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Década Epistolar Sobre el Estado de Las Letras en Francia
By Francisco María de Silva Red Ediciones
Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9816-663-7
CHAPTER 1
PARÍS Y ENERO 11 DE 1780
Amigo y señor: Mucho me pide Vm. en pocas palabras. El estado actual de las buenas letras en Francia no es asunto para satisfecho en corto número de renglones. ¿Con una cartita quiere Vm. salir de una curiosidad, cuyo examen cuesta mucho estudio, y un gran tino de crítica, y discernimiento? Brava ocasión me daba Vm. de lucir, si yo me sintiera capaz de desempeñar su encargo; y una buena oportunidad de charlatanear, si yo tuviera genio de hacer ostentación de mis ociosidades: pero ni uno ni otro son géneros de mi tienda.
Con poco trabajo mío voy a dar a Vm. razón, no solo de lo que me pide, sino de algo más para que vea cómo a veces suele ser muy fácil salir con una empresa que tiene apariencias de difícil. Basta el saber hacer buena elección de los medios, y poner algún cuidado en darles un buen orden y verificar sus materiales. Me hallo a la mano con una obra de la que le iré traduciendo a Vm. algunos capítulos, y con solo este trabajo material debe quedar satisfecha la pregunta.
Ya ve Vm. que no quiero darme la gloria de autor, ni caer en la flaqueza de plagiario; me ciño a exponer por mayor el plan del asunto, y a acompañarle de las traducciones que le ofrezco. En otro tiempo el que se calificaba de científico solía desdeñar la erudición, y el que juzgaba poseerla con alguna amenidad, creía no deber pasar sus límites. Pero ahora son tan hermanas las ciencias y las buenas letras, que no hay ningún hombre docto que no se ejercite en éstas, ni erudito que no entre en la elevada carrera de aquéllas. El primer ejemplo que quiero dar a Vm. de esta aserción mía son los dos célebres patriarcas de la literatura francesa, y filosofía moderna Rousseau, y Voltaire, de quienes hablaré a su tiempo.
Las famosas Academias, y la antigua Universidad de la Sorbona mantienen con los choques literarios un fuego que chispea y brilla en esta gran capital, de suerte que en ninguna otra se ven tan propagados los conocimientos de las letras y tan refinado el buen gusto.
Por una consecuencia de las vicisitudes humanas se ha introducido en esta clase el abuso y la corrupción, de modo, que el ir distinguiendo, y separando una cosa de otra debe ser el cuidado del hombre sabio, y de talento, cristiandad, aplicación y honradez.
Hay aquí cierta especie de doctos que se llaman filósofos. Éstos han ido tomando un grande ascendiente, y se han formado un poderoso partido. Renuevan las ideas, sistemas, o por mejor decir sectas de los antiguos filósofos; las visten a la moda; las dan lustre con el hermoso y rápido estilo de la cultivada lengua que hablan, y tiene recibida toda Europa; adaptan, y barnizan las paradojas de algunos impíos de los dos últimos siglos, autores despreciables, y ya olvidados; y procuran por todos los medios avasallar todo el mundo literario a su imperio. Siguen a éstos otros semifilósofos de talentos muy medianos, que por vanidad y soberbia, dándose los aires de doctos, entran en su secta y partido, haciendo pueblo, para difundir sus máximas, y alucinar a los menos cautos. Unos a otros respectivamente se celebran, y protegen, y en el torbellino de sus máximas quieren envolver el mundo entero.
Contra esta multitud hay otra especie de sabios, que lejos de dejarse llevar de aquellas brillantes apariencias, han procurado descubrirlas y desvanecerlas. Entre estos sabios ha habido algunos poco diestros en el uso de sus fuerzas. Sus ataques han sido fácilmente rechazados, y han deslucido por falta de dirección la buena causa de que habían tomado la defensa. Pero otros últimamente han sabido manejar sus armas, y no puede justamente negárseles el triunfo. Éstos mantienen en su debido decoro la religión; conservan el buen gusto de la literatura; desengañan al público imparcial que no quiere alucinarse; y atajan el daño de los filósofos que adulan las pasiones humanas, y tienen de su parte la flaqueza de éstas, siendo más fácil lisonjearlas que combatirlas.
Sin embargo en las ciencias cultivadas por los llamados filósofos hay mucho bueno, y en la oposición de los antifilósofos no falta ciencia sublime. No abrigan éstos las supersticiones e ignorancias de otros siglos; descubren los errores de éste; los distinguen; procuran limpiar la cizaña del trigo, y quitar la máscara a los que preciados de grandes hombres ocultan sus intenciones, y pretenden alzarse con el dominio de la opinión, cegándose en su vanagloria y amor propio. Es digno de mucha reflexión el ver los elogios, las estatuas y la locura con que aquí se inciensa a un Voltaire. Yo nunca he podido resolverme a estimarle: le he leído, me han divertido varias cosas suyas, me han gustado otras, me han dado algunas motivo para formar concepto de su grande ingenio; pero muchas me han irritado. En el mismo caso noto que se hallan muchos hombres de juicio. Mejor opinión tengo respectivamente del ginebrino Juan Jacobo Rousseau. Éste nació calvinista; aquél católico, y profesó serlo. Véanse las obras de uno y otro en el punto de religión, de que tanto han hablado ambos, y obsérvese la vida y la muerte de ellos. Los dos fueron ambiciosos de gloria: pero hay mucha diferencia entre la moderación de Rousseau, y la soberbia de Voltaire enemigo suyo; y en cuanto a filosofía no tiene comparación la Lógica del uno con la del otro. En fin Voltaire ha corrompido, y escandalizado el mundo en grado supremo. En la semana próxima remitiré a Vm. los dos capítulos sobre él, y Rousseau, en que verá el concepto que de estos dos patriarcas de la filosofía moderna se tiene aquí por los que no son sus sectarios. Hago la traducción lo más literalmente que es posible a costa de caer en algunos galicismos, para que Vm. no pierda nada del sentido, y espíritu de este juicioso parecer.
Más adelante remitiré a Vm. una noticia del concepto que merecen aquí el poeta Juan Baptista Rousseau, el filósofo Meaupertuis, el diarista Freron, y otros a quienes maltrató el atrabiliario Voltaire, que era cruel contra los que le competían, o no se ponían bajo de sus banderas. También daré a Vm. una idea de los actuales sucesores suyos d'Alembert, Diderot, y de la turba de filósofos sus secuaces, igualmente que de algunos otros que se desdeñan serlo, y siguen muy diverso partido. Espero merecer la aprobación de Vm., darle gusto, y satisfacer su curiosidad hasta el término a que por ahora alcancen mis fuerzas, y me permitan mis ocupaciones, y tiempo. Dios gue. a Vm. ms. años.
CHAPTER 2
PARÍS Y ENERO 18 DE 1780
Amigo y Señor: ésta solo sirve de incluir a Vm. los dos artículos tocantes a Voltaire, y Rousseau en consecuencia de mi promesa de la semana pasada. Dios gue. a Vm. ms. años.
Voltaire
María Francisco Arouct de Voltaire, de la Academia Francesa, y de casi todas las Sociedades literarias de Europa, nació en París en 1694, y murió en 1778.
Grandes talentos, y abuso de ellos hasta los últimos excesos; rasgos dignos de admiración, y una monstruosa libertad; luces capaces de honrar su siglo, y errores que son la vergüenza de él; sentimientos que ennoblecen la humanidad, y flaquezas que la degradan; la más brillante imaginación, el lenguaje más cínico y repugnante; la filosofía, y el absurdo; la erudición, y las equivocaciones de la ignorancia; todos los encantos del entendimiento, y todas las pequeñeces de las pasiones; una rica poesía, y manifiestos plagiarios; hermosas obras, y odiosas producciones; el atrevimiento, y la baja adulación; las lecciones de la virtud, y la apología del vicio; los anatemas contra la envidia, y la envidia con todos sus accesos; protestas de celo por la verdad, y todos los artificios de la mala fe; el entusiasmo de la tolerancia, y los furores de la persecución; el homenaje a la religión, y las blasfemias; las señales públicas de arrepentimiento, y una muerte escandalosa. Éstas son las extrañas contrariedades que en otro siglo diferente del nuestro decidieran del lugar que este hombre único debe ocupar en la clase de los ingenios, y en la de la sociedad.
Una admiración excesiva le ha prodigado tantos elogios, como el celo, y buena crítica han producido censuras contra él. Sus sucesos en algunos géneros le han procurado votos, que en otros no merecía. Los furores de entusiasmo han eclipsado las luces del discernimiento, y apenas podrá creerse hasta qué punto esta especie de fanatismo ha llevado su ceguedad. En una palabra, a pesar de tantos disparates, capaces de hacer abrir los ojos, todo lo que ha publicado este escritor, ha sido acogido y preconizado. Ha llegado a ser el ídolo de su siglo; y su imperio sobre los espíritus débiles no puede mejor compararse, que al del gran Lama, de quien se reverencia, como sabe todo el mundo, hasta los más viles excrementos.
La posteridad igualmente libre de la seducción, que de las parcialidades sabrá apreciar lo perfecto, distinguir lo defectuoso, moderar las alabanzas, y fijar los grados de gloria y de baldón. El verdadero modo de juzgar a Voltaire, es trasladarnos al siglo futuro, ponernos en el lugar de nuestros descendientes, suponerles luces, gusto, y honradez, y pronunciar después procurando ser el órgano de ellos.
No nos proponemos hacer el análisis de los diferentes trabajos de esta especie de Hércules literario. La epopeya, la tragedia, la comedia, la ópera, la oda, la poesía ligera, todo género de poesía ha sido el suyo. En la prosa, historiador, filósofo, disertador, político, moralista, comentador, crítico, romancista. Su pluma se ha extendido sobre todas las materias: examinemos con qué suceso. Desafiamos a cualquiera que se atreva a imputarnos con fundamento la tacha de que desconocemos lo que hay de bueno en este escritor, o de que cargamos demasiado la censura sobre lo que hay de malo.
La Henriada, o Enriqueida puede sin duda mirarse como obra maestra de poesía, si no se exige en un poema más que la riqueza del colorido, la armonía de la versificación, la nobleza de los pensamientos, la nobleza de las imágenes, o ideas, la rapidez del estilo. En esto la obra es superior a cuanto las musas francesas han producido de más brillante hasta el día de hoy: ¿Pero estas calidades, por eminentes que sean, bastan para levantar la obra hasta la altura de poema épico? Cierto interés, fruto del arte y del ingenio; cierta feliz trama de ficciones; ciertas combinaciones de incidentes que embelesan y cautivan el alma del lector, la tienen pendiente de un continuo encanto, y la conducen al desenredo en medio de una inagotable variedad de sensaciones, ¿dónde se halla en Voltaire? La mágica de los grandes hombres ha consistido siempre en estos poderosos muelles. Manejándolos con habilidad, se han elevado sobre la esfera de ingenios comunes, y han dado a sus obras esta semilla de inmortalidad, que las hace preciosas a todos los pueblos y siglos.
Si es cierto lo que dice el gran poeta Pope en su prefacio de Homero, que el más o menos de intención o de interés es lo que distingue los hombres célebres, y los subordina entre ellos; será forzoso convenir, que por este título no podrá Voltaire sostener la comparación con los poetas que le han precedido. ¿Sería en efecto una paradoja el proferir que su héroe no interesa, sino porque es Enrique IV, esto es, un Rey cuyo nombre estimado de todas las naciones, adorado de la suya, habla en su favor a todo el mundo? Por poca reflexión que se haga es muy posible que se halle que a esta ventaja ha debido la Henriada todo su aplauso; ventaja que no han tenido los otros poetas que se han visto obligados a crear su principal personaje, y todos los sucesos de su poema. ¿De cuántos recursos de imaginación no han necesitado para hacer interesante la suerte de su Héroe, para conciliarlo sucesivamente la admiración, el amor, todos los sentimientos de que es capaz un alma sensible?
En la Henriada el monarca francés siempre es dichoso, o está próximo a serlo; por lo mismo rara vez se halla uno en el caso de experimentar por él la alternativa de temor y esperanza; aquellas interesantes perplejidades que hacen a veces tomar parte en las desgracias, y gozar de los triunfos. Por esto, a pesar de las gracias de su locución, el poeta cae en una monotonía insípida, y ésta produce un fastidio invencible, como ya se ha notado casi generalmente.
Lo contrario en la Iliada, todo es variado, todo respira, todo está en acción. Si se tratara de un consejo, de una batalla, o de cualquiera otro caso, no es el poeta quien lo narra; acerca los objetos, los hace presentes; el lector viene a ser un testigo que ve y oye. La imaginación de Homero arrastra la suya siempre que le presenta nuevas pinturas, y éstas varían infinitamente. El tono de la Henriada es sin duda noble, animado, siempre elegante, pero demasiado narrativo. Nada de estas dulces ilusiones que nos transfieren al lugar del personaje que obra, o habla; ningunos embelesos de este entusiasmo, de este ardiente vigor de un alma inflamada que domina las otras: ninguna imprevista erupción de este hermoso fuego que hace callar la crítica, aun cuando ella encuentre qué condenar en sus extravíos.
Virgilio menos lleno de este hermoso fuego que Homero, le suplía con el brillo la constancia y la igualdad. Estacio, y Lucano no han producido de él sino chispas, pero estas chispas dan a lo menos por intervalos calor y claridad. En Milton es un volcán que abrasa y lo consume todo. El Tasso ha sabido mejor moderar su impulso, sin hacerle perder nada bajo el yugo del arte que le conduce. El fuego del poeta de Enrique IV, no hace otro efecto que el de deslumbrar; chispea y salta; jamás calienta, ni embelesa.
¿Sería todavía un exceso de severidad reconvenir a Voltaire el haberse deleitado demasiado en prodigar retratos; de no haberles dado bastante variedad; de haberlos dibujado todos de la misma manera; de pintarlos con los mismos colores; de no haber guardado otro contraste que el de las antítesis; de terminarlos constantemente con equívocos o sentencias; de olvidar después en el discurso de la acción la idea que había dado de los personajes, para dejarlos obrar al acaso, sin ninguna conformidad con el carácter con que les había pintado?
Muy lejos de este defecto están los grandes poetas. En lugar de detenerse a hacer el retrato de sus Héroes, se contentan de pintarlos por sus acciones, de darles el carácter sacado de la propia naturaleza, de distinguir las diferencias con tanta energía, como verdad, de reglar constantemente sus movimientos, y discursos, según las pasiones o fines que ellos han creído, se les debe atribuir para la trama y solución del poema.
Lo que disminuye todavía el mérito de la Henriada comparada con otros poemas, es la falta de lo maravilloso. Se ha pretendido disculpar a Voltaire, esforzándose a probar que aquel poema no pedía este género de adorno. Aun cuando las razones que exponen fueran poderosas, y no débiles, ¿qué se seguiría de ellas, sino que ha hecho mal de emprender un poema poco adecuado para incluir todas las partes de la epopeya? ¿pero se ha hecho atención a que su esterilidad es la verdadera causa de esta falta? ¿no es fácil de percibir que ha empleado lo maravilloso por donde ha podido, tanto, que se ha excedido de un modo ridículo? Los personajes de la discordia, del fanatismo, y de la política, los ha sacado sin duda del sistema de lo maravilloso; pero se conoce a primera vista, que tienen una forma de existir y de obrar en su poema, absolutamente contraria a toda verosimilitud.
Aunque las divinidades del Paganismo no tuviesen una existencia real en la opinión de griegos y latinos, Homero y Virgilio las representan bajo de imágenes visibles y conocidas siempre que las introducen en la Escena para hacer algún papel. En la Henriada al contrario, la discordia y el fanatismo son unos entes fantásticos: no se les ve aunque el Autor los haga discurrir con los demás personajes.
Tenía razón Voltaire de hallarse indeciso sobre el nombre que podía dar a la Henriada: se explica así él mismo a este proposito: «No teníamos poema épico en Francia, y aún no sé si le tenemos hoy en día. La Henriada a la verdad se ha impreso varias veces; pero sería demasiada presunción el mirar este poema como una obra que deba borrar la vergüenza, que tanto tiempo hace, se echa en cara a la Francia de no haber podido producir un poema épico».
Sea el que fuere el nombre que convenga darse al Lutrin, es sin duda un poema muy superior en lo tocante a invención, y lo sería en todas sus partes si los personajes que allí se figuran fueran más nobles, y la acción más importante. A pesar de la esterilidad del asunto ¡qué destreza, qué fecundidad no ha sabido Boileau derramar en este poema, las riquezas de la ficción, los recursos de las imágenes, la variedad de los pinceles, la diversidad de los caracteres, el juego de una versificación siempre bien sostenida!
¿Qué diremos de Telémaco? Que es, y será siempre un verdadero poema, aunque en prosa, en la opinión de los inteligentes. Cualquiera que sepa apreciar los rasgos del arte y del ingenio, ha de convenir forzosamente, que un solo episodio de esta obra inmortal, encierra más invención, conducta, interés, movimiento, y verdadera poesía que la Henriada entera, menos próxima de la epopeya, que del género histórico.
(Continues...)
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