Noche de venganzas
"Sin disputa la ciudad de Burgos es una de las poblaciones más bellas de nuestra España. Escrita en su recinto con páginas de piedra la historia de la patria, observa el viajero inapreciables reliquias de la civilización romana en las alturas de San Miguel y de San Quirce; comprende los encantos de las construcciones árabes en los bellos arcos de San Martín y San Esteban; se detiene extasiado ante la vaguedad sombría y mágicos adornos de su maravillosa Basílica; recuerda la severidad clásica de Ventura Rodríguez a la vista de sus grandiosas creaciones, y discurre, en fin, sobre el egoísmo y volubilidad que caracteriza a nuestro siglo al tender los pasos por las alineadas calles y deliciosos paseos con que la ha enriquecido la generación presente."
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Noche de venganzas
"Sin disputa la ciudad de Burgos es una de las poblaciones más bellas de nuestra España. Escrita en su recinto con páginas de piedra la historia de la patria, observa el viajero inapreciables reliquias de la civilización romana en las alturas de San Miguel y de San Quirce; comprende los encantos de las construcciones árabes en los bellos arcos de San Martín y San Esteban; se detiene extasiado ante la vaguedad sombría y mágicos adornos de su maravillosa Basílica; recuerda la severidad clásica de Ventura Rodríguez a la vista de sus grandiosas creaciones, y discurre, en fin, sobre el egoísmo y volubilidad que caracteriza a nuestro siglo al tender los pasos por las alineadas calles y deliciosos paseos con que la ha enriquecido la generación presente."
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Noche de venganzas

Noche de venganzas

by Eusebio Martínez de Velazco
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"Sin disputa la ciudad de Burgos es una de las poblaciones más bellas de nuestra España. Escrita en su recinto con páginas de piedra la historia de la patria, observa el viajero inapreciables reliquias de la civilización romana en las alturas de San Miguel y de San Quirce; comprende los encantos de las construcciones árabes en los bellos arcos de San Martín y San Esteban; se detiene extasiado ante la vaguedad sombría y mágicos adornos de su maravillosa Basílica; recuerda la severidad clásica de Ventura Rodríguez a la vista de sus grandiosas creaciones, y discurre, en fin, sobre el egoísmo y volubilidad que caracteriza a nuestro siglo al tender los pasos por las alineadas calles y deliciosos paseos con que la ha enriquecido la generación presente."

Product Details

ISBN-13: 9788498976847
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #139
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 66
File size: 844 KB
Language: Spanish

About the Author

Eusebio Martínez de Velazco

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Noche De Venganzas


By Eusebio Martínez De Velazco

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-684-7


CHAPTER 1

Sin disputa la ciudad de Burgos es una de las poblaciones más bellas de nuestra España.

Escrita en su recinto con páginas de piedra la historia de la patria, observa el viajero inapreciables reliquias de la civilización romana en las alturas de San Miguel y de San Quirce; comprende los encantos de las construcciones árabes en los bellos arcos de San Martín y San Esteban; se detiene extasiado ante la vaguedad sombría y mágicos adornos de su maravillosa Basílica; recuerda la severidad clásica de Ventura Rodríguez a la vista de sus grandiosas creaciones, y discurre, en fin, sobre el egoísmo y volubilidad que caracteriza a nuestro siglo al tender los pasos por las alineadas calles y deliciosos paseos con que la ha enriquecido la generación presente.

El que contemplase la orgullosa Caput Castellæ, desde la cumbre del vecino cerro que a su espalda se levanta, cuyas anchas colinas la ciñen desde Norte a Oriente, gozaría de uno de los panoramas más bellos que hubiera podido imaginarse.

Por enmedio de una vega pintoresca, y parecido a una cinta de plata que se extiende sobre el verde follaje, camina el Arlanzón histórico que baja despeñándose desde la inmediata sierra de Oca, formando vistosísimas cascadas y diáfanas corrientes; a cada lado de sus riberas se levantan magníficos edificios, de esbeltas formas y risueños colores los modernos, de severos pilares o caprichosos detalles los antiguos, como las lindas manzanas de casas que se extienden desde las murallas de los Cubos hasta el memorable Puente de las Viudas, como el arco triunfal de Santa María o la aérea espadaña del convento de San Pablo. Dominándolo todo a semejanza de los altos cedros que sacuden su espesa cabellera por encima de los árboles cercanos, divísanse las afiligranadas torres de la gran Basílica, obra de ángeles, como lo llamaba Felipe II; joya de inestimable valía que debiera estar cubierta de riquísimos encajes, según la poética expresión de Carlos I; memoria imperecedera de la religiosidad e ilustración de los ultrajados tiempos de la Edad Media, sacrílegamente escarnecidos por aquellos que no saben comprenderlos.

Más allá del extenso círculo en que se encierra la noble corte de los Jueces y Condes de Castilla, descúbrense las indefinibles torres del Hospital del Rey y de la célebre abadía de las Huelgas, coronadas de morunos adornos y ceñidas de gótica crestería; la renombrada Cartuja de Miradores, sepulcro de Don Juan II, el rey poeta, mandada construir por la incomparable Isabel la Católica; el insigne convento de San Pedro de Cardeña, solariega mansión del victorioso conde de Castilla Fernán González y tumba gloriosa del Cid, y en fin, el suntuoso monasterio de Frendesval, saqueado en 1808, devastado y profanado en 1835, casi reducido a escombros en 1840, y hoy convertido en fábrica de cerveza y bebidas gaseosas, con mengua de la decantada civilización de nuestros días.

Tal es Burgos, la soberbia Caput Castellæ, museo predilecto de las bellezas artísticas que nos legaron los pasados siglos, «donde el gusto y la elegancia de aquella mal comprendida época — como dice el sabio arqueólogo M. Bosarte —, han sacudido sus alas cubiertas de aljófar y pedrería, para dejar inundado de tesoros el suelo querido de los Fernandos e Isabeles».

CHAPTER 2

Pero nosotros, los poetas y novelistas, que caminamos todos los días en busca de esos hechos misteriosos ocurridos en la esfera de la familia, que se escapan casi siempre a la penetrante mirada de la historia, como si esta se negase a conmemorarlos en su álbum eterno, cuando tuvimos el gusto de examinar por vez primera las bellezas de la hermosa capital de Castilla, nos detuvimos varias veces delante de una portada de sencilla apariencia, que se levanta sola, ruinosa y ennegrecida, no muy lejos de la antigua muralla que el vulgo denomina de San Lesmes.

Aquellas tristes ruinas pareciéronnos mudos testigos de uno de esos terribles dramas que se representan a veces en el sangrado recinto del hogar doméstico.

No nos engañamos.

En aquella portada, que aparecía a nuestros ojos medio escondida entre el lozano follaje del paseo de los Vadillos, ennegrecida y cubierta de musgo, pero que se mantiene en pie todavía a pesar de la carcoma de tres siglos, ha vinculado el pueblo de Castilla la tradición sangrienta que tenemos el gusto de ofrecer a nuestros apreciables lectores.

CHAPTER 3

Allí se alzaba en otros días un gigantesco edificio, construido hacia fines del siglo XIV, de anchos pilares y severas formas, cuyas fachadas principal y posterior estaban sembradas de estrechas saeteras y largos ajimeces.

En cada uno de los ángulos de este palacio, como se decía entonces, sobresalía una pequeña torrecilla cuadrada, que podía servir a lo sumo para señalar la calificada nobleza del dueño si no la publicasen ya los macizos y toscos escudos que bordaban el centro de todas las paredes.

Desde 1393, en que la reina doña Catalina y el infante don Fernando de Antequera, tutores del señor rey don Enrique III, concedieron a don Sancho de Ossorio el título de conde y el palacio de Fuensierra, en premio de la lealtad y bravura que distinguían a aquel noble caballero, siete esclarecidos varones habían habitado sucesivamente en el solariego alcázar.

A mediados del año de gracia 1521, ocupábanle don Rodrigo de Ossorio, octavo conde de Fuensierra, y su bella hija Elena.

Era don Rodrigo un hombre de sesenta años, de ancha frente, de sonrisa benévola y mirada altiva, donde se trasparentaba todavía el brío de los años juveniles mezclado con el orgullo de raza.

Parecíase a uno de esos seres que suelen imaginar los novelistas para personificar en ellos el tipo del anciano benemérito.

Y ninguno, en verdad, más benemérito en aquellos aciagos días que el noble conde de Fuensierra: sintiendo hervir su pecho de patriótico entusiasmo al oír el grito de las comunidades de Castilla, se había constituido en defensor acérrimo de la causa de los pueblos, escarnecidos villanamente por la tiranía flamenca, más aún, mucho más que por el hijo de doña Juana la Loca.

Pero en el momento en que le presentamos a nuestros lectores, un velo de tristeza empañaba el ardiente brillo de sus ojos.

Era el 1.º de mayo de 1521.

En el fondo de una cámara espaciosa, iluminada apenas por los vacilantes rayos de la luz de una lámpara, se distinguía al venerable anciano medio oculto en un sillón de baqueta y envuelto en los anchos pliegues de una larga hopalanda morisca.

Apoyando su frente en la mano derecha, como si quisiera detener el vuelo de su imaginación excitada, meditaba por vigésima vez sobre el contenido de un pequeño pergamino, que oprimía entre sus dedos.

Este pergamino decía así:

«A media noche, para tratar de un asunto que os interesa personalmente, tendrá el honor de saludaros en vuestra casa — Diego de Omaña. »

Gruesas lágrimas, resbalándose lentamente por las arrugadas mejillas del anciano, bajaban a esconderse en el fondo de su canosa barba.

Detrás de la palabra personalmente, entreveía el conde una terrible escena de violencia y sangre: temblaba por él y por su hija ... por su hija, por la dulce Elena, por el ángel querido y puro que alegraba los postreros días de su vida.

Porque Diego de Omaña era el favorito del muy alto y poderoso señor don Íñigo Fernández de Velasco, condestable de Castilla y co-regente del reino durante la ausencia del señor rey don Carlos V de Alemania y I de España.

Y era también el verdugo de la regencia, el que había levantado los cadalsos de Valladolid y Rioseco para los bravos Comuneros de Castilla.

CHAPTER 4

Sonaron las doce en el reloj de la catedral.

A los pocos momentos, un pajecillo rubio y sonrosado anunciaba a don Rodrigo la llegada de don Diego de Omaña.

Contaba a la sazón el caballero treinta y seis años, sus ojos eran pequeños y oblicuos, su frente deprimida, sus labios delgados y contraídos.

Era el tipo más perfecto de la bajeza, de la osadía y de la astucia.

Hoy servía al condestable, ayer besó el anillo y las sandalias del cardenal Cisneros, mañana se hubiera arrodillado delante de Padilla, de doña Juana La Loca o de Carlos de Gante: era un acabado modelo de esos hombres de todas las épocas que buscan su medro personal con la doblez y el servilismo.

— Sentaos, caballero — díjole don Rodrigo señalando un sitial próximo al suyo y pudiendo apenas reprimir un movimiento de aversión y disgusto.

— Perdonad, conde — respondió don Diego aceptando el asiento — ; tal vez mañana llegará de Valladolid el condestable, y era preciso hablaros.

— Gracias. Decid.

— ¡Oh! ... Las nuevas son malas para vos.

— ¿Tanto, caballero?

— Juzgad: los fugitivos de Villalar van cayendo uno a uno en poder de los soldados imperiales ...

— Lo esperaba.

— Y el conde de Ureña ha desbaratado una partida de rebeldes en los campos de Benavente ...

— ¡Ah! No lo sabía. ¿Tenéis pliegos de la corte?

— Sin duda alguna; y en esos pliegos también he leído que don Antonio de Fonseca arrebata a los comuneros la fortaleza de Rioseco ... Convenid conmigo en que apenas queda un girón de la despedazada bandera de las Comunidades.

Alzó el conde la cabeza con ademán altivo, y clavando su vista penetrante en los hundidos ojos de don Diego, dijo con acento despechado:

— Caballero, esa bandera significa la libertad de España ... Pero el secretario del condestable respondió fríamente:

— Pues no os hagáis ilusiones; los tercios imperiales marchan en este instante sobre Toledo, último baluarte de los sublevados, y una conspiración acertada e infalible, urdida admirablemente por los frailes y clérigos capitulares, pondrá en las manos del jefe realista las llaves del alcázar.

Creedme, conde, doña María de Pacheco y el obispo de Zamora serán entonces vendidos por los mismos que ahora les aclaman.

Estremecióse don Rodrigo al oír estas palabras, levantó los ojos y murmuró con voz imperceptible:

— Y, sin embargo ... ¡La sangre de Villalar pide venganza!

Aparentó serenarse de repente, y volviéndo sea Omaña, que le contemplaba con irónica sonrisa, exclamó:

— Y bien, ¿qué queréis vos?

— Salvaros.

— ¡Vos! ¡Salvarme! ...

— A vos y a vuestra hija.

— ¡A mi hija! ¡Explicaos, caballero, explicaos! ... A mí no me importa morir; seis días hace que he sabido la ejecución de Padilla, y estoy esperando la muerte a cada instante ... Pero mi hija ... ¿Qué ha hecho mi hija al condestable? ¿De qué queréis salvarla?

Don Diego contestó con mucho aplomo:

— A vos, del suplicio; a vuestra hija, de una orfandad prematura y triste.

— ¡Ah! ...

— Uno de los pliegos que habrá de recibir mañana el alcaide de la fortaleza de Burgos contiene la orden de prisión contra el conde de Fuensierra ... Ya lo sabéis; en estos días la prisión es la muerte.

— ¡También lo esperaba! — contestó don Rodrigo levantándose —. ¿De qué se me acusa?

— ¿Vos lo preguntáis?

— Tenéis razón, caballero; no me había olvidado de que era un crimen a los ojos de los regentes del reino la defensa de las libertades patrias ... Decid a vuestro amo que la víctima está dispuesta al sacrificio.

Y extendiendo su mano derecha hacia la puerta de la cámara, añadió con glacial acento:

— ¡Idos, caballero!

Temblaba don Diego de coraje ante la fría impavidez del conde.

No podía comprender aquel malvado que escuchase tranquilo su sentencia de muerte el hombre que lloraba y se estremecía cual medrosa doncella al saber las derrotas de los bravos Comuneros.

CHAPTER 5

Pero, ¿qué le importaba a él la muerte de don Rodrigo de Ossorio?

Valíase de esa amenaza terrible como de un medio eficacísimo, a su modo de ver, para realizar sus insensatos planes, y nada más; por eso, al verse contrariado, determinó hacer uso de los últimos recursos, por raros y violentos que fuesen.

— ¿Y vuestra hija? ... ¿Y esa pobre niña que adora a su padre? ...

— Mi hija — respondió el hidalgo con firme voz pero con el pecho destrozado —, mi hija no se consolará jamás de la pérdida de ese padre que la idolatra; pero llegará con sus lágrimas y ceñirá de laureles la tumba de un mártir ...

— ¡Triste consuelo!

¡Aún más!

— Dos palabras ... Yo poseo esa orden maldita ...

— ¡Dios mío! ... ¿Vos? ...

— Yo, sí ... ¡Vedla!

Y el de Omaña sacó un pergamino arrollado, que mostró a don Rodrigo.

El anciano temblaba. Pasóse la mano por la frente, como queriendo resistir a un pensamiento de debilidad y cobardía.

Y don Diego, mientras tanto, le ponía el pliego delante de los ojos, y le dirigía miradas oblicuas y traidoras con esa fijeza terrible de la serpiente que atrae a su víctima.

— ¡Dios mío! ¡Vos! ... — repetía el conde con voz temblorosa y opaca.

— ¡Vedla! Yo puedo salvaros a vos y a vuestra hija ... Todos ignoran la existencia de esta orden ... y si yo la rasgase en mil pedazos ...

— ¡Es verdad!

— Sí, yo puedo detener el golpe de la manoque os hiere ...

— ¡Me salvaréis! ¡Salvaréis a mi hija!

— Yo os lo juro — respondió el de Omaña —; pero ...

— ¿Pero? ... — repitió el anciano.

Y acercándose el favorito al conde de Fuensierra, le tomó ambas manos, apoyólas cariñosamente en su pecho, y le dijo casi al oído con acento breve y conmovido:

— Oíd ... Hace tres años que vivo en un infierno de dolores y amarguras ... ¡Amo! Amo ... como un loco que delira todos los días por alcanzar una dicha imposible, un fantasma que se desvanece, una alegría del alma que se convierte de pronto en pena cruel y dolorosa.

Mas ... vuestra esposa, caballero ...

— ¡Callad! ... Esa esposa me ha sido impuesta por el condestable como una cadena de hierro que se impone sobre la garganta del esclavo ... No es mi esposa, no es mi amante, no ...

— Pero ... yo ... ¿Quién soy yo, caballero, para vuestro amor?

— Vos sois, sí, quien puede hacerme dichoso, quien puede arrancar de mi pecho ese infierno que me abrasa, ese agudo puñal que me asesina.

— ¡Ah! ¡Dios mío! ... ¿Qué dice este hombre? — murmuró don Rodrigo estremeciéndose.

— ¿Me comprendéis?

— ¡Apartaos, miserable! ... ¡Apartaos! ...

— ¡Oh! ¡Yo amo a vuestra hija! ... ¡Su amor por vuestra vida! ... ¡Sus brazos por vuestra vida! ... ¡Sus caricias por vuestra vida! ...

Y después, con una transición repentina, añadió el favorito con insolente aplomo:

— Nada más sencillo: yo os libro de la muerte, vos me dais a vuestra Elena. Es un simple cambio.

— Pero el conde sentía que toda la sangre le azotaba las sienes, como si estuviese poseído de un vértigo.

Levantó la frente con dignidad avasalladora, y dando a su semblante el aspecto del desdén más profundo, exclamó con voz de trueno:

— ¡Sois un infame!

— ¡Conde! ...

— ¡Queréis comprar mi honra a costa de mi vida! ... Sabed, mal caballero, que deseo la muerte, mil muertes si pudiera, antes que mancillar mis canas ...

— ¡Don Rodrigo!

— ¡Callad! ... Antes de ahora sabía que vosotros, los satélites del condestable, os arrastrabais como viles a los pies de los flamencos, que vendíais en subasta pública los cargos de la patria, que pagabais el crimen, que encadenabais a los pueblos ... Sabía que habéis comprado con el oro que robasteis la traición de los Girones y de Lasso de la Vega; que habéis incendiado la desdichada Medina del Campo, destruyendo aquel emporio de la riqueza, del comercio y de la industria de nuestro siglo; que habéis construido el tajo para hacer rodar las nobles cabezas de Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. ¡Todo lo sabía! ... Pero ignoraba que queríais comprar también la vida de los padres con la honra de las hijas ... ¡Esta es la maldad de las maldades! ¡Salid, infame, salid! Mañana, cuando veáis a vuestro amo, decidle que aquí espera tranquilo el conde de Fuensierra para escupir su vida inmaculada en vuestro rostro de traidores ... ¡Salid, salid sin que nadie os vea! ... No se diga nunca que un mal caballero ha pisado los umbrales de mi casa ... ¡Salid! ...

Era una figura imponente la de don Rodrigo al pronunciar estas palabras.

Con frente erguida y ojos centelleantes, señalando con el dedo la puerta de la cámara, asemejábase el venerable anciano a uno de esos bellos modelos que la antigüedad nos ha legado, representando el tipo de la virtud incorruptible que lucha victoriosa contra las pérfidas sugestiones de la maldad aleve.

Don Diego de Omaña desapareció de pronto, murmurando palabras de venganza.

Y dijo en alta voz al trasponer la puerta de la cámara:

— ¡Elena será mía!

CHAPTER 6

Y el anciano conde permaneció agobiado bajo el peso de su infortunio.

Adelantó luego lentamente hasta una puerta de góticas molduras que se dibujaba apenas en el fondo opaco de la cámara.

Aquella era la puerta del oratorio.

Delante de ella pendían dos cordones, uno de los cuales estaba asido a la campana de alarma del alcázar y el otro a la que estaba destinada al servicio doméstico.

Con mano temblorosa sacudió el anciano este último, y un sonido prolongado y agudo se extendió por las habitaciones interiores.

Y a los pocos momentos se presentaba delante de don Rodrigo su fiel criado Beltrán Díaz, honrado castellano encanecido en el servicio del conde, que había peleado con él en Granada y Orán, que había visto nacer a Elena, que la había mecido en sus brazos, y guiado sus primeras pisadas, y aspirado el celestial perfume de sus sonrisas más dulces, a guisa de madre cariñosa y solícita.

Beltrán se acercó lentamente.

— ¡Mírame! — le dijo el anciano dándole una palmada en el hombro —. ¿Me amas?

— ¡Señor, vos lo sabéis! ¿Amas a mi hija?

— ¡Oh! ¡Más que a mi vida!

— Lo sé, amigo mío, porque tú eres mi amigo, Beltrán, mi mejor amigo — repitió don Rodrigo, con ternura apretando con sus manos convulsivas la callosa diestra del criado —. Bien; pues es preciso vengarnos del condestable y de ese miserable Omaña ...

— ¡Ah! ¿Se han atrevido? ¿Qué os han dicho, señor?

— ¡Me han insultado!

— ¡Ellos, los infames! ...

— Sí ... ¡Y han insultado a mi hija! ...


(Continues...)

Excerpted from Noche De Venganzas by Eusebio Martínez De Velazco. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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