A que venimos? A triunfar!: Como encontre mi voz entre la esperanza, la fuerza y la determinacion

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Overview

En ¿A qué venimos? ¡A triunfar!: Cómo encontré mi voz entre la esperanza, la fuerza y la determinación el ícono de la radio Eddie «Piolín» Sotelo se sincera por primera vez sobre sus orígenes humildes y sobre el largo y duro camino que lo llevó a encontrar sus metas en la vida y a alcanzar el éxito. Con base en sus fuertes valores familiares y en su inquebrantable ética de trabajo, Piolín cuenta una historia muy personal y poderosa: cómo un ex inmigrante indocumentado se abrió camino hasta convertirse en la voz de una generación y en un símbolo de esperanza. A través de narraciones reales, íntimas y cautivantes, Piolín comparte una inspiración profunda, sabiduría y consejos para sus innumerables seguidores y radioescuchas, quienes están buscando su propio camino hacia el éxito y la felicidad.

CONTIENE FOTOGRAFÍAS


Product Details

ISBN-13: 9780451472755
Publisher: Penguin Publishing Group
Publication date: 03/03/2015
Pages: 288
Product dimensions: 5.90(w) x 9.00(h) x 0.70(d)
Language: Spanish
Age Range: 18 Years

About the Author


Eddie “Piolín” Sotelo is the #1 Spanish radio show personality, earning top honors from the National Association of Broadcasters and the Radio Hall of Fame. He has established himself as one of the most influential Hispanics and an advocate and voice for millions of listeners.

Read an Excerpt

ÍNDICE

A todas las personas que se levantan cada mañana para salir adelante sin importar los obstáculos que estén enfrentando. Mantengan siempre la fe y la esperanza.

A Edward y Daniel, mis hijos y mayores alegrías.

A María, la luz que me ilumina.

PRÓLOGO

En la historia de este mundo hay personas que sobresalen porque su misión es venir a inspirar y tocar la vida de muchos. Son seres humanos que no esperan que la vida los lleve por un camino incierto: ellos mismos forjan su destino con mucho esfuerzo y perseverancia.

Uno de ellos es mi amigo «Piolín». Nacido Eduardo Sotelo, en Ocotlán, Jalisco, México, desde muy joven toma la dura decisión de dejar atrás a su familia y amigos y de forjar un nuevo destino viajando a Estados Unidos. Igual que muchos de nuestros hermanos inmigrantes, Piolín trabaja muy duro al llegar a este país y, al mismo tiempo, continúa sus estudios para poder completar su educación preparatoria, o de high school. Con todas las ganas de salir adelante, desempeñó muchos oficios. Entre ellos, uno de sus favoritos era el de maestro de ceremonias animando fiestas de quinceañeras. Es ahí donde descubre su gran pasión por la locución y decide perseguir ese sueño. Cultivando su talento, empieza en la locución desde abajo como locutor de noticias en una emisora de frecuencia AM. Poco a poco escala en su género trabajando en muchas emisoras. Su gran talento y dedicación lo llevan a alcanzar la posición más anhelada para un locutor de radio: tener su propio show de la mañana en uno de los mercados más codiciados entre las emisoras en español, el gran mercado de la Costa Oeste de Estados Unidos. Gracias a su popularidad y a la numerosa audiencia de su programa, logra que este sea distribuido en más de sesenta estaciones de costa a costa en la unión americana. Es un gran momento en su carrera.

Pero más allá del éxito, lo que me impresionó de Piolín es que decidió utilizar su voz en la radio y su poder de convocatoria para apoyar a los inmigrantes. Se convirtió en el defensor de los latinos, lucha día a día exponiendo las injusticias que sufren los inmigrantes y abogando junto a personalidades y políticos para crear conciencia y generar un cambio. Así, él pasa a ser no solamente un ciudadano de origen mexicano sino un representante de toda la comunidad hispana y un ejemplo de que los inmigrantes venimos a hacer contribuciones positivas a este país. En su trayectoria cabe mencionar que, además de entrevistar en su programa a grandes personalidades del medio artístico, también tuvo como invitados al presidente Barack Obama y luego a la primera dama Michelle Obama. Estas dos visitas afianzan el nivel de importancia que tiene Piolín como líder de nuestra comunidad. La reforma migratoria tal vez esté muy lejana pero cuenta con personalidades como Piolín, que saben llegar al corazón del pueblo no solamente con mensajes políticos y promesas, sino también con un buen humor que alivia la vida dura de los inmigrantes que luchan diariamente para salir adelante en este país.

Yo, que he tenido la oportunidad de conocer mejor a Eddie «Piolín» Sotelo, puedo asegurar que es una persona con fe en su corazón. Esa paz interior es la que lo ayuda a seguir adelante a pesar de los cambios en el camino que le presenta la vida. Él, con su gran humor, sabe cómo encontrar el lado positivo de cada situación. Sólo queda desearle a mi amigo lo mejor en esta nueva etapa de autor y que a través de este libro puedan ustedes, su público, conocer más sobre su trayectoria. Con historias de superación como la de Piolín es como se podrá ganar la batalla de la inmigración y, al mismo tiempo, dar un ejemplo positivo a una nueva generación de inmigrantes alrededor del mundo.

Con mucho cariño, EMILIO ESTEFAN

INTRODUCCIÓN

Cuando miro hacia atrás y veo el camino que he recorrido, no dejo de sorprenderme al recordar los lugares por los que he pasado, los obstáculos que he tenido que superar y las muchas alegrías que Dios me ha dado. Pero lo más importante que me han dejado las experiencias es lo que he aprendido. Es justo eso lo que quiero compartir con ustedes en este libro y lo que hizo que me decidiera a escribirlo.

Las lecciones que he aprendido en la vida me han ayudado a tener claros los valores que me guían: mi fe en Dios, el ejercicio, la solidaridad con los demás, la educación y la lucha incansable por alcanzar mis sueños. Todos ellos me guían cada día al despertarme y en ellos pienso cuando tomo alguna decisión.

De mi familia aprendí el valor de la solidaridad y del ejercicio. También, a través de ella, de nuestra convivencia diaria y de saber lo triste que fue que estuviéramos separados por algún tiempo, cuando mi papá y mi hermano mayor decidieron venir a Estados Unidos—y después, cuando yo mismo los seguí y dejé atrás a mi mamá y a mi hermano más pequeño—, entendí lo importante que es la familia en la vida de cada uno de nosotros.

Mi fe siempre estuvo presente en mí. Pero fue sólo a través de las experiencias más duras, las que viví en este país, que pude entender el inmenso amor de Dios y pude sentir su presencia constante. Así, poco a poco me fui acercando cada vez más a Él y aceptándolo en lo más profundo de mi corazón. Y es gracias a Dios, a los valores que aprendí de mi familia y al amor incondicional y sincero de mi esposa María que ahora tengo una familia propia que llena mis días y que me hace querer ser mejor cada vez.

Las primeras experiencias que viví en Estados Unidos no sólo me hicieron más fuerte y me impulsaron a perseguir mis sueños con más intensidad, sino que también me enseñaron lo importante que es contar con la información necesaria para no ser engañado, la enorme dificultad en la que se encuentra la mayoría de los inmigrantes de este país y lo importante que es mantenernos firmes para que su situación mejore. Se trata de personas con muchos deseos de salir adelante, que todos los días contribuyen a través de su trabajo duro a la grandeza de Estados Unidos.

Los momentos llenos de angustia y preocupación que viví cuando casi fui deportado, después de haber trabajado usando papeles falsos, me hizo ver lo importante que era que compartiera con los demás lo que me había pasado: quería que aprendieran algo de ello y que pudieran evitarse los mismos problemas por los que pasé. Fue por eso que desde que mi situación se resolvió y pude volver a mi programa en la radio, comencé a compartir lo que había vivido y a invitar a expertos en temas de inmigración.

Esas mismas ganas de compartir esta experiencia fueron las que me hicieron querer escribir un libro. Durante varios años estuve pensando en ello, impulsado por radioescuchas, por algunos amigos y por familiares, pero no había encontrado el tiempo ni sabía por dónde comenzar, hasta que en 2013 finalmente decidí que debía hacerlo, que debía enfrentar ese nuevo reto y recordar mi historia, escribirla, seguir compartiéndola.

El resultado es este libro que tienen en sus manos. Espero que a través de sus páginas encuentren inspiración para seguir adelante, para encontrar las respuestas que necesitan y para nunca, nunca, darse por vencidos.

CAPÍTULO 1

Por más que corrí no alcancé a tomar el autobús. El día había sido duro, como casi todos los días desde que empecé, pero normalmente no solía perder el autobús para llegar al trabajo en el estudio fotográfico, uno de los varios trabajos que hacía. Quizá, si no hubiera gastado esos minutos extra platicando con mis amigos, diciéndoles que ya me tenía que ir y no podía seguir hablando del entrenamiento de futbol que acabábamos de terminar, lo habría alcanzado.

«No marches, lo perdí», fue lo primero que pensé cuando vi al autobús alejarse. Tendría que esperar un largo rato para tomar el siguiente, por lo que decidí que lo mejor era irme corriendo al trabajo en el laboratorio de fotografía que quedaba en la calle Main, en Santa Ana, no demasiado lejos de donde me encontraba. Así llegaría más rápido que si me quedaba esperando. Llovía, pero no me importó, era mejor llegar lo antes posible. Pero por más que corrí, llegué como media hora tarde al trabajo. Había calculado mal la distancia y lo peor de todo era que estaba empapado.

¡Mi papá iba a estar enojadísimo! Él trabajaba conmigo en el laboratorio por lo que, para que no se dieran cuenta de mi retraso, entré por la puerta posterior y me metí al cuarto oscuro sin que nadie me viera. O eso pensé. Al momento de haber entrado oí que alguien tocaba a la puerta con fuerza. No podía ser nadie más que mi papá. Era casi inevitable abrir la puerta del cuarto oscuro sin que hiciera ruido porque por detrás tenía unas persianas. Por supuesto, yo había hecho todo lo posible por hacer el movimiento con el mayor silencio, pero obviamente no había tenido mucho éxito.

—¿Qué pasó, jefe?—pregunté.

—A ver, sal—me respondió de inmediato. Se oía muy molesto.

Entonces con muy pocas ganas, salí.

—¿A qué hora llegaste?

—No... pues ya tengo buen rato.

—No. No tienes—me respondió muy serio y entonces comenzó a gritar—: ¿Sabes qué?—me dijo—. De tantas cosas que estás haciendo, ¡no vas a hacer ni madres en la vida!

—¿Qué me dijiste?—le pregunté desconcertado.

—¡De tantas cosas que estás haciendo, no vas a hacer ni madres en el vida!—me repitió.

Estaba tan enojado que parecía que me iba a golpear. No lo hizo, pero sus palabras me dolieron tanto que habría preferido que me golpeara.

Era cierto que en ese entonces hacía muchísimas cosas al mismo tiempo, una infinidad de trabajos que me acaparaban todas las horas del día. Pero de lo que mi papá no se daba cuenta, o no quiso reconocer en ese momento, era que yo estaba tratando de buscar algo, un camino, la mejor manera de ayudar a la familia. Incluso el fin de semana lo usaba para seguir trabajando y mi única diversión era ir los sábados a la lavandería. Ahí también me fijaba en los letreros que dejaban de ofertas de trabajo y me hacía amigos con la idea de que me dieran trabajo. Por esa época tendría como diecisiete años y lo único que estaba buscando era la manera de salir adelante. Mi papá lo sabía perfectamente, y simplemente no podía creer lo que me estaba diciendo.

—¿Sabes qué?—le grité, aunque en realidad quería aventarlo, golpearlo, por el dolor que me estaba causando—, voy a hacer que esas palabras ¡te las tragues! ¡Yo voy a ser alguien en la vida!

Se me empezaron a escurrir las lágrimas mientras se lo decía; entonces, como no quería que me viera, me di la vuelta y me metí de nuevo al cuarto oscuro. Cerré la puerta y ahí sí me solté a llorar a moco tendido. Me recosté en el suelo y apagué la luz. «Qué gacho lo que me dijo», pensaba una y otra vez. «Hijo de su madre, a lo mejor sí es cierto, no voy a ser ni madres en la vida», me dije cuando estuve un poco más tranquilo. Pero luego me di cuenta de que eso no era cierto. Por más que en ese momento estuviera haciendo mil cosas que no parecían ir a ningún lado, en lo más profundo de mi corazón yo sabía que yo sí lograría muchas cosas en la vida, incluso más de las que mi papá, o yo, podía imaginar. No lo puedo explicar, pero en ese momento tuve esa claridad y esa convicción. Entonces me sequé las lágrimas, abrí la puerta y me dirigí hacia mi papá.

—Perdóname por haberte gritado—le dije—, pero quiero hablar contigo...

No alcancé a decir nada porque lo abracé y empezamos a llorar.

—Perdóname, pero el autobús se fue—le expliqué.

—Sí, perdóname a mi también hijo—me contestó—, pero tenemos mucho trabajo. El dueño me reclama porque no alcanzo a hacer todo...

Entonces, nos pusimos a trabajar de inmediato. Había que entregar unas ampliaciones de fotografías y no había tiempo que perder.

Mi padre se había enojado por la presión que él también estaba sintiendo de hacer el trabajo bien y sacar adelante a la familia. Aunque en su momento sus palabras me dolieron mucho, siempre le estaré agradecido por lo que me dijo ese día en el cuarto oscuro, porque desde ese momento supe que le iba a echar muchas más ganas a lo que estaba haciendo para ser alguien en la vida. «De esta frase me voy a acordar todos los días de mi vida», me dije. Estaba convencido de ello. Lo que me dijo mi papá había dejado de ser negativo para convertirse en algo positivo para siempre. Me impulsó a ser mejor cada día. Todavía hoy lo recuerdo y me sigue dando fuerzas.

Cada vez que me enfrento a un momento difícil, cada vez que siento miedo o inseguridad ante un reto nuevo o desconocido, me acuerdo de lo que me dijo mi papá ese día y vuelvo a encontrar la convicción y las ganas que me han permitido llegar hasta donde estoy hoy.

No importa cuántos obstáculos y cuántas dificultades haya encontrado en la vida—y no han sido pocos—, este convencimiento de que debo salir adelante me ha ayudado a encontrar la sabiduría para poder superarlos. Al fin y al cabo, de eso se trata la vida, de una serie de obstáculos que debemos superar, de los que debemos aprender y que nos dan la oportunidad de ser mejores cada día.

A eso vine a este país, a este mundo. O mejor dicho, a eso vinimos todos a este mundo: ¡a triunfar!

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 2

Cuando éramos pequeños, mi hermano Jorge y yo jugábamos mucho juntos, éramos buenos amigos y teníamos una imaginación muy grande. A veces, tomábamos palitos de paleta y pretendíamos que eran aviones.

—¡Ay!, queremos ir a Estados Unidos—decíamos.

En ese entonces, para nosotros Estados Unidos era el lugar del que la gente regresaba con tenis nuevos que nosotros nunca antes habíamos visto. Nos imaginábamos que en Estados Unidos uno podía comprar lo que quisiera porque había de todo y todos los que vivían ahí tenían dinero para comprar lo que fuera.

Y desde el patio mirábamos los aviones que pasaban por el cielo. Y nos preguntábamos: «¿Nosotros cuándo podremos ir a Estados Unidos?».

•   •   •

La casa donde nací era rentada. En ella vivíamos mis papás, mi hermano mayor y yo. Estaba hecha de ladrillo, era muy sencilla y se ubicaba en Riveras de Sula, un barrio humilde cerca de Ocotlán en el estado de Jalisco, México. Para ir a la escuela teníamos que caminar por la carretera, en donde normalmente había más gente que carros, pero los pocos que pasaban levantaban tanto polvo del camino que yo pensaba: «Mmmm, para qué se baña uno si termina lleno de tierra».

Nuestra casa era de adobe, con techo de teja, muy parecida a las otras casas del barrio. No muy lejos de ella había un bosque de eucaliptos, un asilo de ancianos y una ladrillera, y por fuera pasaban muchos perros callejeros y caballos, que eran usados para repartir la leche en unos tarros enormes de metal. Por la calle de afuera de mi casa también pasaban muchos autobuses de transporte público que echaban un humaderal que nos fumigaba a todos y levantaban una polvadera que... ¡hijo de su madre!, no había manera de impedir que se metiera por todos lados. Pero de todas maneras, mi mamá se la pasaba tratando de limpiar y me acuerdo que yo le decía:

—¿Pa’ qué limpias tanto si entra un polvaderón?... Ni siquiera sirve que nos digas que cerremos la puerta, porque de todos modos entra.

No muy lejos de la casa había unas canchas de tierra para jugar futbol a las que a veces iba con mis amigos, y a no mucha distancia—cerca del lago de Chapala—quedaba un vecindario en el que vivían muchos pescadores y al que le decían Cantarranas porque quedaba detrás de un río del que salían ranas que se la pasaban cantando toda la noche. Ese mismo río pasaba detrás de mi casa, y como las calles del vecindario no estaban pavimentadas, cada vez que llovía, mi casa se inundaba. Muchas de las tormentas caían en la noche y, no sé si es que estaba acostumbrado o que tengo un sueño pesado, pero recuerdo que en ocasiones me daba cuenta de que había llovido en la noche sólo al despertar. No necesitaba mirar hacia afuera o salir a la calle para comprobarlo porque podía ver que el agua estaba a ras de la cama.

Ahora que lo pienso, ¡no sé cómo no nos ahogamos mientras dormíamos! Pero en aquella época nunca me pareció que fuera un problema. Por el contrario, que lloviera era muy divertido porque cada que se inundaba el barrio, Jorge y yo nos metíamos al agua para jugar con los demás niños de la cuadra. La pasábamos a todo dar aventándonos agua, sumergiéndonos en ella y llenándonos de lodo. El hecho de que la calle no estuviera pavimentada no era un gran problema para nosotros porque sabíamos cómo aprovechar sus ventajas. Además, éramos niños. Y éramos felices.

A veces, cuando mi papá nos veía jugando en los charcos de las calles, nos decía:

—Cuando tengamos dinero, los voy a llevar a una piscina perrona.

Si en aquel entonces alguien me hubiera dicho todo lo que haría años después, me habría reído a carcajadas. ¿Yo, un niño pobre de Ocotlán conduciré un programa de radio que tiene radioescuchas en muchas partes del mundo? ¡Imposible!

Pero nada lo es.

•   •   •

Como es el caso de la gran mayoría de inmigrantes a este país, nací en una familia más bien humilde que nunca contó con demasiados recursos, pero sí con una fuerte ética de trabajo y un gran espíritu familiar. Mi papá trabajaba como obrero en Celanese Mexicana, una fábrica de textiles que tenía tiempo de haberse establecido en la ciudad, mientras que mi mamá se hacía cargo de la casa y de nosotros. La actitud de ambos hacia la vida me fue enseñando que hay que esforzarse para salir adelante, que no hay que tenerle miedo a los retos ni a los problemas.

La casa en la que vivíamos tenía un patio trasero donde a mis papás les gustaba tener plantas y árboles. Todavía tengo una foto en la que aparezco con una prima sentado en el patio.

Cuando enseño a mis hijos esa fotografía, me preguntan:

—Papá ¿por qué traías tus zapatos todos raspados?

—Pues porque no teníamos para más—les respondo. A ellos les da un poco de risa porque, a pesar de los zapatos gastados, me ven muy feliz en esa fotografía.

Y claro que era muy feliz porque para serlo no se necesita tener zapatos nuevos o mucho dinero.

Supongo que también mis zapatos se veían así porque fui el segundo hijo en nacer, lo que a veces no es tan bueno porque te pasan la ropa de tu hermano mayor. Esos zapatos, obviamente, habían pertenecido a mi hermano.

Recuerdo claramente que mi mamá, cada que se le hacía un agujero al pantalón de mi hermano, automáticamente me lo daba a mí. Lo parchaba con uno de esos parches calientes que se pegaban con la plancha.

—Yo no quiero ese pantalón viejo, mamá. ¿Por qué me lo das?—le preguntaba un poco desilusionado.

—Está bueno, póntelo—era su única respuesta.

Y entonces no me quedaba más remedio que andar por ahí con más parches que una llanta porque es que así era con todo: me pasaba las camisas, los zapatos y, ya que estaba en eso, hasta los trancazos que años antes le habían tocado a mi hermano por primera vez. Gracias a la práctica, los que me tocaban eran más duros, y quizá por todo eso soy más resistente. ¡O por lo menos eso es lo que creo yo!

Siempre pensé que el día en que tuviera mis propios hijos no haría con ellos lo que me hicieron a mí de pasarme la ropa de mi hermano. Afortunadamente he podido cumplir con mi promesa... aunque quizá se deba a que entre mis dos hijos hay bastantes años de diferencia y pasar la ropa de uno a otro no tiene mucho sentido.

Cuando estábamos en la escuela primaria, mi hermano Jorge era muy estudioso. Siempre sacaba muy buenas notas, por lo que mis papás lo complacían mucho. Y como si no fuera suficiente, era además un muy buen jugador de futbol, y en la escuela todos lo respetaban. En aquella época yo también le tenía gran admiración a mi hermano mayor, todo lo que él hiciera yo lo quería hacer y siempre intentaba hacer cosas que le dieran gusto.

Pero todo eso cambió cuando entró a la preparatoria. Muy pronto comenzó a juntarse con malas amistades y empezó a tomar. Poco a poco empezó a olvidarse de los estudios e incluso del futbol, tanto que para el último año, se escapaba de clases para irse a emborrachar con sus amigos en una licorería que quedaba cerca de la escuela, y a veces en un billar. Un día mi papá lo vio en la carretera caminando, todo borracho, a la misma hora en que debía haber estado en clases... y ¡así le fue!, porque mi papá le puso una golpiza en la espalda para que aprendiera a comportarse. Pero de poco sirvió porque mi hermano siguió haciendo lo mismo y empezó a tener malas calificaciones. Para tratar de ocultarlo, se juntaba con sus amigos para sobornar a los maestros. Había uno al que le gustaba tomar tequila y entre todos, con el dinero que hacían trabajando o que sacaban de algún lado, le compraban las botellas. Pero ese truco no le duró mucho tiempo porque mi papá lo descubrió y, aunque lo volvió a castigar, ya era demasiado tarde: apenas pudo terminar la preparatoria en exámenes extraordinarios, es decir, en exámenes presentados durante las vacaciones o, lo que es lo mismo, una segunda oportunidad para no reprobar. Fue una verdadera lástima porque a pesar del gran talento que tenía para el futbol, mi hermano perdió la oportunidad de continuar una carrera futbolística que quizá lo habría llevado a jugar en Guadalajara para el equipo Atlas. Fue muy triste ver cómo el alcohol acabó con sus virtudes poco a poco.

A pesar de que yo era muy pequeño, me daba cuenta de todo lo que pasaba con mi hermano. Veía cómo sufrían mis papás. Y también, en esa misma época, vi al alcohol dañar a mi papá, quien durante mi infancia vivió una época en la que bebía en exceso. Con frecuencia, no llegaba en la noche a casa por estar tomando con mi abuelo materno. A pesar de que bebía demasiado y perdía la compostura, sé que siempre fue fiel a sus principios porque en algunas de esas borracheras mi abuelo le puso mujeres para ver si caía, pero mi papá siempre se mantuvo fiel.

Después de sus borracheras yo solía decirle que me causaba mucho dolor verlo así. Especialmente cuando mi mamá no lo dejaba entrar a la casa y él tenía que quedarse afuera a dormir. Y cuando llegaba muy borracho solía volverse muy agresivo, nos golpeaba más fuerte y eso me dolía bastante, no tanto en el cuerpo sino en el corazón. Qué quieren que les diga... era mi papá y lo quería mucho.

Cuando le decía que me dolía mucho verlo así, él me prometía que no volvería a tomar. Incluso lo juraba, sobre todo en Semana Santa. A veces lo lograba, pero a veces no y eso me hacía sentirme traicionado. Pienso que fue en ese momento en el que aprendí lo valioso que es cumplir las promesas que uno hace, porque cada vez que él me prometía algo yo sentía una tranquilidad y una paz en mi corazón de saber que todo iba a estar bien. Pero luego, cuando rompía su promesa, yo sentía un dolor muy profundo, mi mundo se desmoronaba.

Sé que el alcohol puede llegar a controlarte, y en ocasiones mi papá se escondía para seguir bebiendo. A veces me acercaba a él, le quitaba de la mano el vaso de lo que estuviera tomando y lo olía.

—¿Aquí tienes alcohol, papá? ¿Me estás mintiendo?

—No, mira, aquí está la soda a un ladito.

—No, papá, esto huele a alcohol.

A mi papá le daba mucha vergüenza, pero a veces se ponía agresivo y me golpeaba.

—¡Usted no se meta!—me decía.

Y yo pensaba: «Eso no es vida». No tenía sentido trabajar tanto para terminar echando en la tomadera todo el dinero ganado. En esas ocasiones, solía meterme al cuarto y jalarme los cabellos por la impotencia que sentía.

Con el tiempo, la afición por el alcohol de mi papá fue disminuyendo. El alcohol le provocaba unos dolores enormes de cabeza y un día se dijo: «Dios, no es posible que yo y mi familia suframos por gusto». Y, con convencimiento y disciplina, poco a poco fue dejando de tomar.

Aunque sólo tuviera siete años, ya había aprendido una lección muy grande: no tiene sentido desperdiciar tu vida en el alcohol. O en cualquier vicio. El dolor y la decepción que me causó el alcoholismo de mi papá y de mi hermano fue tan grande que desde muy chico supe que esa vida no era para mí, no le veía ningún beneficio. No podía entender por qué les gustaba tanto la bebida si luego se ponían agresivos y parecían estar siempre pasando un mal rato. Por eso, hasta la fecha, no tomo ni fumo. Hasta el día de hoy y gracias a la palabra de Dios y al ejercicio, he mantenido esa promesa conmigo mismo y con mi familia.

•   •   •

En el patio de la casa de mi infancia, recuerdo que había un limonero que significó algo especial para mí: la posibilidad de ayudar a mi familia. Cuando empecé a darme cuenta de las necesidades económicas que teníamos, me decidí a cortar los limones que daba y a ponerlos en bolsitas, de cinco en cinco, sobre una mesita que colocaba afuera de mi casa. Montaba mi puesto y vendía los limones a las personas que pasaban por ahí.

Las ventas no eran maravillosas, pero funcionaban. Con el tiempo comencé a pensar en ideas para incrementarlas, hasta que un día me dije: «¿Por qué no vendo también bolsas de hielo?». Y empecé a hacerlo: ponía en el congelador—uno de los pocos lujos con los que contábamos—bolsas con agua para que esta se hiciera hielo, las sacaba y las colocaba en la misma mesita en la que vendía los limones. Ahora tenía una oferta mayor, lo que podía atraer a más gente. Finalmente, mi mamá me sugirió:

—Ponle limón al hielo.

Y así fue como empecé a vender también bolsitas de hielo con sabor a limón. Aunque no me volví millonario, las ventas mejoraron un poco. Esa fue mi primera experiencia emprendiendo y la primera ocasión que tuve para ayudar económicamente a mis papás.

El interés en ayudar a mi familia lo aprendí de mis papás, de mis tíos y de mis abuelos. Tanto la familia de mi mamá como la de mi papá eran de gente muy trabajadora y esforzada, además de generosa. No importaba que su situación económica fuera muy adversa, ellos siempre salieron adelante trabajando mucho y nunca dudaban en ayudar a los demás cada que fuera necesario, especialmente si se trataba de otros familiares.

En la escuela a veces había amigos que contaban que sus papás se habían quedado sin trabajo y que la pasaban perdiendo el tiempo en casa. A mí eso me sacaba mucho de onda porque no podía entender cómo alguien podía perder el trabajo y simplemente quedarse cruzado de brazos. ¿Por qué no salían todas las mañanas a buscar uno nuevo? ¿O por qué no se inventaban uno?

Lo que sucedía era que yo estaba acostumbrado a ver lo contrario en mi familia. Todos los días veía a mis papás levantarse muy temprano para empezar el día. Mi mamá nos preparaba para ir a la escuela y mi papá se iba a trabajar, sin importar que estuviera lloviendo o que estuviera cansado o que las cosas no anduvieran bien en el trabajo. Siempre había sido así y él salía todos los días por la puerta con la convicción de que de alguna manera u otra, sus esfuerzos rendirían frutos.

Su primer trabajo lo tuvo a los nueve años de edad cuando, cada día antes de ir a la escuela, salía a la calle para vender gelatinas. Caminaba gritando simplemente: «¡Gelatinas! ¡Gelatinas!», y la gente que quería se le acercaba para comprarle una. Él aún era muy joven, pero eso no le impidió empezar a buscar maneras de ganarse la vida, y tiempo después trabajaría como fotógrafo en un estudio fotográfico de Ocotlán. Cuando ya no funcionó más el trabajo en Ocotlán, se mudó a otros lugares en México donde encontró estudios fotográficos que quisieran contratarlo. Es así que estuvo viviendo algunas temporadas en Tepatitlán, en la Ciudad de México y en Tijuana. Después, siendo aún joven, cruzaría la frontera en busca de nuevas oportunidades y así fue que llegó a Cupertino, California, donde trabajaba duramente en el campo, pizcando—como le decimos en algunas partes de México a cosechar—chabacanos y luego verduras.

Su plan inicial era quedarse ahí unos tres años para hacer dinero y poder casarse porque se había dado cuenta de que ganaba más dinero trabajando en el campo en Estados Unidos que como fotógrafo en México. Además, para aquel entonces, ya había conocido a quien sería mi mamá, se había enamorado de ella y eran novios. Ella seguía viviendo en Ocotlán y se comunicaba con mi papá por medio de cartas, como se usaba en ese entonces. El correo electrónico obviamente aún no se había inventado y las llamadas por teléfono eran impensables porque costaban una barbaridad de dinero, y uno necesitaba tener un teléfono en el lugar en el que viviera o pedirlo prestado a un vecino.

De todas maneras, la distancia y la lentitud de las comunicaciones no fueron un obstáculo para que mantuvieran el amor y la relación a larga distancia. Pero, como es normal, a mi mamá le habría gustado más tener a su amado cerca. No le gustaba que él tuviera planes de quedarse tanto tiempo en Estados Unidos y tampoco le importaba que fuera porque quería hacer más dinero antes de regresar a México. Ella lo único que quería era que ya no estuviera tan lejos, así es que un día dejó de escribir cartas para mi papá y él se puso nervioso. Él le siguió escribiendo durante un tiempo pero, al ver que pasaban las semanas y los meses sin recibir respuesta, supo que algo andaba mal y no tuvo que pensarlo mucho antes de tomar una decisión. Sabía muy bien cuál era su prioridad y regresó definitivamente a Ocotlán antes de lo planeado: quería evitar que alguien más ganara el corazón de mi mamá, o que ella simplemente perdiera el interés.

Desconozco cómo habrá sido su reencuentro o qué se habrán dicho cuando se vieron nuevamente, pero imagino que estuvo lleno de emoción y cariño. No por nada aún siguen juntos y han construido una familia que ha sobrevivido a pruebas duras a través de los años, y que me inspira para seguir adelante cuando se presentan problemas en mi vida.

Después de pedir la mano de mi mamá, su futuro suegro le preguntó a mi papá cuáles eran sus planes y él dijo:

—Don Bartolo—ese era el nombre de mi abuelo—, si no encuentro trabajo acá en Ocotlán, pues me voy a tener que ir a Tijuana o a hacerle la lucha allá en Estados Unidos.

Supongo que a mi abuelo no le habrá gustado para nada lo que mi papá le respondió porque un día después de ese encuentro le entregó un papel en el que se citaba a mi papá para que se presentara al día siguiente en Celanese Mexicana—una fábrica que ha estado instalada en Ocotlán desde hace muchos años y en la que se fabrica hilo para la ropa—. Mi abuelo Bartolo trabajaba como electricista en esa fábrica desde hacía tiempo y movió sus contactos para lograr que aceptaran entrevistar a mi papá para un trabajo. Cuando llegó a la entrevista, mi papá tuvo que hacer un examen de aptitudes y poco después lo contrataron. Fue así que mi Papá Tolo—así le decía cariñosamente a mi abuelo Bartolo—dio la mano de su hija a mi papá, y un trabajo para que pudieran salir adelante.

Mi abuelo quería mucho a su hija y la idea de que estuviera lejos de él no lo hacía nada feliz. Mi mamá era su hija consentida porque ella siempre fue la que estuvo más al pendiente de él y de mi abuela. Recuerdo en más de una ocasión haber pasado horas y horas en el hospital acompañando a mi mamá porque no importaba lo que estuviera sucediendo, si sus papás necesitaban de ella, quería estar con ellos.

Siendo obrero en Celanese, mi papá entró a formar parte del sindicato de trabajadores, donde ayudaba a la gente de menos recursos a conseguir una casa del Infonavit, el programa del gobierno mexicano que provee de vivienda a los trabajadores que la necesitan. A mí esto siempre me llamó la atención pues no entendía cómo mi papá podía estar ayudando tanto a otras personas cuando yo veía que nosotros también necesitábamos ayuda.

—Oye, papá, nosotros no tenemos casa y tú estás ayudando a otras personas a que la tengan—le dije en alguna ocasión. Yo en realidad no lo entendía, sobre todo cuando pensaba en las dificultades económicas de la familia y en el montón de agua que cada invierno entraba a nuestra casa. Las casas que construye el Infonavit ciertamente son pequeñas, pero me acuerdo de que eran casas con algunas comodidades, como un baño bien hecho, una cocina pequeña, una sala, calles pavimentadas...

—Sí, hijo—me respondió mi papá—, pero hay gente que tiene más necesidades que nosotros. Nosotros por lo menos tenemos dónde vivir, aunque paguemos una renta. Ellos no tienen dónde vivir.

Su explicación me hizo entender una verdad muy importante que sigue guiando mi vida y que años después llevaría a cabo cuando comencé a trabajar en la radio: hay que ayudar a la gente más necesitada. No importa lo que te falte a ti, siempre hay alguien que necesita tu ayuda. Siempre.

Esta forma de ver la vida no sólo la aprendí de mi padre, sino que la vi también en mis abuelos.

Cuando un vecino se enfermaba, tanto ellos como mi papá solían decirme:

—Hijo, hicimos chilaquiles. Lleva por favor un poco a la vecina, que está enferma.

Mi primera reacción era pensar: «Uy, voy a comer menos», pero nunca me negaba y hacía lo que me pedían. Yo estaba muy chico para comprender lo que hacían, pero poco a poco me di cuenta de lo que me estaban enseñando: a siempre compartir con los demás las bendiciones que Dios me ha dado. Eso repercutiría en todo el resto de mi vida y hasta el día de hoy es uno de los principios que guían mi existencia.

Cuando iba al mercado, Papá Tolo siempre compraba dos o tres jitomates de más, y de regreso a casa solía decirme:

—Órale, m’ijo, vaya a tocarle la puerta a la vecina.

O vecino, podía ser cualquiera. Yo no entendía por qué me lo pedía, pero ahora sé que él sabía que aquella persona no tenía trabajo o estaba enferma.

—Aquí le manda mi abuelo—decía yo cuando me abrían la puerta. La gente regularmente recibía lo que mi abuelo les mandaba con algo de sorpresa y siempre fueron muy agradecidos.

Mi abuelo no era generoso sólo con los vecinos o los amigos. Tengo muy grabada en la memoria una Navidad en particular: yo tenía alrededor de once años de edad y había deseado por meses recibir una sudadera de portero, pero no me llegó porque el Niño Dios simplemente no se acordó. O quizá tenía problemas con el presupuesto, no lo sé. Como quiera que haya sido, yo estaba muy triste y al siguiente día se lo platiqué a mi abuelo Bartolo, quien me escuchó con atención.

—Vente—me dijo—. Acompáñame, vamos a echarnos un jugo.

Normalmente, él me invitaba a tomar algún jugo después de haber hecho ejercicio, y esta vez había sido diferente porque no nos habíamos ejercitado, pero de todas maneras supuse que simplemente quería que bebiéramos algo juntos para seguir platicando.

El puesto de jugos al que nos gustaba ir quedaba en un tianguis que se ponía todos los sábados y los domingos. Dentro del tianguis, pasamos por un lugar en el que vendían ropa y que tenía una sudadera preciosa. Era de color azul con mangas naranjas, más o menos como las que utilizó años después Jorge Campos cuando fue portero de la Selección Mexicana de Futbol.

—Yo quería una como esa—dije. Entonces, mi abuelo se detuvo.

—A ver, bájela, por favor—le pidió al chico que se hacía cargo del puesto.

—Uy... yo quería una como esta—repetí. Se me iban los ojos.

Mi abuelo me pidió que me la probara. En realidad yo no estaba buscando que me la comprara, esa no era mi intención, sólo quería saber qué se sentía traerla puesta. No puedo mentir, se sentía bien aunque me quedaba apretada, y cuando me la quise quitar me dijo:

—No, quédatela, es tuya.

No sólo no me la quité en ese momento, sino que ¡no quise quitármela ni un solo día! Si me manchaba la manga con comida, le daba vuelta para que no se notara. Hasta dormía con la sudadera puesta.

No sé si cuando me invitó, él ya tenía la intención de comprarme la sudadera o si fue algo espontáneo. Lo que sí sé es que me hizo muy feliz y siempre le estaré agradecido por ese regalo inesperado.

Por el lado de mi papá, mis abuelos eran mucho más pobres. Recuerdo que en casa de ellos no había baño, sino una letrina en la parte trasera. Su casa era de adobe con tejabán—un techo cubierto de tejas—. La llave para entrar era antigua, de esas enormes, y la escondían justamente en el tejabán. Cuando salíamos de la escuela e íbamos a visitarlos, brincábamos para encontrar la llave. Al abrir la puerta te encontrabas con que la casa era sólo un cuarto, con piso de tierra. Me acuerdo de que mi abuela Cuca se la pasaba barriendo ese piso y echándole agua para que no se levantara la tierra. Al salir de ese cuartito estaba la cocina, que no tenía estufa de gas, sino de petróleo. La iluminación de la casa también venía de lámparas de petróleo porque no tenían electricidad. Mi papá fue quien un Día de las Madres le compró a mi abuela la primera estufa de gas que hubo en esa casa.

Detrás de la casa, en el patio, mi abuela tenía una pequeña milpa y nosotros la ayudábamos a regarla de vez en cuando. Ahí en la milpa estaba la letrina. Así es como uno iba al baño en el campo, con gallinas a los lados que cacareaban mientras estaba dentro y ayudaban a que me diera menos pena que se oyera cuando hacía del baño.

Cuando recuerdo cómo vivían mis abuelos y lo mucho que trabajaban para salir adelante, me doy cuenta de la gran dignidad con la que llevaban su forma de vida. Ellos siempre han sido una inspiración para mí, como lo es toda mi gente que cada día se levanta y, a pesar de lo dura que sea su realidad, hace un esfuerzo para salir adelante y alcanzar sus sueños.

Mi abuela Cuca hacía costuras y confeccionaba suéteres y bufandas. A veces, con trozos de la tela que producía Industrias Ocotlán, hacía tapetes que luego vendía. Ella no había estudiado corte y confección, sino que simplemente había aprendido a coser haciéndolo. Recuerdo que, como no veía bien, solía pedirnos que la ayudáramos a ensartar el hilo en la aguja. Y ahí nos tenías, intentando meter el hilo por el minúsculo agujero de la aguja hasta que lo lográbamos.

Mi abuelo Chuy rentaba una parcela para cultivarla. A pesar de su pobreza y de lo duro que es el trabajo en el campo, él solía darme su comida cuando me veía que tenía hambre. Era tan generoso como mi abuelo Bartolo.

Ir a casa de los papás de mi papá me hacía muy feliz porque siempre fueron muy buenos conmigo y también me enseñaron el valor del trabajo esforzado.

•   •   •

Estoy convencido de que la educación es muy importante y de que es clave para hacernos mejores personas. Pero, pues a mí eso de estudiar no se me daba muy bien cuando era niño, era simplemente un mal estudiante. Ya mencioné que desde pequeño me interesó trabajar, pero en la escuela no era el mejor alumno porque hablaba demasiado en clases y a cada rato me castigaban y mandaban llamar a mis papás. Supongo que en verdad debo haber desesperado a mis maestros porque un día una maestra me dio un reglazo en el brazo, justo en el conejo—al que también le dicen bíceps—con la vara de un árbol, que me dolió mucho, muchísimo y que me dejó una cicatriz que todavía tengo. En esa ocasión, mi mamá fue a hablar con la maestra porque, aunque solían apoyar a la escuela en mi educación y estar de acuerdo en que me reprimieran si hacía algo malo, esta vez estuvo sorprendida por lo que pasó porque parecía que la maestra había ido demasiado lejos. Cuando mi mamá le pidió una explicación de lo que había sucedido, la maestra le dijo:

—Es que no se calla.

Pero, ¿qué querían que hiciera?, me gustaba mucho ver a los otros niños riendo y haciendo gestos por lo que yo les decía. Es más, es algo que me sigue gustando mucho y es por eso que en mis programas de radio siempre me la paso haciendo bromas. Me encanta oír a la gente cuando se ríe.

Tiempo después, supongo que desesperada de nuevo, esa misma maestra me dio otro golpe con otra vara, con tan buena puntería que me dio justo en la espalda y me dejó con problemas para caminar por varios días. Hoy en día lo pienso y me parece brutal, pero así eran las cosas en ese entonces. Y a final de cuentas, sus métodos de «la letra con sangre entra» no dieron resultado porque hasta la fecha sigo siendo muy platicador. Y pienso «¡Menos mal!».

Supongo que eso de hablar con la gente es otra cosa que aprendí de mi papá, quien también era muy platicador y con todo mundo solía hacer amistad. Y aunque yo hacía lo mismo que él, pero en clases, me resultaba enfadoso cuando lo hacía mi papá, tanto que de hecho, no me gustaba caminar a su lado.

—No, ¡yo con mi papá no quiero ir al mercado! Se atora con cualquier persona y empieza a hablar—me quejaba cuando él o mi mamá me pedían que lo acompañara. Y es que a veces cambiaba todos sus planes por ir a ayudar a alguien, llevándome consigo.

Creo que ahora me pasa lo mismo con mis hijos porque a veces ellos también dicen que no quieren ir conmigo porque me detengo a hablar con todo mundo. Bueno, me ha pasado hasta con mi papá. Hace poco, una vez que fui a Ocotlán de visita, íbamos de camino a la casa en el carro de uno de mis tíos y yo me detuve varias veces para saludar a personas que conocía, la última fuera de la escuela Valentín Gómez Farías, a la que iba de niño.

—¿Sabes qué?—me dijo—, ai’ te dejo el carro, luego nos vemos.—Se bajó y se fue caminando.

«¡Zaz!—pensé—. Si cansé a mi papá con tanta saludadera, y él me cansaba a mí de niño, supongo que ya lo superé».

En fin, cuando de la escuela se trataba, las únicas letras que me entraban eran las que mi mamá me hacía de sopa. Y en verdad que yo buscaba la manera de que me fuera bien en la escuela, pero no lo lograba. En las tardes, cuando tenía que estudiar, me concentraba en las tareas, en hacerlas bien y en entender lo que debía hacer. Me sentaba frente a mi cuaderno pensando y tratando de hacer los ejercicios que los maestros nos habían pedido que hiciéramos, pero algo dentro de mi cabeza impedía que me salieran bien. Era como si los dos, mi cerebro y las tareas, estuvieran peleados y no se hablaran. Pero hacía un esfuerzo, eso me consta.

Como quiera que sea, debo decir que no todos los maestros me regañaban o me pegaban. Por ejemplo, una maestra de nombre Blanca y a quien recuerdo con cariño, siempre trató de ayudarme, me tenía mucha paciencia y me explicaba con calma. A maestras como ella y como los que se quedaban a veces horas extra en la escuela para tratar de enseñarme, siempre les estaré agradecido porque gracias a ellos aprendí mejor las materias que se me hacían más difíciles, sobre todo Matemáticas, que era la materia con la que más dificultades tenía. Bueno, de hecho tenía dificultades con casi todas las materias, y quizá la única que realmente me gustaba era Educación Física... y el recreo. En las dos podía correr y hacer ejercicio, divertirme y pasarla bien con mis compañeros.

Y eso sí, me encantaba meterme en todo lo que organizaran en la escuela. Participaba en los ballets folclóricos, cantaba, hacía mímica, teatro y cualquier cosa que me propusieran. Quizá era algo que había aprendido de mi papá porque a él también le gustaba mucho el teatro y solía participar en las representaciones de la iglesia en Semana Santa o en Navidad. Ahora, cuando me paro frente al micrófono o frente a un grupo de gente en un evento o en alguna de las marchas que hemos organizado, me doy cuenta de lo útil que me fue haber participado en todos esos festivales: perdí parte del pánico escénico que le suele dar a mucha gente. Y es que, aunque muchos no lo saben, en realidad soy muy tímido, pero disfruto mucho hablar en público.

Tengo muy grabado en la memoria que a la hora del almuerzo, en la escuela comprábamos una tostada embarrada con salsa picante roja de botella. Y durante el recreo, como no tenía dinero, lo único a lo que podía aspirar era a unas galletitas saladas con jitomate y cebolla. Los demás niños, en especial aquellos que tenían dinero, las comían con atún. Se veían más ricas que las mías, pero en el fondo no me importaba mucho. Y, como nuestros recursos eran muy escasos, en la escuela nos daban gratis todos los días tarros de leche para que desayunáramos. Ahora, cuando veo los almuerzos que dan a mis hijos en la escuela, pienso en lo diferentes que son de lo que solía comer yo cuando tenía su edad. Parece ser que se trata de un tiempo muy lejano al de ahora. Sé que a muchos de nosotros, inmigrantes de primera generación, nos sucede algo similar cuando recordamos cómo eran las cosas en nuestros países de origen. Los juegos que jugábamos muchas veces son diferentes, las escuelas suelen ser más grandes y más avanzadas y la comida tiene un sabor distinto.

A la hora del recreo, como a todos los niños, me gustaba jugar. En especial futbol y capirucho, un juego en el que hacías un hoyo en la tierra y encima de él colocabas un palo pequeño que tenías que levantar con un palo más grande. También nos gustaban los quemados, en el que poníamos cinco hoyos en la pared y lanzábamos una pelotita para ver a qué hoyo llegaba. Si la pelotita llegaba al hoyo que correspondía a un amigo, este tenía que agarrarla y tirarla contra nosotros.

El futbol no sólo lo jugaba a la hora del recreo sino que también organizaba partidos con mis amigos o con mi familia cuando salía de clases o los fines de semana. Ahora, para los niños, hacer esto es más complicado porque las calles se han vuelto más transitadas, pero en aquel entonces en Ocotlán era lo normal, y mis amigos y yo nos reuníamos después de la escuela para seguir jugando en algún lote vacío cerca de la escuela o de la casa, y nos poníamos a limpiarlo de maleza y basura. Usábamos ramas de árboles para montar las porterías y, si había algún vecino construyendo, le ofrecíamos ayuda para descargar la arena de los camiones de materiales a cambio de que nos regalara un poco de cal para pintar la cancha. Tomaba mucho tiempo y esfuerzo hacer todo esto, pero al terminar no nos sentíamos cansados, sino animados y orgullosos de lo que habíamos hecho. Pero, sobre todo, nos poníamos a jugar de inmediato porque eso es lo que habíamos ido a hacer, ¡y vaya que lo desquitábamos! Pasábamos horas tratando de meter goles y ganarle al equipo contrario.

Al principio jugaba como portero, pero como hasta los perros eran más altos que yo, me puse mejor a jugar de medio porque me gustaba mucho correr e ir detrás de la pelota. Hoy en día siempre les digo a mis niños cuando juegan futbol que no se queden parados sin hacer nada, que siempre tienen que ir a buscar el balón.

Que jugara en la calle, aunque era común entre los niños en Ocotlán, no era muy del agrado de mi mamá porque, como buena madre, siempre se preocupaba mucho por nosotros y no quería que nos fuera a pasar algo. Nos obligaba a ponernos suéteres aunque estuviera haciendo calor. No hubo una sola ocasión en que saliera yo a la calle y no me dijera: «Te vas a enfermar, ¡ponte un suéter!».

De la misma manera, cuando íbamos de paseo al arroyo nos mandaba con hasta tres sándwiches por si nos daba hambre. Nosotros siempre renegábamos porque nos parecía demasiado, pero no había manera de discutir. Al final resultaba que siempre tenía razón porque terminábamos devorando todo lo que nos había dado, y ahora que tengo hijos y que debo velar porque estén bien, la entiendo mucho mejor. De hecho, a veces me doy cuenta de que hago las mismas cosas que ella cuando les digo que se pongan un suéter y ni siquiera está haciendo frío. Y María, mi esposa, hace lo mismo que hacía mi mamá cuando salimos de viaje o a alguna excursión: se lleva nueces, naranjas y granola por si les da hambre en el camino.

En aquel entonces no imaginaba cuánto extrañaría a mi mamá pocos años después, cuando tendría que dejarla.

•   •   •

Mientras escribo este libro y recuerdo mis años de infancia, los juegos con mis amigos, lo que veía que sucedía en casa y los ejemplos buenos y malos que me dieron mis familiares, me doy cuenta de lo mucho que significaron para mí y cuánto contribuyeron a que yo sea la persona que soy hoy en día. De mi familia aprendí a ser generoso con los demás y a trabajar de manera esforzada. También aprendí los males que causa el alcohol en una persona y por eso siempre he tratado de evitarlo. Los juegos con mis amigos y la manera en que «construíamos» nuestras canchas de futbol me ayudaron a ser ingenioso. En la escuela no sólo aprendí conocimientos básicos, sino que también me abrió la puerta a encontrar la energía interior para presentarme en público y me dio las primeras oportunidades de descubrir lo mucho que me gustaba hablar con la gente y hacerla reír.

CAPÍTULO 3

Una de las lecciones más difíciles que he aprendido me la dio una bicicleta.

Uno siempre imagina la realización de sus sueños como un momento maravilloso, de satisfacción y tranquilidad. Normalmente así es, al menos mientras uno imagina nuevos sueños y se pone otras metas.

Pero en esa ocasión en particular, la lección que aprendí me enseñó que no siempre es así. Y que tampoco es tan malo que no todo sea «miel sobre hojuelas».

Yo deseaba mucho tener una bici porque se me hacía bien suave ver a otros niños yendo a muchos lugares en sus bicicletas. Cuando terminábamos de jugar algún partido, algunos de mis amigos se subían a sus bicis y se iban. Me acuerdo que me parecía muy lujoso que un niño tuviera una bici—para un adulto era normal porque era su herramienta de trabajo o el transporte en el que llevaba a su familia entera—. El caso es que me obsesioné con la idea de tener una bici y me imaginaba paseando por todo Ocotlán yendo a jugar con mis amigos. Pero como mis papás no me podían comprar una, tenía que conformarme con seguir soñando.

Fue por esa misma época que mi papá logró comprar un terreno pequeño para construir una casa propia. El lugar quedaba al norte de Ocotlán, un poco más cerca de la ciudad. Yo tenía cerca de ocho años y recuerdo que mi tío Toño y mi tío Chuy—quien era maestro de albañil—nos ayudaron en la construcción. La casa que hicimos era de puro ladrillo, sin enjarres ni pintura y, al principio, el piso era como el de la casa de mis abuelos: de tierra. Más adelante, mi papá consiguió dinero para comprar un piso de material y lo instalamos, pero pasaría algún tiempo antes de que eso sucediera.

Más o menos por esa época en que se construyó la casa, quizá un poco antes, yo solía ir a trabajar al taller mecánico de un tío al que le decíamos de cariño «El Chanclazo», y pasaba toda la jornada ayudándole a arreglar carros y a mantener el orden; el trabajo de mecánico significa que uno debe estar en contacto con muchos objetos llenos de aceites y polvo acumulado, por lo que después de haber pasado horas ahí, llegaba a casa todo lleno de grasa.

—Con lo que paga tu tío, no alcanza ni para comprar el jabón—mi mamá solía decirme. Así de sucio llegaba.

Recuerdo que también mi hermano mayor trabajaba en el taller, pero mi tío prefería trabajar conmigo.

—Mejor mándame a Eddie—le decía mi tío a mi papá—, porque cuando me mandas a Jorge, nomás de verlo me da sueño.

Esto no le debe haber causado mucha gracia a mi hermano, pero así eran las cosas. Yo parecía tener un don para lo de la mecánica y mi hermano simplemente era muy flojo y se tardaba horas en hacer lo que le pedían. Si, por ejemplo, le pedían que buscara una herramienta había que esperarlo mucho rato y, a veces, cuando regresaba, decía que no la había encontrado. Saber que mi tío prefería trabajar conmigo me daba además un motivo para sentirme orgulloso de mí, de saber que al menos en algo era mejor que mi hermano mayor.

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