De Nicolás Maquiavelo ciudadano y secretario florentino, A Lorenzo Strozzi Patricio Florentino.
Han opinado, Lorenzo, y opinan muchos, que no hay nada tan desemejante, y que tanto difiera como la vida civil y la militar; y se ve con frecuencia a los que se dedican al ejercicio de las armas cambiar inmediatamente de traje, usos, costumbres y hasta de voz y de aspecto, por parecerle que no cuadran bien los modales del paisano a quien está pronto y dispuesto a cometer todo género de violencias: ni en rigor convienen los hábitos y costumbres civiles a quienes los juzgan afeminados e impropios de su profesión, como tampoco que muestren la presencia y lenguaje ordinarios los que, con las barbas y los juramentos, quieren intimidar a los demás hombres.
Lo que ocurre en nuestros días justifica esta opinión; pero examinadas las instituciones antiguas, no se encontrarán cosas más unidas, más conformes y que se estimen tanto entre sí como estas dos profesiones; porque cuanto se establece para el bien común de los hombres, cuanto se ordena para inspirar el temor y el respeto a Dios y a las leyes sería inútil si no existiera una fuerza pública destinada a hacerlo respetar, cuya fuerza, bien organizada, y a veces sin buena organización, mantiene las instituciones.
Por el contrario, sin este apoyo en la milicia, el mejor régimen político y social se de-rrumba, como las habitaciones de un magnífico y regio palacio, resplandecientes de oro y pedrería, cuando carecen de techo o de defensa contra la lluvia.
Las disposiciones tomadas con la mayor diligencia en los antiguos reinos y repúblicas para mantener a los hombres fieles, pacíficos y temerosos de Dios, eran doblemente obligatorias a los militares; porque, ¿en qué hombres ha de procurar la patria mayor fidelidad sino en aquellos que le han prometido morir por ella?
¿Quién debe querer más la paz sino el que de la guerra puede recibir mayor daño? ¿Quién ha de temer más a Dios sino el que, arrostrando diariamente infinitos peligros, necesita más de su ayuda?
Esta necesidad, bien apreciada por los legisladores y por los militares, ocasionaba que todos los hombres elogiaran la vida del soldado y procuraran cuidadosamente seguirla e imitarla.
Pero corrompida la disciplina militar y olvidadas casi por completo las antiguas re-glas, han aparecido estas funestas opiniones que hacen odiar la milicia y evitar toda clase de relaciones con quienes la ejercen.
Juzgando, por lo que he visto y leído, que no es imposible restablecer las antiguas instituciones militares y devolverles en cierto modo su pasada virtud, he determinado, a fin de hacer algo en este tiempo de mi forzosa inacción, escribir para los amantes de la antigüedad lo que yo sepa del arte de la guerra; y aunque sea atrevimiento tratar de una profesión que no practico, no creo incurrir en error al ocupar teóricamente impuesto que otros,
con mayor presunción, han ocupado prácticamente; porque las equivocaciones en que yo incurra escribiendo, sin daño de nadie pueden ser corregidas; pero las que de hecho come-ten otros, sólo se conocen por la ruina de los imperios.
A ti toca, Lorenzo, apreciar mi trabajo y juzgar si merece alabanza o censura. Te lo dedico, no sólo en prueba de gratitud por los beneficios que me has hecho, ya que en mi situación no pueda darte otra, sino también por ser costumbre honrar esta clase de trabajos con los nombres de quienes brillan por su nobleza, riquezas, ingenio y liberalidad, siendo así que en nobleza y riqueza no muchos te igualan; en ingenio pocos, y en liberalidad ninguno.
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Han opinado, Lorenzo, y opinan muchos, que no hay nada tan desemejante, y que tanto difiera como la vida civil y la militar; y se ve con frecuencia a los que se dedican al ejercicio de las armas cambiar inmediatamente de traje, usos, costumbres y hasta de voz y de aspecto, por parecerle que no cuadran bien los modales del paisano a quien está pronto y dispuesto a cometer todo género de violencias: ni en rigor convienen los hábitos y costumbres civiles a quienes los juzgan afeminados e impropios de su profesión, como tampoco que muestren la presencia y lenguaje ordinarios los que, con las barbas y los juramentos, quieren intimidar a los demás hombres.
Lo que ocurre en nuestros días justifica esta opinión; pero examinadas las instituciones antiguas, no se encontrarán cosas más unidas, más conformes y que se estimen tanto entre sí como estas dos profesiones; porque cuanto se establece para el bien común de los hombres, cuanto se ordena para inspirar el temor y el respeto a Dios y a las leyes sería inútil si no existiera una fuerza pública destinada a hacerlo respetar, cuya fuerza, bien organizada, y a veces sin buena organización, mantiene las instituciones.
Por el contrario, sin este apoyo en la milicia, el mejor régimen político y social se de-rrumba, como las habitaciones de un magnífico y regio palacio, resplandecientes de oro y pedrería, cuando carecen de techo o de defensa contra la lluvia.
Las disposiciones tomadas con la mayor diligencia en los antiguos reinos y repúblicas para mantener a los hombres fieles, pacíficos y temerosos de Dios, eran doblemente obligatorias a los militares; porque, ¿en qué hombres ha de procurar la patria mayor fidelidad sino en aquellos que le han prometido morir por ella?
¿Quién debe querer más la paz sino el que de la guerra puede recibir mayor daño? ¿Quién ha de temer más a Dios sino el que, arrostrando diariamente infinitos peligros, necesita más de su ayuda?
Esta necesidad, bien apreciada por los legisladores y por los militares, ocasionaba que todos los hombres elogiaran la vida del soldado y procuraran cuidadosamente seguirla e imitarla.
Pero corrompida la disciplina militar y olvidadas casi por completo las antiguas re-glas, han aparecido estas funestas opiniones que hacen odiar la milicia y evitar toda clase de relaciones con quienes la ejercen.
Juzgando, por lo que he visto y leído, que no es imposible restablecer las antiguas instituciones militares y devolverles en cierto modo su pasada virtud, he determinado, a fin de hacer algo en este tiempo de mi forzosa inacción, escribir para los amantes de la antigüedad lo que yo sepa del arte de la guerra; y aunque sea atrevimiento tratar de una profesión que no practico, no creo incurrir en error al ocupar teóricamente impuesto que otros,
con mayor presunción, han ocupado prácticamente; porque las equivocaciones en que yo incurra escribiendo, sin daño de nadie pueden ser corregidas; pero las que de hecho come-ten otros, sólo se conocen por la ruina de los imperios.
A ti toca, Lorenzo, apreciar mi trabajo y juzgar si merece alabanza o censura. Te lo dedico, no sólo en prueba de gratitud por los beneficios que me has hecho, ya que en mi situación no pueda darte otra, sino también por ser costumbre honrar esta clase de trabajos con los nombres de quienes brillan por su nobleza, riquezas, ingenio y liberalidad, siendo así que en nobleza y riqueza no muchos te igualan; en ingenio pocos, y en liberalidad ninguno.
Del Arte de la Guerra
De Nicolás Maquiavelo ciudadano y secretario florentino, A Lorenzo Strozzi Patricio Florentino.
Han opinado, Lorenzo, y opinan muchos, que no hay nada tan desemejante, y que tanto difiera como la vida civil y la militar; y se ve con frecuencia a los que se dedican al ejercicio de las armas cambiar inmediatamente de traje, usos, costumbres y hasta de voz y de aspecto, por parecerle que no cuadran bien los modales del paisano a quien está pronto y dispuesto a cometer todo género de violencias: ni en rigor convienen los hábitos y costumbres civiles a quienes los juzgan afeminados e impropios de su profesión, como tampoco que muestren la presencia y lenguaje ordinarios los que, con las barbas y los juramentos, quieren intimidar a los demás hombres.
Lo que ocurre en nuestros días justifica esta opinión; pero examinadas las instituciones antiguas, no se encontrarán cosas más unidas, más conformes y que se estimen tanto entre sí como estas dos profesiones; porque cuanto se establece para el bien común de los hombres, cuanto se ordena para inspirar el temor y el respeto a Dios y a las leyes sería inútil si no existiera una fuerza pública destinada a hacerlo respetar, cuya fuerza, bien organizada, y a veces sin buena organización, mantiene las instituciones.
Por el contrario, sin este apoyo en la milicia, el mejor régimen político y social se de-rrumba, como las habitaciones de un magnífico y regio palacio, resplandecientes de oro y pedrería, cuando carecen de techo o de defensa contra la lluvia.
Las disposiciones tomadas con la mayor diligencia en los antiguos reinos y repúblicas para mantener a los hombres fieles, pacíficos y temerosos de Dios, eran doblemente obligatorias a los militares; porque, ¿en qué hombres ha de procurar la patria mayor fidelidad sino en aquellos que le han prometido morir por ella?
¿Quién debe querer más la paz sino el que de la guerra puede recibir mayor daño? ¿Quién ha de temer más a Dios sino el que, arrostrando diariamente infinitos peligros, necesita más de su ayuda?
Esta necesidad, bien apreciada por los legisladores y por los militares, ocasionaba que todos los hombres elogiaran la vida del soldado y procuraran cuidadosamente seguirla e imitarla.
Pero corrompida la disciplina militar y olvidadas casi por completo las antiguas re-glas, han aparecido estas funestas opiniones que hacen odiar la milicia y evitar toda clase de relaciones con quienes la ejercen.
Juzgando, por lo que he visto y leído, que no es imposible restablecer las antiguas instituciones militares y devolverles en cierto modo su pasada virtud, he determinado, a fin de hacer algo en este tiempo de mi forzosa inacción, escribir para los amantes de la antigüedad lo que yo sepa del arte de la guerra; y aunque sea atrevimiento tratar de una profesión que no practico, no creo incurrir en error al ocupar teóricamente impuesto que otros,
con mayor presunción, han ocupado prácticamente; porque las equivocaciones en que yo incurra escribiendo, sin daño de nadie pueden ser corregidas; pero las que de hecho come-ten otros, sólo se conocen por la ruina de los imperios.
A ti toca, Lorenzo, apreciar mi trabajo y juzgar si merece alabanza o censura. Te lo dedico, no sólo en prueba de gratitud por los beneficios que me has hecho, ya que en mi situación no pueda darte otra, sino también por ser costumbre honrar esta clase de trabajos con los nombres de quienes brillan por su nobleza, riquezas, ingenio y liberalidad, siendo así que en nobleza y riqueza no muchos te igualan; en ingenio pocos, y en liberalidad ninguno.
Han opinado, Lorenzo, y opinan muchos, que no hay nada tan desemejante, y que tanto difiera como la vida civil y la militar; y se ve con frecuencia a los que se dedican al ejercicio de las armas cambiar inmediatamente de traje, usos, costumbres y hasta de voz y de aspecto, por parecerle que no cuadran bien los modales del paisano a quien está pronto y dispuesto a cometer todo género de violencias: ni en rigor convienen los hábitos y costumbres civiles a quienes los juzgan afeminados e impropios de su profesión, como tampoco que muestren la presencia y lenguaje ordinarios los que, con las barbas y los juramentos, quieren intimidar a los demás hombres.
Lo que ocurre en nuestros días justifica esta opinión; pero examinadas las instituciones antiguas, no se encontrarán cosas más unidas, más conformes y que se estimen tanto entre sí como estas dos profesiones; porque cuanto se establece para el bien común de los hombres, cuanto se ordena para inspirar el temor y el respeto a Dios y a las leyes sería inútil si no existiera una fuerza pública destinada a hacerlo respetar, cuya fuerza, bien organizada, y a veces sin buena organización, mantiene las instituciones.
Por el contrario, sin este apoyo en la milicia, el mejor régimen político y social se de-rrumba, como las habitaciones de un magnífico y regio palacio, resplandecientes de oro y pedrería, cuando carecen de techo o de defensa contra la lluvia.
Las disposiciones tomadas con la mayor diligencia en los antiguos reinos y repúblicas para mantener a los hombres fieles, pacíficos y temerosos de Dios, eran doblemente obligatorias a los militares; porque, ¿en qué hombres ha de procurar la patria mayor fidelidad sino en aquellos que le han prometido morir por ella?
¿Quién debe querer más la paz sino el que de la guerra puede recibir mayor daño? ¿Quién ha de temer más a Dios sino el que, arrostrando diariamente infinitos peligros, necesita más de su ayuda?
Esta necesidad, bien apreciada por los legisladores y por los militares, ocasionaba que todos los hombres elogiaran la vida del soldado y procuraran cuidadosamente seguirla e imitarla.
Pero corrompida la disciplina militar y olvidadas casi por completo las antiguas re-glas, han aparecido estas funestas opiniones que hacen odiar la milicia y evitar toda clase de relaciones con quienes la ejercen.
Juzgando, por lo que he visto y leído, que no es imposible restablecer las antiguas instituciones militares y devolverles en cierto modo su pasada virtud, he determinado, a fin de hacer algo en este tiempo de mi forzosa inacción, escribir para los amantes de la antigüedad lo que yo sepa del arte de la guerra; y aunque sea atrevimiento tratar de una profesión que no practico, no creo incurrir en error al ocupar teóricamente impuesto que otros,
con mayor presunción, han ocupado prácticamente; porque las equivocaciones en que yo incurra escribiendo, sin daño de nadie pueden ser corregidas; pero las que de hecho come-ten otros, sólo se conocen por la ruina de los imperios.
A ti toca, Lorenzo, apreciar mi trabajo y juzgar si merece alabanza o censura. Te lo dedico, no sólo en prueba de gratitud por los beneficios que me has hecho, ya que en mi situación no pueda darte otra, sino también por ser costumbre honrar esta clase de trabajos con los nombres de quienes brillan por su nobleza, riquezas, ingenio y liberalidad, siendo así que en nobleza y riqueza no muchos te igualan; en ingenio pocos, y en liberalidad ninguno.
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Del Arte de la Guerra
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Product Details
BN ID: | 2940162156048 |
---|---|
Publisher: | Barnes & Noble Press |
Publication date: | 05/04/2018 |
Sold by: | Barnes & Noble |
Format: | eBook |
File size: | 2 MB |
Language: | Spanish |
About the Author
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