Yo Soy Durán: Mi Autobiografia

Yo Soy Durán: Mi Autobiografia

by Roberto Durán
Yo Soy Durán: Mi Autobiografia

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eBookSpanish-language Edition (Spanish-language Edition)

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Overview

Lo llamaban «Manos de Piedra» y fue uno de los mejores boxeadores de todos los tiempos. Ahora, por primera vez, Roberto Durán cuenta su increíble historia: desde las calles de Panamá a ser coronado como uno de los «cuatro reyes» junto con Hearns, Leonard y Hagler, a medida que fue abriéndose camino en la era dorada del boxeo.

Nacido en la pobreza extrema y casi incapaz de leer o escribir, muy pronto Durán se dio cuenta de que sus puños podían protegerlo en las calles y ayudarlo a poner comida en la mesa. Su reputación se estableció el día que, por una apuesta, derribó un caballo con un solo golpe. A los veintiún años ganó su primer título mundial contra Ken Buchanan en el Madison Square Garden. En ese momento nació la leyenda de Manos de Piedra, pero su momento más glorioso aún estaba por venir.

En 1980 Durán protagonizó una de las grandes sorpresas de la historia del boxeo al derrotar al previamente imbatible Sugar Ray Leonard. Pero mayor fama trajo mayores distracciones y el andar de fiesta constantemente tuvo su efecto antes de que las dos superestrellas se volvieran a encontrar. Esta vez, y por primera vez en su vida, enfrentó a la debacle de la revancha que entró a formar parte del folclore deportivo y la verdad detrás del momento en el que se le escuchó pronunciar dos palabras infames: «No más».

Las explosivas actuaciones de Durán fueron de la mano con su volatilidad fuera del ring. Pasó de vivir como la realeza a caer en bancarrota y, después de haber sido desestimado por el mundo del boxeo, tuvo un retorno sangriento y legendario que marcó el final de su carrera y le trajo por fin la redención tan anhelada. Vino de la nada y cambió el mundo. Yo soy Durán es la autobiografía de una de las leyendas más emblemáticas del boxeo.

Product Details

ISBN-13: 9780735215191
Publisher: Penguin Publishing Group
Publication date: 11/29/2016
Sold by: Penguin Group
Format: eBook
Pages: 320
File size: 21 MB
Note: This product may take a few minutes to download.
Language: Spanish

About the Author

Ampliamente reconocido como uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos, Roberto Durán ganó títulos mundiales en cuatros categorías de peso. Sus combates épicos con Sugar Ray Leonard y Thomas Hearns han pasado a la historia y su récord profesional de 103 victorias (70 por nocaut) en 119 combates lo pone en un grupo élite de boxeadores. Es un boxeador puro y duro y su estilo valiente y temerario le valió el sobrenombre de «Manos de Piedra».

Read an Excerpt

Uno

Peleador

Callejero

Soy un niño de la calle. Mis vecinos eran ladrones, putas y asesinos. Mi padre no andaba por ahí y nunca pasé más allá del tercer grado. Sigo sin leer o escribir mucho, pero sé lo que es la pobreza porque mi infancia fue un asco. Mierda.

Hoy en día sigo creyendo que los campeones de boxeo nunca surgen de vecindarios ricos. Vienen de los barrios, de las alcantarillas: es la ley de Dios. Dios escribió mi guión antes de que yo naciera. Todo lo que tenía que hacer era seguir el camino que Él fijó para mí. No era un camino fácil. A veces tuve que dormir en la calle con un periódico por manta. Que hiciera buen tiempo, mal tiempo; no importaba que estuviera lloviendo o haciendo un calor infernal. Mi mánager, Carlos Eleta, alguna vez afirmó que yo era un gitano: 

—Le gusta ser libre —dijo. Está bien, un gitano, pero sobreviví.

Cuando eres un pelao —el apodo que dan a los niños de la calle en Panamá—, no piensas en lo que tienes o no tienes. Vives día a día, cada puto día. Luchas para encontrar comida. Luchas para proteger a tus hermanos y hermanas. Yo era ­demasiado joven para procesar todo esto en esa época, por supuesto, e incluso ahora pienso poco en ello, pero sé que está ahí, y aun cuando me hice rico nunca olvidé de dónde vengo. No tuve juguetes, no hubo camiones de lujo para mi cumpleaños, ni ropa elegante. Nada de esa mierda. Se trataba sólo de lo que necesitaba.

Nací en los brazos de mi abuela, doña Ceferina García, el 16 de junio de 1951 y me dieron el nombre de Roberto Durán Samaniego. Mi madre llegaba tarde a todo y ni siquiera logró llegar a tiempo al hospital. Cuando comenzaron las contracciones, se quedó en casa y así nací en Casa de Piedra, en la Avenida A, número 147, cuarto 96, en El Chorrillo, un barrio de clase trabajadora cerca del agua en Ciudad de Panamá, no lejos de la entrada al Canal de Panamá.

En la década de 1950, Panamá era un país duro, no como ahora. Al gobierno le tenían sin cuidado cosas como la educación y darle seguridad a la gente. El Canal de Panamá ­estaba causando mucha tensión. Los estudiantes se mani­festaban contra Estados Unidos y luchaban con la Guardia ­Nacional. Había mucha violencia, disturbios; para el pueblo, sólo desesperación y pobreza. Cuando nací, uno llegaba al mundo desnudo y tenía que cuidarse a sí mismo de inmediato, porque nadie iba a hacerlo. Pregúntale a mi madre.

Mi madre, Clara Esther Samaniego, era panameña, pero mi papá, Margarito Durán Sánchez, era un soldado mexicano-­americano. Me hizo y se largó cuando yo tenía un año y medio. No volví a verlo por veinte años, cuando yo estaba peleando profesionalmente en Los Ángeles, y no volví a verlo. En todos esos años en los que él estuvo ausente de mi vida no gasté mucho tiempo pensando en él. ¿Por qué iba a hacerlo? Para mí, él no era nada.

Mi padre conoció a mi madre cuando trabajaba como cocinero para el ejército de Estados Unidos en la zona del Canal de Panamá. Ella tenía veinte años en ese momento y, antes de irse, él le dio otro hijo, Alcibíades, pero ese niño murió de un problema cardíaco cuando tenía dos años. Fue sepultado en un cementerio para familias pobres: apenas teníamos suficiente dinero para comida, ¿cómo íbamos a pagar una lápida? Mi madre ya tenía otro hijo, Domingo («Toti»), de una relación con un puertorriqueño, y una hija, Marina, de una relación con un filipino. La vida no era fácil, pero ella no la hacía más fácil para sí misma ni para nosotros.

En El Chorrillo definitivamente no había casas de lujo, sólo edificios de madera: incluso tugurios, y muchos, muchos bares. La mayoría de los que vivían allí eran inmigrantes que trabajaban en la construcción del Canal de Panamá, sobre todo gente del Caribe, que en ese entonces era aún más pobre que Panamá. Había gente mala, tipos que por dinero robaban ­cigarrillos y cerveza de las bases del ejército de Estados ­Unidos, pero también había buenas personas —profesores y ­vendedores— que nos cuidaban a nosotros, los niños.

No fui mucho a la escuela porque nadie me obligaba. No me interesaba y no le veía mucho sentido. Cuando asistía, sólo desayunaba y me iba, puesto que no teníamos dinero para nada. Tuve una cajita que contenía materiales para ­brillar zapatos, así que de la escuela me dirigía a casa, me cambiaba de ropa y salía nuevamente a brillar zapatos. Y así es como comencé mi vida: lustrando zapatos en la acera cuando debería haber estado en la escuela.

Fue bueno que no pasara mucho tiempo en la escuela, porque siempre que iba terminaba metiéndome en peleas y me echaban. En aquel entonces yo era más un luchador y prefería tumbar a la gente al piso; aún entonces, al igual que en el ring, nunca retrocedí. Pero no era culpa mía. Los niños de los grados quinto y sexto siempre molestaban a los pelaos de primer grado. Así que un día, uno de los alumnos de sexto empezó a molestar a uno de los niños de primero. Intervine, lo derribé y lo dejé boqueando en busca de aire. Me llevaron a la oficina del director y esa vez me expulsaron de la escuela para siempre. Mi madre me llevó a otra escuela y sucedió lo mismo. Al final dejé de ir a la escuela definitivamente y todas las mañanas abandonaba la casa para brillar zapatos y vender periódicos con mi hermano mayor Toti.

Hablo de la casa, pero allí no había nada para mí. No había papá y mi madre no estaba muy interesada en mí. Se cansaba de cuidarme y me mandaba a Guararé, donde vivía mi abuela. Quedaba a unas 150 millas de distancia, por lo que tenía que viajar durante ocho horas eternas en un puto camión para transportar pollos. ¡Chuleta! Y mi abuela no era mejor que mi madre. Cada vez que me aparecía por allá, intentaba endosarme a otros parientes y, si ellos no se dejaban, me mandaba a donde sus amigos. Siempre me dijo que había demasiados niños y poco dinero. Era cierto: había días en que no había nada para comer, y como resultado aprendimos muy temprano en la vida a valernos por nosotros mismos. Desde el momento en que empecé a callejear, ayudé a mi madre, a Toti, a mi hermana y a mis otros hermanos y hermanas. Entre todos hacíamos lo que podíamos para sobrevivir.

Aunque no era más que un niño, hacía cualquier cosa para conseguir dinero para mi familia. Salía a cortar leña y luego usaba el dinero para comprar leche y arroz, y eso era lo que comíamos ese día. Pero mi familia era sólo una entre muchas que tenían este tipo de vida. Había un montón de pelaos como yo. Uno de los grupos religiosos recaudaba fondos —vendiendo boletos de dos dólares para una rifa— para una fiesta de Navidad para los pelaos. El premio era un galón de Johnnie Walker Black. Muchos hombres compraban boletos. Saltábamos las verjas de la parte elegante del barrio llamado La Zona para buscar comida en los contenedores de basura. Quienes tenían más dinero y los gringos, que trabajaban en el Canal, tiraban la comida que no querían, lo cual era genial para nosotros. ¡Los días en que todos podíamos comer adecuadamente eran verdaderas celebraciones!

Un día conocí a un artista callejero y buscavidas llamado «Chaflán» —así lo llamaba todo el mundo, pero su verdadero nombre era Cándido Natalio Díaz—. Todos decían que Chaflán estaba loco, pero era un buen hombre y, para mí, era una leyenda. Lucía un sombrero de marinero por la ciudad y bailaba en las cantinas. Siempre había diez o quince niños a su alrededor, incluyéndome a mí, y lo seguíamos por todas partes. Nos empujábamos alrededor de él, haciendo muecas, volteretas en el aire y parándonos en las manos mientras él bailaba, con la esperanza de que alguien lanzara dinero a nuestros pies. Él sabía lo difícil que era ganarse unas monedas y por eso no lo abandonábamos.

Pasar tanto tiempo con Chaflán fue lo que fortaleció mis brazos. Cada día actuaba: me paraba en las manos y daba volteretas en el aire, realizaba trucos, todo con la esperanza de que los transeúntes nos lanzaran una moneda o dos. Éramos gamines. A mí me llamaban «Cholo» o «Cholito», a causa de mi herencia mixta de indio y blanco... tenía la nariz y la ­sangre de mi padre. A veces, cuando Chaflán había hecho suficiente dinero, nos llevaba a la playa y nos daba de comer. Luego, nos hacía luchar hasta que terminábamos cubiertos de arena. En aquel entonces, la lucha libre era muy popular y muchos luchadores visitaban Panamá. Luego nos metíamos al mar para lavarnos la arena y entrábamos a un restaurante español llamado El Gato Negro, donde comíamos camarones, arroz amarillo y un vaso de agua, tras lo cual estábamos listos para irnos.

Nos las arreglábamos para ganar diez centavos aquí y allá trajinando en las calles. Chaflán reunía siete u ocho niños para vender periódicos en la Avenida 4 de Julio; nos levantábamos muy temprano e íbamos con él a la imprenta del diario La Estrella de Panamá, donde los periódicos salían de las prensas alrededor de las cinco de la mañana. Había una ventana donde uno los recogía; los primeros niños que conseguían un paquete lo vendían rápidamente pero, para los niños pequeños como nosotros, era más difícil. Los niños más grandes siempre nos ganaban y vendían más.

Cuando no estábamos vendiendo periódicos, Toti y yo brillábamos zapatos en un lugar llamado Calle Gota. Cuando los soldados estadounidenses que trabajaban en el Canal de Panamá salían de fiesta y a perseguir a las prostitutas, nosotros los abordábamos. La primera palabra que aprendí en inglés fue ¿shoeshine? (¿le lustro los zapatos?). Era lo que solía decirle a los gringos para ganarme unos centavos: ¿Le lustro los zapatos? ¿Le lustro los zapatos?

Funcionaba así: yo lustraba los zapatos mientras Toti vigilaba, porque siempre había un guardia en la esquina de la calle, incluso a medianoche. Si la policía llegaba, él gritaba «¡Policías!», y corríamos a escondernos detrás de un edificio. A veces nos cogían y nos llevaban al tribunal de menores; a veces pasábamos la noche en la cárcel, antes de que nos liberaran al día siguiente. La policía siempre estaba acosando a los niños de la calle, pero no nos importaba: tan pronto nos dejaban en libertad, volvíamos a brillar zapatos en las calles. La misma mierda todos los días. Nos las arreglábamos con nuestros diez centavos entre ambos y cada vez que yo lograba reunir cincuenta centavos me iba al cine. El resto se lo daba siempre a mi madre, porque ella tenía más bocas que alimentar y lo necesitaba más que yo.

A veces tomaba el dinero e iba a nuestra iglesia local, la Iglesia de Santa Ana, a encender velas por mis hermanos y hermanas y pedirles a los santos que nos protegieran. Si tenía dinero suficiente, encendía una vela para cada uno de ellos, diez centavos cada vez. Honraba a todos los santos: no tenía uno favorito hasta que mi madre me hizo honrar al de ella, la Virgen del Carmen. Ella es la patrona y protectora de los marineros y pescadores. Años más tarde, recuerdo que me dirigía a una conferencia de prensa previa a una pelea en Cleveland con mi exmánager Luis de Cubas, cuando el vuelo se puso realmente movido, muy movido. 

—No te preocupes —le dije—. Cuando era pequeño, brillaba zapatos cada día para ayudar a mi mamá y hermanos. Pero antes de regresar a casa siempre iba a la iglesia a ­encender una vela por mi familia para que Dios nos ayudara. Dios siempre me va a ayudar. No vamos a morir. —Y tenía razón.

Cuando estaba creciendo, nada cambiaba mucho de un día a otro. Trajinaba para ganarme unas monedas, vendía periódicos, a veces trabajaba en una tienda cortando hielo y distribuyéndolo. Gracias a Dios no era un ladrón y nunca en mi vida he fumado. Incluso entonces me gustaba tomarme una copa de vez en cuando pero, aunque las veía a diario, nunca consumí drogas; me siento orgulloso por eso.

Cuando no estaba lustrando zapatos o vendiendo periódicos, me despertaba a las cinco de la mañana a esperar a que abriera el mercado. Los ancianos que hacían sus compras allí solían ser frágiles, así que Toti y yo les sosteníamos las bolsas mientras hacían sus compras, y cuando estaban llenas las ­llevábamos hasta sus coches o a sus hogares. Nos daban propinas de cinco o diez centavos. Había una señora que vendía chicha —una bebida hecha de maíz— y arepas, un pan plano hecho de maíz molido. Tan pronto recibía mis primeros diez centavos, me compraba una arepa y una bebida.

Mi otra debilidad eran las películas. Amaba las imágenes e iba siempre que podía. Veía cualquier cosa —películas de acción, dibujos animados de Blue Devil, King Kong, películas de vaqueros y de terror como Zombie contra la momia, o películas con mis luchadores mexicanos favoritos: El Santo, El Vampiro, el Huracán Ramírez y Black Shadow. ¡Aunque para las primeras no entendía una palabra de inglés, las amaba!—. El teatro abría alrededor de la una de la tarde y la entrada costaba veinticinco centavos. Después de la primera proyección le pedía a la persona de la taquilla permiso para salir y corría a un restaurante a pedir pan y agua. Me los daban gratis. Regresaba al cine con el pan en una bolsa y veía otra película. Había un par de lugares a los que me encantaba ir: el Teatro Presidente y el Teatro Tropical. Una vez en el Teatro Presidente conocí a Miguel Manzano, un famoso actor mexicano, y cuando salió le dije: 

—¿Puedo limpiar sus zapatos?

—¿Cuánto?

—Diez centavos.

Así que metió la mano en su bolsillo, sacó unas monedas panameñas y yo le señalé la de diez. En el Teatro Tropical también conocí a Demetrio González, un actor y cantante de música ranchera mexicano, y hubo otro actor mexicano al que conocí en el Teatro Apolo. Pagué treinta y cinco centavos para ver un espectáculo y le pregunté si podía ponerme el gran sombrero mexicano que llevaba.

—Póntelo, hijo —me respondió. Pensé que era genial. Yo debía tener diez años y nunca lo olvidaré. Para nosotros ellos eran verdaderas estrellas y yo pasaba semanas enteras presumiendo de haberlos visto.

No había mucho más en cuanto a diversión y distracción. Había una piscina en el barrio a la que le encantaba ir a todos los pelaos. Un día salté al agua mientras se desarrollaba una práctica para un encuentro de natación. Lo único que quería era darme un chapuzón y refrescarme, pero no sabía nadar y comencé a hundirme; todo el mundo podía ver que estaba ahogándome. Todos se lanzaron a salvarme.

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