Durante varios días los restos del ejérci¬to derrotado habían cruzado la ciudad. No era tropa: eran hordas desbandadas. Los hombres tenían la barba larga y sucia, uniformes en harapos, y avanzaban con paso blando, sin bandera, sin regimiento. Todos parecían abrumados, exte-nuados, incapaces de un pensamiento o de una resolución. Caminaban únicamente por costumbre y caían de fatiga en cuanto se detenían. Sobre todo, los movilizados, gente pacífica, rentistas tranqui¬los, se doblaban bajo el peso del fusil; pequeños voluntarios alertas, fáciles para el espanto y rápidos para el entusiasmo, prontos al ataque como a la huida. Luego, en medio de ellos, algunos pantalones rojos, despojos de una división diezmada en una gran batalla, artilleros sombríos alineados con esos infantes diversos; y a veces, el casco brillante de un dragón de pie lerdo que seguía con dificultad la marcha más liviana de los infantes.