Cartas cruzadas (I Am the Messenger)

Cartas cruzadas (I Am the Messenger)

by Markus Zusak
Cartas cruzadas (I Am the Messenger)

Cartas cruzadas (I Am the Messenger)

by Markus Zusak

Paperback(Spanish-language Edition)

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Overview

¿Conoces de verdad a la gente que más te quiere? ¿Sabes con que sueñan tus mejores amigos? ¿Te atreves a descubrir algo insólito de ti mismo?

En Cartas cruzadas, novela del autor de La ladrona de libros, el destino está a punto de cruzarse en tu camino.

Ed Kennedy es un chico cualquiera en un barrio cualquiera de una gran ciudad. Vive en un maltrecho apartamento, se gana la vida conduciendo un taxi, está absolutamente enamorado de su mejor amiga y adora a su perro cafeinómano, Doorman. Su vida, como la de sus amigos, se desenvuelve apacible entre la rutina y la apatía hasta que un día evita el robo de un banco. Sin querer. Y es entonces cuando llega la primera carta.

A partir de ese momento nuestro chico recorrerá la ciudad sembrando el bien y el mal (solo cuando es necesario) hasta que logre responder a la única pregunta que ronda su cabeza desde que su vida cambió por completo: ¿quién demonios está detrás de su misión?

ENGLISH DESCRIPTION

From the author of the extraordinary #1 New York Times bestseller The Book Thief.
 
How well do you really know the people who love you? Do you know what your closest friends dream about? Do you dare to find out something unusual about yourself?
 
Ed Kennedy is the run-of-the-mill guy in any ordinary neighborhood of a big city. He lives in a battered apartment, earns his living driving a taxi, is hopelessly in love with his best friend, and loves his coffee-drinking dog, Doorman. His life, like that of his friends, progresses daily in a peacefully and somewhat boring routine, until one day when he inadvertently prevents a bank robbery. That is when the first card arrives.
 
From that moment on he chooses to become the messenger, traveling through the city helping and hurting (only when necessary) until he manages to answer the question that has been running through his mind all along: who the hell is behind his mission?

Product Details

ISBN-13: 9788499899640
Publisher: PRH Grupo Editorial
Publication date: 03/26/2019
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 384
Sales rank: 678,179
Product dimensions: 4.90(w) x 7.40(h) x 1.00(d)
Language: Spanish
Age Range: 13 - 17 Years

About the Author

About The Author
Markus Zusak es un joven autor que vive en Sidney, Australia, y se dio a conocer internacionalmente con La ladrona de libros, una espléndida novela inspirada en las experiencias que vivieron sus padres en Alemania y Austria durante la Segunda Guerra Mundial. Con Cartas cruzadas, que ganó en 2006 el Premio Michael L. Printz a la Mejor Novela Juvenil, Zusak explora con natural talento la complicada y maravillosa entrada al mundo de los adultos.

Read an Excerpt

Primera parte
El primer mensaje
 
El atraco
 
El hombre de la pistola es un inútil.
 
Yo lo sé.
 
Él lo sabe.
 
Hasta Marvin, mi mejor amigo, lo sabe, y eso que él es más inútil aún que el hombre de la pistola.
 
Lo peor de todo es que el coche de Marv está aparcado justo enfrente, en una zona de estacionamiento de quince minutos. Estamos todos tumbados en el suelo, boca abajo, y al coche solo le quedan unos minutos.
 
—Podría darse un poco de prisa, el tío —farfullo.
 
—Lo sé —susurra Marv—. Esto es intolerable. —Su voz se eleva desde las profundidades del suelo—. Me van a poner una multa por culpa de ese inútil. No puedo permitirme otra multa, Ed.
 
—El coche ni siquiera lo vale.
 
—¿Qué?
 
Marv se vuelve raudamente hacia mí. Noto que se pone tenso. Se ofende. Si algo no soporta Marv es que hablen mal de su coche. Repite la pregunta.
 
—¿Qué has dicho, Ed?
 
—He dicho —susurro— que el coche ni siquiera lo vale, Marv.
 
—Oye, puedo tolerar muchas cosas, Ed, pero…
 
Desconecto porque, francamente, cuando Marv empieza a hablar de su coche es un auténtico coñazo. Se pone pesado como un niño y eso que acaba de cumplir veinte años.
 
Continúa con la cantinela un rato más hasta que me veo obligado a cortarle.
 
—Marv —señalo—, tu coche es una vergüenza, ¿vale? Ni siquiera tiene freno de mano. Lo tienes aparcado ahí fuera con dos ladrillos encajados en las ruedas traseras. —Trato de hablar lo más bajo posible—. La mitad de las veces ni te tomas la molestia de cerrarlo. Seguro que estás deseando que te lo birlen para cobrar el seguro.
 
—No está asegurado.
 
—Pues eso.
 
—La NRMA dijo que no valía la pena asegurarlo.
 
—Lógico.
 
En ese momento el hombre de la pistola se da la vuelta y brama:
 
—¿Quién está hablando?
 
Marv pasa de él. Está alterado por lo del coche.
 
—Nunca te quejas cuando te acompaño al trabajo, desgraciado advenedizo.
 
—¿Advenedizo? ¿Qué demonios quiere decir advenedizo?
 
—¡He dicho que a callar! —brama de nuevo el pistolero.
 
—¡Pues dese prisa! —grita Marv. No está para tonterías ahora. No lo está en absoluto.
 
Está tumbado boca abajo en el suelo del banco.
 
El banco está siendo atracado.
 
Hace mucho calor y solo estamos en primavera.
 
El aire acondicionado no funciona.
 
Acabo de insultar a su coche.
 
Marv está a punto de estallar, o de perder la cabeza. Sea como sea, tiene un cabreo de órdago.
 
Tendidos en la gastada y polvorienta moqueta azul del banco, Marv y yo nos miramos con ojos que echan chispas. Nuestro colega Ritchie está semioculto bajo la mesa del Lego, tumbado entre las piezas que se desparramaron cuando el pistolero irrumpió en el banco temblando y dando gritos y alaridos. Audrey está justo detrás de mí. Tiene un pie sobre mi pierna y se me está quedando dormida.
 
La pistola del atracador está apuntando hacia la nariz de una pobre muchacha apostada detrás del mostrador. Su placa dice «Misha». Pobre Misha. Está temblando casi tanto como el pistolero mientras espera a que un granujiento de veintinueve años con corbata y manchas de sudor en las axilas acabe de meter el dinero en la bolsa.
 
—Podría darse un poco de prisa —dice Marv.
 
—Eso ya lo he dicho yo —replico.
 
—¿Y? ¿No puedo hacer mis propios comentarios?
 
—Quita el pie —le digo a Audrey.
 
—¿Qué?
 
—Que apartes el pie. Se me está durmiendo la pierna.
 
Lo aparta. A regañadientes.
 
—Gracias.
 
El pistolero se vuelve y ladra su pregunta por última vez:
 
—¿Quién es el cabrón que está hablando?
 
El caso es que Marv es un tío problemático donde los haya. Buscabroncas. Poco afable. La clase de amigo con el que siempre te descubres discutiendo, sobre todo si el tema va de su cafetera Falcon. También es un capullo inmaduro cuando está de mala leche.
 
Grita en tono jocoso:
 
—Ed Kennedy, señor. ¡Ed está hablando!
 
—¡Muchas gracias! —mascullo.
 
(Mi nombre completo es Ed Kennedy. Tengo diecinueve años. Soy taxista menor de edad. Soy uno más de los muchos jóvenes que se ven en este pueblo próximo a la ciudad, sin demasiadas perspectivas ni posibilidades. Aparte de eso, leo más libros de los que debería, soy pésimo en la cama y un desastre haciendo la declaración de la renta. Encantado de conoceros.)
 
—¡Pues cierra el pico, Ed! —grita el pistolero. Marv sonríe con suficiencia—. ¡Si no quieres que te meta una bala en el culo!
 
Tengo la sensación de estar otra vez en el colegio con el sádico profesor de matemáticas ladrando órdenes desde un extremo del aula cuando, en realidad, la clase le importa un bledo y está deseando que suene el timbre para poder irse a casa, beberse una cerveza y seguir engordando delante de la tele.
 
Miro a Marv. Quiero matarle.
 
—Que ya tienes veinte años, por Dios. ¿Es que quieres que nos maten?
 
—¡Cierra el pico, Ed! —La voz del pistolero suena más fuerte esta vez.
 
Bajando el tono, susurro:
 
—Si me pega un tiro tú tendrás la culpa. Lo sabes, ¿verdad?
 
—¡He dicho que cierres el pico, Ed!
 
—Todo esto te hace mucha gracia, ¿eh, Marv?
 
—Se acabó. —El pistolero se olvida de la chica del mostrador y se acerca a grandes zancadas, harto de nosotros. Cuando llega todos levantamos la vista.
 
Marv.
 
Audrey.
 
Yo.
 
Y el resto de peleles desgraciados que cubren el suelo.
 
La punta de la pistola se posa en el caballete de mi nariz. Me produce picor. No me rasco.
 
El pistolero nos mira a Marv y a mí alternativamente. Tras la media que le cubre la cara puedo adivinar los mechones pelirrojos y las marcas de acné. Tiene los ojos pequeños y las orejas grandes. Lo más probable es que esté robando el banco como venganza contra el mundo por ganar tres años seguidos el premio al hombre más feo en las fiestas de su localidad.
 
—¿Quién de vosotros es Ed?
 
—Él —respondo, señalando a Marv.
 
—No me lo puedo creer —replica Marv, y por la expresión de su cara advierto que no está todo lo asustado que debería estar. Sabe que tanto él como yo ya estaríamos muertos si ese tipo fuera un pistolero de verdad. Mira al hombre de la media y dice—: Un momento… —Se rasca el mentón—. Tu cara me suena.
 
—Está bien —confieso—, en realidad yo soy Ed. —Pero el pistolero está demasiado absorto en lo que Marv va a decir.
 
—Marv —susurro en un tono elevado—, calla.
 
—Calla, Marv —dice Audrey.
 
—¡Calla, Marv! —vocifera Ritchie desde la otra punta de la sala.
 
—¿Quién carajo eres? —le grita el pistolero a Ritchie. Se vuelve para ver de dónde procede la voz.
 
—Soy Ritchie.
 
—¡Pues cierra el pico, Ritchie! ¡No empieces tú también!
 
—Tranquilo —responde la voz—. Y gracias. —Todos mis amigos se pasan de listillos. No me preguntéis por qué. Como muchas otras cosas, es así y punto.
 
El pistolero está empezando a echar humo. Parece que emane de su piel, que le atraviese la media.
 
—Estoy hasta las pelotas de todo esto —gruñe. La voz le abrasa los labios.
 
Pero eso no consigue silenciar a Marv.
 
—A lo mejor —continúa— hemos ido juntos al colegio.
 
—Quieres morir, ¿verdad? —suelta el pistolero sin dejar de echar humo.
 
—En realidad —explica Marv—, solo quiero que pagues la multa de aparcamiento de mi coche. Está estacionado fuera, en una zona azul de quince minutos, mientras tú me tienes secuestrado aquí dentro.
 
—¡Ya puedes decirlo! —Señala la pistola.
 
—No hay necesidad de ponerse agresivo.
 
«Es el fin de Marv —pienso—. El tipo va a dispararle un tiro en la garganta.»
 
El pistolero mira hacia las puertas de cristal del banco tratando de adivinar cuál es el coche de Marv.
 
—¿Cuál de ellos es? —pregunta, diría que hasta con cierta cortesía.
 
—El Falcon azul claro.
 
—¿Esa mierda? No echaría en ella una meada, y no digamos pagarle una multa.
 
—Un momento. —Ahora Marv está absolutamente ofendido—. Dado que estás atracando el banco, pagarme la multa es lo mínimo que puedes hacer, ¿no te parece?
 
El dinero está listo sobre el mostrador y Misha, la pobre chica, avisa al atracador. Este se vuelve y regresa a por él.
 
—Espabila, zorra —le ladra cuando se lo tiende. Imagino que ese es el tono obligado en un atraco. No hay duda de que ha visto las películas adecuadas. Al cabo de un rato lo tenemos de vuelta con el dinero en la mano.
 
—¡Tú! —me grita. Ahora que tiene el dinero se ha envalentonado. Se dispone a golpearme con la pistola cuando algo en la calle llama su atención.
 
Mira con detenimiento.
 
A través de las puertas de cristal del banco.
 
Una losa de sudor cae de su garganta.
 
Respira con dificultad.
 
Los pensamientos se arremolinan en su cabeza.
 
Y suelta:
 
—¡No!
 
La policía está fuera pero ignora por completo lo que está sucediendo en el banco. La noticia todavía no ha llegado a la calle. Están diciéndole a alguien en un Torana dorado que no puede aparcar en doble fila delante de la panadería del otro lado de la calle. El coche se aleja, y también los agentes, y el pistolero inútil se queda inmóvil, con la bolsa de dinero en la mano. Se ha quedado sin chófer.
 
Se le ocurre una idea.
 
Se vuelve de nuevo.
 
Hacia nosotros.
 
—Tú —le ordena a Marv—, dame las llaves de tu coche.
 
—¿Qué?
 
—Ya me has oído.
 
—Ese coche es una antigüedad.
 
—Es una cafetera, Marv —le ofendo—. ¡Ahora dale las llaves o te mataré con mis propias manos!
 
Con cara de pocos amigos, Marv hurga en su bolsillo y saca las llaves de su coche.
 
—Trátalo con cariño —suplica.
 
—Que te jodan —espeta el pistolero.
 
—¡Oye, eso ha estado de más! —aúlla Ritchie desde debajo de la mesa del Lego.
 
—¡Cierra el pico! —grita el pistolero antes de largarse.
 
Su único problema es que el coche de Marv tiene un cinco por ciento de probabilidades de arrancar a la primera.
 
El pistolero cruza las puertas del banco y echa a correr hacia la calzada. Da un traspiés y la pistola se le cae cerca de la entrada, pero decide continuar sin ella. En un segundo puedo ver el pánico en su rostro mientras decide si recuperarla o seguir. No hay tiempo, así que la deja donde está y sigue corriendo.
 
Cuando todos nos incorporamos sobre las rodillas para observarlo, ya está cerca del coche.
 
—No os lo perdáis. —Marv empieza a reír. Audrey, Marv y yo contemplamos la escena y Ritchie se une a nosotros.
 
El pistolero se detiene junto al coche e intenta adivinar qué llave lo abre. Su torpeza hace que todos rompamos a reír.
 
Finalmente consigue entrar. Gira la llave del contacto una y otra vez, pero el coche no responde.
 
Entonces…
 
Por alguna razón que nunca entenderé…
 
Salgo disparado del banco y recojo la pistola por el camino. Cuando cruzo la calle mi mirada y la del pistolero se encuentran. Intenta salir del coche, pero es demasiado tarde.
 
Estoy delante de la ventanilla del Ford.
 
Con la pistola apuntándole a los ojos.
 
Se detiene.
 
Los dos nos detenemos.
 
Intenta apearse para huir, y juro que no soy consciente de que estoy disparando la pistola hasta que he avanzado hacia él y oigo un estallido de cristales.
 
—¿Qué haces? —aúlla desesperadamente Marv desde el otro lado de la calle. Su mundo se está desmoronando—. ¡Estás disparando a mi coche!
 
Se oyen sirenas.
 
El pistolero cae de rodillas.
 
—Soy un auténtico imbécil —dice.
 
No puedo por menos que estar de acuerdo.
 
Bajo la mirada y me compadezco de él porque caigo en la cuenta de que probablemente estoy mirando al hombre con peor suerte del planeta. Para empezar, roba un banco con gente indeciblemente estúpida como Marv y yo dentro. Luego el coche con el que debe huir se esfuma. Y cuando se le ocurre que tiene otro vehículo del que echar mano, se trata del coche más patético del hemisferio sur. La verdad es que me da pena. Figúrate, tanta humillación.
 
Una vez que los agentes le ponen las esposas y se lo llevan, le digo a Marv:
 
—¿Lo ves ahora? —Continúo. Me envalentono. Elevo el tono de voz—. ¿Lo ves ahora? Esto solo demuestra lo patético que es —lo señalo— tu coche. —Hago una pausa para que lo medite—. Si el estado de tu coche fuera mínimamente aceptable, a estas alturas ese tío ya habría huido, ¿no crees?
 
Marv lo admite.
 
—Supongo que sí.
 
Me asalta la sospecha de que habría preferido que el atracador se hubiera salido con la suya con tal de demostrar que su coche no es tan patético.
 
Hay cristales en el suelo y en los asientos. Intento decidir qué está más destrozada, si la ventanilla o la cara de Marv.
 
—Oye —le digo—, siento lo de la ventanilla, ¿vale?
 
—Olvídalo.
 
Noto la pistola caliente y pegajosa como el chocolate deshecho en mi mano.

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