Cuando llora el cielo

Un amor losuficientemente fuerte como para estremecer sus huesos. Un sacrificio losuficientemente poderoso como para hacer llorar al cielo.
Alfinalizar la Segunda Guerra Mundial, un soldado traumatizado por la guerra, JanJovic, se vio forzado a infligir un juego de vida o muerte en una comunidadpacífica de Bosnia. En unas cuantas horas, este joven se enfrentó con más amory odio que lo que la mayoría de la gente experimenta en toda una vida.

Años después,Jan se convirtió en un mundialmente reconocido escritor con amplia influenciaen Estados Unidos. Su pasado está enterrado en las profundidades de su memoriahasta que sale a la superficie en los momentos más inoportunos. El juegopresenciado por Jan lo persigue... y sin darse cuenta lo lleva a una hermosapero quebrantada mujer atrapada en el bajo mundo del crimen.

Él ahora debevencer un mal rara vez visto. Pero hay un costo, uno que hasta este soldadotraumatizado por la guerra no se puede imaginar.

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Cuando llora el cielo

Un amor losuficientemente fuerte como para estremecer sus huesos. Un sacrificio losuficientemente poderoso como para hacer llorar al cielo.
Alfinalizar la Segunda Guerra Mundial, un soldado traumatizado por la guerra, JanJovic, se vio forzado a infligir un juego de vida o muerte en una comunidadpacífica de Bosnia. En unas cuantas horas, este joven se enfrentó con más amory odio que lo que la mayoría de la gente experimenta en toda una vida.

Años después,Jan se convirtió en un mundialmente reconocido escritor con amplia influenciaen Estados Unidos. Su pasado está enterrado en las profundidades de su memoriahasta que sale a la superficie en los momentos más inoportunos. El juegopresenciado por Jan lo persigue... y sin darse cuenta lo lleva a una hermosapero quebrantada mujer atrapada en el bajo mundo del crimen.

Él ahora debevencer un mal rara vez visto. Pero hay un costo, uno que hasta este soldadotraumatizado por la guerra no se puede imaginar.

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Cuando llora el cielo

Cuando llora el cielo

by Ted Dekker
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Overview

Un amor losuficientemente fuerte como para estremecer sus huesos. Un sacrificio losuficientemente poderoso como para hacer llorar al cielo.
Alfinalizar la Segunda Guerra Mundial, un soldado traumatizado por la guerra, JanJovic, se vio forzado a infligir un juego de vida o muerte en una comunidadpacífica de Bosnia. En unas cuantas horas, este joven se enfrentó con más amory odio que lo que la mayoría de la gente experimenta en toda una vida.

Años después,Jan se convirtió en un mundialmente reconocido escritor con amplia influenciaen Estados Unidos. Su pasado está enterrado en las profundidades de su memoriahasta que sale a la superficie en los momentos más inoportunos. El juegopresenciado por Jan lo persigue... y sin darse cuenta lo lleva a una hermosapero quebrantada mujer atrapada en el bajo mundo del crimen.

Él ahora debevencer un mal rara vez visto. Pero hay un costo, uno que hasta este soldadotraumatizado por la guerra no se puede imaginar.


Product Details

ISBN-13: 9781418562700
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 03/01/2010
Series: Martyr's Song Series , #2
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 400
File size: 784 KB
Language: Spanish

Read an Excerpt

CUANDO LLORA EL CIELO


By TED DEKKER

Thomas Nelson

Copyright © 2010 Grupo Nelson
All right reserved.

ISBN: 978-1-4185-6270-0


Chapter One

Atlanta, Georgia, 1964

IVENA ESTABA de pie en el pequeño invernadero contiguo a su casa, y frunció el entrecejo al mirar el desfalleciente rosal. Las otras plantas no se habían afectado ... crecían bien a su alrededor, centelleando con gotas de rocío. Un lecho de híbridos tulipanes de la especie Darwin florecía en relucientes colores rojo y amarillo a lo largo de la transparente estructura del invernadero. Detrás de la mujer, contra la sólida pared de la casa, una huerta de orquídeas color púrpura llenaba el aire con su agradable aroma. Una docena más de otras especies de rosas crecía en compartimientos bien arreglados; ninguna de esas plantas estaba infectada.

Pero en el transcurso de cinco días este particular rosal había perdido las hojas y se había marchitado, lo cual era un problema porque no se trataba de una planta cualquiera. Era el rosal de Nadia.

Ivena revisó los espinosos tallos secos, buscando señales de enfermedad o de alimañas. Ya había experimentado una cantidad de remedios, desde pesticidas hasta una variedad de agentes de cultivo, todo en vano. La planta era una serbia roja de la familia de las saxifragáceas, cortada de la mata que ella y la hermana Flouta plantaran al pie de la cruz.

Al salir de Bosnia hacia Atlanta, Ivena se empeñó en tener un invernadero, lo cual era el único vínculo irrompible con su pasado. Ella manejaba un pequeño pero excelente negocio vendiendo flores a tiendas locales en Atlanta, pero el verdadero propósito para tener el invernadero era este rosal, ?verdad? Sí, ella sabía eso con tanta certidumbre como saber que le fluía sangre por las venas.

Y ahora el rosal de Nadia estaba agonizando. O quizás muerto.

Ivena se puso una mano en la cadera y se pasó la otra por la canosa cabellera. En sus sesenta años había cuidado cien especies de rosas y nunca jamás había visto algo parecido. Cada capullo de la planta de Nadia era invalorable. Si hubiera una rama viva injertable, la cortaría y la cuidaría hasta que sanara. Pero todas las ramas parecían aquejadas.

-Oh, querida Nadia, ?qué debo hacer? ?Qué voy a hacer?

No se pudo contestar por la sencilla razón de que no sabía qué hacer. Nunca había considerado la posibilidad de que esta planta, emblema de su florido jardín, pudiera agonizar en algún momento sin ningún motivo aparente. Era absurdo.

Ivena volvió a revisar las ramas, esperando que se hubiera equivocado. Tierra seca le ensució los dedos, ya no tan jóvenes o tan suaves como fueran una vez; pero años de trabajar delicadamente entre espinas los habían conservado hábiles. Llenos de gracia. La mujer podía pasar la mano por todo un rosal con los ojos cerrados sin llegar a tocar una espina, pero hoy se sentía torpe y envejecida.

De repente se quebró la rama que tenía entre los dedos. La mujer pestañeó. El tallo estaba tan seco como una mecha. ?Cómo se pudo arruinar tan rápido? Se preguntó esto moviendo la cabeza de lado a lado. Pero al instante algo le llamó la atención y se quedó helada.

Inmediatamente, y debajo de la rama que se había roto, un pequeño retoño verde salía del tronco principal. Eso era extraño. Ivena inclinó la cabeza para mirar más de cerca.

El retoño sobresalía solo un centímetro, casi como un tallo de pasto. Ivena lo tocó con delicadeza, temerosa de destrozarlo. Y al hacerlo vio la diminuta rajadura en la corteza a lo largo de la base de ese brote.

Ella contuvo el aliento. Extraño! Parecía un pequeño injerto!

Pero Ivena no había injertado nada en la planta, ?correcto? No, desde luego que no. Recordaba cada paso de los cuidados que le había prodigado a este rosal durante los últimos cinco años, y ninguno incluía un injerto.

Parecía como si alguien hubiera abierto un corte en la base del rosal e injertado este cogollo verde, el cual tampoco parecía un injerto de rosa. El tallo tenía una coloración verde más clara. Así que quizás ni siquiera se trataba de un injerto. Tal vez era alguna clase de parásito.

Ivena exhaló lentamente y volvió a tocar el retoño, que estaba sano en el punto de inserción.

-Um.

Se irguió y fue hasta la mesa redonda donde una taza blanca de porcelana aún humeaba con té; se la llevó a los labios. El delicioso aroma le calentó las fosas nasales, y ella hizo una pausa, observando entre los espirales de humo.

Desde esta distancia de tres metros el rosal de Nadia parecía la zarza ardiente de Moisés, pero consumida por el fuego y totalmente negra. Ramas muertas surgían de la tierra como garras desde una tumba. Muertas.

Excepto por ese diminuto retoño verde en la base.

En realidad era muy extraño.

Ivena se dejó caer en la vetusta silla de madera al lado de la mesa, mirando aún el rosal por sobre la taza de té. Se sentaba aquí cada mañana a tararear, sorber el té, y susurrarle palabras al Padre. Pero hoy la escena ante ella estaba poniendo las cosas patas arriba.

-?Qué estás haciendo aquí, Padre? -preguntó en voz baja, bajando un poco la taza sin haber bebido.

No necesariamente que Dios estuviera haciendo algo. Los rosales morían, después de todo. Quizás con menos estímulos que otras plantas. Pero sobre Ivena se había arraigado una sensación de efectos resultantes, a la que no podía hacerle caso omiso.

Al otro lado de los lechos de exuberantes flores ante ella estaba esta zarza muerta ... una horrible marca negra sobre un paisaje de relucientes colores. Sin embargo, en el ennegrecido tallo ese injerto imposible.

-?Qué estás señalando aquí, Padre?

Ivena no oyó la respuesta del Señor, pero eso no significaba que él no estuviera indicando algo. Hasta donde ella sabía, él podría estar gritando, lo cual aquí en la tierra podría venir a través de un lejano susurro, fácilmente confundido con el sonido de una suave brisa. En realidad el invernadero estaba sumido en un silencio mortal. Ivena sentía algo más, y podía simplemente tratarse de una corriente que le produjo picazón en el cabello, o de una ligera emoción del pasado, como la voz de Dios.

Sin embargo, la escena ante ella comenzó a friccionarle el corazón con indicios de significado. Solo que ella aún no estaba consciente de ese significado.

Ivena canturreó y un manto de paz se asentó sobre ella.

-Amor de mi alma, te rindo adoración -susurró-. Te beso los pies. Nunca permitas que me olvide.

Las palabras resonaron suavemente por el silencioso invernadero, e Ivena sonrió. El Creador era un travieso, pensaba ella a menudo. Al menos juguetón y alguien que fácilmente se llenaba de alegría. Y se estaba trayendo algo entre manos, ?verdad?

Le captó la atención un resplandor rojo cerca del codo. Era la copia del libro La danza de los muertos. La portada surrealista mostraba el rostro de un hombre con una amplia sonrisa, y a quien le corrían lágrimas por las mejillas.

Aún sonriendo, Ivena bajó la taza de té y levantó el libro de la mesa. Pasó una mano sobre la destrozada portada. Lo había leído un centenar de veces, por supuesto. Pero el libro no había perdido su encanto; las páginas estaban llenas de amor, risas y del corazón del Creador.

La mujer abrió el tomo y revisó unas pocas docenas de páginas con bordes doblados. El autor había escrito una obra maestra, y en cierta manera las palabras eran tanto de él como de Dios. Ella podía comenzar en el medio, el inicio o el final, y eso apenas importaría. El significado no se perdería. Abrió en el medio y leyó algunas frases.

Era extraño cómo esa historia le producía esta calidez en el corazón. Pero lo hacía, y de veras, y eso se debía a que a ella también se le habían abierto un poco los ojos. Había visto unas pocas cosas a través de los ojos de Dios.

Ivena levantó la mirada al moribundo rosal con el sorprendente injerto. Algo nuevo estaba comenzando hoy. Pero en realidad todo había empezado con la historia que tenía en las manos, ?verdad que sí?

Un chispazo de gozo le recorrió los huesos. Se alisó el vestido, cruzó las piernas y bajó la mirada hacia la página.

Sí, así fue como empezó todo.

Veinte años antes en Bosnia. Al final de la guerra con los nazis.

Ella leyó.

LOS SOLDADOS estaban quietos en lo alto de la colina, apoyados en maltrechos rifles, cinco sombrías siluetas contra un blanco cielo bosnio, como una fila de árboles devastados por la guerra. Observaban hacia abajo la pequeña aldea, haciendo caso omiso del sudor que los cubría bajo los andrajosos uniformes del ejército, inconscientes del polvo que les surcaba los rostros como largas garras negras.

La condición de ellos no era única. Cualquier soldado que intentara sobrevivir a la lucha brutal que asoló a Yugoslavia durante su liberación de los nazis se vería igual. O peor. Quizás un brazo herido. O tal vez rastros de sangre debajo de la cintura. Por toda la nación se esparcían moribundos heridos ... evidencias de la derrota de Bosnia a manos del enemigo.

Pero la escena en el valle debajo de ellos sí era única. La aldea no parecía perturbada por la guerra. Si había caído una bala en alguna parte cercana durante los años del implacable conflicto, ahora no había señal alguna de ello.

Varias docenas de casas con empinados techos de tejas de cedro, y humo blanco de chimeneas se agrupaban nítidamente alrededor del centro de la aldea. Senderos de adoquín recorrían como rayos de una rueda por entre las casas y la enorme estructura central. Allí, con una amplia plazoleta, se hallaba una antigua iglesia con un campanario que se elevaba hacia el cielo como un dedo que señalaba el camino hacia Dios.

-?Cómo se llama esta aldea? -preguntó Karadzic a alguien, ninguno en particular.

Janjic dejó de mirar la villa y fijó la mirada en su comandante. Los labios del hombre se habían fruncido. Miró a los otros, quienes aún estaban cautivados por el escenario de perfecta tarjeta postal que se veía abajo.

-No sé -respondió Molosov a la derecha de Janjic-. Estamos a menos de cincuenta kilómetros de Sarajevo. Me crié en Sarajevo.

-?Y qué pretendes indicar?

-Pretendo indicar que me crié en Sarajevo y que no recuerdo esta aldea.

Karadzic era un tipo alto, un metro ochenta por lo menos, y parecía una caja de la cintura hacia arriba. El corpulento torso le descansaba sobre piernas largas y delgadas, como un buldog parado en zancos. Tenía el rostro cuadrado y curtido, marcado por una serie de pequeñas cicatrices, cada una señalando otro capítulo de un pasado violento. Ojos grises y vidriosos escudriñaban tras tupidas cejas.

Janjic se apoyó en el otro pie y miró valle arriba. A lo que quedaba del ejército de resistencia le esperaba una dura marcha de un día hacia el norte. Pero nadie parecía ansioso por moverse. El graznido de un ave se oyó en el aire, seguido por otro. Dos cuervos sobrevolaban lentamente el pueblo en círculos.

-No recuerdo haber visto antes una iglesia como esta. Me parece algo malo -comentó Karadzic.

Un leve cosquilleo le subió a Janjic por la columna. ?Algo malo?

-Tenemos una larga marcha por delante, señor. Si salimos ahora, podríamos estar al anochecer en el regimiento.

-Puzup, ?habías visto una iglesia ortodoxa como esta? -inquirió Karadzic haciendo caso omiso por completo a la recomendación de Janjic.

-No, creo que no- dijo Puzup exhalando humo por la nariz y aspirando el cigarrillo

-?Molosov?

-Está de pie, si eso es lo que usted quiere decir -contestó el aludido, y sonrió-. Desde hace mucho tiempo no había visto una iglesia erguida. No parece ortodoxa.

-Si no es ortodoxa, ?qué es entonces?

-No es judía -opinó Puzup-. ?Verdad que no, Paul?

-No, a menos que los judíos hayan empezado a poner cruces en sus templos durante mi ausencia.

Puzup se rió burlonamente en tono alto, hallando humor donde parecía que nadie más lo encontraba. Molosov alargó la mano y le dio una palmada al joven soldado en la parte posterior de la cabeza. La risa se le atoró en la garganta a Puzup y el hombre lanzó un gruñido en protesta. Los demás no les pusieron atención. Puzup cerró los labios alrededor del cigarrillo. El tabaco chisporroteó suavemente en el silencio. El hombre se pellizcó distraídamente una costra sangrante en el antebrazo derecho.

-Si vamos a seguir hacia las colinas deberíamos mantenernos en tierras altas a fin de localizar la columna para el anochecer -comentó Janjic escupiendo a un lado, ansioso por reincorporarse al ejército principal.

-Parece abandonada -opinó Molosov, como si no hubiera oído a Janjic.

-Hay humo. Y hay gente en el patio -declaró Paul.

-Desde luego que hay humo. No estoy hablando de humo sino de personas. No se puede ver si hay un grupo en la plazoleta. Estamos a tres kilómetros de distancia.

-Busquemos movimiento. Si uno busca ...

-Silencio -manifestó bruscamente Karadzic-. Es franciscana.

El caudillo pasó su rifle Kalashnikov de unos dedos gruesos y retorcidos a otros.

Una salpicadura de baba reposaba en el labio inferior del comandante, quien no hizo ningún intento de quitársela. Karadzic no habría sabido la diferencia entre un monasterio franciscano y una iglesia ortodoxa si estuvieran contiguos, pensó Janjic. Pero eso no venía al caso. Todos ellos sabían del odio de Karadzic por los franciscanos.

-Nuestras órdenes son alcanzar la columna lo más pronto posible -expuso Janjic-. No registrar las pocas iglesias que quedan por si hay monjes agarrotados de miedo en los rincones. Tenemos que acabar una guerra, y esta no es contra ellos.

El soldado se dio la vuelta para divisar el pueblo, sorprendido por su propia insolencia. Es la guerra. He perdido la sensibilidad.

Aún surgía humo de una docena de chimeneas; los cuervos todavía sobrevolaban en círculos. Una inquietante calma se cernía en la mañana. Janjic podía sentir en el rostro la mirada del comandante ... más de un hombre había muerto por menos.

Molosov miró a Janjic y luego le habló en voz baja a Karadzic.

-Señor, Janjic tiene razón ...

-Silencio! Vamos a bajar -decidió Karadzic al tiempo que levantaba el rifle y lo agarraba hábilmente en el aire; miró a Janjic-. No enrolamos mujeres en esta guerra, pero tú, Janjic, eres como una mujer.

Se dirigió colina abajo.

Uno por uno los soldados bajaron de la cima y lo hicieron a grandes zancadas hacia la pacífica aldea. Janjic se ubicó en la retaguardia, lleno de intranquilidad. Había presionado al comandante hasta el límite.

Los dos cuervos volvieron a graznar en lo alto. Ese era el único sonido además del crujido de las botas.

EL PADRE Michael vio los soldados cuando estos entraban al cementerio en las afueras de la aldea. Sus pequeñas figuras sobresalían en la verde pradera como una fila de espantapájaros maltrechos. Se paró en lo alto de los escalones de piedra tallada de la iglesia, y un escalofrío le recorrió la columna. Por un momento disminuyó la risa de los niños cerca de él.

Amado Dios, protégenos. Oró como lo había hecho antes un centenar de veces, pero no logró aplacar los temblores que se le apoderaron de los dedos.

El aroma de pan recién horneado le entró a las fosas nasales. Una risita aguda resonó en la plazoleta; agua borboteaba de la fuente natural a la izquierda. El padre Michael se irguió, luego se agachó, y miró más allá de la plazoleta en que niños y mujeres celebraban el cumpleaños de Nadia, más allá de la elevada cruz de piedra que marcaba el ingreso al cementerio, más allá de los rosales rojos que Claudis Flouta había plantado con tanto esmero cerca de la casa de ella, y hacia la exuberante ladera en el sur.

A los cuatro, no cinco, a los cinco soldados que se acercaban.

Miró alrededor de la plazoleta, en que todos reían y jugaban. Nadie más había visto aún a los soldados. Cuervos en lo alto graznaban, y Michael levantó la mirada para ver a cuatro de ellos revoloteando en círculos.

Padre, protege a tus hijos. Un aleteo a la derecha le atrajo la atención. Giró y vio una paloma blanca alistándose para posarse sobre el techo de la entrada. El ave ladeó la cabeza y lo miró haciendo pequeños y cortos movimientos.

-?Padre Michael? -llamó la voz de una niña.

Michael volvió la mirada hacia Nadia, la criatura que cumplía años. Ella usaba un vestido rosado reservado para ocasiones especiales. Los labios y la nariz eran abultados, y tenía manchas de pecas en ambas mejillas. Una muchachita común y corriente incluso con el bonito vestido rosado. Algunos hasta la tildarían de fea. La madre de la niña, Ivena, era muy hermosa. El tosco parecer en la niña era por parte del padre.

(Continues...)



Excerpted from CUANDO LLORA EL CIELO by TED DEKKER Copyright © 2010 by Grupo Nelson. Excerpted by permission.
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