Cuentos De La Selva
Su madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas. II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés. III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre. IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver si hay víboras. Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola. Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras. ¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó. Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima. La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así. En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. -Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas. La gamita gritó contenta: -¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no. -Estás equivocada, mi hija -continuó la madre-. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas
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Cuentos De La Selva
Su madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas. II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés. III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre. IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver si hay víboras. Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola. Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras. ¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó. Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima. La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así. En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. -Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas. La gamita gritó contenta: -¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no. -Estás equivocada, mi hija -continuó la madre-. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas
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Cuentos De La Selva

Cuentos De La Selva

by Horacio Quiroga
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Su madre le hacia repetir todas la mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así I. Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas. II. Hay que mirar bien el río y quedarse quieto antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés. III. Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre. IV. Cuando se come pasto del suelo hay que mirar siempre antes los yuyos, para ver si hay víboras. Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola. Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenían un color oscuro, como el de las pizarras. ¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó. Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas. Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina, que caminaban apuradas por encima. La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces, muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban porque no tenían aguijón. Hay abejas así. En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente. -Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas. La gamita gritó contenta: -¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican; las abejas, no. -Estás equivocada, mi hija -continuó la madre-. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija, porque me vas

Product Details

ISBN-13: 9781981193936
Publisher: CreateSpace Publishing
Publication date: 01/18/2018
Pages: 74
Product dimensions: 8.60(w) x 5.80(h) x 0.30(d)
Language: Spanish

About the Author


Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878-Buenos Aires, 19 de febrero de 1937). Uruguay. Era hijo del vicecónsul argentino en Salto quien descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga. Desde pequeño vivió acontecimientos trágicos: a los tres meses de edad, su padre murió de un disparo accidental de su propia escopeta en su presencia. En 1891 su madre se volvió a casar —esta vez con Ascencio Barcos—, y Quiroga estableció profundos vínculos afectivos con éste. Sin embargo, tras cinco años de matrimonio, Barcos, que sufría una parálisis provocada por un derrame cerebral, se suicidó. Más tarde Quiroga terminó en Montevideo la enseñanza secundaria. Adquirió formación técnica, en el Instituto Politécnico de Montevideo, y general en el Colegio Nacional. En 1898 se enamoró de María Esther Jurkovski, que inspiraría dos obras suyas: Las sacrificadas y Una estación de amor. Por esos tiempos Quiroga comenzó a colaborar en el semanario Gil Blas y estableció amistad con el escritor argentino Leopoldo Lugones, que fue una de sus principales influencias. Hacia 1900 Quiroga se fue a París tras recibir la herencia de su padre. Al volver, fundó el «Consistorio del Gay Saber», un laboratorio literario donde se ensayaron nuevas formas de expresión. Tras la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral) murieron dos de sus hermanos víctimas del tifus. Ese mismo año su amigo Federico Ferrando, que había recibido fuertes críticas del periodista Germán Papini, decidió retar a duelo a aquél. Quiroga se ofreció para preparar el revólver que iba a ser utilizado en el duelo y mientras revisaba el arma se le escapó un disparo que mató a Federico. Abatido, Quiroga cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En 1903, acompañó como fotógrafo a Lugones en una expedición para investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas. La visión de la jungla marcaría su vida, seis meses después compró unos campos de algodón en el Chaco. El proyecto fracasó. Y, sin embargo, en 1906 decidió volver otra vez a la selva y comprar otra finca. Por entonces Quiroga se enamoró de una alumna suya —la adolescente Ana María Cires—;y le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio, se casó con ella y la llevó a vivir a la selva. En 1911 Ana María dio a luz asistida por Quiroga a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Sin embargo, ella no se adaptaba a aquella vida y le pidió Quiroga que regresaran a Buenos Aires. Ante la negativa de éste, Ana María se envenenó en 1915. Durante 1917, Quiroga vivió con sus hijos en un sótano de la avenida Canning, alternando su trabajo como diplomático y la escritura de relatos publicados en revistas. La mayoría de estos fueron recogidos en libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (sic, título sin coma), que tuvo gran éxito de público y de crítica. Al año siguiente apareció Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza. Hacia 1927, había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, Los desterrados. Se había obsesionado con María Elena Bravo, adolescente compañera de clase de su hija Eglé, que cedió a sus reclamos. A partir de 1932 Quiroga vivió en Misiones con María Elena y su tercera hija. Por entonces le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Agravada su dolencia, Quiroga viajó a Buenos Aires y allí descubrieron que tenía un cáncer de próstata avanzado. Recluido en el hospital supo que en los sótanos vivía apartado un paciente con deformidades similares a las del Hombre Elefante. Quiroga exigió que el paciente —llamado Vicente Batistessa— compartiese habitación con él. El 19 de febrero de 1937 y en presencia de Batistessa, murió Horacio Quiroga tras beber un vaso de cianuro.
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