, nada — dijo.

Después de ducharse, Lacy Houghton se preparó una taza de té verde y se paseó apaciblemente por su casa. Cuando los niños eran pequeños y ella se sentía abrumada por el trabajo y la vida, Lewis solía preguntarle qué podía hacer él para mejorar las cosas. Para ella era toda una ironía, dado el trabajo de Lewis. Era profesor en la Universidad de Sterling de la asignatura economía de la felicidad. Sí, era un ámbito de estudio real, y sí, él era un experto. Había dado seminarios y escrito artículos, y lo habían entrevistado en la CNN sobre la forma de medir los efectos del placer y la buena suerte desde un punto de vista monetario...y en cambio se sentía perdido cuando se trataba de imaginar qué era lo que podía hacer feliz a Lacy. ¿Le apetecería salir a cenar? ¿Ir a la pedicura? ¿Dormir la siesta? Sin embargo, cuando ella le dijo aquello por lo que suspiraba, él no pudo comprenderlo. Lo que ella quería era estar en casa, sin nadie más y sin ninguna obligación que la reclamara.

Abrió la puerta de la habitación de Peter y dejó la taza sobre la cómoda, para poder hacer la cama. «Para qué — le decía Peter siempre que ella le insistía para que la hiciera él — , si voy a deshacerla dentro de unas horas».

En general no solía entrar en la habitación de Peter cuando él no estaba. A lo mejor por eso al principio le había parecido como si hubiera algo raro en el ambiente, como si faltara algo. En un primer momento dio por sentado que era la ausencia de Peter lo que hacía que la habitación pareciera vacía, hasta que reparó en que la computadora, cuyo rumor era permanente y cuya pantalla estaba siempre en verde, estaba apagada.

Estiró las sábanas hacia la cabecera y remetió los bordes. Las cubrió con la colcha y ahuecó la almohada. Se detuvo en el umbral de la habitación de Peter y sonrió: todo parecía en perfecto orden.

Zoe Patterson se preguntaba cómo sería besar a un chico que llevara un aparato de ortodoncia. No es que ello constituyera una posibilidad real para ella en un futuro cercano, pero se figuraba que era algo que cabía considerar antes de que, llegado el momento, la tomara desprevenida. En realidad, se preguntaba cómo sería besar a un chico, y punto. Incluso a alguno que no tuviera una ortodoncia perfecta, como ella. Y, para ser sinceros, ¿había un lugar mejor que una estúpida clase de matemáticas para dejar volar la imaginación?

El señor McCabe, que se consideraba a sí mismo el Chris Rock del álgebra, impartía su rutinaria clase diaria como quien representa una comedia de situación.

— De modo que aquí tenemos a dos chicos en la cola del comedor, cuando el primero de ellos se vuelve hacia su amigo y le dice: «¡No tengo dinero! ¿Qué voy a hacer ahora?». Y su colega le contesta: «¡2x + 5!».

Zoe levantó los ojos hacia el reloj. Fue siguiendo el recorrido del segundero hasta que fueron exactamente las 9:50, y entonces se levantó del asiento y le tendió al señor McCabe un papel de permiso.

— Ah, al dentista. Una ortodoncia — leyó en voz alta — . Bueno, asegúrese de que no le cosen la boca con el alambre, señorita Patterson. Así que el colega le dice: «2x + 5». Un binomio. ¿Lo entienden?*

Zoe se colgó la mochila del hombro y salió del aula. Había quedado con su madre en la puerta del instituto a las diez y, puesto que era imposible estacionar, ella pararía un momento para recogerla. En plena hora de clase, los pasillos estaban vacíos y los pasos resonaban. Era como avanzar penosamente por el vientre de una ballena. Zoe se desvió hacia la oficina principal para firmar en la hoja de incidencias de la secretaría, y luego casi se lleva por delante a un chico apresurado por salir.

Hacía tan buen tiempo que se bajó el cierre del abrigo y pensó en el verano y en el campamento de fútbol y en lo genial que sería cuando le quitaran definitivamente el paladar extensible. Si le dabas un beso a un chico que no llevaba aparato, y apretabas demasiado, ¿podías hacerle un corte en las encías? Algo le decía a Zoe que si hacías sangrar a un chico, era muy probable que no volvieras a salir más con él. Pero ¿y si él también llevaba hierros, como ese chico rubio de Chicago que se había mudado y acababa de entrar en el instituto y se sentaba delante de ella en clase de inglés? (No es que le gustara, ni nada de eso, aunque él se había vuelto hacia ella para devolverle la lista de los deberes y se había demorado un poquitín más de lo necesario...) ¿Se quedarían acoplados como un engranaje mecánico atascado, y tendrían que llevarlos a urgencias? Eso sí que sería humillante de verdad.

Zoe se pasó la lengua por los irregulares ajustes del alambre. Quizá lo mejor fuera ingresar temporalmente en un convento.

Suspiró y miró hacia el final de la cuadra intentando divisar el Explorer verde de su madre entre la fila interminable de coches que pasaban. Y justo entonces, algo explotó.

Patrick se había detenido delante de un semáforo en rojo, sentado en su coche policial sin distintivos, esperando doblar para tomar la carretera principal. A su lado, en el asiento del pasajero, había una bolsa de papel con un frasco lleno de cocaína. El traficante que habían apresado en el instituto había admitido que era cocaína, pero aun así, Patrick se había visto obligado a perder media jornada llevándola al laboratorio del Estado para que alguien con una bata blanca le dijera lo que ya sabía. Subió el volumen de la radio justo a tiempo para oír cómo llamaban al cuerpo de bomberos para que se dirigiera al instituto, por una explosión. Probablemente se tratara de la caldera. El edificio era lo bastante viejo como para que su estructura interna comenzara a desmoronarse. Intentó recordar dónde estaba ubicada la caldera en el Instituto Sterling, y se preguntó si tendrían la suerte de salir de aquello sin que nadie resultase lastimado.

Disparos...

El semáforo se puso en verde, pero Patrick no arrancó el vehículo. Disparar un arma de fuego en Sterling era algo lo bastante raro como para hacer que centrara su atención en la voz de la radio, a la espera de más explicaciones.

En el instituto...En el Instituto Sterling...

La voz que salía del aparato de radio hablaba cada vez más de prisa, con creciente intensidad. Patrick dio media vuelta al vehículo y se dirigió hacia el instituto, tras colocar y accionar las luces destellantes. Empezaron a oírse más voces por el receptor, en medio de la estática: agentes que notificaban su posición en la ciudad; el oficial de guardia que trataba de coordinar las fuerzas a su disposición y hacía un llamado para que enviaran ayuda desde las poblaciones próximas de Hanover y Lebanon. Sus voces se solapaban y se mezclaban unas con otras, se estorbaban entre sí, de modo que lo decían todo y no decían nada.

Código 1000 — decía la voz de la emisora — . Código 1000.

En toda la carrera de detective de Patrick, sólo había oído dos veces esa llamada. Una vez había sido en Maine, cuando un hombre había tomado como rehén a un funcionario. La otra había sido en Sterling, con motivo de un supuesto atraco a un banco que había resultado ser una falsa alarma. El Código 1000 significaba que, de forma inmediata, todos los agentes debían dejar libre la emisora de radio para los avisos de la central. Significaba que se enfrentaban a algo que se salía de los asuntos policiales de rutina.

Significaba que el caso era de vida o muerte.

El caos era una constelación de estudiantes, que salían del instituto corriendo y pisoteando a los heridos. Un chico asomado a una ventana de los pisos superiores, con un cartel escrito a mano en el que se leía: ayúdennos. Dos chicas abrazadas la una a la otra, sollozando. El caos era la sangre que se volvía rosa al mezclarse con la nieve; un goteo de padres que pasó a ser un chorro para acabar convirtiéndose en un río desbordado del que salían gritos llamando a sus hijos desaparecidos. El caos era una cámara de televisión delante de tu rostro, la carencia de suficientes ambulancias, la falta de suficientes agentes y la ausencia de un plan acerca de cómo hay que actuar cuando el mundo, tal como lo has conocido, se hace añicos.

Patrick se metió con el vehículo hasta la mitad del camino de entrada y sacó el chaleco antibalas de la parte de atrás del mismo. La adrenalina circulaba ya a toda velocidad por su cuerpo, haciendo que captara todo cuanto se movía en los límites de su campo visual y agudizando sus sentidos. En medio de la confusión encontró al jefe O'Rourke, de pie con un megáfono en la mano.

— Aún no sabemos a qué nos enfrentamos exactamente — le dijo el jefe — . La SOU está en camino.

A Patrick no le solucionaba nada la SOU (Special Operations Unit - Unidad Especial de Operaciones). Para cuando llegaran, podían haberse producido otros cien disparos más; un chico podía haber muerto. Tomó su arma reglamentaria.

— Voy a entrar.

— Ni hablar de eso. No está en el protocolo.

— Aquí no hay protocolo que valga — espetó Patrick — . Ya me despedirás luego.

Mientras se precipitaba escalera arriba en dirección a la puerta del edificio, le pareció que por lo menos un par más de agentes desobedecían las órdenes del jefe y se unían a él en el intento. Patrick los esperó y mandó a cada uno por un pasillo diferente. Él entró por la doble puerta y pasó entre varios estudiantes que se empujaban entre sí en su ansia por salir al exterior. Las alarmas contra incendios ululaban con tal estrépito que Patrick tenía que agudizar el oído para oír los disparos. Agarró del abrigo a un chico que pasaba como una exhalación.

— ¿Quién es? — gritó — . ¿Quién está disparando?

El muchacho sacudió la cabeza, incapaz de hablar, y dio un tirón, soltándose. Patrick se quedó mirando cómo salía disparado por el pasillo, abría la puerta y se precipitaba hacia el rectángulo de luz solar.

Los estudiantes pasaban por ambos lados de Patrick, como si él fuera una roca en medio de un río. Oyó una nueva serie de disparos, y tuvo que contenerse para no lanzarse a ciegas hacia el lugar de donde provenían.

— ¿Cuántos hay? — le gritó a una chica que pasaba corriendo.

— No lo sé...no lo sé...

El chico que la acompañaba se volvió y miró a Patrick, indeciso entre comunicar lo que sabía y salir de una vez de aquel infierno.

— Es un chico...Dispara a todo el que ve...

Era lo que quería saber. Patrick nadó contra corriente, como un salmón hacia el desove. El suelo estaba cubierto de deberes escolares desparramados; varios casquillos de bala rodaron bajo los talones de sus zapatos. Los disparos habían desprendido varias placas del techo, y un fino polvo gris recubría los cuerpos destrozados que yacían retorcidos por el suelo. Patrick no se detuvo a considerar nada de todo aquello, actuando en contra de los principios de la instrucción policial: pasaba corriendo por delante de puertas tras las cuales podía haber oculto un criminal, se saltaba salas que debería haber registrado, blandiendo en lugar de todo ello su arma ante sí, con el corazón latiéndole en cada centímetro de piel. Más tarde recordaría otras imágenes que no había tenido tiempo de grabar en el momento: las tapas de los conductos de la calefacción que habían sido levantadas para ocultarse, reptando, en ellos; zapatos de chicos a los que se les habían caído al salir corriendo; la siniestra premonición que ahora constituían las siluetas dibujadas en el suelo del aula de biología, donde los estudiantes habían delineado sus propios cuerpos en papel de estraza para una tarea escolar.

Patrick continuaba corriendo por pasillos que se le antojaban concéntricos.

— ¿Dónde? — ladraba cada vez que pasaba junto a un estudiante que huía, su único instrumento de navegación. Veía sangre derramada y estudiantes desplomados en el suelo, pero no se permitía mirar dos veces. Subió por la escalera principal y, justo al llegar a lo alto de la misma, una puerta se abrió de golpe. Patrick se volvió hacia ella, apuntando con la pistola, en el momento en que del aula salía una joven profesora, que se hincó de rodillas con las manos en alto. Detrás del óvalo de su rostro había otros doce, inexpresivos y amedrentados. Patrick percibió un nítido olor a orina.

Bajó el arma y le señaló con un gesto la escalera.

— Bajen — ordenó, pero no se quedó para ver si le obedecían.

Al doblar una esquina, resbaló sobre sangre y oyó un nuevo disparo, esta vez lo bastante fuerte como para que le retumbara en los oídos. Atravesó la puerta doble del gimnasio y recorrió con la mirada el puñado de cuerpos diseminados por el suelo, el carrito de los balones de baloncesto volcado y las pelotas inmóviles contra la pared del fondo...pero ni rastro del francotirador. Sabía, por las horas que había pasado las noches de los viernes vigilando los partidos de baloncesto del Instituto Sterling, que aquél era el final del edificio. Lo cual significaba que el agresor, o bien permanecía oculto en algún rincón de aquella cancha, o bien se había cruzado con Patrick sin que éste lo advirtiera...Y por tanto podía ser él el que hubiese arrinconado a Patrick en aquel gimnasio.

Se volvió hacia la entrada para comprobar si ése era el caso, y entonces oyó otro disparo. Fue corriendo hacia una puerta de salida del gimnasio, que no había visto en su primer reconocimiento del lugar. La puerta daba a un vestuario todo embaldosado de blanco. Bajó la vista, vio sangre en el suelo, y asomó el arma por la esquina de la pared.

Dos cuerpos yacían inmóviles en un extremo del vestuario. En el otro lado, el más próximo a Patrick, un chico delgado estaba acurrucado debajo de uno de los bancos. Llevaba unos anteojos de montura metálica que destacaban sobre su delgado rostro. Temblaba de pies a cabeza.

— ¿Estás bien? — le preguntó Patrick en un susurro. No quería hablar en voz alta y delatar así su posición al tirador.

El chico se limitó a mirarle, parpadeando.

— ¿Dónde está? — formó Patrick con los labios.

El chico sacó una pistola de debajo del muslo y la apuntó contra su propia cabeza.

Una nueva oleada de calor inundó a Patrick.

— ¡No se te ocurra mover un dedo! — gritó, apuntando al chico — . Tira el arma o disparo.

El sudor le caía por la espalda y por el rostro, mientras notaba cómo se le cerraban las palmas de las manos en torno a la culata de la pistola con la que apuntaba, dispuesto a coser a aquel niño a balazos si era necesario.

Patrick acariciaba con suavidad el gatillo en el momento en que el chico extendió los dedos de la mano como una estrella de mar. La pistola cayó al suelo, deslizándose sobre las baldosas.

Inmediatamente se abalanzó sobre el muchacho. Uno de los otros agentes, que le había seguido sin que él lo advirtiera, recuperó el arma del suelo. Patrick obligó al joven a tumbarse boca abajo y lo esposó, mientras con la rodilla le oprimía la espina dorsal.

— ¿Estás solo? ¿Quién más está contigo?

— Yo solo — masculló el chico.

A Patrick le daba vueltas la cabeza, y su pulso era como un redoble militar, pero pudo oír vagamente al otro agente transmitir la información por radio:

Sterling, hemos apresado a un agresor; no sabemos si hay más.

Sin solución de continuidad, como había comenzado, todo había terminado ahora...Bueno, si algo como aquello podía considerarse un final. Patrick no sabía si podía haber trampas explosivas o alguna bomba escondida; no sabía cuántas víctimas había; ignoraba el número de heridos de los que podían hacerse cargo el centro médico DartmouthHitchcock y el hospital de día Alice Peck; no sabía cuál era el procedimiento a seguir en una escena del crimen de aquellas dimensiones. El objetivo había sido alcanzado, pero ¿a qué incalculable costo? Empezó a temblarle el cuerpo, consciente de que, para tantos estudiantes, padres y ciudadanos, una vez más, había llegado demasiado tarde.

Dio unos pasos y cayó de rodillas, más que nada porque las piernas no lo sostenían, aunque él fingió que era algo intencionado, que quería inspeccionar los dos cuerpos que yacían en el otro extremo del vestuario. Casi no se dio ni cuenta de que el otro agente se llevaba al asaltante en dirección del patrullero que esperaba fuera del edificio. No se volvió para ver salir al chico, sino que se ocupó del cuerpo que tenía delante.

Era un joven vestido con un suéter de hockey. Bajo su costado había un charco de sangre, y tenía una herida de bala en la frente. Patrick alargó la mano para alcanzar una gorra de béisbol que había ido a parar a un metro de distancia, con las palabras sterling hockey bordadas en ella. Recorrió con los dedos todo el borde de la gorra, que formaba un círculo imperfecto.

La chica que yacía junto a él estaba boca abajo; la sangre se desparramaba bajo su sien. Estaba descalza, y llevaba las uñas de los pies pintadas de un rosa brillante, del mismo tono del esmalte que Tara le había aplicado a Patrick. Le dio un vuelco el corazón. Aquella chica, al igual que su ahijada, el hermano de ésta y un millón de otros chicos y chicas del país, se habían levantado aquel día y habían ido al colegio sin llegar a imaginar siquiera que estaban en peligro. Aquella chica había confiado en que los adultos, los profesores y las autoridades velaban por su seguridad. Con esa finalidad, después del 11S, en todas las escuelas e institutos, los profesores llevaban un identificador y las puertas permanecían cerradas durante el día, porque se suponía que el enemigo era alguien del exterior, no el chico que se sentaba en el pupitre de al lado.

De pronto, la chica se movió.

— Que alguien...me ayude...

Patrick se arrodilló junto a ella.

— Estoy aquí — dijo, tocándola con suavidad mientras comprobaba su estado — . Tranquila, todo irá bien.

La volvió lo suficiente como para constatar que la sangre provenía de un corte en la cabeza, no de una herida de bala, como en principio había creído. Le pasó las manos por las extremidades, sin dejar de hablarle en voz baja, de decirle palabras que no siempre tenían mucho sentido, pero destinadas a que supiera que ya no estaba sola.

— ¿Cómo te llamas, cielo?

— Josie...

La chica se agitaba, intentando incorporarse. Patrick se colocó estratégicamente entre ella y el cuerpo del otro chico. La conmoción ya había sido bastante grande, no había motivo para que fuera mayor. Ella se llevó la mano a la frente y, al notársela manchada de sangre, se asustó.

— ¿Qué ha...pasado?

Patrick debería haber esperado a que llegara la asistencia médica a recogerla. Debería haber pedido ayuda por radio. Pero todos los debería parecían carecer ya de sentido, de modo que alzó a Josie en brazos, se la llevó fuera de aquel vestuario en el que había estado a punto de ser asesinada, bajó corriendo la escalera y salió de estampida por la puerta principal del instituto.

Copyright © 2007 por Jodi Picoult

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