Desde la sala de espera de mi viejo pastor: Convirtiendo el aguijón en arado

Este libro nació por diversas conversaciones que el autor Jose Luis Navajo ha tenido con pastores de diferentes lugares del mundo. Les han hecho detectar lo que considera verdugos del ministerio: situaciones, actitudes, y trampas que rompen hermosos ministerios. Basándose en uno de esos encuentros con un pastor muy desanimado, recupera las últimas conversaciones con mi viejo pastor.

José Luis Navajo nos presenta la secuela al exitoso Lunes con mi viejo pastor.

No murió del todo; el corazón de mi viejo pastor sigue latiendo en estas líneas. Dicen que cada libro es un hijo de papel y tinta que el autor alumbra.

Si eso es cierto, y yo creo que lo es, la llegada de Lunes con mi viejo pastor fue un parto muy duro. Las contracciones produjeron tal dolor que sentí que me rompía, pero las alegrías que luego me ha reportado hacen que cada momento de angustia valiera, sin duda, la pena. Algo ocurrió en estos días que me hizo rememorar aquel momento llevándome de vuelta a la blanca casa donde tuvo lugar mi restauración... a los últimos días de esa experiencia sanadora. De eso trata este libro: contiene el néctar destilado en la sala de espera de quien aguardaba la llamada definitiva: mi viejo pastor. Sabiduría que, gota a gota, fluyó de la cicatriz para posarse en el papel.

Te propongo que busques un lugar tranquilo y serenes tu alma para participar de estas líneas.Iniciemos la singladura. Todo ocurrió, más o menos, así...

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Desde la sala de espera de mi viejo pastor: Convirtiendo el aguijón en arado

Este libro nació por diversas conversaciones que el autor Jose Luis Navajo ha tenido con pastores de diferentes lugares del mundo. Les han hecho detectar lo que considera verdugos del ministerio: situaciones, actitudes, y trampas que rompen hermosos ministerios. Basándose en uno de esos encuentros con un pastor muy desanimado, recupera las últimas conversaciones con mi viejo pastor.

José Luis Navajo nos presenta la secuela al exitoso Lunes con mi viejo pastor.

No murió del todo; el corazón de mi viejo pastor sigue latiendo en estas líneas. Dicen que cada libro es un hijo de papel y tinta que el autor alumbra.

Si eso es cierto, y yo creo que lo es, la llegada de Lunes con mi viejo pastor fue un parto muy duro. Las contracciones produjeron tal dolor que sentí que me rompía, pero las alegrías que luego me ha reportado hacen que cada momento de angustia valiera, sin duda, la pena. Algo ocurrió en estos días que me hizo rememorar aquel momento llevándome de vuelta a la blanca casa donde tuvo lugar mi restauración... a los últimos días de esa experiencia sanadora. De eso trata este libro: contiene el néctar destilado en la sala de espera de quien aguardaba la llamada definitiva: mi viejo pastor. Sabiduría que, gota a gota, fluyó de la cicatriz para posarse en el papel.

Te propongo que busques un lugar tranquilo y serenes tu alma para participar de estas líneas.Iniciemos la singladura. Todo ocurrió, más o menos, así...

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Desde la sala de espera de mi viejo pastor: Convirtiendo el aguijón en arado

Desde la sala de espera de mi viejo pastor: Convirtiendo el aguijón en arado

by José Luis Navajo
Desde la sala de espera de mi viejo pastor: Convirtiendo el aguijón en arado

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by José Luis Navajo

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Este libro nació por diversas conversaciones que el autor Jose Luis Navajo ha tenido con pastores de diferentes lugares del mundo. Les han hecho detectar lo que considera verdugos del ministerio: situaciones, actitudes, y trampas que rompen hermosos ministerios. Basándose en uno de esos encuentros con un pastor muy desanimado, recupera las últimas conversaciones con mi viejo pastor.

José Luis Navajo nos presenta la secuela al exitoso Lunes con mi viejo pastor.

No murió del todo; el corazón de mi viejo pastor sigue latiendo en estas líneas. Dicen que cada libro es un hijo de papel y tinta que el autor alumbra.

Si eso es cierto, y yo creo que lo es, la llegada de Lunes con mi viejo pastor fue un parto muy duro. Las contracciones produjeron tal dolor que sentí que me rompía, pero las alegrías que luego me ha reportado hacen que cada momento de angustia valiera, sin duda, la pena. Algo ocurrió en estos días que me hizo rememorar aquel momento llevándome de vuelta a la blanca casa donde tuvo lugar mi restauración... a los últimos días de esa experiencia sanadora. De eso trata este libro: contiene el néctar destilado en la sala de espera de quien aguardaba la llamada definitiva: mi viejo pastor. Sabiduría que, gota a gota, fluyó de la cicatriz para posarse en el papel.

Te propongo que busques un lugar tranquilo y serenes tu alma para participar de estas líneas.Iniciemos la singladura. Todo ocurrió, más o menos, así...


Product Details

ISBN-13: 9780718089573
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 05/23/2017
Pages: 192
Product dimensions: 5.40(w) x 8.20(h) x 0.70(d)
Language: Spanish

About the Author

José Luis Navajo, tras muchos años de pastorado, en la actualidad es conferencista en ámbitos internacionales y ejerce como profesor en el Seminario Bíblico de Fe. Es comentarista en diversos programas radiofónicos y es columnista en publicaciones digitales. Su otra gran vocación es la literatura, con más de veinte libros publicados. Lleva más de treinta años casado con su esposa, Gene, con quien tiene dos hijas: Querit y Miriam. Vive en España.

Read an Excerpt

Desde la Sala De Espera de mi viejo pastor

Convirtiendo el aguijón en arado


By José Luis Navajo

Grupo Nelson

Copyright © 2017 José Luis Navajo
All rights reserved.
ISBN: 978-0-7180-8957-3



CHAPTER 1

Primera Parte


Preludio

* * *

Se anaranja el horizonte.

El sol, insinuándose apenas, se asemeja a un niño pelirrojo que atisba semioculto entre las copas de los árboles.

Amanece el veintitrés de junio y el verano abrió sus puertas de par en par. He salido al jardín a esperar al nuevo día. El aire huele a césped recién regado y, al amparo de la encina centenaria, contemplo cómo el mundo se ordena. Una brisa levísima mece tan solo las ramas más altas de los chopos y arizónicas, abajo impera una quietud que anticipa otro día caluroso.

Delante de mí, sobre la mesa, reposa la gastada Biblia de letra gigante que recibí de mi viejo pastor. La cruz grabada en oro sobre la tapa responde con destellos a la caricia del sol. "Nací a la sombra de la cruz, quiero vivir anclado a ella y que sea la escala que me alce a su presencia cuando llegue mi tiempo". Así decía con frecuencia mi viejo pastor.

¡Y cómo amaba su Biblia! Las hojas, amarillentas y rizadas por los bordes, muestran casi todos los versículos marcados con diferentes colores. Los últimos que subrayó, estando ya cerca su partida, más que marcados parecen tachados, pues la enfermedad le robó su pulso firme — le robó casi todo —, pero no atenuó un ápice la pasión con la que el anciano acudía a diario a la Palabra. "Más de cien veces la he leído, la mitad de ellas de rodillas, y siempre me dice algo nuevo". Sus ojos mostraban un fulgor radiante cuando lo decía.

No era presunción, sino gratitud, lo que desprendían sus palabras.

Junto a la Biblia hay una taza de humeante café y al lado un puñado de folios blancos que pronto empezaré a emborronar. Sobre ellos descansa la gastada estilográfica, regalo también de mi viejo pastor. Las mejores líneas siempre las escribo al amanecer. Mi mente es más fértil cuando el sol se despereza por el este y el día descorre sus cortinas. Mientras mi adoración sube mecida por la brisa, van surgiendo frases que capturo sobre la superficie blanca de los folios. Son momentos íntimos que comparto con Dios en radical soledad.

Pero hoy va a ser diferente, porque, justo cuando me dispongo a degustar un sorbo de café, un sonido agudo y breve hace añicos el silencio. Del sobresalto, la taza oscila entre mis labios y a punto estoy de derramar el líquido caliente sobre mi camisa.

Me toma unos segundos identificar que la interferencia provino de mi teléfono, anunciando la llegada de un WhatsApp. Mi reacción es de disgusto, porque esa injerencia irrumpió en un espacio íntimo que no admite profanaciones. Empujo el terminal a un costado de la mesa, lamentando haber quebrado la promesa que hice tiempo atrás de no llevar mi teléfono a la cita con Dios.

Aunque mi intención inicial es ignorar el mensaje, mis ojos acuden de hito en hito al icono verde que desde la esquina de la pantalla me recuerda que en las entrañas del teléfono reposa un aviso que tal vez requiera premura.

Claudico y lo leo.

En efecto, se trata de una emergencia.

El remitente es un amigo, pastor de una pequeña iglesia, y el mensaje, un desgarrador grito de auxilio. No ha insertado emoticonos que añadan dramatismo a su nota; no los precisa, pues el telegrama rezuma angustia por los cuatro costados.

Así fue como comenzó todo.


El anuncio de una rendición

En respuesta a su mensaje, cerca del mediodía, me encontraba sentado frente a él en una cafetería. Entre ambos, sobre el mármol de la mesa, reposaba un solo tazón que contenía mi segundo café del día. Él no pidió nada, no era ingerir lo que necesitaba, sino vaciarse de la enorme carga que lo asfixiaba.

— Puedes hablarme con libertad — le dije, manteniendo mis ojos en los suyos —, creo que sabré comprenderte y te aseguro que no voy a juzgarte.

Entonces sí, rompió a llorar.

Derretido el hielo que congelaba su alma, asomó en una primera lágrima que se precipitó por su mejilla derecha. Fue como abrir una compuerta, la segunda siguió el camino, la senda de su huella impresa en la piel, y quedó arrastrada por la conmoción cuando de ambos ojos brotó el torrente imparable.

Su llanto era estremecido como el de un niño.

Viéndolo así, lamenté no haber tenido la sensibilidad de citarlo en mi casa o en el despacho de la iglesia. Con la cafetería llena nos convertimos en el blanco de todas las miradas; por unos segundos valoré la opción de buscar otro sitio más tranquilo, no obstante, me contuve; mi amigo necesitaba llorar y estaba en su derecho de hacerlo.

Minutos después, con mi café ya frío y él un poco más tranquilo, asistí al inicio de su discurso: se trataba del anuncio de una rendición.

— No puedo seguir pastoreando ... Voy a dejarlo todo.

Pese a la voz quebrada, la decisión sonó irreversible. Verbo a verbo, añadió detalles que me parecieron pinceladas grises sobre el lienzo de su angustia.

— He intentado sostener el arado, pero pesa demasiado y no me quedan fuerzas. Mi campo de labranza no es de tierra, sino de piedra. Dudo que en realidad sea pastor ... no puedo seguir adelante. Mi esposa está sufriendo mucho ... demasiado. Apenas duermo por las noches ...

Por espacio de veinte minutos, encadenó frases breves e inconexas. Mínimos telegramas que añadían detalles al informe de su derrota. Declaraba vez tras vez su incapacidad de continuar. Mezclados y a trompicones, brotaban versos que componían una de las elegías más tristes que jamás haya escuchado:

— ¿Por qué mi iglesia no crece, sino que decrece? No importa qué iniciativas ponga en marcha, todas fracasan. No recuerdo lo que es dormir una noche entera, me despierta la angustia. Nunca antes me he sentido tan desanimado.

No eran palabras, sino crespones negros sobre el acta de defunción de un ministerio. Mi amigo no estaba cansado, sino exhausto. No era herido como se sentía, sino desgarrado.


Un salto atrás en el tiempo

Y mientras lo escuchaba, percibí, sobrecogido, que cada línea de su discurso me aproximaba ecos del pasado llevándome a evocar mi propia experiencia. Este hombre tenía sus pies hundidos en un lodo que yo conocía muy bien: el que asfalta el valle de la rendición. En el dolor que describía estuve yo otras veces, conocía sus filos fríos, sus ojos enemigos y sus manos sombrías. Las palabras que pronunciaba, cada una de ellas, me acercaban el espantoso hedor de aquel cenagal que yo mismo atravesé poco tiempo atrás.

Sin poderlo evitar, comencé a revivir el escalofrío que sacudió mi vida en aquel tiempo.

¡Incluso era lunes! Como ese primero de mayo que supuso el día de mi rendición. Mi agotamiento extremo llegó en abril; mi capitulación ocurrió en mayo.

Desde el asiento de la cafetería me vi transportado al momento en que, extenuado, llegué al hogar de mi viejo pastor.

¿Qué me llevó allí?

Un agotamiento irracional.


La sensación de no poder, no valer y no servir me había minado por completo. Siempre me gustó ayudar a los demás, pero desde hacía un tiempo era diferente: el privilegio se había convertido en carga y lo que se suponía que debía ser un yugo ligero y fácil me estaba aplastando.

Hacía treinta y un años que era pastor, pero en aquel momento me vi incapaz de seguir siéndolo. Se agotaron mis fuerzas. La pasión se había apagado y la certeza que siempre alentó mi alma fue barrida por vendavales de temor con rachas de incertidumbre. Nunca pensé que alguien pudiera sentirse tan desanimado.

Durante ese tiempo intenté, ignoro si con éxito, cumplir mis funciones. Le pedí a Dios intensamente — y frecuentemente también — que me mostrase la salida del siniestro valle en que me hallaba, pero mis oraciones parecían desvanecerse antes incluso de alcanzar el techo de la habitación. Me hallaba separado del mundo por un cristal oscuro, que era el sentimiento enfermizo de no poder, no valer y no servir. Aceptado ese veredicto, fue sencillo que por los resquicios de mi mente se abriera paso la reflexión que alcanzó peso de convicción: "Sería mejor dedicarme a otra cosa. No tengo vocación, todo fue una quimera, una falsa ilusión; no es para mí esta vida".

Mi esposa me preguntaba con insistente cariño: "¿Qué te ocurre?". Mi respuesta vez tras vez era la misma: "Nada". Estaba seguro de que no entendería lo que me estaba sucediendo, sencillamente porque no lo entendía yo, ni sabría explicárselo. Pero ella, que de un solo vistazo es capaz de radiografiar toda mi alma, sabía que algo en mi interior se había roto. Se pegó a mí como una segunda piel, respetando mi silencio y velando mi desvelo, hasta que, transcurrido largo tiempo, una mañana se sentó frente a mí decidida a no aceptar más evasivas por respuesta:

— Por tu bien, por el de nuestro matrimonio y por el de la iglesia, dime qué te pasa ...

Ni en mil vidas podría olvidar la dulce presión de su mano en la mía, ni sus ojos, inequívocamente sinceros, enfocándome con fijeza y aguardando mi respuesta.

Agaché la mirada.

Su mano bajo mi mentón me obligó a levantarla.

— Dime qué te ocurre, por favor — no era una orden, sino una súplica.

— Está bien — capitulé —. Lo siento, amor, pero no tengo fuerzas para continuar,- voy a dejar el ministerio.

Sin descomponérsele el gesto, lloró. No soltó mi mano ni apartó sus ojos de los míos, solo lágrimas soltó.

— Tomes la decisión que tomes — casi lo susurró —, estaré a tu lado.

No hubo juicio en sus palabras, sino raudales de comprensión, la perfecta medicina para mi alma. Aquella mujer no tenía respuesta para mis preguntas, pero no eran respuestas lo que yo necesitaba, sino comprensión.

Sin soltar mi mano, sus ojos siguieron hablando a los míos: — Pero, antes de dejarlo todo, ¿por qué no visitas al viejo pastor?

Ese consejo, y sobre todo el admitirlo, me salvaron la vida.

Nuestro viejo pastor era un veterano de guerra. Tenía en aquel momento ochenta y cuatro años, cincuenta y cuatro de los cuales había dedicado a pastorear la misma iglesia. Un soldado de Dios curtido en mil batallas y que llevaba en su cuerpo las marcas del ministerio, heridas de guerra, algunas de ellas muy marcadas, pero tuvo la sabiduría de convertir las cicatrices en renglones que ahora desbordaban sabiduría.

Tras meses de lucha que semejaron años, cuando tocaba ya mi rendición con los dedos, llegué allí: al hogar de mi viejo pastor.


Mi amigo seguía hablándome desde su asiento en la cafetería,- yo le escuchaba y asentía, captando cada una de sus palabras, y también sus emociones, porque mi escucha era radicalmente activa, sin embargo, a la vez, estaba ante la blanca casa que se alzaba en medio del campo, cimentada en el centro de la nada, pero amparada en la quietud más perfecta. Acodado en la mesa de mármol, frente a mi taza vacía de café, reviví los temores que me asaltaron aquella tarde, y el pudor que me embargaba cuando por primera vez visité a mi viejo pastor, y el largo rato que luché contra el impulso de marcharme sin llamar, hasta que las espinas de la inquietud me empujaron hacia la puerta azul tachonada de clavos negros.

Mientras lo observaba sentado frente a mí, recordé el puño de bronce que en el centro de la puerta hacía las veces de llamador, y mi mano temblorosa sosteniéndolo y vacilando, sin atreverse a descargarlo sobre la madera.

— ¡No puedo seguir adelante! — gritó casi derrotado el pastor, provocándome un sobresalto que me trajo de nuevo al presente —. Mi esposa no merece sufrir así, fui yo quien pensó tener la vocación, aunque ahora lo dudo, pero ella está siendo molida por las consecuencias. ¡No puedo más! — repitió más alto aún —. Tengo que cambiar de vida ...

Mis ojos se mantuvieron fijos en los suyos y con mi mano apliqué una leve presión en su antebrazo, pero mi mente vagaba de nuevo en las entrañas de aquel lunes, primero de mayo, en el que, sentado por fin frente a mi viejo pastor, declaré: "No tengo vocación, todo fue una quimera, una falsa ilusión, no es para mí esta vida. Lo mejor será que deje el ministerio".

Regresé junto a mi amigo, y volviendo a posar mi mano en su antebrazo, le dije:

— No te juzgo, créeme. Comprendo tus sentimientos mejor de lo que puedas imaginarte. — Hice un instante de silencio, al cabo del cual añadí —: Decidas lo que decidas, estaré a tu lado. No obstante, te sugiero que no des pasos precipitados. Permite que se asienten tus emociones — le aconsejé. A continuación le pedí —: ¿Puedes darme unos días antes de abandonar?

Su dolor y angustia eran tan atroces que me pareció inmoral despacharlo con un par de consejos superficiales. Creí más honesto llevar su carga a mi rincón de oración, así que, poniéndome en pie, aseguré: — Oraré por ti y te diré algo en los próximos días — le dije con un abrazo, y vi la gratitud escurriéndose en sus lágrimas.

— Gracias por comprenderme — me dijo —. No es fácil encontrar a quién contarle algo así sin sentirse juzgado.

— Soy yo quien te da las gracias, amigo. Tampoco es sencillo encontrar a alguien que confíe en uno para abrirle el corazón como tú lo has hecho.

Me miró y solo asintió con la cabeza.

Estreché su mano antes de volverlo a abrazar.

— Estoy a tu lado para lo que necesites — le dije.


Compartiendo en familia

Aquella noche, durante la cena, comenté el caso con María. En cuanto percibió el matiz de mi discurso, apartó el plato de comida para concentrarse en mi relato. Con los codos sobre la mesa, los dedos entrelazados y la cabeza apoyada en ambos pulgares, mantuvo su mirada fija en mí, en el más perfecto ejemplo de escucha activa.

A medida que avanzaba en la narración, a sus ojos fue asomándose la compasión, hasta que, licuada, se precipitó por sus mejillas.

— Me parece estar escuchando la narración de nuestra propia experiencia — susurró mientras retiraba con sus dedos las lágrimas que pugnaban por salir.

Poco después, ya en la cama, María, con sus dos brazos detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo, preguntó de pronto:

— ¿Recuerdas los últimos días con el viejo pastor?

La miré. Su gesto era de ensoñación, como si estuviera reviviendo aquel momento.

— La etapa de la despedida — i nsistió —. ¿Recuerdas? Fue en sus últimas jornadas cuando te enseñó las mayores lecciones.

— Sí — le dije, aunque no entendía qué relación tenía aquello con la aflicción de mi amigo.

Poco después apagó la luz de su mesita de noche y pronto su respiración delató el plácido sueño que la envolvía. Fui entonces yo quien, incapaz de dormir, coloqué ambas manos tras mi cabeza y enterré la mirada en el techo ... en la oscuridad que ocultaba el techo.

Vi avanzar los dígitos rojos del reloj por demasiado tiempo hasta que, convencido de que me sería imposible conciliar el sueño, me levanté con cuidado para no interrumpir el descanso de María y fui a la cocina, calenté un vaso de leche. Allí, apoyado de codos en el alfeizar de la ventana, contemplé la bellísima noche, en la que la luna llena perfilaba cada planta del jardín.

Seducido por la tibia temperatura, salí al porche y paseé la mirada por el majestuoso cielo de verano. La noche era clara,- se escuchaba un mochuelo y algún perro que respondía a otro.

¿Por qué habría mencionado María esas últimas jornadas en compañía de mi viejo pastor? Treinta años a su lado me enseñaron que su comentario más trivial puede ser envoltorio de una clave importante.

Me senté en el escalón de piedra, donde apuré la leche templada, luego introduje mi mano en el bolsillo de la bata para extraer unas cuartillas,- tal vez pudiera emplear la vigilia en repasar las últimas páginas que había escrito.

Imposible.

Inútil pretender concentrarme en la lectura, pues mi mente, ingobernable, ya vagaba por los corredores de aquella final etapa a la que se había referido María: los últimos días junto a mi viejo pastor, unas jornadas que cambiaron mi vida para siempre.


De vuelta a la blanca casa

No fue un lunes el primer escenario al que me condujo mi recuerdo, sino que me vi transportado a aquel viernes que ya olía a otoño, cuando, declinando el día, llegué a visitarlo. Ahora, con la perspectiva que el tiempo confiere a las cosas, me daba cuenta de que fue precisamente esa tarde cuando tomé conciencia de que mi viejo pastor se despedía de la vida y alcancé a captar la inminencia de su partida.

Cuando llegué a la blanca casa, el silencio valseaba por el jardín envolviéndolo todo en una quietud estremecedora. El aire estaba quieto, ni la más leve brisa se dejaba sentir. La centenaria encina parecía de piedra: ningún movimiento en sus ramas, ni la más mínima agitación entre sus hojas. La vida, lo mismo que el sol, se derramaba en aquel paradisiaco entorno, pero una extraña desazón, un sombrío presagio, me decía que la muerte también campaba en el jardín.

Recordé de pronto la pregunta que alguien me hizo mucho tiempo atrás:

— ¿Crees que los edificios pueden tener una sensación de pesar o de alegría?

— Pues no sabría qué decirte — respondí.

— Te aseguro que la tienen — afirmó mi interlocutor —. Hay casas en las que se entra y sobre uno desciende la paz.


(Continues...)

Excerpted from Desde la Sala De Espera de mi viejo pastor by José Luis Navajo. Copyright © 2017 José Luis Navajo. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
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Table of Contents

Contents

Antes de empezar, 7,
PRIMERA PARTE,
Preludio, 11,
El anuncio de una rendición, 13,
Un salto atrás en el tiempo, 14,
Compartiendo en familia, 18,
De vuelta a la blanca casa, 20,
SEGUNDA PARTE. Verdugos del ministerio,
Trabajar en la obra de Dios descuidando al Dios de la obra, 33,
Olvidar que a menudo la gracia viene envuelta en desgracia, 43,
Desconocer que, ante los abismos de la vida, la cruz es nuestro puente, 51,
Orientar el esfuerzo a complacer más que a influir, 63,
Exponernos a las personas en público más que a Dios en privado, 71,
Soberbia: un atajo al abismo, 80,
Poner el ministerio por delante del matrimonio, 89,
Olvidar que mejor que ser su siervo es ser su amigo, 98,
Remar en muchos barcos y sostener demasiadas riendas, 107,
Gestionar el ministerio con poder en vez de con autoridad ..., 112,
Rendirnos a la fascinación de los resultados tangibles, 125,
Acoger las dos erres: rencor y remordimiento, 137,
Correr buscando atajos, 150,
Incidir en la apariencia más que en la esencia, 156,
Aceptar la orfandad espiritual, 162,
TERCERA PARTE. Un final y un nuevo comienzo El sueño, 171,
Silencio atronador, 173,
En sus huellas, 177,
Epílogo, 181,
Para concluir, 189,

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